lunes, 7 de enero de 2013

{Meditación Dominical} Bautismo del Señor. Ciclo C. «Tú eres mi Hijo Amado, el predilecto»

Bautismo del Señor. Ciclo C

«Tú eres mi Hijo Amado, el predilecto»

Lectura del libro del profeta Isaías 40, 1-5.9-11

«Consolad, consolad a mi pueblo - dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados. Una voz clama: "En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios.  Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie.  Se revelará la gloria de Yahveh, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahveh ha hablado".

 

Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: "Ahí está vuestro Dios".  Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a Tito 2, 11-14; 3, 4-7

 

«Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras.»

 

«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna.»

 

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 3, 15-16.21-22

 

«Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo: "Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.

 

Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo:  "Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

Sin que aparezca la palabra «novedad» en los textos litúrgicos, todos ellos se refieren, en cierta manera, a la novedad de la acción de Dios en la historia. Es nuevo el lenguaje de Dios en Isaías: «ha terminado la esclavitud..., que todo valle sea elevado y todo monte y cerro rebajado..., ahí viene el Señor Yahveh con poder y su brazo lo sojuzga todo». Es absolutamente nuevo que Jesús sea bautizado por Juan, que el cielo se abra, que el Espíritu descienda en forma de paloma, que se oiga una voz del cielo: «Tú eres mi hijo predilecto». Es nueva la realidad del hombre que ha recibido el bautismo: «un baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Señor».

J La novedad sólo puede venir de  Dios

El hombre, desde los mismos inicios, lleva la huella del pecado original. Se trata de una realidad común a toda la humanidad. Esta es la triste condición humana. El hombre puede gritar, desesperarse, blasfemar; o puede sentir el peso de la culpa, pedir perdón y ayuda, esperar. Lo que está claro es que sólo Dios puede echarle una mano; sólo Dios puede cambiar su vieja condición pecadora en pura novedad de gracia y misericordia.

Está igualmente claro que Dios siempre está de parte del hombre y actúa en favor de él, porque «ha sido creado a imagen y semejanza suya». La liturgia presenta tres momentos históricos de la intervención de Dios: primero interviene para liberar al pueblo israelita de la esclavitud de Babilonia (primera lectura), luego para revelar al mundo la filiación divina de Jesús (Evangelio), finalmente para manifestar a los hombres la nueva situación creada en quienes han recibido el bautismo (segunda lectura). La consecuencia es lógica: Si Dios ha intervenido en el pasado con una irrupción de vida y esperanza nuevas, Dios interviene en el presente e intervendrá en el futuro, porque el nombre más propio de Dios es la fidelidad.

J La manifestación de Jesús

 

La manifestación («epifanía») de Jesús se realiza en tres momentos. En los tres se trata de poner en evidencia ante los hombres quién es Jesús. El primer momento es el que se recuerda en la solem­ni­dad de la Epifanía que celebrábamos el Domingo pasado: llegan tres magos de oriente pre­guntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha naci­do?». Cuando lo encuentran le ofrecen dones: oro como a Rey, incienso como a Dios y mirra como a quien ha de morir. Empezamos a comprender quién es este Niño que nació en medio de nosotros tan ignorado.

 

El segundo momento ocurre en el bautismo de Jesús por medio de Juan en el Jordán. Es el momento que celebramos este Domingo. El mismo Juan  responde acerca de su bautismo:  «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis... yo he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel» (Jn 1,26.31). Esa manifestación es la que nos narra el Evangelio de hoy. El tercer momento ocurre en las bodas de Caná. Este pasaje, que es el Evangelio del próximo Domingo, termina diciendo el Evangelista: «En Caná de Galilea comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).

 

J El pueblo estaba a la espera...

 

El Evangelio de hoy nos informa sobre el ambiente que se vivía en Israel cuando Jesús comienza su ministerio público. Las personas más sensibles a los cami­nos de Dios presentían que estaba cerca el momento en que Dios iba a cumplir su promesa de salvación (enviando al Cristo, al Mesías anunciado en los profetas). En esto tenían razón, porque el Cristo ya estaba en medio de ellos, pero no en su identificación.  «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazo­nes acerca de Juan, si no sería él el Cristo». Juan recti­fica inmediata­mente, indicando lo más esencial del Cristo: estará lleno del Espíritu Santo. Así estaba anunciado. Y no sólo estará lleno del Espíritu, sino que Él lo comuni­cará a los hom­bres.

 

David había sido establecido como rey en Israel por medio de la unción por parte del profeta Samuel. David era entonces un Ungido (un Mesías). Pero no fue la unción la que hizo de él el gran rey que recuerda la histo­ria, sino el Espíritu de Dios que por medio de ese signo visible le había sido comunicado. Había que atribuir todo lo grande que fue David al Espíritu de Dios que estaba en él. Juan bien sabía esto. Por eso lo expresa de la manera más evidente: «El Cristo bautizará en Espíritu Santo».

 

J El Espíritu Santo  

 

Habiendo sido bautizado Jesús, «se abrió el cielo y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal como una paloma». Hay algo insólito en esta des­cripción que no debe pasar inadvertido. El texto dice literalmente que el Espíritu bajó "en forma corporal" (en griego: "soma­tikó"). ¿Cómo es posible un espíritu corpo­ral? El Espíritu es inmaterial. Pero en este caso era necesario que se viera, para que quedara en evidencia que en Jesús se cumplen las palabras de Dios sobre el Mesías espera­do: «He puesto mi Espíritu sobre él». Y como si este signo no fuera suficiente para iden­tifi­car al Cristo, una voz del cielo le dice: «Tú eres mi Hijo, yo te he engen­drado hoy».

 

En los episodios siguientes Lucas insiste sobre la presencia del Espíritu en Jesús. Después del bautismo dice: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto» (Lc 4,1). Y concluida la narración de las tentaciones, agrega: «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Pero, sobre todo, es Jesús mismo el que, entrando en la sinagoga de Nazaret, lee la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido». Y la comenta así: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Lc 4,18.21). Es lo mismo que afirmar: «Esta profecía se refiere a mí, yo soy el que poseo el Espíritu del Señor, yo soy el Ungido, el Mesías».

 

Siendo uno de la Trinidad, Jesús posee el Espíritu desde la eternidad. Pero en cuanto se ha hecho hombre lo recibe para realizar la obra de la redención y comunicarlo a los hombres. Por eso «Él bautiza en el Espíritu Santo». El Espíritu, que recibimos de Cristo, después que Él lo ha recibido del Padre, nos configura con Él, sobre todo, en su condición de Hijo de Dios. San Pablo lo dice de manera insuperable: "Habéis recibido un Espíritu de hijos adopti­vos, que nos hace exclamar: '¡Abba, Padre!' El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rom 8,15-16).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos. Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario público, después de haber dejado Nazaret.

 

Lo encontramos junto al Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el pueblo estaba "a la espera" (Lc 3, 15). Así subraya la espera de Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16).

 

De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.

 

En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.

 

Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento —parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco" (Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia" (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del cielo. Por eso, con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito: "Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres" (Tt 2, 11). De hecho, el Evangelio es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Esa gracia, sigue diciendo el apóstol san Pablo, "nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad" (v. 12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa, más solidaria, a una vida según Dios.».

 

Benedicto XVI. Homilía del Domingo 10 de enero de 2010.

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. En el Catecismo se dice que el bautismo imprime carácter, es decir, el bautismo se recibe una sola vez y para toda la vida. ¿Qué pasa, entonces, cuando no se vive como cristiano? ¿Cuando se vive indiferente a la propia fe? ¿Cuándo se tiene más fe en horóscopos y supersticiones que las verdades que Dios nos ha transmitido?

 

2. "Recuerda que eres un bautizado", "Sé lo que eres, vive lo que eres". ¿Soy consciente del compromiso que he asumido con mi bautismo?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1262 - 1274.

 

 

 

 

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