lunes, 28 de junio de 2010

{Meditación Dominical} Solemnidad de San Pedro y San Pablo. Domingo XIV del Tiempo Ordinario.

Estimados amigos:

Les estoy mandando las dos Meditacione Bíblicas para esta semana. La propia para la Solemnidad de San Pedro y San Pablo y la de la XIV Semana del Tiempo Ordinario (domingo 4 de Julio).

Con mis oraciones,

Rafael de la Piedra 

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lunes, 21 de junio de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C«Te seguiré adondequiera que vayas»

Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Te seguiré adondequiera que vayas»

 

Lectura del primer libro de los Reyes 19,16b-21

 

«Ungirás a Jehú, hijo de Nimsí, como rey de Israel, y a Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, le ungirás como profeta en tu lugar. Al que escape a la espada de Jazael le hará morir Jehú, y al que escape a la espada de Jehú, le hará morir Eliseo. Pero me reservaré 7.000 en Israel: todas las rodillas que no se doblaron ante Baal, y todas las bocas que no le besaron".

 

Partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando. Había delante de él doce yuntas y él estaba con la duodécima. Pasó Elías y le echó su manto encima. El abandonó los bueyes, corrió tras de Elías y le dijo: "Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te seguiré". Le respondió: "Anda, vuélvete, pues ¿qué te he hecho?" Volvió atrás Eliseo, tomó el par de bueyes y los sacrificó, asó su carne con el yugo de los bueyes y dio a sus gentes, que comieron. Después se levantó, se fue tras de Elías y entró a su servicio.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Gálatas 4,31b-5,1.13-18

 

«Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre. Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros.

 

Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros! Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 9, 51-62

 

«Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén, y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén.

 

Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: "Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?" Pero volviéndose, les reprendió; y se fueron a otro pueblo. Mientras iban caminando, uno le dijo: "Te seguiré adondequiera que vayas". o: "Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza". A otro dijo: "Sígueme".

 

El respondió: "Déjame ir primero a enterrar a mi padre". Le respondió: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios". También otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa". Le dijo Jesús: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

«Llamado y respuesta»: dos palabras que resumen el contenido sustancial de las lecturas del presente Domingo. Jesús en su caminar hacia Jerusalén llama a algunos a seguirle y a darle una respuesta inmediata (Evangelio). En esto Jesús supera las exigencias del llamado y del seguimiento que vemos en el Antiguo Testamento, particularmente en la vocación de Eliseo (Primera Lectura). San Pablo recuerda a los miembros de la comunidad de Galacia que todos los cristianos hemos sido llamados a la libertad del Espíritu, y por consiguiente tenemos que responder con un comportamiento de acuerdo a nuestra nueva condición de «hombres libres» viviendo el mandamiento del amor, que exige servir y preocuparse por el otro; antes de dejarse llevar por las apetencias desordenadas de la carne evitando caer otra vez en la esclavitud del pecado (Segunda Lectura).

 

La vocación de Eliseo

Jesús exige a sus seguidores más que el profeta Elías a su discípulo y sucesor Eliseo, como leemos en la Primera Lectura. Al pasar Elías junto a Eliseo[1], que está arando con doce yuntas de bueyes, le echa su manto encima. El manto simboliza la personalidad y los derechos de su dueño. Además de manera particular el manto de Elías tiene una eficacia milagrosa (ver 2Re 2,8). Elías adquiere así un derecho sobre Eliseo, al que Eliseo no puede sustraerse. Elías accede al deseo de su futuro discípulo: despedirse de los suyos. A continuación, renunciando a todo aquello que lo vincula a su vida pasada, Eliseo destruye el yugo de los bueyes y servirá como criado a Elías por ocho años. Eliseo completa la obra iniciada por Elías destruyendo en esa época el culto pagano a Baal. Finalmente morirá durante el reinado de Joás siendo llorado por el pueblo y por el rey (ver 2Re 13,14-20). Sin duda la vocación de Eliseo nos recuerda mucho la vocación de los apóstoles (ver Mt 9,9; Jn 1,35ss).

 

La vida nueva en el Espíritu


La vocación cristiana, como leemos en la carta a los Gálatas, es un llamado a la libertad. «Para ser libres nos libertó Cristo». El discípulo de Cristo, liberado del pecado, de la ley mosaica y de toda ley que tiene como fin ella misma; no tiene más límites a su libertad que la que señala el Espíritu: el amor y el servicio fraterno. Estos son irreconciliables con el egoísmo, el libertinaje y la vida sin Dios. La vida nueva de los creyentes alcanza su plenitud en el amor que es presentado por Cristo como una ley nueva. Los frutos del Espíritu son: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22); opuesto a las obras de la carne (ver Rom 13,8.12). Conducidos por el Espíritu, el cristiano vive espontáneamente donándose a los demás y alejándose así de las apetencias o concupiscencias de la carne[2].  «Servíos por amor los unos a los otros» (Gál 4,13) ¡Todo un programa social! Vivir amándonos y sirviéndonos libremente por el amor de Aquel que nos amó antes y que nos muestra con su ejemplo cómo debemos servir (ver Jn 13,4ss). El verbo «servir» podemos entenderlo como el «ser siervo de otro». El hombre que no es capaz de hacer un servicio a otro, es sin duda un hombre que no sirve para nada. Nos dice el Papa León XII en su Carta Encíclica Sapientia Christianae, acerca de las obras de la caridad: «No sería tan grande la osadía de los malos, ni habría sembrado tantas ruinas, si hubiese estado más firme y arraigada en el pecho de muchos la fe que obra por medio de la caridad ni habría caído tan generalmente la observancia de las leyes dadas al hombre por Dios».

 

«Decidió firmemente ir a Jerusalén»

 

El Evangelio de hoy[3] comienza con una frase oscura, cuya traducción literal es la siguiente: «Y sucedió que como iban cumpliéndose los días de su asunción, endureció el rostro para ir a Jerusalén[4]». A partir de 9,51, todo lo que Lucas relata en los diez capítu­los siguientes ocurre de camino hacia Jerusa­lén. Y siempre reaparece la misma resolución que guía a Jesús. Cuando le ad­vierten que Herodes quiere matarlo, no logran disuadirlo de su propó­sito, sino que respon­de: «Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelan­te, porque no cabe que un profeta perez­ca fuera de Jerusa­lén» (Lc 13,33). Y ya cerca de la ciu­dad, el Evangelista observa que  «Jesús marchaba por delan­te, subiendo a Jeru­salén» (Lc 19,28). La subida de Jesús a Jerusalén, desde la Galilea, fue pasando a través de Samaría. Existían hostilidades entre judíos y samaritanos, porque éstos tenían su propio culto considerado cismático por parte de los judíos. Por eso los samaritanos no daban facilidades a los peregrinos que pasaban por su territorio para ir a adorar a Jerusalén.

 

Una vez llegado a Jerusalén, no entra de cualquier manera; sino que entra, preme­ditadamente, montado en un pollino para pasar el mensaje de que es Él quien da cumplimiento a aquella antigua profecía mesiánica: «¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey... humil­de y montado en un asno, en un pollino, cría de asna» (Zac 9,9). Su destino final es el Templo de Jerusalén, el mismo lugar al que había sido presentado por sus padres cuarenta días después de su nacimiento y donde se había quedado instruyendo a los doctores de la ley a los doce años. Llegado al Templo, su desti­no, dice: «Entrando en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían». Jesús ya no saldrá de Jerusalén, pues allí será su muerte, su resurrección y las apariciones a los discí­pulos. La «asunción» de Jesús es el proceso que abraza su muerte, resurrección, ascensión al cielo y sesión a la derecha del Padre. El Evangelio subraya a menudo que este hecho salvífico tendría lugar en el «tiempo establecido» por Dios. El tiempo va fluyendo hasta que llega a su plenitud y alcanza el momento culminante en la muerte de Jesús. La cruz de Jesús se alza para indicar el centro de la historia. La misma idea se expresa en el Evangelio de Juan con los conceptos de «la hora» de Jesús y de su «glorifi­ca­ción». A esto se refiere la precisión cronológi­ca: «Cuando se cumplían los días de su asunción».

 

«Te seguiré adondequiera que vayas...»

 

«Endureció el rostro» es una frase idiomática semita para expresar firme y enérgica decisión. Él que pone esa expresión del rostro denota una determinación tal que nada puede disuadirlo. Sabemos que cuando Pedro quiso hacerlo reconsiderar su decisión de ir a Jerusalén, Jesús lo rechazó severamente diciéndole: «¡Apártate Satanás, porque eres obstáculo para mí!» (Mt 16,23). Se trataba de cumplir su misión, de abrazar la cruz para llevar hasta el extremo su amor al Padre y su amor a los hombres y nada podía detenerlo. Y en esto con­siste también la vocación cristia­na. Para seguir a Cristo hay que «endurecer el rostro» es decir «mostrar el semblante decidido[5]» y actuar como Él cuando se encaminó a Jerusalén. La esencia del seguimiento de Cristo es una determinación al amor y nada más. Cualquiera otra motiva­ción es inacepta­ble. El resto del Evangelio nos narra, por medio del relato de tres vocaciones reales, en qué consiste en concreto «negarse a sí mismo y seguir a Je­sús».

 

En el primer caso, a uno que expresa su intención de seguirlo, Jesús lo llama a moderar el falso entusiasmo, advirtiéndole que hay que estar dispuesto a privarse de todas las comodida­des, porque «el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza». A un segundo, que pide licencia para enterrar a su padre, Jesús le dice que para este segui­miento hay que estar dispuesto a abandonar todos los afec­tos, incluso los afectos familia­res: «Deja que los muertos entie­rren a sus muertos; tú vete a anun­ciar el Reino de Dios». «Muer­tos» son los que han preferi­do salvar su vida en este mundo, porque ellos la perderán.

 

Por último a uno que pide un tiempo para despe­dirse de los suyos, Jesús le expresa la urgencia y radicalidad exigidas: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». Cuando Cristo llama, Él exige la misma disponibilidad que admiramos en sus apóstoles: «Dejándolo todo, lo siguieron». Ninguno de estos tres episodios tiene desenlace. El Evangelio no nos dice si esos tres se alejaron «tristes porque tenían muchos bienes» o si «dejándolo todo, llenos de gozo, lo siguieron». Pero no hace falta que se nos diga el desenlace, pues en la vida real, en nuestro mismo tiempo, vemos casi a diario la reac­ción de diversos jóve­nes ante el llamado de Dios: algunos, dispues­tos a sufrir la misma suerte que Cristo, lo siguen; otros, muchos, prefie­ren tener asegurado un lugar dónde reclinar la cabeza y gozar del afecto de los suyos y se alejan de Cristo tristes.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«En los momentos difíciles, en los momentos de prueba, se miden la calidad de las opciones. Así pues, en estos tiempos de dificultad cada uno de vosotros está llamado a tomar decisiones valientes. No existen atajos para la felicidad y la luz.

 

Prueba de ello son los tormentos de personas que, en el decurso de la historia de la humanidad, se han puesto a buscar con empeño el sentido de la vida, la respuesta a los interrogantes fundamentales inscritos en el corazón de todo ser humano. Ya sabéis que estos interrogantes no son sino expresión  de la nostalgia de infinito sembrada por Dios mismo en el interior de cada uno de nosotros». 

 

Juan Pablo II. Mensaje para la XI Jornada Mundial de la juventud, 26 de noviembre de 1995

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. «Servíos por amor los unos a los otros» ¿En qué situaciones concretas vivo mi llamado a servir a mis hermanos? ¿Me cuesta servir? ¿Qué voy hacer para poder servir a mis hermanos?

 

2. ¿Soy consciente del llamado que Jesús me hace a vivir con «radicalidad» y «coherencia» mi fe?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 897 - 913. 1730- 1784. 1939- 1942.

 



[1] Eliseo significa «Dios es mi salvación».

[2] Leemos en el Catecismo: «En sentido etimológico, la "concupiscencia" puede designarse toda forma vehemente de deseo humano. La teología le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol San Pablo la identifica con la lucha que la "carne" sostiene contra el "espíritu". Procede de la desobediencia del primer pecado», Catecismo de la Iglesia Católica, 2515. 

[3] El Evangelio de Lucas, como lo encontramos en los códices más antiguos (siglo IV), no está dividido en capítulos y versículos. La división en capítulos de la Biblia la hizo Esteban Langton sobre un manuscrito de la Vulgata alrededor del año 1214. La división del texto griego del Nuevo Testamento en versículos la hizo Robert Estienne en 1551. Pero Langton no advirtió que en este punto del Evangelio comenzaba una nueva sección. Así lo sugieren las palabras: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén». Son palabras propias de un comienzo: el comienzo del viaje a Jerusalén. Esta necesidad de subir a Jerusalén estaba anunciada poco antes. En efecto, éste es el tema sobre el cual hablaban Moisés y Elías con Jesús en el monte de la Transfiguración: "Hablaban de su partida, que Él iba a cumplir en Jerusalén" (Lc 9,31).

[4] Leemos en el Nuevo Testamento Interlineal de Francisco Lacuela: «Y sucedió que al cumplirse los días de la asunción de Él, que Él el rostro fijó para ir a Jerusalén».

[5] Esta es la traducción que encontramos en «Los Cuatro Evangelios» del Padre. José J. Reboli S.J.

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lunes, 14 de junio de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 12ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C: «Tú eres el Cristo de Dios»

Domingo de la Semana 12ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Tú eres el Cristo de Dios»

 

Lectura del profeta Zacarías 12,10-11

 

«Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí. En cuanto a aquél a quien traspasaron, harán lamentación por él como lamentación por hijo único, y le llorarán amargamente como se llora amargamente a un primogénito. Aquel día será grande la lamentación en Jerusalén, como la lamentación de Hadad Rimmón en la llanura de Meguiddó.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Gálatas 3,26-29

 

«Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa.»

 

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 9, 18-24

 

«Y sucedió que mientras él estaba orando a solas, se hallaban con él los discípulos y él les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos respondieron: "Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado". Les dijo: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Pedro le contestó: "El Cristo de Dios". Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Dijo: "El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día". Decía a todos: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

¿Quién es Jesucristo? Ésta es la gran pregunta de los hombres desde hace veintiún siglos, y es la pregunta que nos plantea la liturgia de este Domingo. Las respuestas son varias: un profeta: Elías, Jeremías, por ejemplo, o un otro Juan Bautista. Pedro en nombre de los Doce afirma que es el Mesías (el Ungido, el Cristo) de Dios. Jesús se da a Sí mismo el nombre de «Hijo del Hombre» e inmediatamente revela cómo terminará su vida sobre una cruz (Evangelio).

 

A la luz evangélica se capta el sentido último de la profecía de Zacarías: «Mirarán a mí, a quien han traspasado» (Primera Lectura). Para San Pablo, a la luz de la Pascua, Jesucristo es el que hace pasar al hombre a una vida nueva siendo todos «uno en Cristo Jesús» (Segunda Lectura)[1].


¿Quién dice la gente que soy yo?

 

Para entender en toda su profundidad la primera parte del Evangelio de hoy habría que ser formado en la mentali­dad y las convicciones del pueblo judío de la época. Es el famoso episodio en que Jesús dirige a sus discípulos una pregunta a dos niveles: «¿Quién dice la gente que soy yo? - ¿Quién dicen ustedes que soy yo?» Todo el Evangelio no es sino la revelación de la identidad de Jesús. El Evangelio ha alcanzado su objetivo si los hombres saben responder a la pregunta: ¿Quién es Jesús?; más precisamen­te, si cada uno de nosotros sabe responder bien a esa pregunta ¿Quién es Jesús para mí? En el Evangelio de hoy Jesús somete a sus con­tempo­ráneos a un examen para ver hasta qué punto han adquirido el conocimiento de ese misterio.

 

Inmediatamente después del portentoso milagro de la multiplicación de los panes, Jesús se retira con sus apóstoles a orar a solas. En este contexto el Maestro Bueno les pregunta acerca de lo que pensaban de Él: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Jesús se había hecho notar por sus enseñanzas y por sus milagros y todos tenían ya alguna opinión respecto de su identidad: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que eres un profeta de los anti­guos que ha resuci­tado». Pero, obviamente nosotros  sabemos que esas respuestas son superfi­ciales y erróneas.

 

¿Y ustedes...?

 

Cuando ya los apóstoles pensaban haber dado satisfac­ción a ese sondeo de opinión, Jesús agrega otra pregunta que ahora sí los compromete directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». La respuesta a esta pregunta es más difícil que la primera. Los apóstoles habían tenido más intimidad con Jesús y una respuesta como las primeras no bastaba. Mientras vacila­ban, antes que nadie tenga tiempo de expre­sar su opinión, se adelanta Pedro y respon­de: «Tú eres el Cristo de Dios». Para entender qué quiere decir Pedro con esta afirmación, decíamos que es necesa­rio tener fami­liaridad con la mentalidad judía de la época formada en el Antiguo Testamento. En este caso «Cristo» no es un nombre propio, como solemos usarlo nosotros, sino el participio pasivo del verbo griego «ungir» (chrio). La respuesta de Pedro se traduce al castellano así: «Tú eres el Ungido de Dios».

 

Para quien no conoce el Antiguo Testamento y la expectativa religiosa del pueblo de Israel, esta afirmación es ininteligible. Habría que conocer el episodio en que el profeta Samuel, por mandato de Dios, eligió a David y lo constituyó rey de Israel, por medio de la unción[2]. Por este acto profético, David había recibido el Espíritu de Yahveh y eso explicaba que hubiera sido el jefe carismáti­co que la historia recordaba. Pero Dios había prome­tido a David que «uno salido de sus entrañas» hereda­ría su trono y «tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente». Ese hijo de David era el nuevo «Ungido de Dios» que se esperaba.

 

«El Ungido de Dios»

 

Para com­prender la afirmación de Pedro veamos si alguien, antes que él en el mismo Evangelio de Lucas había afirmado eso de Jesús. La Virgen María conocía la identidad de su Hijo, pues el ángel Gabriel le había anunciado respecto de Él: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob (es el modo de expresar el pueblo de Israel unido) por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). Esto para un judío era claro como el agua. No se usa aquí la expresión «Cristo», pero la Virgen supo que daría a luz al Ungido de Dios, al Cristo. Después del nacimiento de Jesús, el ángel, que anuncia su nacimiento a los pastores, les dice: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). Es la primera vez que aparece la expresión «Cristo» y se relaciona con el lugar de origen de David: Belén. En segui­da, hablando del anciano Simeón, el Evangelio dice: «Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc 2,26). Por revela­ción del Espíritu Santo, Simeón recono­ció en el Niño Jesús, cuando era presentado al templo, «la salva­ción... la luz de los gentiles y la gloria de Is­rael».

 

La vez siguiente en que se usa el término «Cristo» es para indicarnos la expectativa del pueblo: «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos preguntando en sus corazones acerca de Juan si no sería él el Cristo»(Lc 3,15). Obviamente Juan lo niega. Por último conocen la iden­tidad de Jesús los demonios. Cuando Jesús los expulsa­ba de algún poseído, ellos salían gritando: «Tú eres el Hijo de Dios». Pero Jesús «no les permitía hablar porque sabían que Él era el Cristo» (Lc 4,41).

 

Las condiciones para seguir a Jesús

 

Los ángeles, los demonios, y algunos hom­bres, que han recibido una revelación directa, saben que Jesús es el Cristo pero el primer hombre que confiesa abiertamente a Jesús como el Ungido de Dios, el Cristo, es Pedro. Pero no habían llegado aún a la comprensión plena de su misterio. Por eso Jesús «les mandó que no dijeran esto a nadie». Nos comenta San Anselmo: «por que tenían una noción muy distinta del futuro Mesías, el escándalo de la Cruz de Cristo sería mayor y de difícil curación». La respuesta de Pedro es ciertamente correcta ya que Jesús no niega la definición que da de Él; pero para conocer su identidad completa era necesario comprender que no se trataba de una simple reedición del rey David, sino de alguien mucho mayor. Era necesario comprender que «el Hijo del hombre debe sufrir mucho... ser matado y resuci­tar al tercer día». Y esto todavía era excesivo para los apóstoles. Lo comprende­rán después y entonces sabrán quién es «el Cristo» y serán sus testigos.

 

Por eso Jesús comienza a anunciar por primera vez su Pasión. Lo hace pa­ra alejar toda expectativa de un reino de esta tierra y de una liberación política. Esa expec­ta­tiva mera­mente humana perdura, como la expresan los discí­pulos de Emaús, después de la muerte de Jesús: «Noso­tros esperábamos que sería Él quien iba a librar a Israel» (Lc 24,21). Enton­ces Jesús les reprocha su incomprensión: «Oh insensa­tos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profe­tas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera todo eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24,25-26). Es lo que tiene que comprender hoy cada uno de nosotros. Si alguien quiere seguir a Cristo en su gloria debe acoger la invitación de Jesús: «Niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». No hay otro camino.

 

«Aquel día será grande la lamentación en Jerusalén...»  

 

El profeta Zacarías ("Dios se acuerda" o "el recordado de Dios") ya nos habla acerca del sufrimiento del Mesías en la Jerusalén prometida. Zacarías es el undécimo de los llamados profetas menores y es profeta y sacerdote de la tribu de Leví (ver Neh 12,16) nacido durante el destierro de los judíos en Babilonia. Su primer mensaje fue anunciado el año 520 a.C. cuando los judíos que habían regresado del destierro babilónico estaban desalentados y habían dejado de reedificar el templo. Zacarías los animó a proseguir sus trabajos prometiéndoles un futuro lleno de esperanza. Sus profecías están redactadas en formas de visiones y se refieren a la restauración de Jerusalén, a la reedificación del templo, a la purificación del Pueblo de Dios, a la promesa del futuro Mesías y del juicio final.

 

San Juan utiliza esta cita bíblica cuando Jesús es traspasado por la lanza del soldado romano (ver Jn 19,37) mostrando de manera unívoca una profecía de la Pasión de Cristo y de una futura conversión de los hijos de Israel. En el libro del Apocalipsis (ver Ap 1,7) también usará una expresión semejante a la de esta profecía refiriéndose a Jesucristo en su venida gloriosa. 

 

Una palabra del Santo Padre:

 

« Queridos jóvenes, no dudéis del amor de Dios por vosotros. Él os reserva un lugar en su corazón y una misión en el mundo. La primera reacción puede ser el miedo, la duda. Son sentimientos que experimentó antes que vosotros el mismo Jeremías: "¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho" (Jr 1, 6). La tarea parece inmensa, porque cobra las dimensiones de la sociedad y del mundo. Pero no olvidéis que, cuando el Señor llama, da también la fuerza y la gracia necesarias para responder a la llamada.

 

No tengáis miedo de asumir vuestras responsabilidades: la Iglesia os necesita; necesita vuestro compromiso y vuestra generosidad; el Papa os necesita y, al comienzo de este nuevo milenio, os pide que llevéis el Evangelio por los caminos del mundo.

 

En el Salmo responsorial hemos escuchado una pregunta que en el mundo contaminado de hoy resuena con particular actualidad:  "¿Cómo podrá un joven andar honestamente?" (Sal 118, 9). También hemos escuchado la respuesta, sencilla e incisiva:  "Cumpliendo tus palabras" (Sal 118, 9). Así pues, es preciso pedir el gusto por la palabra de Dios y la alegría de poder testimoniar algo que es más grande que nosotros:  "Mi alegría es el camino de tus preceptos..." (Sal 118, 14).

 

La alegría nace también de la certeza de que muchas otras personas en el mundo acogen como nosotros los "preceptos del Señor" y hacen de ellos la razón de su vida. ¡Cuánta riqueza en la universalidad de la Iglesia, en su "catolicidad"! ¡Cuánta diversidad según los países, los ritos, las espiritualidades, las asociaciones, los movimientos y las comunidades! ¡Cuánta belleza y, al mismo tiempo, qué comunión tan profunda en los valores comunes y en la adhesión común a la persona de Jesús, el Señor!

 

Viviendo y rezando juntos, habéis comprobado que la diversidad de vuestros modos de acoger y expresar la fe no os separa ni os enfrenta los unos a los otros. Es sólo una manifestación de la riqueza de la Revelación, don único y extraordinario, que el mundo tanto necesita».

 

Juan Pablo II. Homilía en la Misa en el VII Foro Internacional de la Juventud en Castelgandolfo. 17 de Agosto del 2000

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará». ¿Cómo vivo este mensaje de Jesús? ¿Soy capaz de "perder la vida" por Jesús?

 

2. ¿En qué situaciones concretas de mi vida no quiero cargar mi cruz de cada día? Reza e interioriza: «per crucen ad lucem»...

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 436 - 440.

 

 



[1] La carta a los Gálatas es una de las más antiguas cartas paulinas y fue escrita alrededor del año 47-48. Fue enviada a un grupo de iglesias de la provincia de Galacia (Turquía central). Por lo menos algunas de ellas ya habían sido visitadas por Pablo. El apóstol de los gentiles había enseñado, sencillamente que el don de la vida nueva lo concede Dios a todos los que creen. Y muchas personas habían respondido a este anuncio paulino. Pero después llegaron los maestros judíos enseñando que los cristianos tienen que observar los preceptos de la ley del Antiguo Testamento. Por eso la carta de Pablo da respuesta a una pregunta esencial. Los no judíos para ser cristianos ¿tienen que observar las leyes judías de Moisés? Pablo argumenta que las personas son justificadas únicamente mediante la fe en Cristo Jesús ya que: «si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa». 

[2] Ver 1 Sam 16, 1-13. 7,11-17.

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lunes, 7 de junio de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 11ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C « Tu fe te ha salvado. Vete en paz»

Domingo de la Semana 11ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo C

« Tu fe te ha salvado. Vete en paz»

 

Lectura del segundo libro de Samuel 12, 7-10.13

 

«Entonces Natán dijo a David: «Tú eres ese hombre. Así dice Yahveh Dios de Israel: Yo te he ungido rey de Israel y te he librado de las manos de Saúl. Te he dado la casa de tu señor y he puesto en tu seno las mujeres de tu señor; te he dado la casa de Israel y de Judá; y si es poco, te añadiré todavía otras cosas. ¿Por qué has menospreciado a Yahveh haciendo lo malo a sus ojos, matando a espada a Urías el hitita, tomando a su mujer por mujer tuya y matándole por la espada de los ammonitas? Pues bien, nunca se apartará la espada de tu casa, ya que me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el  hitita para mujer tuya. David dijo a Natán: «He pecado contra Yahveh.» Respondió Natán a David: «También Yahveh perdona tu pecado; no morirás».

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Gálatas 2, 16.19-21

 

«Conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley = nadie será justificado. En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto  Cristo en vano»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 7, 36- 8, 3

 

«Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un  frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora.» Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte.» El dijo: «Di, maestro.» Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?»

 

Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más.» El le dijo: «Has juzgado bien», y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra.» Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados.»

 

Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.» Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la  que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Concluido el tiempo pascual y pasadas las grandes solemnida­des de Pentecostés, la Santísima Trinidad y el Corpus Christi; reto­mamos el tiempo ordinario y seguimos leyendo el Evange­lio de San Lucas, como corresponde a este ciclo C de lecturas. Las lecturas de este Domingo nos hablan acerca de la misericordia y el perdón de Dios. El Evangelio nos propone una escena bellísima de la vida de Jesús ya que pone en evidencia la misericordia de Dios revelada en Cristo. La Primera Lectura termina con la sentencia del profeta Natán a David: «El Señor ha perdonado ya tus pecados, no morirás». Perdón gratuito que solamente puede venir por Jesucristo que muere y resucita para reconciliarnos con el Padre (Segunda Lectura).  

 

Simón, el fariseo

 

La escena comienza cuando Jesús es invitado a comer a casa de un fariseo llamado Simón y, mientras están a la mesa, se produce una escena que deja a todos los comensa­les realmente impactados y  expectantes para ver cómo va a reaccionar Jesús. En realidad, están escandalizados. San Lucas no nos dice con qué intención fue invitado Jesús, pero podemos suponer que Simón no lo invitó para hacerse discípulo suyo, sino para examinar su doctrina y su conducta, es decir, para ver quién era Jesús y verificar si respondía a la fama que tenía. Jesús había enseñado en las sinagogas de Galilea y «todos quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad» (Lc 4,31); había expulsado el demonio de un hombre en medio del servicio sinagogal y los presentes «quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: '¡Qué palabra es ésta! Manda con autori­dad y poder a los espíri­tus inmundos y salen»". El Evangelista observa: «Su fama se extendió por todos los lugares de la región» (Lc 4,36-37). Jesús había hecho numerosas curaciones de enfermos, de manera que de nuevo San Lucas observa como su fama se extendía cada vez más (ver Lc 5,15). Todo esto precede al episodio que nos narra hoy el Evangelio.

 

Era natural que los fariseos quisieran saber qué había de cierto en todo esto y quién era Jesús. Cuando le fue presentado un paralítico en una camilla y Jesús, ante todo el público, le perdona sus pecados; los escribas y fariseos piensan que está diciendo blasfe­mias[1] (ver Lc 5,20-21). En otra ocasión Jesús entró a comer a casa de Leví, que era un publi­cano, y «los fariseos murmu­raban diciendo a los discípulos de Jesús: '¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecado­res?» (Lc 5,30). Todo esto antecede a la invitación del fariseo Simón. Finalmente arroja mucha luz sobre el relato de hoy el episodio inmedia­tamente anterior. Hablando de Juan el Bautista Jesús dice: «Todo el pueblo que lo escuchó... reconocieron la salva­ción de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los legistas, al no aceptar el bautis­mo de él, frustraron el plan de Dios sobre ellos» (Lc 7,29-30). Jesús sabía lo que pensaban sobre él los fari­seos y lo expresa así: «Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: 'Demonio tiene'. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,33-34). Llamar a Jesús «comilón y borra­cho» es excesivo. La maledicencia de la gente puede llegar a ese extremo. No sabemos si Simón compartía este juicio sobre Jesús. En todo caso, lo invita para examinarlo, no por amistad, ni para hacerle un homenaje. Y Jesús acepta la invita­ción; pero ciertamente capta con qué intención fue invitado. San Lucas relata lo que ocurrió en ese momento con extrema delicadeza. Una mujer pecadora públi­ca, al enterarse de la presencia de Jesús, lleva un frasco de alabastro lleno de perfu­me, y poniéndo­se detrás, comienza a llorar, y con sus cabellos seca los pies cansados del Maestro. Además besa sus pies y unge con el perfume. Cualquiera se habría sentido embarazado, más aún si era objeto del examen crítico de los fariseos. Pero Jesús no. Jesús aceptó agra­decido este homena­je y este gesto de amor de la mujer y no hizo ningún movi­miento de repulsión. Ante esta actitud de Jesús, el fariseo vio confirmada su opinión negativa sobre Él: ¡No puede ser un profeta! En efecto, Simón razona así: «Si éste fuera un profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocan­do, pues es una pecadora».

 

Jesús ciertamente había sido invitado por Simón. Pero no se le habían hecho ninguno de los gestos de hospitalidad que se usaban con un invitado al que se deseaba honrar. En esas calles polvo­rientas de Palestina, ofrecer al huésped agua para los pies era un signo valioso de hospi­talidad, pues el agua era un bien escaso y precioso. El beso con que se recibía al invitado era señal de afecto y amistad. Era costum­bre ungir la cabeza con perfume. Ninguno de estos honores y amabilidades se usaron con Jesús. Simón invita a Jesús, pero no goza con su presencia, no cree en él. Jesús no se queja por esta falta de atención y le propone una breve parábola.

 

Un señor tenía dos deudores: uno le debía qui­nientos denarios y el otro cin­cuenta. No teniendo ellos con qué pagarle, los perdonó a los dos. Jesús pregunta a Simón: «¿Quién de ellos lo amará más?». Simón responde cautelosamente algo que es obvio: «Supongo que aquél a quien perdonó más». Entonces Jesús aplica la respuesta a la situación concre­ta. Imagi­nemos la expectación de todos. «Volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabe­llos. Tú no me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no ungiste mi cabeza  con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. A quien poco se le perdona, poco ama». Jesús maneja la situación de manera ge­nial, con total libertad, con una profundidad insuperable.

 

La mujer arrepentida

 

Pensemos ahora en la mujer pecadora. Ella entró en la casa de Simón, sin que nada la detuviera hasta llegar junto a Jesús, exponiéndose a ser expulsada y avergonzada. Amaba a Jesús porque, aunque se reconocía pecadora, sabía que Jesús la habría acogido, la habría apreciado, le habría devuelto su dignidad perdida y la habría amado. Es lo que Él hace cuando, después de defenderla de la condenación de los comensales, le dice: «Tus pecados quedan perdona­dos... Tu fe te ha salvado, Vete en paz». Ella salió transformada en otra mujer. Ha nacido de nuevo por la gracia de Dios.

 

El episodio es un verdadero himno a la misericordia de Dios. Jesús demuestra que Él es mucho más que un profeta. Él es el que vino al mundo a salvar el mundo del pecado, tal como fue anunciado por el ángel a San José: «Él salvará a su pueblo de sus peca­dos» (Mt 1,21). Él nos revela aquella voluntad salví­fica del Dios verdadero: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). La mujer salió de la presencia de Jesús convertida en otra. Ella puede decir a todos lo que decía San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirma­ción: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo» (1Tim 1,15). Ojalá todos pudiéramos decir lo mismo.

 

El arrepentimiento de David

 

«He pecado contra Dios». Ante esta humilde confesión enmudece todo reproche. «Todos nosotros, dice San Ambrosio, a cada momento estamos cayendo en pecado; y con todo, ninguno aunque plebeyo, se resigna a confesarlo. Por el contrario, aquel rey, poderoso y glorioso, con inmensa amargura de su alma, confesó su pecado al Señor. ¿Qué hombre, por poco rico y noble que sea, se hallará hoy día que lleve en paciencia el menor reproche por un crimen cometido? Pues aquel rey, señor de un gran imperio, al ser reprendido por su delito, no se indignó, no montó en ira, sino que hizo una humilde y dolorosa confesión…y su confesión perpetuará a través de los siglos». La respuesta de Dios es contundente ante cualquier tipo de duda: «¡no morirás!». He aquí retratado en dos palabras el corazón misericordioso de Dios, que Jesús  presenta en la parábola del Padre misericordioso (Lc 15,11ss). Apenas David reconoce sinceramente su culpa por el terrible hecho de haber mandado matar a Urías para quedarse con su mujer; Dios se apresura en darle su perdón. Nunca el rey olvidará el perdón obtenido ni el dolor de su corazón por el pecado realizado como vemos en el hermoso Salmo 50.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«El eros de Dios para con el hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido «adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?...

 

Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti» (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre Él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor».

 

Benedicto XVI. Deus caritas est, 10.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. San Pablo en su carta a los Gálatas nos deja todo un programa de vida: «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí».Toda mi vida cristiana debe de ser un conformarme con Jesucristo. ¿Vivo de mi fe desde esta opción por el Señor Jesús? l

 

2. ¿Me acerco al sacramento de la reconciliación con una actitud de confianza en el perdón de Dios? ¿Me motiva el amor cuando tomo conciencia de mi pecado?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 430 - 431. 734. 1439,1465, 2843,

 



[1] Blasfemia: expresión injuriosa contra Dios o los santos.

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