lunes, 30 de mayo de 2011

{Meditación Dominical} La Ascensión del Señor. Ciclo A. «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»

La Ascensión del Señor. Ciclo A

«Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

 

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, "que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días".

 

Los que estaban reunidos le preguntaron: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?" El les contestó: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra".

 

Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo".»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 1,17- 23

 

«Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. = Bajo sus pies sometió todas la cosas = y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 28,16-20

«Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo".»

 

  Pautas para la reflexión personal  

 

 El vínculo entre las lecturas

 

«Este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Primera Lectura). Esta afirmación del relato del libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece una síntesis profunda del mensaje central de la Solemnidad de la Ascensión. Jesús asciende al cielo en su cuerpo glorioso[1] pero deja a sus apóstoles una misión clara y comprometedora: «Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Evangelio). Se trata de anunciar sin descanso la Buena Nueva: Jesucristo ha resucitado y está sentado a la diestra del Padre en los Cielos. Esta es la verdad en la que fundamenta nuestra fe (Segunda Lectura).

 

 La Ascensión de Jesús a los cielos

 

En el tiempo que ha transcurrido desde la Resurrec­ción del Señor la Iglesia recuerda las diversas apariciones de Cristo Resucitado a sus discípulos. No sabemos exactamente cuántas veces se les apareció. La expresión usada por Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles da la impresión de un contacto diario de Jesús con sus apóstoles: «Se les presentó dándoles muchas prue­bas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cua­renta días y hablándoles acerca del Reino de Dios» (Hch 1,3). La liturgia dominical nos recuerda la última de esas apari­ciones. En esta ocasión Jesús no «desapareció de su lado» en un instante, como ocurrió mientras estaba a la mesa con los discípulos de Emaús (ver Lc 24,31) y también en las demás aparicio­nes; esta vez «fue levantado en pre­sencia de ellos hasta que una nube lo ocultó a sus ojos».

 

Aquella nube que esconde el cuerpo de Cristo posee un profundo significado bíblico. En múltiples ocasiones en la Sagrada Escritura, la Gloria de Dios se manifiesta en forma de nube (ver Ex 16,10; 19,9 etc.). La nube fue la que se interpuso entre el campamento de los israelitas y los ejércitos egipcios que venían en su busca por el desierto. Esa nube era la que defendía a Israel y la que indicaba el momento de alzar el campamento y reemprender la marcha. El texto del Éxodo es muy significativo: Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar de día y de noche. No se apartó del pueblo ni la columna de nube por el día, ni la columna de fuego por la noche (ver Ex 13, 21-22). Es pues, función de la nube «guiar» de día y «alumbrar» de noche. Pero es también la nube la que se aparece en el Sinaí y envuelve a Moisés con el misterio para recibir las tablas de la ley. La nube es símbolo de la cercanía de Dios: Dios está presente, se avecina y se deja sentir, pero al mismo Dios es trascendente, es santo, está por encima de los cielos. La nube es revelación y misterio. Es revelación y ocultamiento. Es una verdad que se revela ocultándose y se oculta revelándose.

 

En la Ascensión, Jesús «fue levantado en presencia de ellos». Este modo de dejarlos fue el signo de que abandona­ba este mundo y ya no lo volverían a ver en su apariencia física. Se estaban cumpliendo así las pala­bras que Jesús había dicho a sus discípulos: «Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Pero los discípulos sabían que tenía que cumplirse también esta otra promesa: «Dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver» (Jn 16,16). Sabemos cuánto duró el primer «poco» ya que fue el tiempo que se extendió desde el momento en que Jesús pronunció esas palabras - que fue en la Última Cena, antes de su Pasión y Muer­te -, hasta la Ascensión de Jesús Resu­ci­tado al cielo: cuarenta y tres días. Y ¿cuánto duró el «otro poco»?

 

Ese «otro poco» es el tiempo de la ausen­cia de Jesús. Para que la promesa de Jesús tuviera sentido debía ser realmente «poco tiempo». A este breve lapso de tiempo se refiere Jesús cuando, el día que ascendió al cielo, «mandó a sus apóstoles que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre». Y les asegura: «Dentro de pocos días seréis bautizados en el Espíritu Santo». En ese momento los apóstoles no sabían cuántos días. Ahora nosotros sabemos que la espera fue breve: duró diez días; pues el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles el día de Pentecostés, es decir, cincuenta días después de la Resurrección. Gracias a la acción del Espíritu Santo, sintieron los apóstoles que el Señor estaba de nuevo con ellos. A esta presencia se refería Jesús cuando les dijo: «En aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20). Este es el modo de presencia más real y más pleno de Jesús con nosotros; más que el de su presencia física en los días de su peregrinación por este mundo.

 

 El final del Evangelio de San Mateo

 

El Evangelio de este día, tomado de los cinco últimos versículos de Mateo, debe entenderse situado en el momento de la Ascensión de Jesús a los cielos. Después de reunir a sus discípulos, darles las últimas instrucciones y enviarlos, Jesús les asegura su presencia junto a ellos. Esta promesa no tendría sentido si no se enten­diera que acto seguido Jesús fue llevado al cielo.

 

El breve texto de cinco versículos, precisamente por ser la conclusión de todo el Evangelio de Mateo, es de una extraordinaria riqueza. Constituye un punto fundamental de la doctrina sobre la Trinidad, pues contiene la expresión trinitaria más explícita. Es un texto clave de la doctrina sobre el Bautismo cristiano, pues contiene la fórmula para administrar válidamente este sacramento y pone en eviden­cia su relación con el anuncio cristiano y la instrucción sucesi­va. Es donde les encomienda a los  discípulos conti­nuar su misma misión en el mundo.

 

El Evangelio es explícito en decir que estas pala­bras fueron dirigidas a los «once discípulos» (el puesto de Judas todavía no había sido cubierto). Pero que desde entonces fueron cons­tituidos en «apóstoles» que quiere decir exactamente eso: «enviados». Así entendieron ellos su identidad más profunda: enviados por Jesús con la misión precisa de hacer a todos los pueblos discípulos de Cristo. Llama inmediatamente la atención que en este breve texto la palabra «todo» se repita cuatro veces: todo poder, todos los pueblos, todo lo mandado, todos los días.

 

 «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tie­rra»

 

Jesús posee la totalidad del poder. Esto es lo que durante su vida más llamaba la atención de la gente. «Se asombraban de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene poder» (Mt 7,29). Cuando Jesús perdonó los pecados al paralítico y como signo le dio también la salud corporal, «la gente temió y glorificó a Dios que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9,7).

 

Jesús tiene poder de expulsar los demo­nios, de calmar la tormenta, de dar vida a los muertos, etc. Con estos hechos daba testimonio de sus  palabras: «El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos» (Jn 3,35). Jesús tiene la tota­lidad del poder y lo que Él ha estableci­do y mandado, nadie puede cambiarlo. Pero ha dado parte de su poder a la Iglesia cuando dijo: «Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo... a quienes perdonéis los pecados les quedarán perdo­nados... id y haced discípulos de todos los pueblos...». La Iglesia ha recibido del Señor todo el poder necesario para cumplir su misión de salvación en favor de los hombres.

 

 «Haced discípulos de todos los pueblos»

 

La misión se dirige a la totalidad de los hombres. Así queda expresada de la manera más evidente la univer­salidad de la salvación. En la Antigua Alianza, Israel, con sus límites geográ­ficos y étnicos definidos, había sido elegido como «pueblo de Dios»; en la Nueva Alianza, la Iglesia, que es el nuevo Israel, no posee lími­tes de ningún tipo; ella tiene la extensión de la humanidad; todos están llamados a formar parte de ella y gozar de las prome­sas de Dios. En su gran visión del Apoca­lipsis, el autor escucha ante el trono del Cordero un cánti­co nuevo: «Fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hom­bres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap. 5,9).

 

 «Enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado»

 

Se trata de guardar la totalidad de la doctrina enseñada por Cristo. Jesús envía a hacer discípulos suyos indicando dos cosas necesarias: el Bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y la observancia de todo lo que Él ha mandado. Muchas veces estamos bautizados y nos llama­mos cristianos, pero faltamos a esta segunda condición: silencia­mos sistemática­mente algunos puntos del Evangelio, porque nos resultan incómodos o porque, según la idea parti­cular que nos hemos hecho de Dios, no cuadrarían con Él; o simplemente nos desen­tendemos de alguna parte de su doctri­na, por ejemplo, lo que manda respecto al divorcio, al adulterio, al uso adecuado de las riquezas, etc. En obediencia a esta misión dada por Cristo de enseñar todo lo mandado por Él, la Iglesia ha promulgado el Cate­cismo de la Iglesia Cató­lica, que con­tiene «un com­pendio de toda la doctrina católi­ca tanto sobre la fe como sobre la moral». Contiene lo que un discípulo de Cristo debe creer, celebrar, vivir y orar.

 

«Estoy con vosotros todos los días»

 

Aquí está expresa­da la totalidad del tiempo. Son las últimas palabras de Cristo y es la promesa más hermosa: su presencia continua en medio de su Igle­sia. Si es cierto que su Ascensión corporal es un dogma de nuestra fe, también lo es su presencia real en la Iglesia, sobre todo, en aquella presencia llamada «real» por excelen­cia: la Eucaristía. Jesucristo Resucitado, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad está sentado a la derecha de Dios y está en nuestros altares en el «pan de vida eter­na» y en el «cáliz de salvación».

 

  Una palabra del Santo Padre:


«Cristo resucitado, antes de su ascensión al cielo, envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio al mundo entero (cf. Mc 16, 15), confiriéndoles los poderes necesarios para realizar esta misión. Es significativo que, antes de darles el último mandato misionero, Jesús se refiriera al poder universal recibido del Padre (cf. Mt 28, 18). En efecto, Cristo transmitió a los Apóstoles la misión recibida del Padre (cf. Jn 20, 21), haciéndolos así partícipes de sus poderes.

 

Pero también «los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo». En efecto, ellos han sido «hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo».

 

Por consiguiente, «los fieles laicos —por su participación en el oficio profético de Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia», y por ello deben sentirse llamados y enviados a proclamar la Buena Nueva del Reino. Las palabras de Jesús: «Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 4), 242 deben considerarse dirigidas no sólo a los Apóstoles, sino a todos los que desean ser verdaderos discípulos del Señor».                    

                                                                    

Juan Pablo II. Exhortación Apostólica Post-sinodal Ecclesia in América, 66

 

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. Esta solemnidad de la Ascensión es un excelente momento para examinar nuestro peregrinar en la vida, considerando que el Señor volverá para tomarnos consigo. Hay que, por lo tanto, que vivir nuestras obligaciones diarias teniendo un horizonte de eternidad.

 

2. En el misterio del Plan de Dios para la humanidad, la Ascensión de Jesucristo marca un viraje trascendental. Sentado a la derecha del Padre, «la Iglesia, que es su Cuerpo» (Ef 1, 22-23) por el poder del Espíritu Santo,está reinando eternamente. Meditemos en esta verdad revelada para que nos ayude a entender nuestra vocación última: el cielo.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 659 - 664. 668- 674.

 

 

 

 



[1] «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios. Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo «como un abortivo» (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol». Catecismo de la Iglesia Católica, 659.

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lunes, 23 de mayo de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 6ª de Pascua. Ciclo A «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito»

Domingo de la Semana 6ª de Pascua. Ciclo A

 «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito»

 

Lectura del libro de  los Hechos de los Apóstoles  8,5-8.14-17

 

«Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les predicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados.

 

Y hubo una gran alegría en aquella ciudad. Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo».

 

Lectura de la Primera carta de San Pedro 3,15-18

 

«Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo. Pues más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal. Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 14, 15-21

 

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

 El vínculo entre las lecturas

 

«Yo rogaré al Padre y Él les enviará otro Paráclito que esté siempre con ustedes». Esta frase del Evangelio unifica la liturgia de la Palabra previo a la Ascensión y a Pentecostés. La naciente Iglesia ha vivido una larga experiencia de encuentro con Jesucristo Resucitado y ahora anuncia su partida. Pero Jesucristo nunca dejará sola a su Iglesia. Revela el misterio Trinitario y promete la presencia de un Defensor: el Espíritu Santo. Este discurso de despedida del Señor nos hace crecer en la esperanza cristiana y exclamar, junto con el salmista, que el evento de Pentecostés es una «obra admirable» y que toda la tierra ha de aclamar al Señor pues ha hecho prodigios por los hombres.

 

Así los samaritanos, apóstatas del judaísmo, serán admitidos con alegría a la comunidad cristiana por la acción del Espíritu Santo que no hace acepción de personas, bastando sólo su conversión y aceptación de la Palabra de Dios (Primera Lectura). También, con la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús podrán los cristianos hacer el bien y así glorificar a Cristo en sus corazones; dando razón de su esperanza a todo el que se la pidiere (Segunda Lectura).

 

 «Yo enviaré otro Paráclito»

 

El Evangelio de este Domingo contiene la primera de las cinco promesas del Espíritu Santo que hace Jesús a sus apóstoles en su discurso de despe­dida durante la última cena: «Yo pediré al Padre, y os dará otro Paráclito..., el Espíritu de la verdad...» (Jn 14,16.17). Lo primero que llama la atención es el nombre dado al Espíritu Santo: «Paráclito». Este término es propio de San Juan en el Nuevo Testamento. Pertenece a un contexto jurídico y designa a quien viene en ayuda de otro, sobre todo en el curso de un proceso judicial. Habrá que tradu­cirlo, entonces, por asisten­te, defensor, abogado. Con este término queda insinuado el tema del conflicto de los discípulos con el mundo que vamos a leer en la Carta de San Pedro. En este conflic­to ellos no tienen que temer porque el Padre les dará un Paráclito. San Juan da al Espíri­tu Santo el nombre de «Paráclito» destacando el rol de asistencia que tiene en la tierra.

 

Algo que también nos llama la atención es que Jesús no promete «un Paráclito», sino «otro Paráclito». Si éste es «otro», ¿quiere decir que hay ya uno? En efecto. El primer gran defensor, el que ha estado con los discí­pulos y los ha asistido hasta ese momento, es Jesús mismo. Pero Jesús está anunciando su partida; cuando él haya partido, vendrá el Espí­ritu Santo, que es llamado «otro Paráclito», porque conti­nuará entre los discí­pulos la obra realizada por Jesús. En esta misma ocasión, diri­giéndose al Padre, Jesús destaca su rol de «defensor» en relación a sus discípulos: «Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido» (Jn 17,12). Esta es la tarea que tendrá ahora el Espíritu Santo.

 

 «No os dejaré huérfanos»

 

Jesús anuncia su partida inminente; pero asegura que volverá pronto a los suyos: «No os dejaré huérfanos[1]: volveré a vosotros». Este regreso no se refiere a las apariciones de Cristo Resucitado, sino a una presencia suya espiri­tual, inte­rior y permanen­te, según su promesa que leemos en la última frase del Evangelio de San Mateo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Entonces sólo los discípu­los lo verán: «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis». La capacidad de ver a Jesús vivo junto a los suyos será la obra del Espíri­tu Santo. Jesús dice claramente cuál es la condición para que alguien pueda verlo: «El que me ame... yo me manifestaré a él». Podemos precisar aun más esta condición: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama». Por tanto, para ver a Jesús es necesario amarlo, pero en la forma concreta de observar su voluntad. Esta condi­ción no la cumple el mundo. Por eso Jesús dice: «El mundo ya no me verá». Los discípu­los, en cambio, sí la cumplen: «Voso­tros sí me veréis».

 

Jesús, entonces, no se manifestará al mundo (Jn 14,22­). Y esto será porque al Pará­clito, que deberá reali­zar su presencia espiritual entre los hom­bres, «el mundo no puede reci­birlo, porque no lo ve ni lo cono­ce». La expresión «no puede» indica una incapacidad radical. La condición para recibir el Espíritu Santo es justamente la fe en Jesucristo. El Padre quiere dar el Pará­clito a petición de Jesús, pero el mundo es incapaz de recibir este don del Padre, porque no cree en Jesús. Al final de la frase Jesús indica otro motivo para esta incapacidad del mundo de reci­bir el Espí­ritu: «porque no lo ve ni lo conoce».

 

 ¿Cómo puede alguien «ver» el Espíritu?

 

El Evangelista San Juan usa aquí el verbo «theo­rein». Pero este verbo no se aplica nunca a una visión puramen­te espiritual. Si Jesús reprocha al mundo no «ver» el Espíri­tu, quiere decir que no logra perci­birlo a través de sus mani­festaciones exte­riores. Se trata aquí de las manifestaciones del Espíritu en la Persona, en el ministerio y en la palabra de Jesús mismo. Puesto que el mundo se ha mostrado incapaz de «ver-perci­bir» el Espíritu Santo actuando en la persona de Jesús, ahora no puede «reconocerlo». Por eso dice Jesús que el mundo es incapaz de recibir el Espíritu; el mundo no está en la disposición requerida para recibir este don del Padre. La situación de los discípulos es diametralmente opuesta. Es a los discípulos a quienes el Padre dará el Pará­clito, y por tanto, a ellos se manifestará Je­sús. Los discípulos, a diferencia del mundo, pueden recibir el Paráclito, porque ellos desde ahora están en la disposi­ción requerida: «vosotros sí lo conocéis, porque mora con vosotros».

 

Jesús se refiere a la situación de los discípulos antes de su partida. Durante la vida públi­ca de Jesús, el Espíritu estaba actuando en él. Y estando en Jesús, «mora con los discípulos», que fueron llamados para estar siem­pre con Jesús (ver Mc 3,14; Jn 1,39). Recordamos que la señal dada a Juan el Bautista es ésta: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es quien bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33). Y los discí­pulos, a diferen­cia del mundo, son capaces de «ver», es decir dis­cernir, el Espíri­tu en acción en la vida, obras y palabras de Jesús. En efecto, ellos ya «cre­ían y sabían que Jesús era el Santo de Dios» (Jn 6,64). Por eso, Jesús dice en la última cena que ellos «conocen el Espíri­tu». Esta expe­rien­cia del Espíri­tu, este conoci­miento aún rudi­menta­rio e implícito que ellos tie­nen, es una condi­ción sufi­ciente para que puedan recibir el don del Espíri­tu.

 

Este Espíritu, el mundo no lo puede recibir, porque "el mundo" no echa de menos a Jesús. El mundo piensa que puede hacerlo todo sin Jesús. El contraste entre los discípulos y el mundo fue expresado por Jesús en esa misma ocasión cuando advirtió a sus discípulos: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará». El mundo no necesita un Consolador ni un Defensor, pues se siente satisfecho y autosuficiente. Los discípulos, en cambio, recibirán el Espíritu y entonces se cumplirá lo anunciado por Jesús: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).

 

 El Pentecostés samaritano

 

En la Primera Lectura vemos cómo se verifica la promesa de Jesús: el Espíritu Santo desciende por medio de Pedro y de Juan sobre los samaritanos, convertidos a la fe y bautizados en el nombre de Jesús, gracias a la predicación y curaciones del diácono Felipe (ver Hch 8, 5-17). Este pasaje constituye una suerte de «Pentecostés samaritano» al igual que en la casa del centurión romano Cornelio (ver Hch 10,44) donde baja el Espíritu Santo en suelo «pagano». Ambos casos son el eco del gran Pentecostés «judío» que leemos al principio de los Hechos de los Apóstoles (2,1-4). Es muy significativa la apertura de Samaría a la Buena Nueva, pues era una zona hostil al judaísmo. Diríamos que es casi pagana para los judíos, aunque con buena imagen en los distintos relatos evangélicos. Los samaritanos que estaban excluidos de la comunidad judía como herejes, entran ahora en la comunidad cristiana, el Nuevo pueblo de Dios, para adorar al Padre en espíritu y verdad, como Jesús dijo a la Samaritana (ver Jn 4,23).  

 

 Una palabra del Santo Padre:

 

«¿Podemos creer que rige todavía este plan de acción salvífica por el que nos llega y se cumple en nosotros la Redención de Cristo? Sí, hermanos; más aún, debemos creer que nuestro medio dicho plan continúa y se realiza, gracias a virtudes y suficiencia que vienen de Dios, el cual nos hizo idóneos como ministros del Nuevo Testamento, no de la letra, sino del Espíritu... que vivifica (2 Co 3, 6). Dudar sobre esto sería ofender a la fidelidad de Cristo a sus promesas; sería traicionar a nuestro mandato apostólico; sería privar a la Iglesia de la certeza de su carácter indefectible, seguridad fundada en la palabra divina y comprobada por el testimonio de la historia.

 

El Espíritu está aquí. No ya para valorizar con una gracia sacramental la obra que nosotros todos reunidos en Concilio estamos realizando, sino para iluminarla y guiarla para el bien de la Iglesia y de la humanidad entera. El Espíritu está aquí. Nosotros lo invocamos, nosotros lo esperamos, nosotros lo seguimos. El Espíritu está aquí. Recordemos esta doctrina y esta realidad presente, ante todo, para comprender, una vez más y en la medida más plena e inefable que nos es posible, nuestra comunión con Cristo viviente: es el Espíritu Santo quien con El nos une».

 

Pablo VI. Discurso inaugural de la III Sesión del Concilio Vaticano II, 14 septiembre de 1964.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 


1. San Pedro nos dice: «dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza». ¿Soy capaz de dar razón de mi fe y de mi esperanza? ¿Qué medios concretos coloco para poder conocer mejor lo que creo? 

 

2. ¿Cómo puedo prepararme, en familia, para la gran fiesta del Espíritu Santo que será en dos semanas? Leamos las partes de la Biblia en donde se menciona la presencia del Espíritu Santo.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 683 – 690. 1817-1821.

 

 

 

 



[1] En griego «orfanós»: esta palabra significa enlutado, privado de un ser querido, sin padres o sin hijos, huérfano. En la versión de los LXX se asocia habitualmente con «viuda» (ver Is 1,17). Algunas veces tiene sentido de abandonado, desamparado. En el NT este término figura solamente en dos casos: St 1,27 y Jn 14,18. 

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sábado, 21 de mayo de 2011

{Meditación Dominical} Meditaciones Biblicas Dominicales

Disculpen el inconveniente. Tenía que actualizar la cuenta de Google para que pueda mandar puntualmente las Meditaciones Bíblicas Semanales.
Muchas gracias,

Rafael

PD: les mando la meditación del 4 Domingo de Pscua en caso no la hayan recibido. 

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{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo A «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo A

 «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

 

Lectura del libro de  los Hechos de los Apóstoles  6,1-7

 

«Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: "No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra".

 

Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos. La Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe.»

 

Lectura de la Primera carta de San Pedro 2, 4-9

 

«Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. Pues está en la Escritura: "He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido". Para vosotros, pues, creyentes, el honor; pero para los incrédulos, "la piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido, en piedra de tropiezo y roca de escándalo". Tropiezan en ella porque no creen en la Palabra; para esto han sido destinados. Pero vosotros sois "linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido", para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 14, 1-12

 

«"No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino". Le dice Tomás: "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?"

 

Le dice Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.  Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto". Le dice Felipe: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". Le dice Jesús: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

La comunidad cristiana se sustenta en «la piedra angular»: Jesucristo ha vencido a la muerte y  Él es el camino que nos lleva al Padre. En la Primera Lectura vemos cómo la comunidad se organiza mediante la distribución de las diversas tareas y servicios tales como las obras de caridad, el ministerio de la palabra y del culto.

 

La primera carta de San Pedro, que nos ha acompañado a lo largo de estos cuatro domingos de Pascua nos ofrece, al igual que los sinópticos, una interpretación cristológica del Salmo 118, 22: «la piedra que los constructores desecharon se ha convertido en piedra angular; ha sido la obra de Yahveh, una maravilla a nuestros ojos». Para los creyentes se trata de una piedra preciosa, para los incrédulos es piedra de tropiezo y de caída. En el Evangelio, Jesucristo se nos muestra como «el Camino, la Verdad y la Vida». Es Él quien nos conduce a la casa del Padre y nos revela nuestra altísima dignidad y vocación: somos llamados a ser hijos en el único Hijo, Jesucristo.

 

«No se inquiete vuestro corazón»

 

El Evangelio de hoy comienza con una frase verdadera­mente consoladora para los momentos en los cuales nuestra fe parece tambalear: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed tam­bién en mí». Fue pronunciada durante la última cena con sus discí­pulos en el contexto de la despedida de Jesús antes de su Pa­sión. Para entender el diálogo que se produce entre Jesús y sus discípulos es necesario remontarse a los versículos precedentes y saber de qué se está hablando. Jesús había anunciado su eminente partida, entonces Pedro le pregun­ta: «Se­ñor, ¿a dónde vas?». Esta pregunta admite dos res­puestas, ambas verdaderas. Una respuesta es: «Voy allá de donde vine, es decir, al Padre», y de esta meta está hablando Jesús. Y la otra respuesta es: «Voy a Jerusalén a morir en la cruz», y esto es lo que entiende Pedro. La respuesta que Jesús da a Pedro no aclara su destinación: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde». Sigue, por lo tanto, en el aire la pregunta hecha por Pedro.

 

En este contexto Jesús asegura a sus discípulos que Él se les ade­lantará para ir a preparar un lugar para ellos; «lue­go -dice Jesús- volveré y os tomaré conmi­go, para que donde yo esté estéis también vosotros». Entonces ya no habrá sepa­racio­nes. Jesús ha insinuado a sus apósto­les su destinación, diciéndo­les que en la casa de su Padre hay muchas mansiones. Y confía en que sus apóstoles, a esta altura, le han enten­dido y ya saben el camino.

 

Por eso dice: «Adonde yo voy sabéis el camino». Pero lamentablemente, los apóstoles, como algunos de nosotros, siguen sin entender sus palabras y siguen pensando que él se dirigirá a algún lugar de esta tierra. Habría sido mucho que el mismo Pedro, después de la res­puesta que recibió, insistiera en preguntar. Pero ahora lo hace Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». La respuesta que Jesús da aclara todo. Es una de las frases más importantes del Evangelio; indica el camino y la meta final: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí".

 

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»  

 

Al manifestarse como «el Camino, la Verdad y la Vida» queda más claro que hablaba de su ida al Padre y que para llegar allá no hay más camino que Él mismo. La noción de «camino» es antigua en Israel. Este era el modo de llamar a la norma de conducta codifi­cada en la Ley. La Ley era considerada como el camino que conduce a la vida. Son frecuentes en los Salmos expresio­nes en este sentido: «Hazme vivir conforme a tu palabra... hazme entender el camino de tus ordenanzas... He escogido el camino de la lealtad a ti, a tus juicios me conformo... Corro por el camino de tus mandamientos... Enséñame, Señor, el camino de tus preceptos» (ver Sal 119,25-33). Isaías anuncia un momento en que el pueblo escu­chará al Señor que le indicará: «Este es el camino, caminad por él» (Is 30,21). Debemos considerar que los discípulos de Jesús eran miembros del pueblo de Israel y esperaban justamente que Jesús les indicara ese camino.

 

Y en este trasfondo adquiere la declaración de Jesús todo su sentido y profundidad: «Yo soy el cami­no». Tal vez el mejor comentario a esta afirma­ción lo encontramos expresa­do por San Pablo: «El hombre no se justifica por su cum­plimiento de las obras codificadas en la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo» (ver Ga 2,16). Por eso, Jesús comienza el diálogo exhortando: «Creéis en Dios, creed también en mí».

 

«Yo soy la verdad» declara Jesús sobre sí mismo. Hoy día muchas voces nos quieren convencer de que la verdad no existe y que todo es relativo: lo que hoy es verdad, mañana, en otras circunstancias, puede no serlo. Y esta mentalidad ha contaminado incluso a muchos cristianos, de manera que temen afirmar algo con certeza y claridad. La «verdad absoluta» existe y no hay que tener temor de decirlo. La verdad absoluta, la que no cambia y no defrau­da, es Jesucristo. Un cristiano se define como tal cuando es capaz de hacer esa afirmación con certeza. Cuando Jesús dijo ante Pilato: «Yo he venido al mundo para dar testimo­nio de la verdad, todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37), tuvo que escuchar la pregunta incrédula de Pilato: «¿Qué es la verdad?» Los cristianos sabemos cuál es la respuesta a la pregunta de Pilato: «Cristo es la Verdad». La verdad es aquello que puede ofrecer una base firme y segura para la vida, de manera que quien se apoya en ella, no queda defraudado. Esto es Cristo. Cristo no cambia, porque «Él es el mismo ayer, hoy y por la eternidad» (ver Hb 13,8).

 

«Yo soy la Vida», nos dice Jesús. ¿De qué vida habla? Se trata sin duda de la vida definitiva, no de la vida terrena. Jesús no es solo un medio, Él es ya el punto de llegada. Él es la vida eterna que todos anhela­mos y a la cual todos esta­mos desti­nados. Toda la primera carta de San Juan queda incluida entre dos afirmacio­nes de la Vida. Co­mienza dicien­do: «La Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eter­na». Y concluye: «Nosotros estamos en... Jesucristo. Este es el Dios verdade­ro y la Vida eterna» (1Jn 1,2... 5,20). Por eso, Jesús es tajante en decir: «Nadie va al Padre sino por mí».

 

Entonces... ¡muéstranos al Padre y nos basta!

 

Tras esta magnífica revelación el apóstol Felipe le hace esta peti­ción: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Él está convencido que Jesús lo puede hacer y por eso se anima a hacerle este pedido. Pero, a pesar de esto, recibe un reproche de Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». El gran San Agustín comenta: «Feli­pe deseaba conocer al Padre como si el Padre fuera mejor que el Hijo. Y así demostraba no conocer tampoco al Hijo, pues creía que podía haber algo mejor que Él». Su error es pensar que hay algo más que Jesús, como si Jesús mismo no bastara. Por eso Jesús le dice: «Aún no me conoces. Si me conocieras a mí, conocerías también al Padre». Cristo basta, pues en Él está la plenitud de la divinidad.

 

En dos ocasiones Jesús repite: «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?... Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí». Y de esta manera, Jesús revela su propia identidad: Él es el Hijo, posee la misma naturaleza divina que el Padre, es de la misma sustancia que el Padre. El Hijo no es el Padre, ni el Padre es el Hijo: son dos personas distintas; pero Dios es uno solo. Por tanto, dirigiéndome al Hijo, es decir, a Cristo -que es el Hijo Encarna­do y hecho Hombre-, yo encuentro al mismo Dios que dirigiéndome al Padre. Es más, Jesús es el único acceso al Padre, según su declara­ción: «Nadie va al Padre sino por mí».

 

El Nuevo Pueblo de Dios

 

En las lecturas del Libro de los Hechos de los Apóstoles vamos conociendo nuestras raíces en los primeros pasos de la Iglesia. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; todos pensaban y sentían lo mismo y ninguno pasaba necesidad. A pesar de que los cristianos de la comunidad de Jerusalén pertenecían a la raza judía, sin embargo tenían diferentes lenguas y costumbres. Unos son judíos palestinos que hablan hebreo y otros son judíos provenientes de la diáspora que hablan griego (koiné), la lengua común del imperio romano. Estos últimos se quejan que sus viudas no son adecuadamente atendidas. Entonces los Apóstoles seleccionan siete varones para que se hagan cargo de la administración, quedando así ellos liberados para la oración y el servicio de la palabra. Los sietes elegidos tienen nombres griegos. Presentados a los Doce, éstos les imponen las manos orando y surge así un nuevo ministerio eclesial; que más tarde se identificó con el diaconado; si bien no se limitaron a la administración, pues Esteban y Felipe aparecen ocupados también en la evangelización.

 

Los miembros de este Nuevo Pueblo de Dios no somos un número de estadística, de registro en una encuesta; sino somos «piedras vivas» del edificio de la Iglesia que es el Espíritu Santo y cuya piedra angular, fundacional y de cohesión es Jesucristo Resucitado. Así se desprende de esta catequesis bautismal que contiene la primera carta del apóstol San Pedro.

 

 Una palabra del Santo Padre:

 

«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14, 1). En la página evangélica que acabamos de proclamar hemos escuchado estas palabras de Jesús a sus discípulos, que tenían necesidad de aliento. En efecto, la mención de su próxima partida los había desalentado. Temían ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). La observación es oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como luz límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).

 

El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La santidad consiste precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que Cristo mismo vive en él (cf. Ga 2, 20). Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa igualmente consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 12).

            

               Juan Pablo II. Homilía en la misa de Beatificación del Padre Pío de Pietrelcina,

2 de mayo de 1999.

 

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 


1 ¿Qué tanto me adhiero a las verdades que Jesús me ha revelado y que son enseñadas por el magisterio de la Iglesia? ¿Busco leer e informarme de lo que el Santo Padre nos va enseñando?

 

2. ¿De qué manera participo en la edificación del Nuevo Pueblo de Dios? ¿Descubro que mi participación como «piedra viva» es importante?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 668 - 677. 857- 865. 1267-1269.  

 

 

 

 

 

 

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