jueves, 27 de diciembre de 2012

{Meditación Dominical} Natividad del Señor. «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros»

Una Feliz Navidad para todos. Disculpen no haber podido mandar las Meditaciones de Navidad antes. Que Dios los bendiga con su nacimiento. 

Rafael de la Piedra. 


Natividad del Señor

«Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros»

                                                                                                    

Lectura del profeta Isaías 52, 7-10

 

«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios!» ¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado Yahveh su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los cabos de la tierra la salvación de nuestro Dios».

           

Lectura de la carta a los Hebreos 1,1- 6

 

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado. En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1,1-18

 

«En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.

 

Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la Buena Noticia!» Podemos decir que el tema central de todas las lecturas en la Natividad del Señor es el mismo Jesucristo: Palabra eterna del Padre que ha puesto su tienda entre nosotros, que ha acampado entre los hombres. El prólogo del Evangelio de San Juan nos habla de la «Buena Nueva» esperada y anunciada por los profetas (Primera Lectura), nos habla del Hijo por el cual el Padre del Cielo nos ha hablado (Segunda Lectura) y nos revela la sublime vocación a la que estamos llamados desde toda la eternidad «ser hijos en el Hijo».

 

J «¡Saltad de júbilo Jerusalén!»

 

El retorno del exilio es inminente y el profeta describe gozoso el mensajero que avanza por los montes como precursor de la «buena noticia» de la liberación del exilio, al mismo tiempo que anuncia la esperada paz y la inauguración del nuevo reinado de Yavheh sobre su pueblo elegido. «Ya reina tu Dios», surge así una nueva teocracia en la que Dios será realmente el Rey de su pueblo y Señor de sus corazones. Los centinelas de Jerusalén son los primeros que perciben la llegada del mensajero con la buena noticia: Dios de nuevo se ha compadecido de su pueblo y «arremangándose las mangas» ha luchado en favor de Israel ante los pueblos gentiles.

 

J «¡Os ha nacido un Salvador!»

 

En todas las Iglesias del mundo resonó anoche durante la celebración eucarística la voz del Ángel del Se­ñor que dijo a los pastores de la comarca de Belén: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salva­dor, que es el Cristo, Señor» (Lc 2,10-11). Lo más extraordina­rio es que este anuncio se ha repetido todos los años, por más de dos mil años, y en todas las latitudes, sin perder nada de su actualidad. ¿Cómo es posible esto? Hay en ese anuncio dos términos que responden a este interrogante: la palabra «hoy» y el nombre «Señor». La primera es una noción temporal, histórica, y en este texto suena como un campanazo. Ese «hoy» fija la atención sobre un punto determinado de la historia humana, que sucesivamente ha sido adoptado con razón como el centro de la historia. El nombre «Se­ñor», en cambio, se refiere a Dios, que es eterno, infini­to, ilimi­tado, sin sucesión de tiempo. El anuncio quiere decir entonces que el Eterno se hizo temporal, que entró en la historia. ¿Para qué?

 

Para que nuestra historia tuviera una dimensión de eterni­dad. Por eso es que los acontecimientos salvíficos, los que se refieren a la persona del Señor, son siempre presente. Ese «hoy» es siempre ahora. Es lo mismo que expresa San Juan en el Prólogo de su Evangelio, que hoy leemos en la Misa del día. Esta solemni­dad, dada su importancia, tiene una Misa propia de la vigi­lia, otra Misa de media noche y otra Misa del día.

 

J «La Palabra habitó entre nosotros»

 

El Prólogo del cuarto Evangelio parte del origen mismo, pone como sujeto la Palabra y, en frases sucesivas, aclara su esencia: «En el principio existía la Pala­bra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Este «principio» no hace alusión a ningún tiempo, porque se ubica antes del tiempo y está perpetuamente fuera del tiempo. El sujeto al que se refiere todo el texto de San Juan es «la Palabra» que es mencionado otras dos veces: «La Palabra era la luz verdade­ra que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (v. 9). Y en el v. 14, el punto culmi­nante de todo el desarro­llo, el que expli­ca todo, porque todo conduce hacia allí: «Y la Pala­bra se hizo carne y puso su morada entre nosotros». La Palabra, que es la Luz verdadera y cuya esencia es divina, es decir, espiritual, se encarnó. El intangible, invisi­ble, impasible, atemporal se hizo, tangible, visible, sometido a padeci­mientos y temporal. Para decirlo breve: Dios se hizo hombre.

 

Es Jesús, quien es la Palabra del Padre. En el misterio de Jesucristo no se puede separar la eternidad del tiempo, el Verbo de Jesús. Sería traicionar la revelación de Dios. A lo largo de la historia Dios había pronunciado palabras por medio de los profetas, palabras que manifestaban de modo incompleto la revelación de Dios. Con Jesucristo el Padre pronuncia la última, definitiva y única Palabra, en la que se comprende y llega a plenitud toda la revelación. Por eso leemos en la Constitución Dei Verbum: «La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor»[1]. Es decir todo lo que el Padre quería revelarnos para nuestra salvación ya lo ha realizado en Jesucristo.

 

El hombre por su propia naturaleza está afectado por el tiempo, es decir, participa de esa característica que posee todo ser temporal: nacer, desarro­llarse y, finalmente, fenecer. ¿Cómo puede hacer el hombre para entrar en la eternidad? El hombre vive de una vida natural cuyos procesos son el objeto de las ciencias naturales, la biología, la psicolo­gía, la sociología, etc. ¿Cómo puede hacer para poseer la vida divina y eter­na sin que quede anulada su vida natural? Esto lo consigue el hombre me­diante un acto que se cumple en el tiempo, pero le obtiene la eternidad. Este acto es la fe en Cristo, la fe en su identidad de Dios y Hombre, de eterno y temporal, de Hijo de Dios e Hijo de María.

 

L «Vino a su casa y los suyos no la acogieron»

 

El texto continúa refiriéndose a «la Palabra» y menciona que los suyos no la acogieron pero aquellos que sí lo hicieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. El nombre, en la Sagrada Escritura, está en el lugar de la identidad personal. Y esto lo repitió Jesús muchas veces en su vida. Citemos al menos una: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y el mismo Juan en su carta explica: «Os he escrito estas cosas para que sepáis que tenéis vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios» (1Jn 5,13).

 

Jesucristo, en quien concurren la humanidad y la divinidad, es el único camino por el cual el hombre puede alcan­zar a Dios. Lo enseñó Él mismo cuando dijo: «Yo soy el Camino... Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). No hay otro camino pues en ningún otro se juntan la naturaleza humana y la natura­leza divina, el tiempo y la eternidad; ningún otro es verdadero Dios y verdadero hombre. Y la aparición de esta posibilidad en el mundo es lo que celebra­mos hoy.

 

Es una posibilidad que está abierta también hoy y lo estará siempre pues «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre» (Heb 13,8). También hoy está abier­ta la opción de acogerlo o no acogerlo, de creer o no creer en Él. Si Jesús nació en un pesebre, «porque no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2,7), es porque quiso ubicarse en el grado más bajo de la escala humana, a nivel infrahuma­no. Lo hizo para que nadie se sienta excluido, ni siquiera el hombre más miserable, y todos tengan abierto el camino de la salvación. A todos, como a los pastores, se les anuncia: «Hoy os ha nacido un Salvador». ¡Acogedlo!

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

« Una vez más, como siempre, la belleza de este Evangelio nos llega al corazón: una belleza que es esplendor de la verdad. Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño, para que podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone confiadamente en nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme.

Nuevamente me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicha casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Surge inevitablemente la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a mi puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral de lo que sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados, los emigrantes, alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se comienza porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo, menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado. Pero la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento? La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún razonamiento. Para que se sea considerado serio, el pensamiento debe estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros. A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous); habla, en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al Señor para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para él. Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través de los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los abandonados, los marginados y los pobres de este mundo».

 

Benedicto XVI. Misa de Nochebuena 24 de diciembre de 2012.

 

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. Nos dice el gran Papa San León Magno: «Nuestro Salvador, amadísimos hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa. Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos, nuestro Se­ñor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca a la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es lla­mado a la vida». ¡Vivamos hoy la alegría por el nacimiento de nuestro Reconciliador! Compartamos esta alegría en nuestra familia, en nuestro trabajo, con nuestros amigos, con las personas necesitadas.

 

2. Volvamos a lo esencial de la Navidad. Todo el resto se subordina a la gran verdad de nuestra fe: Navidad es Jesús. ¿Qué voy hacer en mi familia para que éste sea el mensaje central en estos días?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 525-526.

 

 

 

 

 

 



[1] Dei Verbum, 4.

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lunes, 17 de diciembre de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 4ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»

Domingo de la Semana 4ª del Tiempo de Adviento.  Ciclo C

«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»

 

Lectura del libro del profeta  Miqueas 5,1- 4a

 

«Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño. Por eso él los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel.  El se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh, con la majestad del nombre de Yahveh su Dios. Se asentarán bien, porque entonces se hará él grande hasta los confines de la tierra. El será la Paz.»

 

Lectura de la carta a los Hebreos 10,5-10

 

«Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo - pues de mí está escrito en el rollo del libro - a hacer, oh Dios, tu voluntad! Dice primero: Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron - cosas todas ofrecidas conforme a la Ley -  entonces - añade -: He aquí que vengo a hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1,39-45

 

«En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

Cristo es el centro de toda la liturgia eclesial ya que celebramos su Misterio a lo largo de todo el año.  Esta centralidad va adquiriendo acentos y matices según los tiempos y los momentos litúrgicos. Ya cercanos al nacimiento de Jesús, la figura de la Virgen María va adquiriendo un acento relevante en este Domingo. Ella es reconocida por su prima Isabel como la Madre del Señor (Evangelio). La cuarta semana de Adviento nos recuerda la profecía de Miqueas (Primera Lectura) así como la disposición fundamental con la que el Verbo Divino entra al mundo: «he aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Segunda Lectura).

 

K La pequeña Belén

 

El profeta Miqueas, uno de los llamados profetas menores, fue contemporáneo de Isaías, Amós y Oseas (s. VII A.C.). Anunció sus mensajes tanto para Israel (Norte) como para Judá (Sur). Lo mismo que Amós; él acuso a los dirigentes, a los sacerdotes y a los profetas. Los recriminó por ser hipócritas y explotadores de sus hermanos; anunciando un eminente juicio de Dios. Sin embargo también anunció un mensaje de esperanza y reconciliación. Prometió que Dios daría la paz deseada y que haría surgir, de la familia de David, un gran rey (5,3). Este nacería en la misma pequeña ciudad donde Samuel eligió a David para que sea el rey sucesor de Saúl: Belén de Efratá. En un solo versículo, Miqueas resume el mensaje fundamental del discurso profético: «Lo que Dios nos pide es que hagamos lo que es justo; que mostremos amor constantemente y que vivamos en humilde comunión con Dios» (6,8).  

 

J «He aquí que vengo hacer tu voluntad»

 

Jesús es el sumo sacerdote, perfecto y eterno según el orden de Melquisedec: santo sin pecado, garantiza el nuevo orden de Dios y nos trae la reconciliación definitiva. Él es constituido sumo sacerdote por su sacrificio irrepetible, de una vez para siempre.  Como tal se sella la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres. Su sacrificio reemplaza los sacrificios en el templo terrenal, porque su sangre realiza una salvación eternamente válida. Su sacrifico irrepetible era necesario ya que quitará los pecados que el culto imperfecto -de la antigua alianza- no podía quitar. Realizado año tras año el sacrificio veterotestamentario era un recuerdo constante de que el pecado está siempre ahí, impidiendo el acceso a Dios.

 

En cambio, Jesucristo sabe que lo que agrada a Dios, el único homenaje que Él acepta es la obediencia plena a su Plan Amoroso (Hb 10,5). Por eso, al entrar en el mundo por la Encarnación y por su Muerte-Resurrección (Hb 1,6); hace ofrenda de su propio cuerpo y de su existencia mortal al Padre en el Espíritu Santo. Esta ofrenda sí es agradable a Dios, porque es el homenaje de la obediencia plena. Su eficacia redentora se manifiesta en que ha logrado el acceso a Dios como lo muestra el hecho de estar sentado a su derecha (Hb 10,12) legándonos así el don de la reconciliación. Por tanto, es necesario asirse de este Sumo Sacerdote, garantía de la esperanza cristiana.          

 

J El encuentro de dos mujeres

 

El Evangelio de hoy comienza con esta frase: «En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá». Este comienzo necesita una explicación. Nadie se levanta y se dirige con prontitud a alguna parte a menos que haya un motivo que determine esa acción. En este caso, la actitud de María es la continua­ción natural y espontá­nea de algo que le dijo el ángel Gabriel cuando le anun­ció el naci­miento de Jesús acerca de su prima Isabel (ver Lc 1,36-37). María va porque siente la necesi­dad de congratu­larse con su parien­te por tan feliz noticia. La mujer joven y llena de vida se alegra con la ancia­na porque tam­bién ésta ha sido hecha fecunda. El encuentro de María con Isabel tiene algo de singu­lar. Las dos mujeres se encuentran por razón de los respe­ctivos hijos que cada una lleva en su seno: Jesús recién concebido en el seno de María y Juan el Bautista ya de seis meses en el seno de Isabel.

 

Lo extraordinario es que uno es hijo de una joven «virgen» y el otro es hijo de una anciana «estéril». Como había dicho el ángel, «ninguna cosa es imposible para Dios». Se puede hablar de un autén­tico encuentro de los dos niños aún no nacidos. De ambos cele­brará la Iglesia el nacimiento[1]. En Israel las personas mayores debían ser honradas por los jóvenes, según esta ley: «Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lev 19,32). En la visitación, en cambio, la mujer anciana y venerable no se siente digna ni siquiera de ser visitada por la joven: porque ¡esta joven es la «Madre de Dios»!

 

No conocemos el contenido del misterioso saludo de María, pero sí conocemos la respuesta de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?». Ya entonces María es llamada Madre. Quiere decir que ya lleva en su seno a su hijo Jesús, el que había sido anun­ciado por el ángel. Podemos preguntar­nos: ¿Cómo lo sabe Isabel? Y sobre todo, ¿cómo sabe Isabel la identi­dad del Niño concebido en María? Ella misma responde: «Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno». ¿Y esto le bastó para saber que María es la Madre del Señor? Y más aún, Isabel formula esta bienaventuranza: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!». ¿De manera que sabe también las cosas que le fueron anunciadas a María?

 

Para responder a estas preguntas tenemos que fijarnos en la identidad de su propio hijo, de Juan. Cuando el ángel anunció a Zacarías el nacimiento de su hijo Juan, le dijo: «Será grande ante el Señor...; estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel, los convertirá al Señor su Dios, e irá delante de él» (Lc 1,13-18). Todo esto lo sabía muy bien Isabel. También sabía que Dios había prome­tido a su pueblo un salvador y que un mensajero iba a preparar el camino (ver Mal 3,1). Isabel comprendía que su hijo era ese mensajero enviado a preparar el camino del Señor. Por eso cuando siente que el niño salta de gozo en su vientre concluye: «Aquí está presente el Señor; viene en el seno de su Madre» y, movida por el Espíritu Santo, alaba a María llamándola «la Madre de mi Señor». Sabemos que tanto Zacarías como Isabel eran profundos conocedores de la Palabra de Dios. Ese conocimiento, fecundado por la acción del Espíritu Santo, es el que permite a Isabel percibir la acción de Dios y conocer la identidad de María y de su Hijo.

 

J Llena del Espíritu Santo...

 

«Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamando con gran voz dijo...». Esta introducción a las palabras de Isabel nos invita a estar extraordinariamente atentos a lo que diga y a concederle todo su peso. En efecto, ella habla «llena de Espíritu Santo» y «a gran voz». Esto quiere decir que pronuncia­rá palabras inspiradas. Debere­mos anali­zarlas con mucha atención. «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». Esta es la alabanza que los católicos repeti­mos innumerables veces al día cada vez que recitamos el Ave María. ¿Cómo es posible que Isabel bendiga primero a María y después a Jesús, el fruto de su vientre? Es que esta alabanza quiere evocar la que dirigió el sacer­dote Ozías a Judit, des­pués que ella le cortó la cabeza a Holofernes, el jefe de las tropas enemigas, y así salvó a Israel. Ozías dice a Judit: «¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y la tierra!» (Jud 13,18). El paralelismo es perfecto: María está en el lugar de Judit y el fruto de su vientre, en el de Dios, el Señor, Creador del cielo y la tierra.

 

J Madre de Dios

 

Isabel agrega: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» Isabel no se considera digna de esta visita, precisamente porque la que viene es «la madre de mi Se­ñor». Este es el título que Isabel, llena del Espíritu Santo, da a María. Esta expresión, ubicada en su contexto y traducida según su sentido, signifi­ca: «la Madre de Dios». El nombre de Dios, «Yahweh», con el cual Dios se reveló a Moisés, era inefable para un judío, es decir, por respe­to, no se pronunciaba nunca. Cuando un escriba copiaba el texto bíblico y llegaba al nombre de Dios, que sin las vocales consta de cuatro letras, YHWH, debía dejar la pluma y lavarse las manos, en seguida escribir el tetra­grama sagrado, y luego lavarse las manos de nuevo. Todo esto por respeto al nombre divino. Pero, al mismo tiem­po, escribía un pequeño círcu­lo sobre el tetragrama, que quiere decir: en la lectura sustituya esta palabra por la que se encuentra al margen. Y al margen escribía la palabra: «Adonai», que se tradu­ce al griego «Kyrios» y al castellano «Señor».

 

Es más, Adonai tiene la terminación del posesivo: «Mi Señor». Este es el modo como se hablaba de Dios. Por eso en el Nuevo Testamento no aparece nunca el nombre divino Yahweh. Aparece siempre Kyrios, Señor. «La Madre de mi Señor» en boca de Isabel quiere decir, por tanto, la Madre de Dios. Una confirmación de esto se encuentra en la continuación de lo dicho por Isabel: «Bienaventurada tú que has creído que se cumpli­rían las cosas que te fueron dichas de parte del Señor».

 

El dogma de la maternidad divina de María fue defini­do en el Concilio Ecuménico de Éfeso (año 431). Allí se declaró que en Cristo, nuestro Señor, la naturaleza divina y la naturaleza humana concurrían sin confusión ni separa­ción en la unidad de la Persona divina del Verbo, que es la segunda Persona de la Trinidad. Siendo María la madre de la Persona es y debe ser llamada «Madre de Dios». El Concilio continúa: «No es que primero haya nacido de la santa Virgen un hombre corriente sobre el cual después haya descendido el Verbo, sino que unido a la carne desde el mismo vientre, se sometió al nacimiento carnal, siendo el sujeto del naci­miento de su propia carne».

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«¡Bienaventurada tú, que has creí­do!» (Lc 1, 45). La primera bienaventu­ranza que se menciona en los evangelios está reservada a la Virgen María. Es proclamada bienaventurada por su acti­tud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que se manifies­ta con el «sí» pronunciado en el momen­to de la Anunciación. Al proclamarse «la esclava del Señor» (Aleluya; cf. Lc 1, 38), María expresa la fe de Israel. En ella termina el largo ca­mino de la espera de la salvación que, partiendo del jardín del Edén, pasa a través de los patriarcas y la historia de Israel, para llegar a la «ciudad de Gali­lea, llamada Nazaret» (Lc 1, 26). Gracias a la fe de Abraham, comienza a mani­festarse la gran obra de la salvación; gracias a la fe de María, se inauguran los tiempos nuevos de la Redención.

En la Visitación de María encon­tramos reflejadas las esperanzas y las expectativas de la gente humilde y te­merosa de Dios, que esperaba la realiza­ción de las promesas proféticas. La pri­mera lectura, tomada del libro del profeta Miqueas anuncia la venida de un nuevo rey según el corazón de Dios. Se trata de un rey que no buscará manifes­taciones de grandeza y de poder, sino que surgirá de orígenes humildes, como David, y, como él, será sabio y fiel al Señor. «Y tú, Belén, (...) pequeña, (...) de ti saldrá el jefe» (Mi 5, 1). Este rey prometido protegerá a su pueblo con la fuerza misma de Dios y llevará paz y se­guridad hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5, 3). En el Niño de Belén se cumplirán todas estas promesas anti­guas.

(…) Como acabo de recordar, el Evangelio de hoy nos presenta el episodio «misio­nero» de la visita de María a Isabel. Acogiendo la voluntad divina, María ofreció su colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su se­no materno. Llevó en su interior al Ver­bo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de so­lidaridad humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando Cristo está presente».

Juan Pablo II. Homilía del Domingo 21 de diciembre de 1997

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Nos dice Orígenes: «"Bendita tú entre las mujeres". Ninguna fue jamás tan colmada de gracia, ni podía serlo, porque sólo ella es Madre de un fruto divino». ¿Qué voy a hacer para vivir estos días más cerca de María? Una forma podría ser leer y rezar los pasajes referidos a la Anunciación-Encarnación.

 

2. Recemos en familia el rosario en estos últimos días de nuestro Adviento.   

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 148-149. 2676-2679.

 



[1] El nacimiento de Juan el Bautista se celebra el 24 de junio, con los mismos seis meses de diferencia indicados por el ángel.

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lunes, 10 de diciembre de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C«¿Qué debemos hacer?»

Domingo de la Semana 3ª del Tiempo de Adviento.  Ciclo C

«¿Qué debemos hacer?»

 

Lectura del profeta Sofonías 3,14-18ª

 

«¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén!  Ha retirado Yahveh las sentencias contra ti, ha alejado a tu enemigo. ¡Yahveh, Rey de Israel, está en medio de ti, no temerás ya ningún mal! Aquel día se dirá a Jerusalén: ¡No tengas miedo, Sión, no desmayen tus manos!  Yahveh tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses 4, 4-7

«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 3,10-18

 

«La gente le preguntaba: "Pues ¿qué debemos hacer?" Y él les respondía: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo". Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: "Maestro, ¿qué debemos hacer?" El les dijo: "No exijáis más de lo que os está fijado". Preguntáronle también unos soldados: "Y nosotros ¿qué debemos hacer?"

 

El les dijo: "No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra paga". Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo: "Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga". Y, con otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Nueva.»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

Las lecturas en este tercer Domingo de Adviento son un adelanto a la alegría que vamos a vivir el día de Navidad. Alegría para los habitantes de Jerusalén que verán alejarse el dominio asirio y la idolatría y podrán así rendir culto a Yahveh con libertad (Primera Lectura). Alegría constante y desbordante de los cristianos de Filipo porque la paz de Dios «custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Segunda Lectura). Alegría y esperanza que comunica Juan el Bautista al pueblo mediante la predicación de la Buena Nueva del Mesías Salvador, que instaurará con su venida el reino de justicia y amor prometido al pueblo elegido y a toda la humanidad (Evangelio).

 

J «Como el pueblo estaba a la espera...» 

 

Cuando Juan el Bautista comenzó su predicación se respiraba en el ambiente la convicción de que la Salvación de Dios estaba a punto de revelarse. Lo dice el Evangelio de hoy: «El pueblo estaba a la espera...» (Lc 3, 15). Es más, se pensaba que el Cristo, el Ungido de Dios enviado para salvar a su pueblo, ya estaba vivo en alguna parte y bastaba que comenzara a manifestarse. Lucas anota con precisión un dato que ha determinado toda la cronología: «Jesús, al comenzar, tenía unos trein­ta años» (Lc 3,23). Los mayores tenían que recordar aquel rumor que se había difundido treinta años antes sobre cier­tos pasto­res que aseguraban haber oído este anuncio: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). El anciano Simeón debió ser un personaje conocido en los ambientes del templo. Y bien, de él se recordaba que antes de morir había dicho que había visto al Salvador (ver Lc 2,29-30). Había también una profetisa, Ana, que no se apartaba del templo, sir­viendo a Dios noche y día. Ella tuvo ocasión de ver al niño Jesús, recién nacido, cuando fue presentado por sus padres en el Templo (ver Lc 2,38). Los que la habían oído tenían que recordar a ese niño.

 

Sin embargo la situación de Jerusalén y de Israel ya no podía ser peor. Israel estaba bajo dominio extranjero y era obligado a pagar un pesado tributo. Roma entraba en todo y controlaba todo, incluso las finanzas del templo y hasta el culto judío. La fortaleza Antonia estaba edifi­cada adyacente al templo y desde sus murallas se mantenía estrecha vigilan­cia de todo lo que ocurría en los atrios del lugar sagrado; en la fortaleza se conservaba bajo custodia del coman­dan­te romano la costosa estola del Sumo Sacerdote y su uso era permitido sólo cuatro veces al año en las grandes fiestas; dos veces al día se debía ofrecer en el templo un sacrificio «por el César y por la nación Roma­na». Dios había prometi­do a Israel un rey ungido como David (Christós), que los salvaría de la situación a que estaban reducidos. Si alguien esperaba el cumplimiento de esa promesa, era éste el momento. En el Evangelio de hoy distinguimos claramente tres partes: la orientación de Juan a tres grupos muy bien diferenciados (10-14); la presentación que Juan hace de sí mismo ante la expectativa del pueblo (15 -16a) y el explícito anuncio del Mesias (16b-18).

 

K «¿Qué debemos hacer?»

 

La pregunta obvia de la gente que rodeaba al Bautista es: «¿Qué debemos hacer?». Juan da instrucciones para cada categoría de personas ya que los intereses eran muy diferentes. La respuesta de Juan no es un altisonante discurso, pero tampoco es una "recetita" de agua tibia para tranquilizar la conciencia. En los tres casos la catequesis tiene un denominador común: el amor solidario y la justicia. Todos estamos llamados a practicar la solidaridad: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo». A los publicanos o recaudadores de impuestos les dice: «no exijáis más de lo debido». Por lo tanto justicia y equidad. A los soldados: «no hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias falsas, sino contentaos con la paga».

 

Consejos que sin duda, tienen una tremenda actualidad. Ambas profesiones tenían muy mala fama en Israel y eran objeto del desprecio religioso por parte de los puritanos fariseos. Los publicanos recaudaban los impuestos para los romanos, y tendían a exigir más de lo debido en beneficio propio. Los soldados solían  abusar de su poder buscando dinero por medios ilícitos y extorsionando a la gente. Pues bien, sorprendentemente el Bautista no les dice que, para convertirse, han de abandonar la profesión, sino que la ejerciten honradamente. Para ellos la conversión efectiva será pasar de la injusticia y del dominio al amor a los demás, expresado en el servicio y la justicia.       

 

K ¿Eres tú el Cristo...?   

 

El pueblo estaba realmente expectante y todos se preguntaban si Juan no sería el mesías. La figura «heterodoxa» del profeta en el desierto, que no frecuentaba el templo de Jerusalén ni la sinagoga en día sábado; suscitó un fuerte movimiento religioso. Para unos el mesías esperado debía de implantar un nuevo ordenamiento religioso y social; para otros, era el profeta Elías redivivo, quien según la tradición judía volvería al comienzo de los tiempos mesiánicos (ver Mal 3,23; Eclo 48,10); y todavía para unos terceros era el profeta por antonomasia, es decir Moisés reencarnado. Pero Juan les declara a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Era propio de los esclavos el quitar y poner el calzado a sus señores. Y así lo que Juan nos dice es que él ni siquiera es digno de desatar la correa de los zapatos al  Señor, ni aún como esclavo.

 

Juan se puso entonces a bautizar invitando a la conversión. Y lo hacía en términos un tanto alarmantes: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego». Esto provocó en los oyentes la reacción que era de espe­rar y de ahí la pregunta sobre que deberían hacer. Notemos que aunque esté en el umbral del Nuevo Testamento, Juan toda­vía perte­nece al Antiguo Testamento y, por tanto, la norma de conducta que enseña no es aún la norma evangélica. Y, sin embargo, debemos reconocer que nosotros ni siquiera observamos esa norma, pues aún hay muchos que no tienen con qué vestirse ni qué comer, mientras a otros les sobra. Si no observamos la norma de Juan, ¿qué decir de la norma de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»? Ésta es la norma que tenemos nosotros para que la segunda venida de Cristo nos encuentre velando y prepara­dos. Para cumplirla debemos examinar «cómo nos amó Jesús» y vivir de acuerdo a su ejemplo. Pero esto es imposible a las fuer­zas humanas abandonadas a sí mismas; es necesaria la acción del Espí­ritu Santo, el mismo que Juan vio descender sobre Jesús y que le permitió reconocerlo como el que ahora iba a bautizar con Espí­ritu Santo.

 

 

 

 

J ¡Alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén!

 

En la Primera Lectura leemos una invitación al gozo y la alegría mesiánica. Sofonías es un profeta durante el reinado del rey Josías que después de los tristes años de decadencia religiosa, bajo el reinado de Manasés (693-639 A.C.), es reconocido como el continuador de las reformas religiosas de su bisabuelo Ezequías. Sin embargo el rey en su intento de detener las tropas del Faraón, que corría en auxilio de Asiría, fue muerto en el combate. El pueblo, escandalizado por aquel aparente abandono de Dios, vuelve a las prácticas paganas. Sofonías siente acercarse el día de la «gran cólera» pero concluye con una profecía de esperanza y anuncia una edad de oro para Israel. El Señor se hace presente en medio de su pueblo porque lo ama, por eso invita al pueblo que grite de alegría y de júbilo. El texto que hemos leído es aplicado a nuestra Madre María, la «hija de Sión» por excelencia; cuyo eco repite el saludo del ángel Gabriel en la Anunciación:  «! Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc 1,28).   

 

J Un mandamiento de alegría

 

En el pasaje de la carta a los filipenses vemos como se une la mesura a la serenidad y a la paz; y como todas ellas se fundamentan en el cercano encuentro con el Señor Jesús. Es probable que en el momento de escribir y recibir la carta, tanto San Pablo como los filipenses pensasen en una proximidad cronológica, es decir, en que la venida gloriosa de Jesucristo para clausurar la historia, la llamada "parusía" del Señor, estaba realmente cercana. A nosotros, por otro lado, nos bastaría pensar en la real presencia del Señor ya que Él «está con nosotros todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,20); para que de este modo nuestra existencia esté llena de esperanza y de alegría. La tristeza no nos podrá dominar si sabemos dar razón de nuestra esperanza y vivir de acuerdo a ella. «La alegría es el gigantesco secreto del cristiano» nos decía G.K. Chesterton.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«"Alegraos. (...) El Señor está cerca" (Flp 4, 4. 5). Este tercer Domingo de Adviento se caracteriza por la alegría: la alegría de quien espera al Señor que "está cerca", el Dios con nosotros, anunciado por los profetas. Es la «gran alegría» de la Navidad, que hoy gustamos anticipadamente; una alegría que «será de todo el pueblo», porque el Salvador ha venido y vendrá de nuevo a visitarnos desde las alturas como el sol que surge (ver Lc 1,78). Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina. Es la alegría de este Año santo, que conmemora los dos mil años transcurridos desde que el Hijo de Dios, Luz de Luz, iluminó con el resplandor de su presencia la historia de la humanidad...

 

"¿Qué debemos hacer?". La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recuperar la alegría...Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos  a Él en la fe y en las obras (ver Jn 16,22-23)».

 

Juan Pablo II. Homilía del 17 de diciembre de 2000. Jubileo del mundo del Espectáculo 

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Nos dice Santo Tomás de Aquino: «El amor produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, sólo disfruta de veras el que vive la caridad». ¿Cómo vivo esta realidad? ¿Soy una persona alegre?

 

2. El mensaje de Juan el Bautista es muy claro. ¿Soy una persona justa? ¿Soy solidario con mis hermanos o encuentro en mi corazón resquicios de discriminación hacia mis hermanos?  

 

3.  Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 30. 673-674. 840. 1084-1085. 2853.

 

 

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lunes, 3 de diciembre de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 2ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C. y Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María.

Domingo de la Semana 2ª del Tiempo de Adviento.  Ciclo C

«Todos verán la salvación del Señor»

 

Lectura del profeta Baruc 5,1-9

 

«Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflicción, y vístete para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios.  Envuélvete en el manto de la justicia que procede de Dios, pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a todo lo que hay bajo el cielo.  Pues tu nombre se llamará de parte de Dios para siempre: "Paz de la Justicia" y "Gloria de la Piedad".  Levántate, Jerusalén, sube a la altura, tiende tu vista hacia Oriente y ve a tus hijos reunidos desde oriente a occidente, a la voz del Santo, alegres del recuerdo de Dios. Salieron de ti a pie, llevados por enemigos, pero Dios te los devuelve traídos con gloria, como un trono real.

 

Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios. Y hasta las selvas y todo árbol aromático darán sombra a Israel por orden de Dios. Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de él. Copia de la carta que envió Jeremías a los que iban a ser llevados cautivos a Babilonia por el rey de los babilonios, para comunicarles lo que Dios le había ordenado».

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses 1, 4-6.8-11

«Rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 3,1- 6

 

«En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios.»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas


Las lecturas de este segundo Domingo de Adviento ponen el acento en la conversión personal a los valores evangélicos. Pablo muestra su alegría a los filipenses por la actitud que han tenido en relación a la Buena Nueva. Ella ha ido transformando poco a poco la vida de los cristianos de esta comunidad en una tensión por la venida gloriosa de Jesús (Segunda Lectura). El profeta Baruc, por otro lado, contempla a los hijos de Jerusalén que vivían en el destierro «convocados desde oriente a occidente por la Palabra del Santo y disfrutando del recuerdo de Dios» y les transmite un mensaje de plena esperanza en un futuro nuevo (Primera Lectura). El Evangelio de San Lucas nos dice que la Palabra de Dios fue dirigida al hijo de Zacarías, Juan el Bautista, en el desierto para preparar los caminos del Señor que ya llega (Evangelio).

 

J «Todos verán la salvación del Señor»

 

Hay dos partes bien diferenciadas en la lectura del Evangelio de este Domingo, cuyo protagonista es la Palabra de Dios que viene sobre Juan el Bautista en un determinado contexto histórico. Aunque los Evangelios no son la crónica diaria de la vida de Jesús, sin embargo tienen como base y contenido la existencia y doctrina de una persona que realmente vivió en un espacio histórico determinado y que se llamó Jesús de Nazaret. Nuestra fe se fundamenta en una persona histórica: Cristo Jesús, el Verbo Encarnado para nuestra reconciliación.

 

Lucas sincroniza la historia de la salvación con la historia humana. Así, detalla el momento de la historia política internacional (romana) y nacional (judía), que constituye el encuadre temporal en que la Palabra eterna de Dios entra en acción por boca del Bautista. La inten­ción del evangelista es afirmar que la historia de la salva­ción se realiza en las vicisitudes de la historia profana, cuyos personajes principales son los emperado­res y los gobernantes. La Palabra eterna de Dios entra en la historia y se encarna. Por eso el punto culminante y central de la historia es el nacimien­to del Reconciliador.

 

K ¿Quién era Juan, el Bautista? 

 

En este segundo Domingo de Adviento hace su aparición un personaje típico de este tiempo litúrgico: el Bautis­ta. Juan el Bautista es hijo de Isabel, prima de Santa María. Él es aquél que en el seno materno saltó de gozo en el encuentro de las dos madres (Lc 1,44). Este niño, concebido milagrosamente por un don de Dios concedido al anciano Zacarías y a su mujer, también anciana y además estéril (Lc 1,5-7), estaba llamado desde el seno materno a una singular misión, anunciada por el ángel (ver Lc 1,15-17). Su mismo padre, Zacarías, lleno de Espíritu Santo dijo: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1,76). Es el más grande de los profetas, pues a él no sólo le tocó la misión de anunciar con rasgos oscuros al Salva­dor futuro, sino indicarlo presente y con rasgos bien defini­dos en la persona de Jesús de Nazaret.

 

Todos los demás profe­tas decían: «El Señor vendrá y nos salvará», pero no sabían decir con precisión «cuándo» ni «cómo»; Juan, en cambio, indicando a Jesús, dijo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). El mismo Jesús lo define como un profeta, cuando hablando sobre él pre­gunta a la gente: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta» (Lc 7,26-27). Después de conocer los hechos extraor­dinarios que rodearon el nacimiento de Juan, el lector como que queda aguardando el día de su manifes­tación a Israel. El Evangelio de hoy nos describe precisamente ese día. Es el día en que vino sobre Juan la Pala­bra de Dios. Antes de esto Juan estaba oculto y era desconoci­do; después de esto se hizo manifiesto y ya nadie pudo ignorarlo.

 

Casi la mitad del Evangelio de hoy está constituido por una citación del profeta Isaías. Ese texto pertenece al comienzo del llamado «Libro de la consolación de Is­rael» que abraza los capítulos 40-55 de Isaías. En ese momento, hacia el año 550 a.C., por intervención de Ciro, el persa, había comenzado la caída de Babilonia y se anunciaba ya la liberación de Israel que estaba cautivo allí. Para su regreso se abriría una calzada recta en el desierto: «Una voz clama: En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios... Se revelará la gloria del Señor y toda criatura a una la verá» (Is 40,3-5). En efecto, Babilonia cayó e Israel fue liberada. Pero su regreso y su reinstalación en Palestina no fue todo lo triunfal que se esperaba, el pecado y la infidelidad no cesaron en el pueblo y los episodios de injusticia y de muerte siguieron ocurriendo. Esas profecías había que entenderlas entonces como referidas a otro hecho salvífico todavía futuro. Cuando vino Cristo a la tierra y el nombre de Jesús de Nazaret se reveló como «el único nombre bajo el cielo por el cual podamos ser salvados» (Hech 4,12), enton­ces se comprendió que en Él habían tenido cumplimien­to todas las promesas hechas por Dios a través de los profetas.

 

J El esplendor de la gloria mesiánica

 

El esplendor mesiánico es el contenido de la lectura del profeta Baruc (Yahveh es bendito). Amigo fiel del profeta Jeremías durante los últimos días, precisamente antes de que los babilonios conquistaran Jerusalén en el año 586 a.C. Baruc ponía por escrito los mensajes de Dios dados a Jeremías. Este libro se escribió probablemente en hebreo pero se conserva únicamente en su versión griega. En un primer momento vemos como hay un mandato claro de abandonar el luto y vestirse de fiesta por lo que Dios va a hacer con el pueblo. El segundo momento está marcado por la orden de salir del estado de postración y contemplar el retorno de los desterrados. Israel recibe un nuevo nombre de parte de Dios, será la ciudad donde rebosa la paz como fruto de la justicia y la gloria divina por su relación especial con Dios. Jerusalén, como novia radiante, es nuevamente desposada por su marido (ver Is 1,26; Jr 33,14-16; Ez 48,35). Baruc concluye su obra volviendo a confesar la misericordia de Dios y la salvación otorgada a Israel. Dios concede el regreso y él mismo lo dirige con premura. En este caminar a la luz del Señor, resuenan los textos de Éx 13,21-22; Is 60,1-3.19-20; Sab 10,17. La lectura de Baruc rebosa optimismo y entusiasmo proféticos para animar al pueblo en los difíciles momentos del destierro. Su afinidad con la lectura de Isaías (40) que es citada en el Evangelio de hoy, es evidente.

 

J Para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo

 

La espiritualidad itinerante del desierto va a estar presente siempre en el caminar del pueblo cristiano hacia el Día del Señor. Preparar los caminos al Señor resulta cada día más difícil, porque a nuestro alrededor se ensancha, muchas veces, el desierto de la indiferencia y de la apatía religiosa. Esto lo vemos en la carta a los Flipenses. San Pablo escribe a los fieles de la ciudad griega de Filipos, primera iglesia cristiana en Europa (fundada alrededor del año 50), en la región de Macedonia. La carta la escribió hallándose en la prisión, posiblemente en Roma hacia el año 61 al 63. En su carta rebosa sentimientos personales de ternura y cariño paternal hacia los filipenses a quienes considera verdaderos hijos suyos en la fe.

 

La comunidad de Filipos se ha portado con la persona de Pablo de manera excepcionalmente cariñosa, pero sobre todo porque se ha portado de forma ejemplar en relación con el Evangelio. Esto es lo único que a Pablo le preocupa: que la Buena Nueva de Jesús penetre en el corazón de aquella sociedad pagana y la transforme de arriba abajo en una sociedad cristiana. Los alienta en la fe ya que le preocupa los falsos maestros que habían en la ciudad. Pablo les pide que sigan creciendo más en la comunión de amor mediante el conocimiento perfecto y el discernimiento; es decir, mediante la interiorización de los criterios evangélicos. Solamente así podrán mantenerse puros e intachables para el encuentro con Cristo.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«En el Bautista encontráis hoy los rasgos fundamentales de vuestro servicio eclesial. Al confrontaros con él, os sentís animados a realizar una verificación de la misión que la Iglesia os confía. ¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha atenta y constante de la palabra de salvación. Además, testimonia un estilo de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al proclamar a todos la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No cede a la tentación fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con humildad, se abaja a sí mismo para enaltecer a Jesús...

 

"Todos verán la salvación de Dios" (Lc 3, 6), así proclamaba en el desierto Juan el Bautista, anunciando la plenitud de los tiempos. Hagamos nuestro este grito de esperanza, celebrando el jubileo del bimilenario de la Encarnación. Ojalá que todos vean en Cristo la salvación de Dios. Para eso, deben encontrarlo, conocerlo y seguirlo. Queridos hermanos, esta es la misión de la Iglesia; esta es vuestra misión. El Papa os dice:  ¡Id! Como el Bautista, preparad el camino del Señor que viene».


Juan Pablo II. Homilía del 10 de diciembre de 2000.

Jubileo de los Catequistas y Profesores de Religión 

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Dios continúa hablándonos de muchas maneras. ¿Escuchamos su voz? ¿Somos dóciles a lo que Dios nos pide? Hagámoslo antes que sea demasiado tarde.

 

2. La Palabra de Dios viene a la historia, se encarna en Jesús de Nazaret para hablarnos de salvación: «Todos verán la salvación de Dios». En la Navidad, los cristianos, todos los hombres de buena voluntad, vemos esa salvación de Dios. La Palabra de Dios no divide, une a todos en el anhelo y en la gozosa posesión de la salvación. Dios quiere que su Palabra de salvación sea eficaz en nuestros días y en nuestras vidas. Dios nos impulsa a que dejemos obrar eficazmente su Palabra de salvación. ¿Qué obstáculos encuentro en mi vida y en mi ambiente? ¿Qué hago o qué puedo hacer para que la Palabra de Dios sea viva y eficaz en mí y en mis hermanos? ¿Qué cosas concretas?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 522-524. 2090-2092.

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