lunes, 31 de octubre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 32 del Tiempo Ordinario. Todos los Santos y Todos los Difuntos

Domingo de la Semana 32 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora»

 

Lectura del libro de la Sabiduría 6, 12-16

 

«Radiante e inmarcesible[1] es la Sabiduría. Fácilmente la contemplan los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para buscarla, no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada. Pensar en ella es la perfección de la prudencia, y quien por ella se desvele, pronto se verá sin cuidados. Pues ella misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella: se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos».

 

Lectura de la Primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 4,13 –17

 

«Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los  demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en  Jesús. Os decimos eso como Palabra del Señor: nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro  del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 25,1-13

 

«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!"

 

Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan." Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde  los vendedores y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco." Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Cinco mujeres sensatas y cinco imprudentes son las protagonistas de esta parábola en la cual Jesús  nos enseña lo qué realmente es importante para el encuentro definitivo con el Señor. La Primera Lectura hace un bello elogio de la sabiduría y subraya que «fácilmente  se deja ver a los que la aman». No está, por tanto, lejos de nosotros, basta poner de nuestra parte un pequeño esfuerzo y ella estará allí sentada en nuestra puerta esperándonos. La verdadera sabiduría proviene de Dios; Él es quien da al hombre «un corazón capaz de discernir el bien y el mal» (1Re 3,9).

 

El Evangelio también nos habla de la sabiduría de las vírgenes bien preparadas para la llegada del esposo. Se compara el Reino de los Cielos a un banquete nupcial, y se subraya la necesidad de estar preparados porque no sabemos cuándo llegará el esposo esperado. ¿Las vírgenes por qué son sabias y prudentes? Ellas han tenido juicio para prepararse adecuadamente, llevando consigo una buena cantidad de aceite para poder mantener encendidas sus lámparas. Las otras vírgenes son necias[2] porque se lanzaron impulsivamente y no advirtieron que el esposo podía tardar; no se dieron cuenta que el tiempo podía hacer mella sobre sus ilusiones y esperanzas, y así, advirtieron con espanto que cuando ya se oye la voz del esposo, no tienen suficiente aceite en su alcuza. Esperaron toda la noche en vano porque la puerta del banquete nupcial se les cerró.

 

San Pablo en su carta a los Tesalonicenses nos habla de la importancia de mantener encendida la fe, e interpela a aquellos que viven abatidos y desanimados por falta de horizonte en sus vidas. Todos aquellos que creen en Cristo y pertenecen a Cristo, estarán siempre con el Señor. Por esta razón, el cristiano debe saberse peregrino esperando con «la lámpara encendida» el encuentro definitivo con el Señor de la Vida.

 

«Fácilmente se deja ver a los que la aman»

 

A mediados del siglo I a.C. probablemente  ya bajo el dominio romano, la numerosa colonia judía de Alejandría, ciudad egipcia de cultura griega, había llegado a ser muy importante. Fue fundada por el mismo Alejandro Magno al conceder a los israelitas los mismos derechos que los griegos. A los que voluntariamente se establecieron en la ciudad se añadieron los prisioneros judíos que Ptolomeo I (325 -305) trajo a Egipto después de conquistar Jerusalén. Lejos quedaban ahora los años de la confrontación entre los dos mundos: el helenismo y el judaísmo. Esta nueva situación planteaba el desafío de presentar la revelación a un público de distinta cultura, pero ávido por conocer la verdad. En este contexto se escribió, en griego, el libro de la Sabiduría abordando tres temas fundamentales: la inmortalidad, la verdadera sabiduría y la acción de Dios en la historia de Israel.

 

La sabiduría resplandece sin marchitarse y sin perder su virtud iluminadora, de modo que señala al hombre, en todo momento y en todas las circunstancias de su vida, el camino que tiene que seguir para asegurarse la incorrupción que conduce al reino inmortal (ver Sb 6, 18-20). El camino para hallarla es sencillamente el amor, el cual induce a la inteligencia a procurarse el conocimiento de sus dictámenes e impulsa a su voluntad a ponerlos en práctica. Quienes la buscan con diligencia, la hallan sin esfuerzo.

 

« El Reino de los Cielos es semejante...» 

 

Los capítulos 24 y 25 con­tienen el quinto discurso del Evangelio de San Mateo, que es llamado «Discurso Escatoló­gico». En él está reunido la enseñanza de Jesús acerca de su venida gloriosa, que será el acto final de la historia. En efecto, la palabra «escatología» significa: estudio del «éschaton» que quiere decir lo último. El fin busca responder a la pregunta que todo hombre se hace acerca del sentido último hacia dónde se dirige. El Señor Jesús salía del templo de Jerusalén y sus discípulos lo invitaron a contemplar la majestuosidad y la belleza del templo (Mt 24,1). El hermoso e imponente templo sin duda parecería indestructible. El Señor Jesús aprovecha el momento para hacer un sorpresivo y triste anuncio: «no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea destruida » (Mt 24,2).  Este anuncio sin duda inquietó a los discípulos, de modo que más tarde, estando el Señor sentado (recordemos que en el oriente es la postura del maestro cuando enseña) en el monte de los Olivos, «se acercaron a Él en privado sus discípulos, y le dijeron: "Dinos cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo"» (Mt 24, 3). La pregunta da pie entonces a la enseñanza del Señor sobre los últimos tiempos.

 

El sólo hecho de saber que la parábola «de las diez vírgenes» hace parte del discurso escatológico nos concede la clave de interpretación: Jesús nos quiere enseñar cuál debe ser nuestra actitud ante la certeza del fin del mundo y de su venida gloriosa. A los apóstoles, que se habían quedado mirando al cielo cuando Cristo resuci­tado ascendió, los ángeles les asegu­raron: «Este mismo Jesús vendrá de nuevo, tal como lo habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11). El mundo se divide entre los que esperan vigilantes la vuelta de Jesús y los que están despreocupados. Asimismo entre diez vírgenes que esperan al esposo, cinco son prudentes y cinco son necias; cinco lo aman con amor celoso y fiel y están dispuestas a esperarlo aunque tarde, y cinco son negligentes e infieles y su aten­ción se distrae hacia otras cosas.

 

Para exponer esta enseñanza e invitar a la vigilancia Jesús adopta una situación familiar para sus oyentes. El matrimonio judío se realizaba en dos etapas. La primera consistía en el contrato propiamente o esponsales entre el esposo y la esposa en que se fijaban las obligaciones de cada uno y se intercam­bia­ban el consentimiento. Esto podía ocurrir bastan­te tiempo antes que los esposos convi­vieran. La segun­da etapa era más festiva; consistía en que el esposo, venía, acompañado de sus amigos, a buscar a la esposa para llevársela consigo. La esposa esperaba rodeada de sus amigas, y la llegada del esposo era ocasión de fiesta; aquí se celebraba el banquete de bodas. En este caso diez vírgenes, con sus lámparas en la mano, salieron al encuentro del esposo. A menudo Cristo se comparó con «el esposo» porque Él reclama de cada uno de nosotros -y de la Iglesia entera- un amor semejante al de la esposa: exclusivo, total, fiel, indisoluble y fecundo. En la parábo­la es significativo que no vemos en ningún momento a la esposa sino que solamente aparece el esposo: sólo a él espera cada una de las vírgenes. Cada una se sintió interpelada por igual cuando a media noche se oyó el grito: «¡Llega el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Pero aquí queda en evidencia la diferencia entre unas y otras.

 

¿Qué mantendrá encendida mi lámpara?

 

¿Cuál es «el aceite» que mantendrá mi lámpara encendida para la venida de Cristo? Y la respuesta no puede ser otra sino el amor. El amor ardiente y generoso que mantiene el corazón vuelto hacia Dios y hacia sus hermanos. El amor que es donación de sí mismo. El amor que consiste en descubrir en cada hermano la imagen misma de Cristo. Es el amor que triunfa sobre el pecado, el egoísmo y la soberbia. Estar atentos y preparados para la venida del Señor significa «permanecer en el amor» (Jn 15,9), porque al «atardecer de la vida te juzgarán sobre el amor». En efecto «quien no ama, permanece en la muerte» y la única forma de pasar de la muerte a la vida es por el amor a los hermanos (ver 1Jn 3,14).

 

«En verdad…no os conozco»

 

La parábola sigue su curso; cada detalle evoca lo que será la venida final de Jesús. Las vírgenes que estaban preparadas entraron con el esposo al banquete de bodas y se cerró la puerta. Las necias llegaron tarde diciendo: «¡Señor, Señor, ábrenos!» Pero recibieron esta respuesta: «En verdad os digo que no os conozco». Ésta es, en realidad, una terrible senten­cia. Para la mentalidad semita el conocimiento no es algo solamente intelectual o de mera experiencia sensi­ble; el conoci­mien­to es también algo afectivo.

 

Conocer, en el lenguaje de la Biblia, significa al mismo tiempo conocer y amar, tener afecto, interés y preocupación por algo. La negación de Pedro: «No conozco a ese hombre» (Mt 26,72.74), no es solamen­te una mentira, es más grave que eso. Esa frase de Pedro significa: «Sí, conozco a ese hombre, pero yo no tengo nada que ver con él, no soy de los suyos, ni me afecta lo que pase con él». Así también la sentencia de Cristo, para los que no estén preparados esperando su venida, será ésta: «En verdad os digo, no los conozco y no tengo nada que ver con voso­tros».

 

La enseñanza de toda la parábola está resumida por Cristo mismo: «Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora». Han pasado ya veinte siglos desde que Jesús ascendió y nos dejó esperando su venida. Tal como en la parábola, «el esposo tarda». El aceite de muchos ya se ha agotado y se han quedado dormidos. Pero precisa­mente por eso rige la adver­ten­cia: «¡Velad siempre, porque no sabéis ni el día ni la hora!». Puede faltar mucho o poco: no sabemos. Pero en un momento dado oiremos el grito: «¡Ya está aquí el esposo!». Lo que sí sabemos con total seguridad es que el fin de nuestra vida no tardará. Y eso es innegable.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

-Alejandro: «¿Para qué sirve, en la vida de todos los días, ir a la santa misa y recibir la Comunión?»


-Benedicto XVI: «Sirve para hallar el centro de la vida. La vivimos en medio de muchas cosas. Y las personas que no van a la iglesia no saben que les falta precisamente Jesús. Pero sienten que les falta algo en su vida. Si Dios está ausente en mi vida, si Jesús está ausente en mi vida, me falta una orientación, me falta una amistad esencial, me falta también una alegría que es importante para la vida. Me falta también la fuerza para crecer como hombre, para superar mis vicios y madurar humanamente. Por consiguiente, no vemos enseguida el efecto de estar con Jesús cuando vamos a recibir la Comunión; se ve con el tiempo.

 

Del mismo modo que a lo largo de las semanas, de los años, se siente cada vez más la ausencia de Dios, la ausencia de Jesús. Es una laguna fundamental y destructora. Ahora podría hablar fácilmente de los países donde el ateísmo ha gobernado durante muchos años; se han destruido las almas, y también la tierra; y así podemos ver que es importante, más aún, fundamental, alimentarse de Jesús en la Comunión. Es Él quien nos da la luz, quien nos orienta en nuestra vida, quien nos da la orientación que necesitamos».

 

Benedicto XVI. Diálogo en el encuentro con 100,000 niños en la Plaza San Pedro, 15 de octubre 2005.

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. La parábola refleja dos actitudes ante la vida, ante uno mismo y ante Dios. Nos dice el Concilio Vaticano II: «Ante la muerte el enigma de la condición humana alcanza su máximo» (Gaudium et spes, 10). Llevar la vida en serio es vivir de acuerdo a nuestro fin último: la felicidad eterna. ¿Con qué actitud me identifico?

 

2. El Papa nos ha pedido para este mes: "para los esposos, para que sigan el ejemplo de santidad conyugal vivida por tantas parejas que se santificaron en las condiciones ordinarias de la vida". Recemos en familia por esta hermosa intención del Santo Padre.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1805-1811.

 



[1] Inmarcesible. (Del lat. immarcescibĭlis). Que no se puede marchitar.

[2] necio, cia. (Del lat. nescĭus). adj. Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber. Imprudente o falto de razón.  Terco y porfiado en lo que hace o dice. Dicho de una cosa: Ejecutada con ignorancia, imprudencia o presunción.

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lunes, 24 de octubre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 31 del Tiempo Ordinario. Ciclo A y Señor de los Milagros

Domingo de la Semana 31 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

 

Lectura del profeta Malaquías 1,14b.2,2b. 8-10

 

«¡Que yo soy un gran Rey, dice Yahveh Sebaot, y mi Nombre es terrible entre las naciones! Yo lanzaré sobre vosotros la maldición  y maldeciré vuestra bendición; y hasta la he maldecido ya, porque ninguno de vosotros toma nada a pecho. Pero vosotros os habéis extraviado del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la Ley, habéis invalidado la alianza de Leví, dice Yahveh Sebaot. Por eso yo también os he hecho despreciables y viles ante todo el pueblo, de la misma manera que vosotros no guardáis  mis caminos y hacéis acepción de personas en la Ley. ¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios? ¿Por qué nos traicionamos los unos  a los otros, profanando la alianza de nuestros padres?»

 

Lectura de la Primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 2,7b-9.13

 

«Nos mostramos amables con vosotros, Como  una madre cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio  ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos. Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de  vosotros, os proclamamos el Evangelio de Dios. De ahí que también  de nuestra parte no cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que  os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que  permanece operante en vosotros, los creyentes».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 23,1-12


 «Entonces Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos y les dijo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas.

 

Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame “Rabbí”. «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Rabbí”, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar “Directores”, porque uno solo es vuestro Director: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

«Pues todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado». En estas palabras podemos resumir la idea principal del trigésimo primer Domingo del tiempo ordinario. Jesús nos presenta en admirable síntesis el camino de servicio, de sacrificio y coherencia que es propio de todo cristiano. El pasaje del Evangelio de San Mateo nos ofrece una crítica dura de Jesús a los escribas y fariseos, porque hacen todo sin una recta intención y «para ser vistos por los hombres».

 

Vemos, sin embargo, que ya en el siglo V a.C. el profeta Malaquías amonestaba a los sacerdotes que no obedecían al Señor, ni daban gloria a su nombre. A estos sacerdotes se les amenaza con cambiar su bendición en maldición. Se han apartado del camino y han hecho tropezar a muchos (Primera Lectura). En una actitud opuesta tenemos en San Pablo un testimonio de preocupación y dedicación por llevar el Evangelio de Dios a todos. Se preocupa de los fieles de la comunidad de Tesalónica como una madre se preocupa de sus hijos; desea no sólo entregar la Palabra de Dios, sino su misma persona; trabaja, se fatiga, da ejemplo para no importunar a nadie. Finalmente se alegra porque acogen la Palabra, no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: la Palabra de Dios. San Pablo es el apóstol que no busca la vanagloria de los hombres sino ser servidor de todos y es por eso que es enaltecido (Segunda Lectura).

 

«Haced y observad todo lo que os digan»

 

El capítulo 23 de Mateo se ubica a continuación de algunas preguntas puestas a Jesús de parte de los fariseos y los saduceos para hacerlo caer y poder perderlo. Pero Jesús, no obstante su infinita humildad y mansedumbre, demuestra no ser un ingenuo. En todos los casos capta inmediatamente dónde está la trampa y escapa de ella. Jesús nos proporciona un ejemplo de la actitud que Él mismo reco­mienda a sus discípu­los: «Sed prudentes como las ser­pientes y sencillos como las palomas» (Mt 10,16). Ésta es la actitud que expresa bien San Pablo cuando escribe a sus destinatarios: «Hermanos, no seáis niños en juicio. Sed niños en malicia, pero hombres maduros en juicio» (1Cor 14,20). En particular, hemos visto un caso en que los fari­seos se acer­can a Él con actitud deferente y hasta adula­dora, dicién­dole: «Maes­tro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios según la verdad» (Mt 22,16). Pero ésa era una acti­tud hipócri­ta. Si esas palabras hubieran sido sin­ceras, enton­ces hubieran debido hacer­se discípulos de Jesús.

 

En cambio, «trataban de dete­ner­lo» y si no lo hicieron fue solamente porque «tu­vie­ron miedo a la gente que lo tenía por profe­ta» (Mt 21,46). Queda así en evidencia que, en el caso de esos fari­seos, su palabra dice una cosa; pero su cora­zón piensa otra. Por eso tiene razón Jesús cuando advierte a sus discípu­los: «Sobre la cátedra de Moisés se han sentado los escri­bas y fariseos. Haced pues y ob­servad lo que os digan; pero no imitéis su con­ducta, por­que dicen y no hacen». Acerca de esta frase nos dice Orígenes: «¿Qué cosa hay más miserable que un doctor, cuyos discípulos se salvan no siguiendo su ejemplo, y se condenan cuando le imitan?». En la norma que da a sus discípulos Jesús demuestra estar lejos de ser un «subversivo» o un rebelde: «Haced y observad todo lo que os digan». Jesús manda obedecer a la autoridad reli­giosa, aunque por su conducta ella se haya hecho indigna de ser imitada.

 

Los separados

 

Fariseo, en realidad, no es sinónimo de hipócrita. Pero en el uso normal ha asumido ese significado, por culpa de algunos de ellos, que a causa de su actitud, mere­cieron esas denuncias de parte de Jesús. La palabra hebrea «perushim», de donde viene el término «fariseos», significa «separados», y describía al grupo de los que se ubicaban aparte del resto del pueblo para poder cumplir estrictamente todas las normas de la ley, en particu­lar las que se refieren a la pureza. En los tiempos de Jesús deben de haber sido alrededor de seis mil miembros y al igual que los esenios se los relacionaba ordinariamente con los hasidim (los piadosos) que en tiempo de los macabeos lucharon encarnizadamente contra la influencia pagana (ver 1Mac 2,42). Contaba entre sus miembros a la totalidad de los doctores de la ley, como también a cierto número de sacerdotes.

 

Es preciso notar las cualidades que dieron origen a sus excesos. Jesús reconoce su celo (Mt 23,15), su solicitud por la perfección y por la pureza (Mt 5,20) inclusive a uno de ellos le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12,34). Pablo subraya su voluntad de practicar minuciosamente la ley y hay que felicitarlos por su adhesión a tradiciones orales vivas. Pero escudándose en su ciencia legal aniquilan el precepto de Dios con sus tradiciones humanas (Mt 15,1-20); desprecian a los ignorantes en nombre de su propia justicia (Lc 18,11); impiden todo contacto con los pecadores y los publicanos limitando así su horizonte al amor de Dios; consideran incluso que tienen derechos para con Dios en nombre de su práctica (Mt 20,1-15; Lc 15,25-30).

 

La vanagloria de los fariseos se ejercitaba, entre otras cosas, en las filacterias (tephillim, o, más raramente, totaphoth) que consistían en unas capsulitas, donde iban enrolladlas tiras de pergamino en que estaban escritos algunos pa­sajes de los libros sagrados (Ex 13,1-10,13 11‑16; Dt 6,4‑9; 11,13-21). Durante la plegaria, el israelita se aplicaba (y se aplica aún) las tiras sobre la frente y el brazo izquierdo, significando seguir así literal­mente la prescripción contenida en Dt 6, 8. Los vanidosos se procuraban tiras más amplias y vistosas, para impresionar más, y otro tanto hacían con las franjas del vestido, que tenían también un significado religioso y eran usadas incluso por Jesús.

 

«Uno sólo es vuestro Maes­tro... uno solo es vuestro Guía: el Cristo»

 

Jesús sigue explicando en qué forma ellos «dicen y no hacen». Y lo dice en su forma propia casi gráfica de hablar: «Atan cargas pesadas y las echan en las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas». ¡Qué diferencia con Jesús! Jesús enseña el precepto del amor al prójimo, pero Él fue el primero en cumplirlo como lo hace notar el Evangelio: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Y ese extremo fue dar la vida por ellos. Por eso Jesús es un maestro que da gusto no sólo escuchar sino tam­bién seguir, imitando el ejemplo de su vida. Así compara Él su propia doctrina con la de los fariseos: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de cora­zón... Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Éste es el maestro que nos conviene escuchar, éste es el guía que nos conviene seguir: «Uno sólo es vuestro Maes­tro... uno sólo es vuestro Guía: el Cristo».

 

Los fariseos no sólo imponen a la gente preceptos que ellos no cumplen, sino que les gusta ser alabados por la gente: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres». Jesús, en cambio, da a sus discípulos la norma opuesta: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos» (Mt 6,1); y ordena hacer el bien de manera tan oculta, que no sólo sea ignorado por los hombres, sino que «ni siquiera sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha» (Mt 6,3). Los fariseos «quieren el primer puesto en los banque­tes y los prime­ros asientos en las sinagogas, que se los salude en las plazas y que la gente los llame 'Rabbí'». Jesús, en cambio, da a sus discípulos esta norma: «Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te sientes en el primer puesto... al contrario, vete a sentarte en el último puesto» (Lc 14,8.10). Jesús rehuyó todo honor y toda ostentación. Para describir su tenor de vida dijo a uno que quería seguirlo: «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Y cuando alguien se dirigió a Él diciéndo­le: «Maestro bueno», Él rechazó este título respondiendo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10,17-18).

 

La conclusión de todo esto es la siguiente: «El mayor entre vosotros que sea el servidor vuestro. Pues el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalza­do». Ésta debió ser una enseñanza frecuente de Jesús, puesto que el Evangelio la repite varias veces. Nada describe mejor el ejemplo de Jesús mismo que «siendo de categoría divina, se despojó y tomó la condición de sier­vo». Jesús es el único que merece el título de «Maestro» porque su vida es infinitamente coherente con su enseñan­za; Él es un maestro que «dice y hace». Por eso no es difícil «hacer y observar todo lo que Él dice».

 

«Mirad que yo envío mi mensajero…»

 

Malaquías es el último de los doce profetas menores del Antiguo Testamento, vivió alrededor al año 500. A.C. Ya se había reedificado el Templo después del destierro babilónico. Pero la gente no servía de todo corazón a Dios. «Convertíos», decía Malaquías, «¡Dejad de defraudar  al Señor! ¡No sigáis poniendo a prueba su paciencia!». Los sacerdotes han invalidado la Alianza de Leví (la casta sacerdotal), porque convierten la ley en escándalo para el pueblo y porque la aplican según intereses personales.

 

El nombre de Malaquías significa «mi mensajero». Como mensajero de Dios el profeta habló de  la venida del Mesías y acerca del gran día  de la justicia y del juicio divino: «He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible» (Mal 3,23). El último de los profetas concluye su profecía anunciando el retorno del primer profeta: Elías. Ese Elías que retorna es Juan Bautista (ver Lc 1,17; Mt 17,1).

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Todo el que ejerce el sacerdocio no lo ejerce sólo para sí, sino también para los demás… El mismo pensamiento expresó Jesucristo cuando, para mostrar la finalidad de la acción de los sacerdotes, los comparó con la sal y con la luz. El sacerdote es, por lo tanto, luz del mundo y sal de la tierra. Nadie ignora que esto se realiza, sobre todo, cuando se comunica la verdad cristiana; pero ¿puede ignorarse ya que este ministerio casi nada vale, si el sacerdote no apoya con su ejemplo lo que enseña con su palabra?

 

Quienes le escuchan podrían decir entonces, con injuria, es verdad, pero no sin razón: Hacen profesión de conocer a Dios, pero le niegan con sus obras; y así rechazarían la doctrina del sacerdote y no gozarían de su luz. Por eso el mismo Jesucristo, constituido como modelo de los sacerdotes, enseñó primero con el ejemplo y después con las palabras: Empezó Jesús a hacer y a enseñar. Además, si el sacerdote descuida su santificación, de ningún modo podrá ser la sal de la tierra, porque lo corrompido y contaminado en manera alguna puede servir para dar la salud, y allí, donde falta la santidad, inevitable es que entre la corrupción».

 

San Pío X. Constitución Apostólica Haerent animo, 3.

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. Algunas veces solemos escuchar: «yo no voy a misa porque los que van son unos hipócritas: van, se golpean el pecho, y luego siguen viviendo en el pecado, abusando de la gente, etc.»¿Qué decirles? ¿Es razón (o excusa) que el otro sea un hipócrita para que tú no te exijas en vivir coherentemente tu fe? ¿No es por eso mismo que tú y yo debemos esforzarnos por ser coherentes con nuestra fe, por mostrar nuestra fe con obras?

 

2. Lo que hace al santo es el esfuerzo por ser coherente. El esfuerzo profundo, constante, por ser coherente. Esa es la clave. La coherencia. Si caigo o no caigo, bueno, son problemas sobre los cuales nadie puede juzgar. Pero lo que a nosotros como personas, a cada uno, nos interesa es: ¿soy yo una persona que se esfuerza realmente?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 575- 582.

 

 

 

 

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lunes, 17 de octubre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 30 del Tiempo Ordinario. Ciclo A. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

Domingo de la Semana 30 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

 

Lectura del libro del Éxodo 22,20-26

 

«No maltratarás al extranjero ni lo oprimirás, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto. No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio, yo escucharé su clamor. Entonces arderá mi ira, y yo los mataré a ustedes con la espada; sus mujeres quedarán viudas, y sus hijos huérfanos. Si prestas dinero a un miembro de mi pueblo, al pobre que vive a tu lado, no te comportarás con él como un usurero, no le exigirás interés. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo. De lo contrario, ¿con qué dormirá? Y si él me invoca, yo lo escucharé, porque soy compasivo».

 

Lectura de la Primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,5c-10

 

«Ya saben cómo procedimos cuando estuvimos allí al servicio de ustedes. Y ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo y el del Señor, recibiendo la Palabra en medio de muchas dificultades, con la alegría que da el Espíritu Santo. Así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya. En efecto, de allí partió la Palabra del Señor, que no sólo resonó en Macedonia y Acaya: en todas partes se ha difundido la fe que ustedes tienen en Dios, de manera que no es necesario hablar de esto. Ellos mismos cuentan cómo ustedes me han recibido y cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar a su Hijo, que vendrá desde el cielo: Jesús, a quien él resucitó y que nos libra de la ira venidera».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 22,34-40

 

«Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?» Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El Evangelio de este Domingo nos presenta la enseñanza más importante que Jesús nos ha dejado: «el mandamiento del amor». Lo que va a realizar ante la clara malicia de la pregunta, es algo realmente revolucionario: unir el amor a Dios con el amor al prójimo diciendo que ambos son semejantes. En la lectura del Éxodo vemos las prescripciones que debían observar los judíos en relación con los extranjeros, con las viudas, los huérfanos y todos aquellos que se veían en la necesidad de pedir prestado o dejar objetos en prenda para poder obtener lo necesario para la vida. El Señor velará siempre por estas personas ya que Él es «compasivo» y cuida de sus creaturas más necesitadas

 

Por otra parte, en la carta a los Tesalonicenses, Pablo alaba la fe y el apostolado de aquella naciente comunidad y comprueba que el crecimiento espiritual se debe, en primer lugar, a la apertura al Espíritu Santo. Los tesalonicenses han recibido la Palabra y se han convertido a Dios; viviendo ahora la sana tensión por la venida definitiva del Reconciliador (Segunda Lectura).

 

«Sí él me invoca, yo lo escucharé porque soy compasivo»

 

La lectura del libro del Éxodo hace parte de una colección de leyes y de normas que buscan explicar y aplicar de manera práctica los principios religiosos y morales del Decálogo. Este pasaje nos enseña que no le basta a Dios que se le respete y obedezca; desea que nadie de los que han hecho la Alianza se quede al margen de su amor y por ello impone que la obediencia a sus preceptos pase por el respeto al prójimo y, de manera particular, a los menos favorecidos. Hacer con Dios una alianza implica el ser justo con aquellos por los cuales Él se desvive: los desamparados. Es impresionante el lenguaje de la Ley acerca de las viudas, huérfanos y pobres; pero lo es más todavía el de los profetas: «aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,17;  ver Jr 5,28; Ez 22,7.).

 

Leemos en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: «Del Decálogo deriva un compromiso que implica no sólo lo que se refiere a la fidelidad al único Dios verdadero, sino también las relaciones sociales dentro del pueblo de la Alianza. Estas últimas están reguladas especialmente por lo que ha sido llamado "el derecho del pobre"…El don de la liberación y de la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto, íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad israelita en la justicia y en la solidaridad»[1].    

 

«Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»

 

El Evangelio de este Domingo nos presen­ta el último de cuatro episodios en que se trata de sor­prender a Jesús en error. En el primero de estos episodios, después que Jesús purificó el templo expul­sando a los mercaderes, se le acercan los sumos sacerdotes y los ancia­nos del pueblo para preguntar­le sobre su autoridad (Mt 21,23). En el segundo (lo hemos visto el Domingo pasado), Jesús escapa de la trampa que le han tendido los fariseos y los herodianos con su pregunta acerca de la licitud de pagar el tributo al César (Mt 22,15-22). En el episodio siguien­te son los sadu­ceos[2] los que le presentan un caso difícil, para ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos (Mt 22,23-33). La fe en la resurrección era uno de los puntos en que discrepaban fariseos y saduceos: «Los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu, mientras que los fariseos profesan todo eso» (Hch 23,8).

 

Pero en la introducción del episodio hay algo que a primera vista como que no corresponde: «Los fari­seos, al enterarse de que Jesús había tapado la boca a los sadu­ceos, se reunie­ron en grupo y uno de ellos le preguntó para tentarlo...» Si Jesús había tapado la boca a los saduceos y lo había hecho profesando la fe en la resurrección, se podría pensar que los fariseos estarían conten­tos y darían la razón a Jesús viendo que coincidía con ellos en un punto de doctrina. Pero no; cuando se trata de oponerse a Jesús, ellos olvi­dan sus discrepan­cias con los saduceos y están unidos buscando su ruina. Por eso, viendo que a los sadu­ceos no les resul­tó perder a Jesús, lejos de defenderlo por la doctrina que había sustentado, ellos hacen un nuevo inten­to. Le ponen una pregunta capciosa para ver si cae y les da motivo para desprestigiar­lo.

 

Aquí se ubica el episodio de este Domingo que es el cuarto de este tipo que con toda malicia y con ánimo de ponerle a prueba, le pregunta «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»[3]. La intención es tentarlo, es decir, ponerle una pregunta que induzca a Jesús a dar una res­puesta errónea que les permita acusarlo o desprestigiarlo. Cuando se trató del tributo al César, Jesús ya había desenmasca­rado a los fariseos diciéndo­les: «Hipócritas, ¿por qué me ten­táis?» (Mt 22,18). Aquí nuevamente vuelven a tentarlo. Pero Jesús no reacciona de esa manera, porque la pregunta, a pesar de su intención torcida, le permite dar una enseñanza fundamen­tal.

 

¿Qué respuesta esperaban?

 

Antes de examinar la respuesta de Jesús trataremos de descubrir en qué consiste lo capcioso de la pregunta. La pregunta parece más bien apta para que Jesús se luzca con su res­puesta. En efecto, todo judío sabía de memoria el «Shemá Israel» y hasta el día de hoy se encuentra en el «Siddur» (el libro de oraciones) como parte de la oración nocturna diaria: «Escu­cha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Dios. Bendi­to sea el nombre glorio­so de su Reino por los siglos. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Está tomado del libro del Deutero­nomio donde se agrega: «Per­manezcan en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repeti­rás a tus hijos... las atarás en tu mano como una señal y serán como una insignia ante tus ojos...» (Dt 6,7-8). Es obvio que todo judío, interrogado sobre el mandamiento mayor de la ley, habría citado el «Shemá». Si la pregun­ta fue hecha «para tentarlo» es porque los fariseos espera­ban que Jesús respondiera otra cosa. Enton­ces habrían tenido de qué acusarlo.

 

Entonces, ¿qué respuesta esperaban? Jesús había estado enseñan­do con mucha energía el mandamiento del amor al prójimo. En el sermón de la montaña había radicalizado los manda­mien­tos que se refieren al prójimo: «Se os ha dicho: 'No matarás'... Pues yo os digo: 'Todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo'... Se os ha dicho: 'No comete­rás adulte­rio'. Pues yo os digo: 'Todo el que mire una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón'... etc.»(Mt 5,21ss). Más adelante, al joven rico que le pregunta qué mandamientos tiene que cum­plir para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,18-19). Y más explícita­mente había enseña­do: «Os doy un mandamien­to nuevo: que os améis los unos a los otros... Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros» (Jn 13,34; 15,12).

 

Es probable que los fariseos esperaran que Jesús les diera esa respuesta o alguna parecida. Pero no habían entendido su enseñan­za. Jesús da la respuesta correcta: «Ama­rás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento». Pero en seguida agre­ga: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»[4]. Ambos mandamientos no se pueden sepa­rar, no se puede cumplir uno solo de ellos. El mandamien­to del amor es uno solo, es indivisi­ble, el mismo se dirige a Dios y al prójimo; no se trata de dos amores, sino de uno solo; cuando perece uno, perece también el otro. Esto es lo que Jesús quiere enseñar con su respuesta. Por eso concluye: «De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profe­tas», no de uno sino de los dos.


El mandamiento del amor

 

El fundamento del amor al prójimo es el amor a Dios; pero la prueba del amor a Dios es el amor al prójimo. San Juan es tajante en este criterio: «Si alguno dice: 'Amo a Dios' y no ama a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamien­to: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn4,20-21). Por tanto, el mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu cora­zón...» se cumple solamente «amando al prójimo como a ti mismo». Jesús los unió más estrechamente aún, si es posible, cuando dijo, a propósito del juicio final: «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25,40).

 

No tenemos otro modo de expresar nuestro amor a Él que amándolo en sus hermanos más peque­ños: los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnu­dos, los enfermos, los encarcelados. San Juan de la Cruz comenta este episodio diciendo: «En la tarde de tu vida serás examinado sobre el amor», sin especificar, pues se trata de una sola virtud. Donde falta el amor a Dios lo único que nos queda entre manos es el egoísmo.

 


 Una palabra del Santo Padre:

 

«En el pasaje evangélico que acabamos de proclamar, un doctor de la ley interroga a Jesús, con ánimo de ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». La respuesta del Señor es directa y precisa: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,36-37.39-40). Amarás. En el sentido señalado por el Evangelio, esta palabra implica una innovación profunda; más aún, es la más revolucionaria que haya resonado jamás en el mundo, porque al hombre que la escucha lo transforma radicalmente y lo impulsa a salir de su egoísmo instintivo y a entablar relaciones verdaderas y firmes con Dios y con sus hermanos.

 

Amarás la vida humana, la vida de toda la comunidad, la vida de la humanidad. Jesús indica un amor total y abierto a Dios y al prójimo, introduciendo así en el mundo la luz de la verdad, o sea, el reconocimiento de la absoluta superioridad del Creador y Padre, y de la dignidad inviolable de su criatura, el hombre, hijo de Dios. Amarás. Este imperativo divino constituye un llamamiento constante para cuantos quieren seguir el camino del Evangelio y contribuir a su difusión en el mundo. Ese llamamiento resuena sin cesar en la Iglesia encaminada ya hacia la histórica meta del año dos mil, que inaugurará el tercer milenio de la era cristiana.»

 

Juan Pablo II. Homilía en la Misa de la parroquia de San Octavio, 24 de octubre de 1993.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. «Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40). Haz un examen de conciencia a partir de pasaje del Evangelio de San Mateo. ¿Cómo vivo de manera concreta el amor al prójimo?

 

2. Recemos en familia el Salmo responsorial 17(16): «El clamor del inocente». 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2086.2093- 2094.2196.

 

 

 

 



[1] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 23.

[2] Los saduceos eran un partido político judío. Su nombre proviene del sacerdote Sadoc (sacerdote de la época del rey David), aunque el grupo se formó en el siglo II a.C. Lo constituía gente aristocrática y de familias sacerdotales.  Apoyaron a los reyes y a los sumos sacerdotes asmoreos (de la dinastía de los macabeos) y, más tarde, a los dominadores romanos. No admitían las ampliaciones que los fariseos habían hecho de la Ley (en concreto la ley oral que era distinta a la ley escrita que figura en el Antiguo Testamento). Por este motivo no creían en la resurrección de los muertos ya que de ella no se habla claramente en la Ley del Antiguo Testamento.  

[3] La Ley escrita, es decir, la Torah, contenía, según los rabinos, 613 preceptos, 248 de los cuales eran positivos, puesto que ordenaban determinadas acciones, y 365 negativos, ya que prohibían hacer algunas otras. Unos y otros se dividían en preceptos «ligeros» y preceptos «graves», según la importancia que se les atribuía.

[4] Ver Lev 19,18.

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