lunes, 29 de agosto de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 23 del Tiempo Ordinario. Ciclo A.«Todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo»

Domingo de la Semana 23 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo»

 

Lectura del libro del profeta Ezequiel 33, 7-9

 

«Así habla el Señor: «Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte. Cuando yo diga al malvado: "Vas a morir", si tú no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Si tú, en cambio, adviertes al malvado para que se convierta de su mala conducta, y él no se convierte, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida.» 

 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 13, 8-10

           

«Hermanos: que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. Porque los mandamientos: No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro, se resumen en este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo. Por lo tanto, el amor es la plenitud de la Ley».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 18, 15-20

 

«Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la Iglesia. Y si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, considéralo como pagano o publicano. Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El capítulo 18 del Evangelio de San Mateo forma parte de las enseñanzas de Jesús que se relacionan con la vida de las primeras comunidades cristianas. Por eso, a esta parte se le ha llamado el «discurso eclesiástico». Jesús nos habla, en esta oportunidad, acerca de la corresponsabilidad frente a la salvación de sus hermanos. Aquí se inserta el mandato de la corrección fraterna. La segunda admonición de Jesús a sus discípulos es la oración en común.

 

En la Primera Lectura se nos propone la imagen del «profeta-centinela» que advierte a los hombres de su mala conducta y les anuncia el peligro que se acerca si no despiertan de su letargo. Pablo, por su parte, antes de concluir su carta a los romanos, dirige una última exhortación llena de contenido: «no tengáis con nadie ninguna deuda que no sea la de amaros mutuamente». Amar es cumplir la ley entera, porque todos los mandamientos se resumen, como diría Jesús, en esta frase: «Amarás a Dios….y a tu prójimo como a ti mismo».

 

«Yo te he puesto como centinela de la casa de Israel»

 

Ezequiel, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, era sacerdote y fue llevado al exilio de Babilonia en la época del rey Jeconías. Allí consoló a los otros desterrados pero anunció la caída definitiva de Jerusalén después de la primera deportación del año 597 A.C. Tras el intento de librarse del yugo, Jerusalén finalmente fue destruida el 587 A.C., año de la segunda deportación. Finalmente anunció la vuelta de este segundo cautiverio. La lectura de este Domingo se encuentra en la tercera parte del libro de Ezequiel que contienen los oráculos pronunciados después de la invasión de Nabucodonosor.  En ella el profeta se presenta como el centinela que anuncia al pueblo la necesidad de cambiar de conducta: «Ha oído el sonido del cuerno y no ha hecho caso: su sangre recaerá sobre él. En cambio, el que haya hecho caso, salvará su vida" (Ez 33,5).

 

El centinela es el hombre que, desde la atalaya[1], da la voz de alarma cuando ve al enemigo acercarse al campamento o a las puertas de la ciudad. En los tiempos antiguos poseía una función decisiva en los combates entre los pueblos. Si el centinela dormía, la vida del pueblo corría un grave riesgo. Ezequiel es un centinela con características especiales. El profeta debe advertir al «impío» de su mala conducta, debe informarle del mal que se le viene encima. Al centinela le basta dar la alarma; si le escuchan o no, ya no es responsabilidad suya.

 

No es así en el caso del profeta: él debe advertir del mal que se viene encima, y debe hacer todo lo posible por convencer a sus oyentes, porque lo que él anuncia no viene «ni de la carne ni de la sangre»; sino es Dios mismo quien se lo ha revelado. Él habla en nombre de Dios. Él expresa el deseo de Dios de salvar a los hombres y de que no se pierda ninguno (ver Ez 18,32). Él participa del amor divino que no se deja vencer por el pecado del hombre. El profeta-centinela asume una enorme responsabilidad: deberá responder ante Dios de la muerte o la salvación de aquellos a los que ha sido enviado. El verdadero pastor de almas es aquel centinela que vela sobre el rebaño y se mantiene en vigilia durante la noche para que ninguno perezca. El buen pastor, como dice san Pablo, amonestará, insistirá, predicará a tiempo y a destiempo la Buena Nueva (ver 2 Tim 4,2).

 

«Si tu hermano peca…»

 

El Evangelio de este Domingo nos ofrece algunas ense­ñanzas de Jesús acerca de su propia Iglesia. El texto con­tiene instruc­ciones de Jesús sobre el modo de proceder ante diversas situacio­nes en que se iban a encon­trar sus discí­pulos. La primera se refiere a la conducta a observar con el hermano que peca. En la Iglesia de los tiem­pos apostólicos, cuando el Evangelio de Mateo se puso por escri­to, el pecado de un cristiano era considerado un verdadero escándalo ya que era difícil para los primeros cristianos convencerse que alguien por quien Jesucristo había derrama­do su sangre para perdón de sus peca­dos, pudiera pecar de nuevo. Sin embar­go esa posi­bilidad existía y para esa triste eventualidad, Jesús dejó establecido el sacramento de la reconciliación dando a los apóstoles el poder de perdonar los pecados (ver Jn 20,22-23).

 

El primer paso pues, ante el pecado del hermano será reprenderlo en priva­do y tratar de obtener su conversión. Si se consigue, enton­ces se habrá ganado al hermano. Ante un corazón arrepentido la misericordia del Señor no tiene límite ya que «Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). Pero si el pecador se obstina en su mal, se llamará a uno o dos testi­gos y ante ellos se le reprenderá; si insiste en su pecado, se le denunciará ante la comunidad; y si ni si­quiera a la comuni­dad escucha, él mismo entonces se excluirá (se alejará) de ella y deberá ser conside­rado un pagano o un publicano. Queda, por su propio pecado, excluido de la plena comunión con la comunidad; ya no hace parte de ella. El pagano es el que pertenece a los pueblos que no conocen a Dios; los publi­canos eran consi­de­rados pecadores públicos, pues recaudaban los im­puestos que Israel, como pueblo dominado, debía pagar a Roma.

 

La «ekklesía» de Jesucristo

 

La pala­bra griega «ekklesía», que se traduce al español por «Iglesia», aparece en los Evangelios sólo tres veces y siempre en el Evangelio de Mateo. Dos de esas instancias ocurren en la lectura de este Domingo. Jesús usa por primera vez el término «Iglesia» cuando le cambia de nombre a Simón para ponerle uno apropiado a la misión que le iba a enco­mendar: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Observamos que también aquí el término «Igle­sia» está usado sin ser definido. Sólo se nos dice que Jesús tiene intención de fundar «su Igle­sia», y que ésta estará edificada sobre «Pedro-Piedra». La Iglesia de Cristo es la que está fundada sobre Pedro y sus suceso­res. Podemos concluir que «Iglesia» es un término ya conocido para los lectores y que, por tanto, su definición debe buscarse en el Antiguo Testa­mento.

Y así es. En el texto original hebreo del libro de los Números y del Deute­ronomio se habla del «qahal Yahveh», que se traduce al español por «asam­blea del Señor», y se usa para desig­nar al pueblo de Is­rael que peregrina en el desierto. Cuando la Biblia hebrea se tradujo al griego[2], el término hebreo «qahal» se tradujo en algunos casos por «synagogué» y en otros, por «ekklesía». «Synago­gué» signi­fica literalmente «congregación» y es el término que se apropió el judaísmo, dando origen a la sinagoga. «Ekkle­sía» significa literal­mente «convocación» y éste es el término que se apropiaron los cristianos para designar a su comuni­dad: todos aquellos que han sido convocados por Jesucristo de una situación de pecado a la vida eterna en virtud de su sacrificio reconciliador.

 

«Todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo…»

 

«Atar y desatar» es una expresión de autoridad, que aparece a menudo en los textos rabínicos del tiempo de Jesús y posteriores. En esos textos la expresión tiene dos senti­dos. Significa, en primer lugar, el poder magisterial y discipli­nar, es decir, el poder de declarar la verdad o falsedad de una doctrina y de declarar la bondad o maldad de una acción[3]. Pero «atar y desa­tar» significa también el poder de excluir a alguien de la comuni­dad a causa de sus pecados (atar) y de read­mitirlo perdonándole los peca­dos (desatar), es decir, el poder de retener o perdonar los pecados. Éste es el sentido de la expresión «atar y desatar» usada por Jesús en este pasaje. Pero lo más importante es que Jesús asegura que lo atado o desatado por la Iglesia en la tierra queda atado o desatado en el cielo. De esa manera garantiza que la Iglesia no puede errar en materia de fe y moral; y también que la exclusión de alguien de la plena comunión con la Iglesia, lo ex­cluye de la amistad con Dios y que la readmisión del pecador arrepen­tido a la plena comunión con la Iglesia, por el sacramento de la reconciliación, lo renueva en su amis­tad con Dios.

 

«Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre»

 

Jesús agrega otra acción hecha en la tierra que repercute en el cielo: la oración comunitaria. Es una promesa: «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos». El objeto de la petición no tiene limitación: se concede «sea lo que fuere». La única condición es ponerse de acuerdo en el seno de la comunidad reunida en el nombre de Cristo, es decir, pedir en conformidad con Cristo. En este caso la petición es escuchada, porque une su voz el mismo Cristo, a quien el Padre siempre escucha (ver Jn 11,42): «Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Por eso el que pretende encontrar a Cristo prescindiendo de la Iglesia, en realidad encuentra a un ser de su propia crea­ción, pero no a Cristo. Para recibir el Espíritu Santo y alcanzar a Cristo es necesaria la mediación de la Iglesia.

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Una palabra del Santo Padre:

 

« El Año jubilar, en la variada y ar­moniosa multiplicidad de sus contenidos y fines, trata sobre todo de la conver­sión del corazón, la metanoia, con la que se abre la predicación pública de Jesús en el Evangelio (cf. Mc 1, 15). Ya en el Antiguo Testamento, la salvación y la vida se prometen a quien se convier­te: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios— y no más bien en que se convier­ta de su conducta y viva?» (Ez 18, 23). El inminente gran jubileo conmemora el cumplimiento del segundo milenio del nacimiento de Jesús, que en la hora de la condena injusta dijo a Pilato: «Yo pa­ra esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la ver­dad» (Jn 18, 37).

 

La verdad testimoniada por Jesús es que Él vino para salvar al mundo que, de lo contrario, estaba des­tinado a perderse: «Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). En la economía del Nuevo Testamen­to el Señor quiso que la Iglesia fuera universale sacramentum salutis. El concilio Vaticano II enseña que «la Igle­sia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios» (Lumen gentium, 1). En efecto, es voluntad de Dios que el perdón de los pecados y la vuelta a la amistad divina se realicen a través de la media­ción de la Iglesia: «Lo que ates en la tie­rra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 19), dijo solemnemen­te Jesús a Simón Pedro, y en él a los su­mos Pontífices, sus sucesores. Dio esta misma consigna después a los Apóstoles y, en ellos, a los obispos, sus sucesores... (Mt 18, 18)».

 

 Juan Pablo II. Discurso a la Penitenciaría apostólica,  13 de marzo de 1999.

 

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. San Agustín nos dice: «Debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de corregir; si no lo hacéis así, os hacéis peores que el que peca». ¿Corrijo a mi hermano con caridad y amor?

 

2. ¿Acepto, de verdad, cuando me corrigen o creo que siempre tengo la razón? ¿Cómo vivo esta realidad en el ámbito familiar?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1435. 1829. 1854 – 1856. 2223.

 

 

 

 

 



[1] Atalaya: torre en lugar alto para registrar desde ella el campo o el mar y dar aviso de lo que se descubre.

[2] La traducción al griego es la llamada versión de los LXX. Fue realizada a mediados del siglo III a.C. en Alejan­dría, Egipto.

[3] Por ejemplo: en sentido magisterial o enseñanza doctrinal: "Es verdad que los muertos resuci­ta­rán"; y en sentido disciplinar: "El aborto procurado es un crimen abomi­nable; el que lo intenta, si el efecto se obtie­ne, incurre en la pena de excomunión".

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lunes, 22 de agosto de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 22 del Tiempo Ordinario. Ciclo A y Santa Rosa de Lima

Domingo de la Semana 22 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres»

 

Lectura del libro del profeta Jeremías 20, 7- 9

 

«¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí. Cada vez que hablo, es para gritar, para clamar: «¡Violencia, devastación!» Porque la palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día. Entonces dije: «No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía».

 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 12, 1-2

 

«Hermanos, les exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer. No se acomoden a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 16, 21-27

 

Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.  Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá.» Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.»

 

Entonces Jesús dijo a sus discípulos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.  ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

«Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres». Los pensamientos de Dios sobre el Mesías y su misión eran unos; los pensamientos que los hombres tenían eran otros completamente distintos. Aquí se cumple lo dicho por Dios a su pueblo por medio del profeta Isaías: «Vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos» (Is 55,8). Si los pensamientos de Dios son la verdad y los de los hombres (en el sentido de la lectura del Evangelio) son mentira; ¿qué podemos hacer nosotros para tener los pensamientos de Dios? Esto es lo que nos enseñan las lecturas de este Domingo.

 

Jeremías, en sus famosas «confesiones», nos muestra la experiencia dramática de ser consecuente con la propia vocación. Él sabe que ha sido llamado por Dios a una misión ardua y difícil (Primera Lectura). La carta a los Romanos nos expresa una verdad mucho más consoladora, pero no por ello menos exigente. Nos invita a entender nuestra vida como una ofrenda a Dios cambiando para ello nuestra mentalidad (Segunda lectura). En el Evangelio, Jesucristo anuncia con claridad y exigencia que es necesario tomar el camino de la cruz para salvar a los hombres. Quien desee seguir a Jesús fielmente, deberá tomar su cruz y ponerse detrás de Él. El mensaje cristiano es un mensaje de alegría y victoria pascual, pero un mensaje que necesariamente pasa por el camino de la cruz (Evangelio).

 

«¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!»

 

Jeremías es considerado uno de los más grandes profetas del Antiguo Testamento. Predicó en una época de gran infidelidad a la alianza (aproximadamente entre los años 627 – 587 A.C.) y le tocó la pesada labor de anunciar las consecuencias de ello. Fue perseguido, maltratado e incluso intentaron acabar con su vida. En el texto que leemos, el terror rodea al profeta por todas partes; acaba de ser azotado injustamente por el sacerdote Fasur[1] por haber anunciado la Palabra de Yahveh. Esta persecución a causa de la palabra no fue exclusiva de Jeremías: «Yo les di tu Palabra y el mundo los ha odiado» (Jn 17,14); sin embargo vemos como el consuelo divino que alcanza a Jeremías inmediatamente después de su desahogo[2]: «Pero Yahveh está conmigo, cual guerrero poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes» (Jr 20,11).

 

«No os acomodéis al mundo»

 

La carta a los romanos fue escrita por Pablo en Corinto, probablemente el año 58, durante su tercer viaje apostólico. San Pablo exhorta vivamente a los cristianos de la comunidad de Roma a «presentar sus cuerpos como una hostia viva, santa, agradable a Dios». En el ámbito humano, un ciudadano era presentado ante alguna autoridad ya sea por razón de un ceremonial de la corte o por un proceso legal (ver Hch 23,33; 27,4). El sentido religioso de la «presentación» es el de «consagración», es decir, un apartar lo consagrado del ámbito profano para, en adelante, dedicarlo solamente a Dios. Esta presentación-consagración a Dios, entraña, por parte del creyente, un dejar de «acomodarse» al mundo presente para asumir una conducta moral adecuada a su estado de pertenencia a Dios: una vida santa, inmaculada, irreprensible y pura.

 

Para ello debe ingresar a un proceso de transformación cuyo eje principal es la metanoia, es decir, el cambio de mentalidad: un despojarse de los modos de pensamiento del hombre viejo para revestirse con los criterios de Cristo. En la lectura está, de manera implícita, la convicción de que el cuerpo no es malo en sí mismo. Al contrario, el cuerpo creado por Dios es bueno y es parte esencial de cómo ha concebido y querido al ser humano. Sin embargo el pecado lo afecta profundamente, pero aún así guarda la bondad intrínseca de su origen. Así pues, el cristiano ha de valorar rectamente su cuerpo, santificándolo, haciendo recto uso de él según el amoroso designio de Dios.  

 

«¡Quítate de delante Satanás!»

 

Si estuviéramos leyendo el Evangelio de San Mateo por primera vez, nos llamaría la atención que en un espacio tan breve de tiempo cambie tan radicalmente el trato que Jesús da a Pedro. En efecto, en un momento le dice: «Bie­na­ventu­rado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,17); y al momento siguien­te dice al mismo Pedro: «¡Quítate de delante Satanás[3]! ¡Un obstáculo[4] eres para mí!». ¿Cómo se explica este cambio de actitud? ¿Qué fue lo que hizo Pedro que le mereciera ser llamado "Satanás" y ser repelido con esa energía?

 

Pedro acababa de expresar la opinión que hasta enton­ces se habían formado los apóstoles acerca de Jesús, diciéndole: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». La expresión de Pedro es verdadera; nadie podría llegar a esa conclusión acerca de Jesús si no hubiera sido por una revelación del Padre y por eso mereció la bienaventuranza de Jesús y la promesa de fundar sobre Él su Iglesia. Pero Pedro aún no había comprendido todo el alcance de sus palabras. Entendía que Jesús era el Cristo, pero no entendía cómo tendría que realizar su misión. Dándose cuenta del modo erróneo de concebir su identidad, Jesús «mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Cristo». Era verdad que era el Cristo, pero no lo era como lo entendería la gente.

 

En este momento, comenzó Jesús el camino más difícil, comenzó a abrirlos a la comprensión del misterio de su futura Muerte y Resurrección. A todo hebreo del tiempo, formado en las Escrituras, la figura del «mesías» le sugería inmediatamente la imagen del rey David. Él era el «mesías - ungido» por excelencia y su reinado quedó en la con­ciencia popular como un tiempo proverbial, tal vez el único momento de su historia en que Israel fue un pueblo unido, soberano y en posesión de todos sus confines. Cuando se hablaba del que había de venir, del mesías «hijo de David», se pensaba inmediatamente en la restauración de esa misma situación. Esto explica la incom­prensión de Pedro cuando Jesús anuncia su pasión y muerte: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ninguna manera te sucederá eso!».

 

Sin darse cuenta y tal vez con muy buena intención, Pedro estaba apartando a Jesús de su misión, lo estaba persua­diendo a que no bebiera el cáliz que su Padre le tenía preparado, y en este sentido, cum­plía la misión de Sata­nás. Recordemos que Satanás también había tentado a Jesús ofreciéndole riquezas, reinos y poder. La tentación con­sistía en inducirlo a estable­cer un reino de este mundo, es decir, un mesianismo humano. Por eso Jesús rechaza a Pedro con la misma energía que había rechazado al diablo:«¡Apár­tate Satanás!» (Mt 4,10). Jesús nos da ejemplo, mos­trándonos el único modo de recha­zar los obs­táculos puestos a nuestra vida de fe, vengan de quien ven­gan; cualquier contempo­riza­ción es ya comenzar a caer.

 

«El que quiera salvar su vida la perderá»

 

Después de exponer su programa, que consiste en sufrir la pasión y la muerte y resucitar al tercer día, Jesús declara que éste es también el programa de todo discípulo suyo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontra­rá». Si queremos ser discípulos de Cristo, este es nuestro camino. ¡No hay otro! Consiste en negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguir a Cristo, consiste en perder la vida por Cristo ahora, para ganarla después en la vida eterna. Por tanto, cualquier obstáculo que se nos presen­te en este camino debe ser removido con deci­sión. Cualquiera que se detenga a considerar atenta­mente esta frase de Cristo observará que encierra una paradoja. Es que Jesús juega con dos aspectos de la palabra «vida».

 

Su dicho se entiende así: el que quiera gozar al máximo en esta vida terrena, sin negarse en nada, terminará per­diendo esta misma vida (con la muerte) y también la vida eterna; en cambio, el que entregue su vida, consu­mién­dola en el servicio y el amor a los demás, encontrará la vida eterna, que consiste en la paz y alegría en este mundo y la felicidad sin fin en el otro. Alcanzar la verdadera vida que es la eterna es el fin para el cual hemos sido creados. El murió para que nosotros tengamos vida eterna, como nos enseñó: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

 

 A esta vida se refiere Jesús en sus magnífi­cas senten­cias: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?». Estas frases son tan evidentes e impactantes por sí mismas que cualquier comenta­rio debe enmudecer. Encierran una verdad tan maciza que ellas solas han sido argumento sufi­ciente para convertir a pecadores en mártires y santos.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Quien ha descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia Él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo, junto al olvido de Dios existe como un boom de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la alegría sincera del descubrimiento. Pero exagerando demasiado, la religión  se convierte casi en un producto de consumo.  Se escoge aquello que place, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a la "medida de cada uno" a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte. 

 

Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que indica el camino: ¡Jesucristo! Tratemos nosotros mismos de conocerlo siempre mejor para poder guiar también, de modo convincente, a los demás hacia Él. Por esto es tan importante el amor a la Sagrada Escritura y, en consecuencia, conocer la fe de la Iglesia que nos muestra el sentido de la Escritura. Es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia en su fe creciente y la ha hecho y hace penetrar cada vez más en las profundidades de la verdad (cf. Jn 16,13). 

 

El Papa Juan Pablo II nos ha dejado una obra maravillosa, en la cual la fe secular se explica sintéticamente: el Catecismo de la Iglesia Católica. Yo mismo, recientemente, he podido presentar el Compendio de tal Catecismo, que ha sido elaborado a petición del difunto Papa. Son dos libros fundamentales que querría recomendaros a todos vosotros».

 

Benedicto XVI.  Homilía en la misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, Colonia 2005.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. ¿Mis pensamientos o criterios son los de Dios? ¿Entiendo lo que significa y distingo entre lo que son: "pensamientos de Dios" y "pensamientos del mundo"?  ¿En qué medida me dejo llevar por los criterios del mundo?

 

2. Aprendamos de María a ver las cosas «desde los ojos de Dios» y a darnos de manera generosa a los demás. Leamos con atención el pasaje de Lucas 1, 26-58.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1965- 1974. 2055

 



[1] El sacerdote Fasur o Pasjur, hijo de Imer y Superintendente del Templo, mandó dar 40 azotes a Jeremías - que la ley permitía (Deut 25,2) - y le echó en el cepo, sujetándolo por el cuello, los brazos y pies mediante grillos. La pena era muy dura, ya que el prisionero no tenía posibilidad de moverse (ver Jer 20,1-6). El profeta azotado es considerada figura de nuestro Redentor.

[2] Recordemos que «la persecución» en nombre de Dios es una de las ocho bienaventuranzas de Jesús: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos seréis cuando os insultaren, cuando os persiguieren, cuando dijeren mintiendo todo mal contra vosotros por causa mía. Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en el cielo; pues así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros» (Mt 5,10-12).

[3] Satanás: significa adversario, uno que se opone a otro ya sea en propósito o en acto. Satanás era el nombre dado al príncipe de los demonios, adversario inveterado de Dios y de sus planes. Se aplica también a todo hombre que se asemeja a Satanás, todo hombre que en propósito o en acto se opone a los planes de Dios.

[4] La palabra griega para «obstáculo» es «skandalon» que quiere decir  palo o gatillo movible de una trampa. Cualquier impedimento situado en el camino, y que (para el caminante) es causa de tropiezo, obstáculo  y caída ("piedra de tropiezo, piedra de escándalo"). También, como en este caso, se dice de toda persona o cosa por la que uno es atrapado o llevado al error o al pecado.

 

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lunes, 15 de agosto de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 21 del Tiempo Ordinario. Ciclo A. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»

Domingo de la Semana 21 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»

 

Lectura del libro del profeta Isaías 22, 19-23

 

«Te empujaré de tu peana y de tu pedestal te apearé. Aquel día llamaré a mi siervo Elyaquim, hijo de Jilquías.  Le revestiré de tu túnica, con tu fajín le sujetaré, tu autoridad pondré en su mano, y será él un padre para los habitantes de Jerusalén y para la casa de Judá. Pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; abrirá, y nadie cerrará, cerrará, y nadie abrirá.  Le hincaré como clavija en lugar seguro, y será trono de gloria para la casa de su padre».

 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 11, 33-35

 

«¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, = ¿quién conoció el pensamiento de Señor? = O = ¿quién fue su consejero? = O = ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa? = Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos! Amén».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 16, 13-20

 

«Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?" Ellos dijeron: "Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas". Díceles él: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?"

 

Simón Pedro contestó: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Replicando Jesús le dijo: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

La impresionante confesión de Pedro en el Evangelio concentra nuestra atención en este Domingo. Pedro menciona dos verdades fundamentales acerca del Señor Jesús: su mesianidad y su divinidad. Es decir, Él es el Mesías esperado ungido con el Espíritu Santo para realizar la misión salvadora y reconciliadora. Él es quien viene a instaurar definitivamente el Reino de Dios.

 

El esperado por las naciones. Jesucristo, por otro lado,  es reconocido como el Hijo de Dios vivo: en este caso, la palabra: Hijo de Dios no tiene un sentido impropio en el que se subraya una filiación adoptiva[1], sino un sentido real. Pedro reconoce el carácter trascendente de la filiación divina y por eso Jesús afirma solemnemente: «esto no te lo ha revelado la carne, ni la sangre sino mi Padre que está en el cielo».

 

No se equivoca Pablo al exponer, después de una larga meditación sobre el misterio de la reconciliación, que los planes divinos son inefables: «qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios» (Segunda Lectura). Así, después de su confesión, Pedro recibe el primado: será la piedra fundamental de la Iglesia y poseerá las llaves de los cielos ejerciendo así la función de «maestro del palacio» como leemos que fue otorgada al buen siervo Elyaquim (Primera Lectura). 

 

«¿Quién dicen los hombres que soy yo?»

 

Si leemos con atención los Evan­gelios observaremos que tanto en su enseñanza como en su estilo de vida Jesús aparecía como uno de los grandes profetas de Israel. La mujer samari­tana le dice: «Veo que eres un profe­ta» (Jn 4,19); cuando le pregun­tan al ciego de nacimiento qué dice de Jesús, respon­de: «Que es un profeta» (Jn 9,17); los discípulos de Emaús no podían creer que el desconocido que se les une en el camino no haya oído hablar de «Jesús de Nazaret, que fue un profeta podero­so» (Lc 24,19); y, en fin, el mismo Jesús toma con decisión el camino de Jerusalén, según dice, «porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33). Por eso cuando Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?», ellos responden: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas». Es cierto. Jesús es visto como «un profeta pode­roso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pue­blo», como lo definen los discípulos de Emaús. Pero es mucho más que eso. Hoy día los que no tienen fe en Cristo dan una respuesta similar: «fue un gran hombre, un maestro espiritual, un hombre como ninguno, su doc­trina es muy elevada, etc.» Pero los que se quedan sólo en esto, no saben lo que dicen, porque aún no lo conocen.

 

« Y ahora ustedes… ¿quién dicen que yo soy?»

 

Jesús quiere ahora saber qué dicen de Él sus discípu­los, aquellos que lo habían dejado todo y lo habían seguido. Y mientras los otros pensaban la respuesta, se adelanta Pedro y exclama: «Tú eres el Cristo[2], el Hijo de Dios vivo». Si todo el Evangelio no es más que la revelación de la identidad de Cristo, el Verbo de Dios Encarnado, entonces esta frase de Pedro puede ser considerada el centro del Evangelio. Es interesante recordar que los apóstoles ya lo habían reconocido como «Hijo de Dios  vivo» después de haber caminado sobre las aguas (ver Mt 14, 33); sin embargo es Pedro quien declara explícitamente su mesianidad y su divinidad siendo el portavoz de los Doce.

 

 Jesús aprue­ba la declaración de Pedro y lo llama «bienaventurado» porque no pudo concluir eso por deducción humana, sino por inspiración divina: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre (es decir, el hombre), sino mi Padre que está en los cielos». De paso, Jesús enseña que el conocimiento verdadero sobre Él no se logra por un esfuer­zo de la inteligencia humana, sino que es un puro don gratuito de Dios. Al hombre toca solamente no poner obstáculos y colaborar activamente con el don recibido. Por eso no tiene sentido que una persona sin fe reproche a otra que cree por sus opciones de vida. Sería como si un ciego reprochara a un pintor por los colores que usa.

 

J «Tú eres Piedra»

 

Jesús responde a Pedro con frase de idéntica estructura: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Es necesario observar que antes de esta frase de Cristo, el nombre «Pedro», que hoy es tan popular, no existía, ni tampoco su equivalente arameo «Kefa». El príncipe de los apóstoles no se llamaba así; su nombre era Simón, hijo de Jonás. Si el Evangelio lo llama «Pedro» y si así lo llamamos nosotros hoy es exclusivamente porque éste fue el nombre que le dio Jesús en la frase que hemos citado. No se puede negar que Jesús intentó hacer un juego de palabras con el nuevo nombre dado a Simón y la tarea que le era reservada. En el ambiente semítico el nombre representa lo que la persona es. El cambio de nombre, sobre todo, cuando el que lo hace es Dios mismo, indica una misión específica. En este caso, Jesús cambia el nombre de Simón y lo llama «Pedro» para confiarle la misión de piedra basal (base de una columna) sobre la que iba a edificar «su Igle­sia». Podemos concluir claramente que una comunidad cristiana que no reconozca a Pedro como su fundamento no puede llamarse la «Iglesia de Cristo».

 

Jesús continúa: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». A nadie dijo Jesús palabras semejan­tes. Si lo que haga Pedro en la tierra queda hecho en el cielo, eso quiere decir que Pedro no puede errar cuando define una verdad relativa al Reino de los cielos, pues en el cielo no puede quedar sancionado un error. Por tanto, esta sentencia de Cristo promete a Pedro el don de la «infalibilidad» en materia de fe y moral.

 

J  «La llave de la casa de David» 

 

El profeta Isaías es enviado por Dios para comunicarle a Sebná, un alto funcionario del rey Ezequías, que era partidario de la alianza con Egipto contrariando la política propuesta por Isaías de confiar ciegamente en Yahveh, su trágico destino (ver Is 22, 15-18). En sustitución será elegido Elyaquim, a quien Dios llama «mi siervo» en razón de su fidelidad. Dios  le revestirá con las insignias propias de su cargo y por su conducta merecerá el título de «padre» para con los habitantes de Jerusalén y de Judá.  Dios  le dará la «llave de la casa de David», símbolo de su poder como mayordomo de palacio, primer ministro o visir. Su poder será extremamente amplio y nadie se lo quitará. Parece ser que el encargado de tal oficio debía llevar ritualmente una gran llave de madera sobre su hombro (v 22). Yahveh lo fijará como un clavo o estaca de tienda y será el sostén de su familia. Todos sus parientes, aún los más lejanos querrán apoyarse en él para obtener favores reales: «De él colgará toda la gloria de la casa de su padre, los hijos y los nietos, todos los vasos pequeños, desde la copa hasta toda clase de jarros» (Is 22,24). Sin embargo, paradójicamente, leemos en el versículo 25, el anuncio de la caída del buen Elyaquim y de su familia a causa de su excesivo nepotismo. No hay nada nuevo bajo el sol…

 

J Hasta el fin de los tiempos…

 

Volviendo a la lectura del Evangelio vemos como Jesús quiso fundar una Iglesia que perdurara hasta el fin de los tiempos. Por eso afirma aquí que los poderes del infierno no prevalecerán contra ella. Y cuando asciende al cielo, promete: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Debe perdurar también la piedra de la Iglesia; debe perdurar también Pedro. Esta misma misión, con la misma garantía divina de la infa­libilidad, perdura en los Sucesores de Pedro, es decir, en el Romano Pontífice. Si no tuviéramos fe, de todas maneras, un estudio histórico de esta institución que, a pesar de todos los emba­tes, ha durado ya veinte siglos, debería hacernos pensar. Más que nunca resplandece esta verdad hoy en la perso­na y en la misión del Papa Benedicto XVI.

 

Tal vez nadie mejor que el gran artista Miguel  Ángel ha inter­pretado esa promesa de Cristo. Lo hizo como genio de la arquitectura construyendo la magnífica cúpula de la basílica de San Pedro. En su ruedo interior tiene escritas las palabras que Jesús dijo a Pedro. Y en su imponente presencia exte­rior desafía los ataques de «las puertas del infierno». Es como la casa edifi­cada sobre roca que resiste todos los embates de las fuerzas hostiles. Hace algunos años en un sello postal de la Ciudad del Vaticano fue captada esta idea de manera magistral; aparecía la cúpula majestuosa, que en los peores embates, imperturbable, parecía decir: «Alios vidi ventos, aliasque tor­men­tas» (He visto otros vendavales y otras tor­mentas).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

 «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18). Jesús planteó un día esta pregunta a los discípulos que iban de camino con él. Y a los cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo les hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Como sucedió hace dos mil años en un lugar apartado del mundo conocido de entonces, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Al­gunos le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso lo creen capaz de iniciar una nueva era. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). Esta pregunta no admi­te una respuesta «neutral». Exige una opción de campo y compromete a to­dos. También hoy Cristo pregunta: voso­tros, católicos de Austria; vosotros, cristianos de este país; vosotros, ciudadanos, ¿quién decís que soy yo?

 

La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quién abre su corazón quiere que la persona que tiene delante no res­ponda sólo con la mente. La pregunta procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo para vosotros? ¿Qué represento yo para vosotros? ¿Me conocéis de verdad? ¿Sois mis testigos? ¿Me amáis? Entonces Pedro, portavoz de los discípulos respondió: Nosotros creemos que tú eres «el Cristo de Dios» (Lc 9, 20). El evangelista Mateo refiere la profe­sión de Pedro más detalladamente: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Hoy el Papa como sucesor del Apóstol Pedro por voluntad divina profesa en nombre vuestro y juntamente con vosotros: Tú eres el Mesías de Dios, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.  A lo largo de los siglos, se ha bus­cado continuamente la profesión de fe más adecuada. Demos gracias a san Pe­dro, pues sus palabras han resultado normativas».

 

Juan Pablo II. Homilía en Viena, Domingo 21 de junio de 1998. 

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. La liturgia de hoy nos invita a incrementar nuestro amor y adhesión al Papa, como sucesor de Pedro y vicario de Cristo. Veamos en él al Buen Pastor, veamos en él a la roca sobre la que se edifica la Iglesia, veamos en él a quien posee las llaves del Reino de los cielos. Acompañémosle, no sólo con nuestra oración, sino también con nuestra acción apostólica. Que Benedicto XVI, sucesor de Pedro, pueda contar también con nosotros para la «nueva evangelización» en este nuevo milenio de la fe.

 

2. «Porque de él, por Él y para Él son todas las cosas», nos dice San Pablo en su carta a los Romanos. ¿Qué lugar ocupa el Señor Jesús en mi vida y en la de mi familia? ¿Dios es importante en mi familia?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 436- 445.

 

 



[1] Es el caso de nosotros que hemos sido adoptados por Dios Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo a través de nuestro bautismo. Propiamente somos criaturas muy amadas y queridas por Dios (hechos a Imagen y Semejanza del Creador) pero no hijos de Dios sino hasta el bautismo. Justamente esa es la altísima dignidad que nos ha donado (regalado, dado) el Padre en el Hijo. 

[2] Jesús es reconocido como el Mesías esperado. La palabra Cristo proviene de la traducción griega de la palabra hebrea «Mesías» que quiere decir «Ungido». En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión recibida de Dios. Éste era el caso de los reyes (ver 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (ver Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (ver. 1 R 19, 16). Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (ver Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (ver Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (ver Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (ver Is 61, 1; Lc 4, 16_21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. (ver Catecismo de la Iglesia Católica 436).

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