lunes, 27 de junio de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 14ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A. Solemnidad de San Pedro y San Pablo

Domingo de la Semana 14ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Yo te bendigo Padre porque has revelado estas cosas a los pequeños»

 

Lectura del profeta Zacarías 9,9-10

 

«¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna. El suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 8, 9.11-13

 

«Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 11, 25-30

 

«En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

 

"Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; = y hallaréis descanso para vuestras almas. = Porque mi yugo es suave y mi carga ligera"».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El profeta Zacarías dirige su gozoso anuncio mesiánico a los habitantes de Jerusalén, proclamando la venida de un rey humilde, que montado en un asno[1], restablecerá la paz y la justicia en las naciones; sintetizando de manera admirable toda la esperanza de salvación del pueblo elegido (Primera Lectura). Profecía que se verá plenamente realizada en Jesucristo, manso y humilde de corazón, que viene a traer alivio y descanso a todo aquel que experimenta fatiga y desasosiego. Él, conociendo íntimamente al Padre, revela el verdadero rostro de Dios a todo aquel que con humildad se reconoce necesitado de su misericordia (Evangelio).

 

En su carta a los Romanos, San Pablo nos recuerda nuestra nueva dignidad de hijos en el Hijo ya que hemos resucitado a la vida en el Espíritu y, por lo tanto, debemos vivir las obras de vida nueva y no según el desorden egoísta que nace de las apetencias de la carne (Segunda Lectura).

 

¿Quién era el profeta Zacarías?

 

Zacarías era profeta y sacerdote nacido durante el destierro de los judíos en Babilonia. Así como el profeta Ageo, participó en la reconstrucción del templo que quedó terminado finalmente en el año 516 a.C. En aquel tiempo los judíos que habían regresado del destierro estaban desalentados y habían dejado de reedificar el templo a causa de sus adversarios: «Entonces el pueblo de la tierra se puso a desanimar al pueblo de Judá y a meterles miedo para que no siguiesen edificando» (Esd 4,4). Zacarías los animó a seguir sus trabajos prometiéndoles, en una visión profética, la victoria y la paz final sobre todos sus enemigos (ver Za 9 al 14).

 

«Todo me ha sido entregado por mi Padre»

 

El Evangelio de este Domingo está compuesto de dos partes: en la primera se nos transmite una oración espon­tánea de Jesús dirigida a su Padre y en la segunda Jesús se presenta como el Maestro Bueno que invita a los agobiados para darles descanso y mostrarles su propia perso­na como una lección de manse­dumbre y humildad. Este bellísimo pasaje del Evangelio nos recuerda aquel Salmo que dice: «Bendeciré al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca... ¡que los humildes lo oigan y se alegren!» (Sal 33,2).

 

Profundicemos en el contenido de las palabras de Jesús: «Todo me ha sido entregado por mi Padre». Como leemos en esta frase no se excluye nada, excepto la alteridad[2], es decir, la propia condición del «Padre». Eso el Padre no lo puede entregar. Pero en ese «todo» se incluye la divinidad; de lo contrario esa afir­mación no sería verdad. Jesús es el Hijo y se presenta ante el Padre como un «Yo» frente a un «Tú», como una Persona frente a otra Persona; pero ambos poseen todo en común, pues son la misma sustancia divina, ambos son el mismo y único Dios. Estamos tocando así la revelación del misterio trinitario.

 

Esto se ve confirmado por las si­guientes afirmaciones de Jesús. «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre». Esto lo podemos aceptar sin más. En efecto, esto puede decirse de toda persona: nadie la conoce bien sino el mismo Dios. San Agustín decía que Dios era «más íntimo a mí que yo mismo». El conocimiento que Dios tiene de cada uno es mayor que el que tenemos de nosotros mismos.

 

Pero Jesús agrega: «Nadie conoce bien al Padre sino el Hijo». Como podemos ver esta afirmación es tremenda. Si nadie puede presumir de conocer bien a una persona humana, ¿quién puede presumir de conocer bien a Dios? Pues ¡el Hijo lo conoce bien! Y no sólo esto, sino que Él puede conceder a otro este conocimiento: «A aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». En la Biblia conocer es más que una actividad intelectual: «conocer» es «conocer y amar»: ambas acciones van juntas. Por tanto, en estas afirmaciones de Jesús nos habla del Amor entre el Padre y el Hijo. Y este vínculo de Amor, que une al Padre y al Hijo es la tercera Persona divina, pues nada puede intervenir entre el Padre y el Hijo que no sea Dios mismo. La tercera Persona divi­na, el Espíritu Santo, que el Hijo envía a nuestros cora­zones, comunicándonos el amor, nos concede el conocimiento de Dios. En efecto, «el que ama... conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 4,7-8).

 

Los sabios e inteligentes en relación a los pequeños

 

Vemos en el texto un problema en el contraste entre sabios e inteligentes y los «pequeños». Es que los «sabios e inteligentes» no se oponen a «pequeños», sino a los «necios y tardos». Y no es a éstos a quienes revela el Padre sus misterios, sino a los pequeños. Por otro lado, «sabiduría e inteligencia» son los más altos dones del Espíritu Santo en cuanto que nos permiten precisamente gustar y comprender las cosas divinas. ¿A quiénes pues se refiere la frase de Jesús cuando dice «sabios e inteligentes»? Son los que presumen de tales, los que piensan que con su intelecto humano pueden alcanzar toda la verdad; son los que el mundo considera grandes por razón de su ciencia e inteligencia; los que no tolerarían jamás ser llamados «pequeños». A éstos Dios no les revela sus cosas o mejor dicho ellos mismos no quieren escuchar a Dios ya que no lo necesitan…

 

Pero...¿quiénes son estos pequeños? «Pequeño» era Pedro y por eso recibió de Dios la revelación de quién era Jesús (ver Mt 16,17). Pedro era un humilde pescador de Galilea que ante Jesús exclama: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5,8); que reconociendo su incapacidad pregunta a Jesús: «¿Quién podrá salvarse?» (Mt 19,25), y que en la angustia clama a Él: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30). «Grande» en cambio, eran Herodes, Pilato, el Sumo Sacerdote, etc., etc.; la lista podría alargarse mucho. Pero éstos nunca conocieron quién realmente era Jesús. Cada uno puede discernir en cuál grupo se encuentra según su relación con el Padre. Para unos las cosas son ocultas y para los otros son claras.

 

Pero... ¿cuáles son «estas cosas»?

 

Con el uso de su inteligen­cia y gracias a su esfuerzo el hombre puede alcanzar las verdades científicas y experimentales. Esas verda­des son a la medida de su capacidad; son verdades naturales que el hombre puede conocer con relativa niti­dez. Pero las verdades sobrenaturales, las que explican el sentido de su vida, su origen y su destino, el fundamento de su existen­cia y su ubicación en el universo, estas verdades son concedidas al hombre como un don gratuito que Dios se ha complacido en compartirlas con los humildes.

 

Estas verdades deben ser acogi­das por la fe. Que Dios creó el universo y el hombre a partir de la nada, que tanto ama al hombre que envió a su Hijo único para salvarlo del peca­do, que Jesucristo es el Hijo de Dios y Dios verda­dero, que nació de una Virgen y que su muerte fue un sacri­ficio que Dios aceptó por el perdón de los pecados, que resucitó y ahora reina en el cielo, aunque está presente en su Iglesia, y que vendrá al fin de los tiempos con gloria a poner fin a la historia humana. A todo esto se refiere Jesús cuando dice «estas cosas».

 

Si algunas de las cosas que hemos enumerado u otras del mismo género que enseña la Iglesia (en efecto, Jesús dijo: «El que a vosotros oye a mi me oye») le resultan oscuras a alguien, no debe precipitarse a examinar muchos libros o consul­tar las opiniones de los especialistas, sino exami­nar la humildad y la bondad de su corazón. Es el consejo que nos da San Pedro: «Revestíos todos de humil­dad en vuestras rela­cio­nes mutuas, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (1P 5,5).

 

 La humildad es una virtud que no sólo agrada a los hombres sino que entusiasma y conmueve al mismo Dios. Por eso la Virgen María halló gracia a sus ojos: «El Poderoso ha hecho en mí cosas grandes, porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48-49). El Evangelio también insiste en que ella «guardaba estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51).

 

  «Aprended de mí porque soy manso y humilde de corazón...»

 

Cualquier observador objetivo, aunque no tenga fe, debe reconocer que Jesús fue un maestro genial y eficaz, como nadie en la historia. Y ante esta constatación debería surgir espontáneamente la pre­gunta acerca de su método pedagógico. El secreto de su éxito está en su misma Persona. Él enseña con su mismo actuar.

 

Lo esencial de su método está expresado en estas palabras: «Aprended de mí, porque soy manso y humil­de de corazón». Nótese que el texto no dice «que soy manso...» sino «porque soy manso...». Es decir Jesús no se pone como modelo sino como Maestro Bueno al cual podemos ir sin timidez, puesto que es  manso y humilde de corazón y a pesar de nuestras torpezas y caídas no se irrita sino que nos entiende y perdona una y otra vez.

 

«Porque mi yugo es excelente y mi carga liviana». El adjetivo griego utilizado en esta frase y aplicado a «mi yugo» es «jretós» (excelente o suave en algunas traducciones). Es el mismo adjetivo utilizado en Lucas 5,39: «El (vino) añejo es el bueno» o «el (vino) viejo es excelente».

 

De ahí que el sentido más exacto sea «excelente», pues «llevadero o suave» sólo nos transmite la idea de un bien menor, en tanto que lo que Jesús nos ofrece es un bien positivo; es el bien más grande que podamos desear siempre que tengamos un corazón de niño (ver Mt 19, 14) que nos permita acoger así la palabra del «Maestro Bueno».

 

 Una palabra del Santo Padre:

 

«El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo. Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El Domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros.

 

Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo».

 

Benedicto XVI. Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, Domingo 29 de mayo de 2005.

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso». Hagamos una visita al Señor en el Santísimo Sacramento y abrámosle nuestro corazón. Él está siempre esperándonos.

 

2. El mensaje del Evangelio siempre es un mensaje «humanizador y reconciliador». Es decir el mensaje de Jesús es un mensaje de amor y no es código penal. El que lo conozca lo amará y entonces entenderá que el «yugo» al que el Señor se refiere es excelente. ¿Lo entiendo y lo vivo de esa manera?  

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 602 – 609.

 

 

 

 

 



[1] En la Biblia se menciona por primera vez a un asno cuando Abraham estuvo en Egipto (Gn 12,16). Era el más común de los animales de montura (Ex 4,20). En un asno se podía viajar unos 30 km. en el día y era  insustituible en el terreno montañoso. La riqueza de un hombre podía medirse mediante el número de asnos que tuviera (Gn 12,16) por lo que constituía un regalo apreciado (Gn 32, 13-15). El asno blanco se consideraba como un animal digno de personas importantes (Jc 5,10). Un escrito del siglo VII a.C. indica que no era propio de gente real andar a caballo sino en asno. El hecho de que Jesús haya usado un asno para la entrada triunfal en Jerusalén es a la vez  símbolo de su realeza mesiánica y de su misión reconciliadora haciendo directa referencia al pasaje de Za 9,9.  

[2] Alteridad: condición de ser otro.

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lunes, 20 de junio de 2011

{Meditación Dominical} Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo. Ciclo A. «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»

Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo. Ciclo A

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»

 

Lectura del libro del Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a

 

«Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh.  Yahveh tu Dios (que) te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre; que te ha conducido a través de ese desierto grande y terrible entre serpientes abrasadoras y escorpiones: que en un lugar de sed, sin agua, hizo brotar para ti agua de la roca más dura; que te alimentó en el desierto con el maná, que no habían conocido tus padres».

 

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 10, 16-18

 

«La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan. Fijaos en el Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en comunión con el altar?» 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 6, 51-58

 

«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo". Discutían entre sí los judíos y decían: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?" Jesús les dijo: "En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.  Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.  Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre". » 

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». Estas palabras del Evangelio de San Juan nos introducen en el misterio de la presencia Eucarística que celebramos en esta solemnidad[1]. La liturgia nos ofrece tres elementos que orientan nuestra reflexión: la experiencia del desierto del pueblo de Israel, el alimento del camino y la vida que no es derrotada por la muerte. El libro del Deuteronomio (Primera Lectura) evoca el paso del pueblo por el desierto. Este memorial tiene el objeto de despertar la responsabilidad de los oyentes con respecto a las tareas presentes. La historia enseña al pueblo de Israel que su paso por el desierto, lleno de adversidades y contratiempos; no es simplemente una situación ciega, ajena a todo sentido y significado, sino un momento de prueba. Un momento en el que Dios penetra el corazón, se hace presente y ofrece el sustento a los que desfallecen. Yahveh sale al paso de sus necesidades y les da el maná. Este alimento que el Señor ofrece en el desierto sostiene la vida del pueblo y lo ayuda a continuar la marcha.

 

Así como en el pasado, Israel atravesó por el desierto y Dios probó su corazón y lo mantuvo en vida, así ahora, en el presente de nuestras vidas el Señor no es ajeno a la suerte humana. En verdad, Dios es amigo de la vida y no odia nada de lo que ha creado. Esta verdad encuentra su plenitud en Cristo que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Por eso nos da a comer su carne, verdadera comida, y a beber su sangre, verdadera bebida, para que tengamos vida eterna (Evangelio). Participando todos de un solo pan (Eucarístico) formamos un solo cuerpo que es la Iglesia (Segunda Lectura).

J «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida»

 

El discurso del pan de vida que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm, en su primera parte, es un diálogo entre Jesús y los judíos que habían tenido la expe­riencia de la multiplicación de los panes y se habían sacia­do de ellos. Cuando Jesús promete un nuevo pan, uno que baja del cielo y da la vida al mundo, los judíos, esperando que Jesús les de un pan mejor y más nutritivo que el anterior, le suplican: «Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,34). Y esta petición da ocasión a Jesús para comenzar un verdadero dis­curso sobre ese pan que Él ha prometido. Pero es un discurso continuamente interrumpido por las objecio­nes de los oyen­tes, que murmu­ran ante las afirma­ciones que Jesús va hacien­do. Esto obliga a nuevas aclara­ciones de parte de Jesús que nos sirven también a nosotros para entender mejor su ense­ñanza.

 

La primera de esas objeciones es: «los judíos murmuraban de Él porque había dicho: 'Yo soy el pan que ha bajado del cielo'». ¿Qué es lo que no admiten de esa afirmación? Lo primero y más evidente que habría que objetar es que Jesús haya dicho: «Yo soy un pan». Y la reacción más obvia debió haber sido ésta: «Tú no eres ningún pan, tú eres un hom­bre». Pero los judíos consi­deran que esa afirmación de Jesús tuvo que ser hecha en sentido metafóri­co y la dejan pasar. Objetan, en cambio, lo que dijo acerca de su ori­gen: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?».

 

Pero Jesús no da respuesta a esto; su respuesta se concentra precisamente en ese punto que los judíos habían descartado, considerán­dolo tan absur­do, que no merecía ser objetado; ellos piensan que eso de ser «pan» no podía tener un sentido real; lo dejan pasar como algo dicho en sentido figurado. Jesús retoma lo dicho: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo», e insiste en el sentido real de la primera parte de su frase: «Si uno come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo les voy a dar es mi carne para la vida del mundo»[2].

 

Los judíos comienzan a considerar la posibilidad de que Jesús hubiera hablado en sentido real, pero les parece increí­ble lo que han oído. Ahora no murmuran sino que «dis­cu­tían entre sí los judíos» (Jn 6,52), sobre el modo cómo debían tomarse esas palabras de Jesús. Se percibe la indignación de algunos que se habrán imaginado una especie de caniba­lismo[3]: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Esto da lugar a que Jesús continúe su discurso, pero de manera que no quede duda alguna sobre el sentido que da a sus palabras; para darles aun más realismo agrega también la necesidad de «beber su sangre». Debemos agradecer a los judíos que hayan resistido tanto a las palabras de Jesús, pues esto lo obligó a insis­tir. Si Jesús dijo: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida», ¿quién puede negarlo, sin negar o su lucidez o su veracidad, es decir, sin negar su divini­dad?

 

En efecto, si Jesús dijo eso sin saber lo que decía, quiere decir que estaba fuera de sus cabales, lo cual es imposible, si su humanidad está asumida por la Persona divina del Hijo de Dios, de manera que es éste el sujeto de sus actos y de sus palabras. Y la hipótesis de que Jesús haya dicho esas palabras sabiendo lo que decía, pero faltan­do a la verdad, es más imposible aun, si el que habla es el Hijo de Dios, el mismo que dijo: «Yo soy la Verdad». Por tanto, negar que la carne de Jesús sea nues­tra comida y su sangre sea nuestra bebida, es lo mismo que negar la divi­nidad de Jesús. Y, por desgracia, son muchos los que niegan la verdad de la Eucaristía, precisamente porque ya no creen que Jesucristo sea nuestro Dios y Señor.

 

J «El Pan bajado del cielo...»

 

A continuación también se refiere Jesús al origen celestial de este pan: «Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma de este pan vivirá para siempre». En tiempos de Jesús los judíos creían que el maná era un pan preparado por ángeles que Dios había dado a su pueblo, haciéndolo caer del cielo. Es la convicción que expresa el libro de la Sabidu­ría, que es más o menos contemporáneo con Jesús: «A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles; les suminis­traste sin cesar desde el cielo un pan ya prepara­do» (Sb 16,20). Lo que Jesús quiere decir es que esos textos no describen el maná histórico, sino «el verdadero pan del cielo», un pan que estaba aún por venir y que Él daría al mundo. Los que comieron del maná histórico murie­ron todos en el desierto y no entraron en la tierra prome­tida. En cambio, el que coma del «pan vivo bajado del cielo», vivirá para siempre y entrará en el paraíso a gozar de la felicidad eterna.

 

K La experiencia del desierto

La experiencia del Éxodo es original y a la vez ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para encontrar en Él asistencia eficaz: «Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido!» (Is 44, 21). Parece que Dios en su pedagogía desea llevar al alma al desierto y allí probar su corazón y hablarle al corazón. Una prueba que purifica, que hace crecer, que fortalece el alma. La experiencia de Dios pasa siempre por una especie de desierto donde el alma se desprende de sí, se purifica de sus pasiones y va ascendiendo por etapas hasta entonces desconocidas. Entonces tiene una experiencia nueva y más profunda de Dios y de su amor.

 

El texto del Deuteronomio nos habla de la experiencia del desierto como una prueba que desvela lo que hay en el corazón; una prueba para ver si el pueblo guarda los preceptos de Yahveh. Pero, sobre todo, se subraya que el Señor es quien da sustento a su pueblo en las horas de peligro, y que este sustento no es sólo el pan material, sino cuanto sale de la boca de Dios. Se le pide a Israel una confianza y un abandono no indiferente ante Yahveh. Se le pide que deje toda preocupación material en las manos de Dios y que se ocupe en seguir la marcha que se le ha propuesto. Un mensaje arduo: alimentarse sólo de la Palabra de Dios, confianza total sin limitaciones al Plan amoroso de Dios.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51). Acabamos de proclamar estas pala­bras en esta solemne liturgia. Jesús las pronunció después de la multiplicación milagrosa de los panes junto al lago de Galilea. Según el evangelista san Juan, anuncian el don salvífico de la Eucaris­tía. No faltan en la antigua Alianza pre­figuraciones significativas de la Eucaristía, entre las cuales es muy elocuente la que se refiere al sacerdocio de Melquise­dec, cuya misteriosa figura y cuyo sacerdocio singular evoca la liturgia de hoy.

 

El discurso de Cristo en la sinago­ga de Cafarnaúm representa la culmina­ción de las profecías veterotestamenta­rias y, al mismo tiempo, anuncia su cumplimiento, que se realizará en la úl­tima cena. Sabemos que en esa circuns­tancia las palabras del Señor constituyeron una dura prueba de fe para quienes las escucharon, e incluso para los Após­toles.

 

Pero no podemos olvidar la clara y ardiente profesión de fe de Simón Pe­dro, que proclamó: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vi­da eterna, y nosotros creemos y sabe­mos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68‑69). Estos mismos sentimientos nos ani­man a todos hoy, mientras, reunidos en tomo a la Eucaristía, volvemos ideal­mente al cenáculo, donde el Jueves san­to la Iglesia se congrega espiritualmente para conmemorar la institución de la Eucaristía...«La noche de la última cena, recosta­do a la mesa con los Apóstoles, cumpli­das las reglas sobre la comida legal, se da, con sus propias manos, a sí mismo, como alimento para los Doce».

 

Con estas palabras, santo Tomás de Aquino resume el acontecimiento ex­traordinario de la última cena, ante el cual la Iglesia permanece en contempla­ción silenciosa y en cierto modo, se su­merge en el silencio del huerto de los Olivos y del Gólgota».

 

Juan Pablo II. Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 11 de junio de 1998

 

J Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. «Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida», nos dice un autor espiritual. Realmente si tomamos conciencia de lo que significa que el Cristo de María, el Cristo de los milagros y de las curaciones, el Cristo que perdonó a la Magdalena, el Cristo que nos ha reconciliado con el Padre; está en medio de nosotros, sin duda cambiaríamos de vida. 

 

2. Muchas veces no es fácil poder ir a misa con toda la familia, especialmente si tenemos hijos jóvenes.¿Qué medios podemos usar para poder celebrar en familia el «día del Señor»? Seamos creativos y perseverantes. El ejemplo que les podamos dar es sumamente importante. 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1373 - 1381.

 



[1] El origen de la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo se remonta al siglo XII en el cual se resaltaba de manera particular la presencia real de «Cristo total» en el pan consagrado. En 1209 una religiosa cisterciense, Santa Juliana (priora de la abadía de Mont Cornillón a las afueras de Lieja, Bélgica) tuvo una serie de visiones que dieron un enorme impulso a la introducción de una fiesta especial a la Eucaristía. Por su intercesión y la de sus consejeros espirituales, el obispo de Lieja, Roberto de Thorete, introdujo esta fiesta, por primera vez en su diócesis en el año 1246. El año 1264, el Papa Urbano IV (Jacques Pantaleón que había sido archidiácono de Lieja) estableció la solemnidad para la Iglesia universal. Los textos litúrgicos fueron redactados por Santo Tomás de Aquino. Sin embargo la causa inmediata que determinó a Urbano IV establecer oficialmente esta fiesta fue el milagro eucarístico ocurrido en 1263 en Bolsena, Italia. Un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas acerca de la Consagración y al momento de partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264 donde se encontraba el Santo Padre.

[2] El verbo utilizado para comer en griego es muy claro: fage que quiere decir comer, devorar. A partir del versículo 54 se va utilizar el verbo trogo que quiere decir: comer a mordiscos, masticar.

[3] Canibalismo. Antropofagia atribuida a los caníbales. Ferocidad o inhumanidad propias de caníbales.

 

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lunes, 13 de junio de 2011

{Meditación Dominical} Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo A. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»

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Rafael de la Piedra
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Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo A

«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»

 

Lectura del libro del Éxodo 34, 4b - 6. 8 - 9

«Moisés labró dos tablas de piedra como las primeras y, levantándose de mañana, subió al monte Sinaí como le había mandado Yahveh, llevando en su mano las dos tablas de piedra. Descendió Yahveh en forma de nube y se puso allí junto a él. Moisés invocó el nombre de Yahveh. Yahveh pasó por delante de él y exclamó: "Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”. Al instante, Moisés cayó en tierra de rodillas y se postró. Y dijo: "Señor mío, si he obtenido tu favor, ¡dígnese mi Señor ir en medio de nosotros!, aunque éste sea un pueblo obstinado; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y haznos tu heredad "».

 Lectura de la segunda carta de San Pablo a los Corintios 13, 11-13 

 

«Por lo demás, hermanos, alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo. Todos los santos os saludan. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 3,16-18

 

«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

 El vínculo entre las lecturas

 

Ha concluido el tiempo pascual en Pentecostés con el don del Espíritu Santo. Al iniciar nuestro camino por el tiempo litúrgico que transcurre durante el año, esta fiesta de la Santísima Trinidad es una celebración gozosa y agradecida al Dios Uno y Trino por la obra de nuestra reconciliación. Las lecturas bíblicas nos presentan a un Dios compasivo y misericordioso (Primera Lectura).

 

Por otro lado es tan cercano que sale al encuentro para ofrecernos su amistad, amor y comunión  en Cristo  Jesús (Segunda Lectura). La misión por la cual se encarnó el Verbo es para que tengamos vida en abundancia; eso es justamente la vida eterna (Evangelio). Hoy se nos ofrece una excelente oportunidad para tomar conciencia de la dimensión trinitaria de toda nuestra vida cristiana.

 

 «Tanto amó Dios al mundo...»

 

El texto del Evangelio de este Domingo pertenece al diálogo entre Jesús y Nicodemo[1], cuyo tema central es el nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu. Su contexto es, por tanto, un relato doctrinal o catequético sobre el bautismo. Esta breve lectura - tres versículos - es de un contenido trascendental. Se habla directamente del Padre y del Hijo, pero no del Espíritu Santo. La frase que abre la lectura es una admirable síntesis bíblica que, podemos decir, condensa todo el cuarto Evangelio. Dice así: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El motivo de la entrega del Hijo es el amor del Padre por el hombre; y la finalidad de ese don personal, es la salvación y la vida eterna por la fe en Jesús, como leemos en el versículo 17. Jesucristo es el gran signo o sacramento del amor trinitario por la humanidad, hecho evidente en su Encarnación - Pasión - Muerte y Resurrección por los hombres.

 

Lo mismo que Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto para la curación de aquellos heridos mortalmente por las serpientes venenosas; así también el «Hijo único» será levantado en la Cruz para que todo aquel que cree en Él tenga vida eterna (ver Nm 21,4; Jn 3, 14-15). La expresión «Hijo único», dos veces repetida evoca también a la figura de Abrahán, modelo de fe y padre de los creyentes, sacrificando a su propio hijo Isaac. Queda claro que Dios no mandó a su Hijo para condenar a los hombres sino para que se salven por Él, abriéndose así a la dimensión del amor del Padre en el Hijo. ¡Ese amor, que no es el Padre ni el Hijo, es justamente el Espíritu Santo!

 

 Dios cercano, compasivo y misericordioso

 

En la conclusión a su segunda carta a los Corintios San Pablo[2] desea a los fieles de esa comunidad de Corinto el bien máximo: «La gracia del Señor Jesucris­to, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13). Todos reco­nocemos en esta fórmula el saludo que el sacerdote dirige hoy a los fieles al comienzo de las celebra­ciones litúrgi­cas, en especial, de la Santa Misa. A este saludo los fieles responden: «Y con tu espíritu». Es una fórmula cristiana antigua, pues el escrito en que se encuen­tra remonta al año 57 d.C. Pero, dada su forma esquemá­tica y la posición en que se encuentra en la carta, se deduce que ésta es una fórmula litúrgica que exis­tía antes de ser incluida en esa carta. San Pablo estaría citando un texto de la liturgia que todos ya reconocían para esa época.

 

El Dios revelado por Jesucristo, imagen visible de Dios, aunque trascendente no es un Dios lejano e inaccesible, sino próximo al hombre. Como anticipo de esta plena luz evangélica la Primera Lectura nos muestra que Dios, que conduce a Moisés por el desierto; es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Por eso perdona la infidelidad de los israelitas (por ejemplo la idolatría del becerro de oro) y renueva su Alianza con su pueblo al que ha tomado como heredad suya.

 

Para nosotros que vivimos la plena luz de la revelación neotestamentaria, el Dios cristiano no se puede comprender ni definir sin referencia a Jesucristo que es la imagen y la revelación siempre actual del Dios uno y trino. La entrega de su Hijo al hombre, como ofrenda reconciliativa es perenne. Es decir no queda solamente en el hecho pasado sino es constantemente repetido en el acontecer humano de nuestra vida, de nuestro mundo, de nuestra comunidad de fe: especialmente por el anuncio del Evangelio y por los Sacramentos en los que Dios actualiza la redención humana, como afirma la liturgia constantemente.

 

 El misterio de la Santísima Trinidad

 

Dios no puede ser solitario y mudo, cerrado en el círculo hermético de un eterno silencio, sino que es Trino, es amor y comunión. El amor del Padre, el «Yo», al comprometerse y reflejarse  a sí mismo engendra el «Tu» que es el Hijo; y del amor mutuo de ambos, procede el «Nosotros», que es el Espíritu Santo, don y devolución de amor, comunicación y diálogo. Después, como consecuencia y porque la Trinidad ama al hombre que creó, nos permite participar de esa comunión Divina como hijos por medio de Jesús: ser hijos en el Hijo.  Jesús afirmó: «esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Comenta San Bernardo: «pretender  probar el misterio trinitario es una osadía; creerlo es piedad; y penetrar en su conocimiento es vida eterna». Penetrar en su conocimiento no significa desentrañarlo, como quien resuelve un problema matemático.

 

El misterio trinitario es para conocerlo y vivirlo de acuerdo a lo que nos revela. Esa es la mejor manera de entenderlo. Y se vive y se entiende, experimentando y vivenciando en la fe la relación filial con el Padre siendo dóciles al Espíritu Santo como lo fue Jesucristo.

 

 Conocer para amar...

 

¿Cómo podemos conocer a Dios? Hemos de llegar a encontrar y conversar con Dios mediante la oración y el diálogo personal. Ése fue el camino que el mismo Jesús nos enseñó: apertura y escucha a la Palabra de Dios y después respuesta y oración. Del contacto vivo y personal con Dios por la fe y la oración surgirá la exacta valoración del hombre, de la vida y de las relaciones humanas. El gran teólogo Romano Guardini escribió: «Sólo quien conoce a Dios, puede conocer al hombre». Ya antes, el mismo San Juan constató que sólo el que ama al hermano a quien ve, puede conocer a Dios. Ambas afirmaciones se basan en que hemos sido creados a «imagen y semejanza» de nuestro Creador. Éste es el fundamento de nuestra dignidad que ha sido elevada a un potencial infinito al haber sido, por la Encarnación del Verbo, adoptados como hijos verdaderos del Padre (hijos en el Hijo).

 

Porque nos sabemos amados de Dios, a nuestra vez podemos y debemos amar a los demás que también son hijos muy queridos de Dios, y por lo tanto, hermanos nuestros. Dios, Uno y Trino, que es amor comunitario, al introducirnos en su «comunidad de amor» nos enseña que la vida es amor compartido, entrega, comunidad, aceptación y diálogo.

 

En su discurso de despedida Jesús oraba así al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí,  para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: » (Jn 17, 20-22). El Concilio Vaticano II comentó este pasaje resaltando el carácter comunitario de la vocación humana según el Plan de Dios: «Más aún; cuando Cristo nuestro Señor ruega al Padre que todos sean «uno»... como nosotros también somos «uno» (Jn 17, 21-22), descubre horizontes superiores a la razón humana, porque insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza pone de manifiesto cómo el hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma, no pueda encontrarse plenamente a sí mismo sino por la sincera entrega de sí mismo» (Gaudium et Spes, 24).

 

 Una palabra del Santo Padre:

 

«De este misterio, que supera infini­tamente nuestra inteligencia, el apóstol san Juan nos ofrece una clave, cuando proclama en la primera carta: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Este vértice de la re­velación indica que Dios es ágape, o sea, don gratuito y total de sí, del que Cristo nos dio testimonio especialmente con su muerte en la cruz. En el sacrificio de Cristo, se revela el amor infinito del Pa­dre al mundo (cf. Jn 3, 16; Rm 5, 8). La capacidad de amar infinitamente, entregándose sin reservas y sin medida, es propia de Dios. En virtud de su ser Amor, Él, antes aún de la libre creación del mundo, es Padre en la misma vida divina: Padre amante que engendra al Hijo amado y da origen con él al Espíri­tu Santo, la Persona‑Amor, vínculo recíproco de comunión.

 

Basándose en esto, la fe cristiana comprende la igualdad de las tres perso­nas divinas: el Hijo y el Espíritu son iguales al Padre, no como principios au­tónomos, como si fueran tres dioses, si­no en cuanto reciben del Padre toda la vida divina, distinguiéndose de Él y recí­procamente sólo en la diversidad de las relaciones (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 254). Así, la reciprocidad entre el Padre y el Hijo llega a ser para nosotros, cre­yentes, el principio de una vida nueva, que nos permite participar en la misma plenitud de la vida divina: «Quien con­fiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4, 15). Las criaturas viven el dinamismo de la vida trinitaria, de manera que todo con­verge en el Padre, mediante Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esto es lo que su­braya el Catecismo de la Iglesia Católi­ca: «Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo» (n. 259).

Juan Pablo II Catequesis 10 de marzo de 1999

 

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Dios quiere que nos salvemos y que tengamos vida eterna. Por eso debemos conocerle para poder creer en Él. ¿Por qué no dedicamos cinco minutos al día para leer un pasaje de la Biblia? ¿Será tan difícil hacerlo? Tenemos a nuestro alcance algo realmente valioso...

 

2. San Pablo nos invita a «sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros». ¿En mi familia, cómo vivo la paz y la armonía?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 238- 260.

 

 

 

 

 

 



[1] Nicodemo era fariseo y miembro del Consejo Supremo judío (Sanedrín). Fue a hablar en secreto con Jesús de noche. Más tarde habló a favor de Jesús cuando los fariseos querían prenderle. Después de la crucifixión de Jesús, Nicodemo llevó aromas para embalsamar el cuerpo del Maestro (ver Jn 3,1-20; 7, 50s; 19, 39. 42). 

[2] Pablo escribe su segunda carta a los corintios aproximadamente un año después de la primera (56-57), cuando las relaciones entre él y la comunidad se hallaban en crisis. Durante aquel año, algunos cristianos de Corinto le habían atacado duramente. Y, al parecer, él había hecho una rápida visita a Corinto. La carta nos hace ver lo mucho que Pablo deseaba estar en paz con aquella comunidad.   

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