lunes, 30 de abril de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo B. «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos»

Domingo de la Semana 5ª de Pascua.  Ciclo B

«Yo soy la vid; vosotros los sarmientos»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 9, 26 - 31

 

«Llegó a Jerusalén e intentaba juntarse con los discípulos; pero todos le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo. Entonces Bernabé le tomó y le presentó a los apóstoles y les contó cómo había visto al Señor en el camino y que  le había hablado y cómo había predicado con valentía en Damasco en el nombre de Jesús.

 

Andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba también y discutía con los helenistas; pero éstos intentaban matarle. Los hermanos, al saberlo, le llevaron a Cesarea y le hicieron marchar a Tarso. Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor  del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo».

           

Lectura de la primera carta de San Juan 3, 18-24

 

«Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.

 

Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios, y cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 15,1-8

 

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid;  así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.

 

El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí,  es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca;  luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está  en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos».

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

 

Todas las lecturas de este quinto Domingo de Pascua nos hablan de la necesidad de estar unidos a Jesucristo, Muerto y Resucitado para producir los frutos buenos que el Padre espera de nosotros. La Primera Lectura nos muestra a San Pablo que narra su conversión a los apóstoles y sus predicaciones en Damasco. Su anhelo es el de predicar sin descanso a Cristo a pesar de las amenazas de muerte de los hebreos de lengua griega. En la Segunda Lectura, San Juan continúa su exposición sobre las verdaderas exigencias del amor. No se ama solamente con bellas palabras o discursos altisonantes, como pretendían la secta de los «gnósticos»[1], sino en obras concretas de amor. No se puede separar la fe de la vida cotidiana. La bella parábola de la vid y los sarmientos nos confirma que sólo podremos dar frutos de caridad, si permanecemos unidos a la vid verdadera, Cristo el Señor.

 

J De Saulo a Pablo

           

Leemos en el inicio del capítulo 9 del libro de los Hechos de los Apóstoles: «Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén». Este mismo Saulo[2], después de haber sido tocado por el Señor, va intentar juntarse con los discípulos de Jesús. Es por ello comprensible el miedo y la desconfianza que inspiraba.

 

Tres años después de su conversión, Saulo va por primera vez a Jerusalén. Bernabé[3], generoso y noble chipriota que ha vendido su campo para poner el importe a los pies de los apóstoles (ver Hc 4, 36-37), fue el instrumento providencial para introducir a Saulo  en la Iglesia de Jerusalén, así como en Antioquía y luego en el mundo de los gentiles. Bernabé narra como Saulo había predicado «valientemente en el nombre del Señor». Esta reveladora frase nos habla del fervor, la valentía y la convicción que va a caracterizar todo el ministerio apostólico de San Pablo. A los romanos, Pablo les dirá que no se avergüenza del Evangelio porque es «fuerza de Dios». Esta vehemencia le costará ser perseguido hasta poner su vida en peligro por el Señor. De perseguidor a perseguido...de Saulo a Pablo.  

           

 

 

J «No amemos de palabra, ni de boca...»

 

La Primera Carta del apóstol San Juan pone de relieve, de modo contundente, que no se puede amar sólo de palabra, sino con obras y según la verdad. «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?»(1Jn 3,17).Jesucristo ha vivido de manera plena el amor dando su vida por nosotros; así también nosotros debemos dar la vida por los hermanos (1Jn 3,16). ¿Cómo podemos dar la vida por los demás? Lógicamente no todos pueden dar la vida mediante el martirio[4]; sin embargo todos podemos dar la vida por nuestros hermanos de muchas formas concretas; ya sea mediante el servicio constante, la paciencia, el velar por el otro, etc. El hecho de actuar movidos por este criterio es signo evidente de que somos «de la verdad».

 

Un principio tranquilizador de nuestra conciencia lo encontraremos solamente en Dios. Él lo conoce todo y es infinitamente comprensivo con las dificultades que debemos superar para poder «guardar los mandamientos y hacer lo que le agrada». Él se halla muy por encima de nuestras pequeñeces y se alegra con nuestra conversión que, gracias a su Hijo, es fuente de verdadera paz (Rom 5,1).


J «Yo soy la vid verdadera...»

 

Si cualquier persona, por famosa que sea, dijera: «Separados de mí no podéis hacer nada», lo consideraríamos una pretensión intolerable. Pero lo dijo Jesús y en la historia ha habido multitud de hombres y mujeres que lejos de conside­rarla una pretensión, están convencidos de su veracidad. El Evangelio de hoy es una de las páginas cumbres del Evangelio. «Yo soy la vid verdadera». Es una frase por la cual Jesús define su identidad. En primer lugar nos llama la atención el adjetivo: «verdadera». ¿Es que hay una «falsa» vid con la cual Jesús quiere establecer el contraste? No exactamente. El adjetivo «verdade­ro» se usa en el Evangelio de Juan para cualificar una realidad que ha sido preanunciada en el Antiguo Testa­mento por medio de una figura y que aquí tiene su realiza­ción plena. Ese adjetivo establece una oposición entre anuncio y cumplimiento. Es, entonces, necesario buscar en el Antiguo Testamento un lugar en que aparezca la vid como imagen, pues a ella se refiere Jesús. La afirmación de Jesús quiere decir que aquí ha alcanzado la verdad lo que allá no era más que una sombra. Aquí ha sido revelado lo que allá era un anuncio.

 

El lugar que buscamos lo encon­tramos en el capítu­lo V de Isaías. Allí Isaías refiere la canción de amor de un propie­ta­rio por su viña; destaca la solicitud con que la cultiva y cuida; pero también su pesar al obtener de ella solamen­te frutos amargos. Entonces concluye: «Viña del Señor, Dios de los ejércitos, es la Casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantío exquisito. Esperaba de ellos justicia, y hay iniquidad; honradez, y hay alaridos» (Is 5,7). La frustra­ción de Dios por la conducta de su pueblo se ve completamen­te reparada por la fidelidad de Jesús. Todo lo que Dios esperaba de su viña, lo obtiene con plena satis­facción de Jesucristo. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando declara: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador». Si en la canción de la viña de Isaías, el dueño «esperaba que diese uvas» (Is 5,2), esta esperanza se ve satisfecha en Jesús. En Él Dios encuen­tra frutos abundan­tes y delicio­sos; en Él Dios se complace.

 

 

J «Vosotros sois los sarmientos…» 

 

Pero, en seguida, Jesús se extiende a nuestra relación con Él diciendo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmien­tos». Enseña así que también nosotros podemos participar de su condición de vid verdadera; que podemos ser parte de la misma vid cuyo viñador es el Padre; y que también nosotros podemos dar frutos que satisfagan al Padre. Pero esto sólo a condición de permanecer unidos a Cristo. Lo dice Él de manera categórica: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada». La unión con Cristo nos permite realizar un tipo de obras que tienen significado ante Dios. Incluso podemos así dar gloria a Dios: «La gloria de mi Padre está en que deis fruto, y que seáis mis discípu­los». Esos frutos que dan gloria a Dios no los podemos dar nosotros sin Cristo, pues separados de Él somos como los sarmientos separados de la vid.

 

¿A qué se refiere Jesús cuando habla de «frutos»? Eso queda claro más adelante cuando dice: «Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,17). Es lo mismo que decir: «Lo que os mando es que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (ver Jn 15,16). El único fruto que Dios espera de nosotros es el amor; pero a menudo obtiene sólo uvas amargas, que son nuestro egoísmo. De lo enseñado por Jesús se deduce que el hombre no puede poner un acto de amor verdadero, sin estar unido a Cristo, pues el amor es un acto sobrenatural que nos es dado.

 

San Pablo expone esta misma enseñanza de manera incisiva en el famoso himno al amor cristiano: «Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los miste­rios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada soy» (1Cr 13,2). Si el hombre no tiene amor, no tiene entidad ante Dios. Esto es lo que dice Jesús: «Sin mí no podéis poner un acto de amor, sin mí no podéis hacer nada, sin mí no sois nada». Empeza­mos a existir ante Dios cuando nos injertamos en Cristo y gozamos de su misma vida divina. Y esto sucede por primera vez en nuestro bautismo.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

 

En efecto, Jesucristo dice: "Si me amáis...". La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de Él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección.

 

Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que Él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con Él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente...

 

Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera "civilización del amor", de la que Cristo es el centro».

 

Benedicto XVI. Homilía en la Plaza Pilsudski. Varsovia  viernes 26 de Mayo de 2006

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Si nuestro corazón nos amonesta porque no hemos vivido la caridad, es inútil que nos desalentemos atrapados por los remordimientos. Busquemos, con sincero arrepentimiento, al Médico Bueno para que cure nuestras heridas y acojamos el don de la reconciliación que se nos ofrece en cada confesión.  

 

2. Decía la Beata Madre Teresa de Calcuta: «El servicio más grande que podéis hacer a alguien es conducirlo para que conozca a Jesús, para que lo escuche y lo siga, porque sólo Jesús puede satisfacer la sed de felicidad del corazón humano, para la que hemos sido creados» ¿Cómo puedo vivir esta realidad?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 736, 755, 787, 1988, 2074.

 

 

 

 



[1] Gnosticismo: en griego «conocimiento». Grupo que nace  antes del cristianismo con elementos de diversas culturas antiguas. Adquiere fuerza en el mundo judío desde el siglo I a.C. hasta el IV d.C.  Es dualista; el espíritu ha de ser liberado de la cárcel del cuerpo por medio del conocimiento en diversas etapas.   

[2] Un detalle interesante es que durante la predicación en Chipre con Bernabé (ver Hch 13,9) será llamado por  primera vez Pablo en vez de Saulo.  

[3] Bernabé (en arameo, hijo de la exhortación).  Nombre que los apóstoles dieron a José, levita de Chipre. Su generosidad era notoria en la iglesia primitiva de Jerusalén (Hch 4.36s) en contraste con el egoísmo de Ananías y de Safira (Hch 5.1ss). Primo hermano de Juan Marcos (Col 4.10) y, según Clemente de Alejandría, uno de los setenta discípulos de Jesucristo. Era «varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe» (Hch 11.24). Lucas y Pablo lo llamaron  Apóstol (Hch 14.4, 14; 1 Co 9.6), y en varias ocasiones demostró poseer un espíritu de comprensión y discernimiento.  Fue Bernabé el que convenció a los apóstoles de la conversión y sinceridad de Pablo (Hch 9.27). Más tarde lo enviaron a investigar la nueva obra entre los gentiles de Antioquía, donde otros chipriotas eran prominentes (Hch 11.19ss). Al reconocer que ésta era obra de Dios y que allí había mucha oportunidad para el ministerio de Pablo, fue a Tarso y lo trajo consigo a Antioquía, donde predicaron juntos (11.25s). Con Pablo, Bernabé llevó la ayuda para los hermanos necesitados de Judea (11.29, 30). De nuevo en Antioquía, a Bernabé y Pablo, contados entre los profetas y maestros de la congregación, los separaron para la misión gentil (Hch 13.1ss; ver. Gl 2.9). Su primer viaje misionero, que comenzó con una visita a Chipre, produjo una cadena de iglesias que se extendió hasta el Asia Menor (Hch 13.14). Al regresar del viaje, Bernabé tuvo otra misión importante cuando lo nombraron junto con Pablo para presentar la cuestión de la circuncisión ante el Concilio de Jerusalén (Hch 15). Su ministerio se reafirmó y parece que Bernabé se destacó más que Pablo  en el Concilio (vv. 12, 25), tal vez por ser el representante original de Antioquía. Sin embargo, para no oponerse a Pedro, en una ocasión Bernabé contemporizó con las convicciones de éste sobre la aceptación de los gentiles, dejando de comer con ellos en Antioquía (Gl 2.13).  Según Hch 15.36-40, Bernabé y Pablo se separaron y aquel navegó acompañado de Juan Marcos, rumbo a Chipre. Sin embargo, el testimonio posterior de Pablo referente a Marcos (2 Ti 4.11) parece indicar que éste aprovechó mucho el trabajo con su primo.

[4] «El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. "Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios"». Catecismo de la Iglesia Católica, 2473.

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lunes, 23 de abril de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Pascual. Ciclo B. «El Buen Pastor da la vida por sus ovejas»

Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Pascual.  Ciclo B

«El Buen Pastor da la vida por sus ovejas»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 4, 8 - 12

 

«Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: "Jefes del pueblo y ancianos, puesto que con motivo de la obra realizada en un enfermo somos hoy interrogados por quién ha sido éste curado, sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo, el Nazoreo, a quien vosotros  crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros. Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra  angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos"».

           

Lectura de la primera carta de San Juan 3, 1-2

 

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce  porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es».

           

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 10, 11- 18 

 

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

Este cuarto Domingo de Pascua se conoce como el «Domingo del Buen Pastor» porque cada año se medita una parte del capítulo 10 del Evangelio de San Juan conocido como el discurso del Buen Pastor. El año 1964, el Papa Pablo VI quiso acoger la recomendación hecha por el mismo Jesús: «La cosecha es mucha, pero los obreros son pocos; rogad, pues, al Señor de la cosecha que envíe obreros a su cose­cha» (Mt 9,36-38); e insti­tuyó en este Domingo de Pascua la Jornada de Ora­ción por las Vocacio­nes. 

 

El Evangelio de Buen Pastor nos ofrece la oportunidad de poder profundizar en el amor que Jesucristo tiene por cada uno de nosotros. Él es el único y verdadero Buen Pastor que ha dado libremente su vida por sus ovejas (Evangelio). Él es también la piedra angular que ha sido despreciada y el único nombre por el cual podemos alcanzar la salvación (Primera Lectura). En Él podremos llegar a ser «hijos en el Hijo» (Segunda Lectura). Quien desee comprenderse y entenderse a sí mismo, no según los criterios superficiales del «mundo»; debe de dirigir su mirada a Aquel que le revela al hombre su «identidad y misión». Solamente en Jesucristo podremos entender lo que somos y lo que estamos llamados a ser. ¡He aquí nuestra sublime dignidad! 

 

 

 

K Pedro y Juan ante el Sanderín[1]

 

La semana pasada habíamos visto como Pedro había predicado al pueblo reunido en el pórtico de Salomón después de la curación del tullido de nacimiento. Luego de la predicación; los sacerdotes, el jefe de la guardia del Templo y los saduceos prenden a Pedro y a Juan poniéndolos bajo custodia hasta el día siguiente ya que, por ser tarde, no podía reunirse el Sanedrín[2]. El Sanedrín no pone en duda el hecho milagroso de la cura que es evidente por sí mismo, sino que le preguntan a Pedro y a Juan ¿con qué poder o en nombre de quién, que viene a ser lo mismo, han obrado el milagro?

 

La respuesta de Pedro, hablando también en nombre de Juan, va directamente a la pregunta: ha sido curado por el poder (en nombre) de Jesús. Vemos en todo el pasaje cómo la Crucifixión y la Resurrección son los dos hechos fundamentales en la historia de Jesús y de la fe cristiana. La crucifixión del «Nazareno»[3] por obra de las autoridades era la prueba más clara de la realidad histórica de la muerte de Jesús.

 

La Resurrección, que implica volver a la vida en estado de gloria, es la evidencia del poder de Jesús, del cual Pedro y Juan  son humildes instrumentos. Todo esto Pedro no lo dice en nombre propio ya que era reconocido como «un hombre sin instrucción y  cultura» (ver Hch 4,13). La admiración que manifiesta el Sanedrín nos muestra que habló por el Espíritu Santo, «el alma de nuestra alma» como la define Santo Tomás de Aquino, cumpliéndose así la promesa del Señor: «más cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablareis sino el Espíritu de vuestro Padre que hablará en vosotros» (Mt 10,19- 20).      

 

J «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios...»

 

San Juan, el apóstol amado, en su primera carta no puede contener la emoción de recordar a sus lectores el don maravilloso que Dios nos ha concedido: «la filiación divina». El amor de Dios es tan grande, que no se contenta con darnos solamente bienes: nos ha dado a su Hijo único (ver Jn 3,16) en esa primera y perfecta participación de nuestra humanidad en su divina naturaleza, que es la Encarnación del Verbo. Y aún ha ido más lejos. El amor de Dios es tan generoso, tan difusivo, que llega a engendrarnos por amor a la vida divina. Todo el texto está lleno de asombro y admiración.

 

Termina el apóstol dirigiendo una mirada hacia el futuro. Lleno de nostalgia por la visión beatífica, impaciente de contemplar el Verbo; traslada a sus oyentes al momento en que Jesucristo hará su última aparición lleno de gloria y entonces se manifestará también la plenitud de nuestra vida divina en la casa del Padre. «Seremos semejantes a Él»; se afirma la igualdad con Cristo; viviremos donde Él vive, como Él vive, con la misma finalidad de su vida. Somos hijos de Dios gracias al Hijo. Jesús posee «el nombre» y la igualdad con Dios (Jn 17,11-12) y ha hecho partícipes de esta realidad a sus discípulos (Jn 17,6.26). Desde esta realidad entendemos mejor cuando Juan afirma que «todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (1Jn 3,9). Es decir debe de vivir de acuerdo a lo que es y está llamado a ser.

 

 

 

 

J «Yo soy el Buen Pastor »

Las palabras de Jesús del Evangelio dominical hay que entenderlas en el contexto de un pueblo que desde sus orígenes se distinguía por ser nómade y convivir con sus rebaños. Es así que cuando José, vendido en Egipto por sus hermanos y, por intervención providencial de Dios, transformado en «vizir» de ese país; invita a sus hermanos a establecerse en Gosén, dice al Faraón: «Mi padre, mis hermanos, sus ovejas y vacadas y todo lo suyo han venido de Canaán y ya están en el país de Gosén». Y a la pregunta del Faraón: «¿Cuál es vuestro oficio?», los hermanos responden: «Pastores de ovejas son tus siervos, lo mismo que nuestros padres» (Gen 47,1.3). Pronto se desarrolló la metáfora de que el gobernante era el pastor del pueblo, porque a él correspondía la misión de guiarlo, protegerlo, procurar su bienestar y favorecer su vida.

 

Dos veces hablará Jesús sobre su identidad en el texto dominical: «Yo soy el buen pastor». Y en ambos casos indica los motivos que justifican esta afirmación. A esta expresión de su identidad hay que agregar ésta otra afirmación: «Habrá un solo rebaño, un solo pastor». De ésta manera Jesús no solamente es el «buen pastor» sino que es el «único y verdadero pastor». El primer motivo expresado para identificarse con el pastor es evidente: «el buen pastor da su vida por las ovejas». En esto difiere radicalmente del «asalariado» a quien no pertenecen sus ovejas.

 

En efecto, el asalariado ve venir el lobo y huye, porque vela más por su propia vida y seguridad que por la vida de las ovejas. Sabe de los daños que puede ocasionar el lobo y prefiere ponerse a salvo antes que impedirlo porque, en el fondo, no le interesan las ovejas. El buen pastor prefiere el bienestar de las ovejas al suyo propio. Jesús da la vida por sus ovejas solamente impulsado por el amor ya que es acto absolutamente libre. Su muerte no es algo que Él acepte contra su voluntad, aunque así haya parecido a los ojos de los hombres. Él mismo lo dijo: «Por eso me ama mi Padre, porque yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y recobrarla de nuevo» (Jn 10,17).

 

Era imposible que alguien pudiera quitar a Jesús la vida contra su voluntad, ¡a él, que es la fuente de la vida! Juan, cuando contempla el misterio del Verbo Encarnado, observa: «En él estaba la vida» (Jn 1,4). Y en dos de sus más famosas auto-afirmaciones:«Yo soy» del mismo Evangelio; Jesús dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida... Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 14,6; 11,25). Su muerte fue un «sacrificio» ofrecido al Padre por la reconciliación del mundo, sacrificio en el cual Jesús es la víctima y el sacerdote. Su único motivo es el amor: amor al Padre, a quien dio gloria con ese acto, y a los hombres, a quienes redimió de la esclavitud del pecado y de la muerte.

 

J «Ellas me conocen...»

 

Jesús afirma: «Yo soy el buen pastor», por un segundo motivo: «Conozco a mis ovejas y ellas me conocen». En realidad este segundo motivo coincide con el primero aunque agrega un nuevo matiz. En la Biblia el órgano del conocimiento es el corazón del hombre. «Conocer» en la Biblia no coincide con nuestra noción de conocer en la cual prevalece el aspecto intelectual. En la Biblia «conocer» es inseparablemente «conocer y amar». Él es el Buen Pastor no sólo porque conoce a las ovejas de ese modo, sino por la medida del amor. «Como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15). Él es el Buen Pastor porque ama las ovejas; pero también porque las ovejas lo conocen y le aman.

 

No se podría dejar de lado un motivo más, ya que es el que más apasiona a Jesús: «Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también tengo que conducir y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16).  Se refiere a todos los pueblos de la tierra. Él fue enviado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel». Pero tiene que formar «un solo rebaño» de todos los pueblos. Y esa es la misión que confió a los apóstoles: «Haced discípulos míos de todos los pueblos» (Mt 28,19).   

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Venerados hermanos en el episcopado; queridos hermanos y hermanas: La celebración de la próxima Jornada mundial de oración por las vocaciones me brinda la ocasión para invitar a todo el pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de "La vocación en el misterio de la Iglesia". El apóstol san Pablo escribe: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo (...). En Él nos ha elegido antes de la creación del mundo, (...) predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef 1, 3-5). Antes de la creación del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos eligió personalmente, para llamarnos a entablar una relación filial con Él, por medio de Jesús, Verbo encarnado, bajo la guía del Espíritu Santo.


Muriendo por nosotros, Jesús nos introdujo en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que nos ofrece a todos. De este modo, unidos a Jesús, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia. El peso de dos milenios de historia hace difícil percibir la novedad del misterio fascinante de la adopción divina, que está en el centro de la enseñanza de san Pablo. El Padre, recuerda el Apóstol, "nos dio a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio (...) de hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza" (Ef 1, 9-10). Y añade con entusiasmo: "Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 28-29).


La perspectiva es realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas en Jesús, a sentirnos hijos e hijas del mismo Padre. Es un don que cambia radicalmente toda idea y todo proyecto exclusivamente humanos. La confesión de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ¿Qué decir, entonces, de la tentación, tan fuerte en nuestros días, de sentirnos autosuficientes hasta tal punto de cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela.

 

Para responder a la llamada de Dios y ponerse en camino no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia de su pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino de regreso y experimentar así la alegría de la reconciliación con el Padre. Las fragilidades y los límites humanos no constituyen un obstáculo, con tal de que nos ayuden a tomar cada vez mayor conciencia de que necesitamos la gracia redentora de Cristo. Ésta es la experiencia de san Pablo, que afirmaba: "Con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2 Co 12, 9)».

 

Benedicto XVI. Mensaje por la XLII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. 5 de marzo de 2006

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. San Gregorio nos dice comentando este pasaje: «Lo primero que debemos hacer es repartir generosamente nuestros bienes entre sus ovejas, y lo último dar, si fuera necesario, hasta nuestra misma vida por estas ovejas. Pero el que no da sus bienes por las ovejas, ¿cómo ha de dar por ellas su propia vida?». 

 

2. ¿Quiénes son los malos pastores? Leamos el pasaje de Ezequiel 34, 1-16. Son todas aquellas personas que se desviven para ser servidas en lugar de servir; que buscan sobresalir a costa del hermano; que sólo se miran a sí mismos y no ven a Cristo en el rostro del hermano, especialmente, en los más necesitados.  

 

3. Leamos con atención en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 753-754. 756. 1026- 1029.

 

 

 

 

 



[1] Sanedrín: era el Gran Consejo de notables de Israel, establecido después del exilio para el gobierno de la comunidad judía. Lo integraban 71 miembros y era presidido por el Sumo Sacerdote.

[2] Aquí es interesante recordar cómo el juicio a Jesús fue en la noche. Esto estaba prohibido y por lo tanto el juicio y la condenación a Jesús fue ciertamente irregular.

[3] Nombre como era conocido Jesús. Este dato nos remite una vez más a la historicidad de todo el relato.  

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lunes, 16 de abril de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 3ª de Pascua. Ciclo B. «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo»

Domingo de la Semana 3ª de Pascua.  Ciclo B

«Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 3,13-15.17-19

 

«Pedro, al ver esto, se dirigió al pueblo: "El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo = Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida.

 

Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos  de ello. Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo  padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados".»

 

Lectura de la primera carta de San Juan 2,1-5

 

«Hijitos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él».

                                  

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 24, 35- 48 

 

«Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: "¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo". Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies.

 

Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: "¿Tenéis aquí algo de  comer?" Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. Después les dijo: "Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí." Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas"».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El nexo entre las lecturas

 

«Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito…acerca de mí». Sin duda uno de los temas centrales de este Domingo es el poder entender mejor el sentido reconciliador del sacrificio de Jesús en la Cruz. Ante todo es Jesús mismo quien les hace ver a los incrédulos Apóstoles que todo aquello que había sido escrito acerca del «Mesías» tuvo pleno cumplimiento en su Muerte y Resurrección (Evangelio). En ese sentido, Pedro cabeza visible de la primera comunidad, muestra la continuidad entre el Dios de Abraham, Isaac y Jacob; con el Dios que ha glorificado a nuestro Señor Jesús por el Espíritu Santo (Primera Lectura). San Juan hablará del «Justo» que aboga por nosotros ante el Padre por nuestros pecados (Segunda Lectura). Allí donde se anuncie el misterio de Cristo deberá también anunciarse el perdón de los pecados y la conversión (el cambio de vida). Éste ha sido el pedido hecho por Jesús Resucitado a sus Apóstoles (Evangelio).

 

K «Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados»

 

En la Primera Lectura tenemos una parte del discurso que Pedro dirige al pueblo israelita congregado en el pórtico de Salomón después de la curación de un tullido de nacimiento. La consecuencia de esta curación así como de la predicación realizada, fue, por un lado, la conversión de unos cinco mil hombres[1] y por otro el primer encarcelamiento de Juan y de Pedro por predicar la «Buena Nueva» (ver Hch 4).

 

Pedro inicia su discurso descartando toda causa humana como principio de curación: el milagro se ha realizado por la fe en el nombre de Jesús. En el discurso vemos cómo se afirma el mensaje central del «kerigma cristiano»: la Muerte y la Resurrección de Jesús. El Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos es el mismo y único Dios que guía toda la historia de Israel desde sus orígenes. El evento de la Resurrección de Jesús, por lo tanto, no es una ruptura con la historia del pueblo de la Antigua Alianza sino su plenitud, de igual forma que la Iglesia nacida de la Pascua debe considerarse siempre en continuidad con el pueblo elegido.

 

Luego Pedro hace mención del famoso cántico del «Siervo de Yahveh» (Is 52,13 - 53,12) en el que los cristianos reconocen a Jesús quien es llamado de «Santo y Justo». Según la mentalidad judía la categoría de «Santo» solamente podía adjudicarse a Dios mismo (ver Is 53,11. Lc 1,35; 4,34) y la de «Justo» a aquella persona que cumple fielmente la voluntad de Dios (ver Mt 1,19).

 

Termina Pedro su discurso, exhortando al arrepentimiento y a la conversión cuya señal sensible será el bautismo sacramental. Vemos cómo ha utilizado dos verbos griegos: metanoein: arrepentirse, es decir, tomar conciencia del pecado cometido; y epistrephein:  volverse, es decir, orientar la vida hacia Dios y hacia Cristo, adhiriéndose a su voluntad en el plano moral. En el caso de los paganos la conversión supone una vuelta al verdadero Dios; pero en el caso de los judíos consiste en la aceptación de Jesús como «Señor» (ver 2 Cor 3,16. Hch 9,35).

 

J La plenitud del amor...guardar sus mandamientos

 

«El discípulo amado», San Juan, abre su corazón para dejarnos esta bellísima carta que inicia diciendo «Hijitos míos...» que es la misma forma como Jesús se dirige a sus apóstoles en la noche de su despedida. Este diminutivo lo repetirá con frecuencia en la carta; alternando con otros apelativos de cariño como dilectísimos, hijos pequeños, etc. Ésta expresión descubre el amor paternal del ya anciano apóstol. Dios es luz y nosotros estamos llamados a caminar en la luz (ver 1Jn 1, 5-7). La luz es una designación de la realidad divina que, como tal, se ha manifestado en Cristo. De este modo ha quedado iluminada la existencia humana; el hombre puede orientar su vida desde esta luz.

 

La intención del Evangelista es que no pequemos, sin embargo dada nuestra fragilidad los más probable es que lo hagamos. Ante esta realidad tenemos no sólo un abogado defensor en Jesucristo sino que Él mismo es víctima que se da en reparación por nuestros pecados. Es muy interesante notar que la forma verbal utilizada se encuentra en presente: «tenemos uno que abogue...». En su cuerpo glorificado, el Hijo está continuamente ofreciéndose e intercediendo al Padre por nosotros. Se trata de una economía permanente, perpetua; no de una propiciación que tuvo lugar hace tiempo. Finalmente, el caminar en la luz consiste no sólo en evitar el pecado sino fundamentalmente vivir de acuerdo a los mandamientos dejados por el Señor que no es sino vivir el amor. Ya que «quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza» (1Jn 2,10).

           

J «¡Es verdad el Señor ha Resucitado!»

 

El Evangelio de este Domingo es la inmediata continuación del relato sobre los discípulos de Emaús quienes van a reconocer al Señor «al partir el Pan y darles de comer». En ese momento, aunque el día ya declinaba y habían caminado más de 10 kilómetros; volvieron alegres y presurosos a dar la buena noticia a los apóstoles: «¡Cristo resucitó, caminó con nosotros y lo reconocimos al partir el pan!» Ellos encontraron a los once reunidos que los recibieron con este saludo: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34) ya que fue el testimonio de Simón Pedro el que realmente tuvo peso ante los apóstoles. El testimonio de las mujeres o de Juan no había bastado y tampoco habría bastado el de los discípulos de Emaús. Sólo Pedro había recibido del Señor la misión de «confirmar a los hermanos» (Lc 22,32)[2].

 

En medio de esta algarabía aparece Jesús y les ofrece el saludo de la paz. Los discípulos no se alegran sino que se encuentran «sobresaltados y asustados». Es decir, veían a Jesús, pero no creían que fuera real. ¿Cómo se explica esta reacción de los mismos que en ese preciso momento estaban diciendo: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!»? ¿Qué entendían ellos por resucitar? El Evangelio de este Domingo nos aclara qué significa «resuci­tar de entre los muer­tos», de manera que a nosotros no nos quede duda alguna.

 

El texto griego dice claramente: «Creían ver un espíritu» (pneuma). Sin embargo, algunas traducciones usan la palabra «fan­tasma». Es porque se comprende que un espíritu no puede ser visto. Pero, si cambiamos el texto, entonces la frase siguiente de Jesús queda fuera de contex­to: «Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Un espíritu no es accesi­ble a los sentidos, porque es inmaterial. En cambio, Cristo resucita­do tiene un cuerpo que puede palparse. En seguida, Jesús confirma su identidad; lo hace mostrando sus manos y sus pies: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo».

 

Para nosotros este modo de identificación resulta extraño. ¿No habría sido mejor que les mostrara su rostro? Jesús muestra las manos y los pies porque en ellos están las señales de los clavos con que fue clavado a la cruz. Su gesto quiere decir: «Yo soy el mismo que estuve crucificado, que morí en la cruz y fui sepultado; y ahora ¡estoy vivo!». No soy alguien que se le parezca, sino que soy el mismo. Yo mismo he pasado de la muerte a la vida: ¡he derrotado a la muerte! Por eso San Pablo declara con firmeza: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los ju­díos, necedad para los gentiles, más para los llamados, lo mismo judíos que gentiles, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24). Nada se sostiene sin la cruz de Cristo, pues era necesario que Él padeciera la cruz para entrar así en la gloria y obtenernos la reconciliación.

 

Mientras Jesús les mostraba sus manos y sus pies se iban abriendo paso en la mente de los apóstoles la alegría y el asom­bro. Pero el Evan­gelio no dice que alguno de ellos palpara efectivamente a Jesús para verificar. Por eso Jesús pre­gunta: «¿Tenéis aquí algo de comer?». El relato continúa y tomando un pescado asado come delante de ellos. Nunca nos había mostrado el Evangelio a Jesús comiendo, salvo cuando ha resucitado (ver Jn 21,9-10.13). ¡Ya no puede haber duda de quién está con ellos! Jesús continúa diciéndoles que Él había predicho su resurrección. El Evangelio registra por lo menos tres anuncios de su Pasión y Resurrección, que Jesús hizo cuando estaba con sus discípulos. Ahora que ellos lo vieron vivo y creyeron, Jesús les encomienda la misión: «predicar en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén».

 

En el Evangelio se confirma un hecho constante. En todas las apariciones de Jesús Resucitado, los que lo ven no lo reconocen, a pesar de haber sido del círculo de sus discípulos cercanos. Es porque el reconocimiento de Jesús resucitado es un hecho de fe y no solamente una verificación sensorial. El Evangelio quiere expresar así que Jesús no volvió simplemente a la vida terrena sino que resucita en un «cuerpo glorioso». Para reconocer a Cristo resucitado es necesario entonces el testimonio interior del Espíritu Santo. Ahora podemos contestar esta pregunta ¿Cómo vemos nosotros a Jesús Resucitado? Lo vemos por la fe, gracias a la conjunción de  dos testimonios: el de los apóstoles y nuestra apertura al Espíritu Santo.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Queridos hermanos y hermanas: a la luz del misterio pascual, que la liturgia nos invita a celebrar durante toda esta semana, me alegra volver a encontrarme con vosotros y renovar el anuncio cristiano más hermoso: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! El típico carácter mariano de nuestra cita nos impulsa a vivir la alegría espiritual de la Pascua en comunión con María santísima, pensando en la gran alegría que debió de sentir por la resurrección de Jesús. En la oración del Regina caeli, que en este tiempo pascual se reza en lugar del Ángelus, nos dirigimos a la Virgen, invitándola a alegrarse porque Aquel que llevó en su seno ha resucitado: «Quia quem meruisti portare, resurrexit, sicut dixit».

 

 María guardó en su corazón la «buena nueva» de la resurrección, fuente y secreto de la verdadera alegría y de la auténtica paz, que Cristo muerto y resucitado nos ha obtenido con el sacrificio de la cruz. Pidamos a María que, así como nos ha acompañado durante los días de la Pasión, siga guiando nuestros pasos en este tiempo de alegría pascual y espiritual, para que crezcamos cada vez más en el conocimiento y en el amor al Señor, y nos convirtamos en testigos y apóstoles de su paz».

 

Benedicto XVI. Regina Caeli, 17 de abril de 2006. 

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Generalmente somos un poco duros para juzgar a Tomás por su incredulidad ante el testimonio de sus hermanos en la fe. Sin embargo en este Domingo vemos cómo los demás apóstoles tuvieron miedos y dudas. El Señor mismo les dice que palpen y vean sus heridas. ¿Cuál es nuestra actitud? ¿Acaso nosotros no pedimos, también, señales para creer? ¿Somos acaso «testigos del Resucitado» con nuestro propio testimonio de vida?

 

2. El auténtico «conocimiento» de Dios se muestra con un comportamiento conforme el Plan del Padre. Es con la vida que demostramos que conocemos a Dios: «el que dice: 'yo lo conozco', pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él».

 

3. Leamos con atención en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 645 - 658


 



[1] Recordemos que sin contar a las mujeres y a los niños.

[2] Antes del anuncio de su triple negación, Jesús tiene la fineza de decirle a Pedro: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha  solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.» (Lc, 22,31-32).

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lunes, 9 de abril de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo B. «Señor mío y Dios mío»

Domingo de la Semana de Pascua. Ciclo B

«Señor mío y Dios mío»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 4,32-35

 

«La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino  que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad».

 

Lectura de la primera carta de San Juan 5, 1-6

 

«Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues, ¿quien es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino por el agua y por la sangre: Jesucristo; no solamente en el agua, sino en el agua y en la sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la Verdad».

                       

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20, 19 -31 

«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar  donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos".

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor". Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré". Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: "La paz con vosotros". Luego dice a Tomás: "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente". Tomás le contestó: "Señor mío y Dios mío".

Dícele Jesús: "Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído". Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre».

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

 

«La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma». Sin duda el ideal del amor a Dios y al prójimo era vivido de manera plena por la primera comunidad cristiana como leemos en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Una comunidad donde la comunión de pensamientos y sentimientos se traducía en el compartir fraterno «según la necesidad de cada uno»; dando así testimonio de la Resurrección de Jesucristo (Primera Lectura).

 

La primera carta del apóstol San Juan escrita cuando ya la comunidad cristiana había experimentado diversas y dolorosas pruebas[1], hace presente que «quien ha nacido de Dios», es decir, el que tiene fe en el amor de Dios y vive de acuerdo a sus mandamientos, ha vencido al mundo. Para vencer al mundo hay que creer en el Hijo de Dios (Segunda  Lectura). El Evangelio nos presenta la primera semana del Resucitado donde se nos otorga el don del Espíritu Santo, el perdón de los pecados; así como el mandato misionero. También vemos como la incredulidad de Tomás termina, ante la evidencia del Señor Resucitado, proclamando la divinidad de Jesús. Sin duda será la fe en «Jesús Resucitado» lo que unificará nuestras lecturas dominicales en este segundo Domingo Pascual.  

 

J «Domenica en albis»

 

La solemnidad de la Resurrección del Señor nos hace participar en el hecho central de nuestra fe cristiana. Así lo afirma el Catecismo: «La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documen­tos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz»[2]. Dos fiestas del Año Litúrgico son celebradas durante un «día largo» que dura ocho días del calendario: La Natividad y la Resurrección del Señor. La celebra­ción de la Resu­rrección del Señor dura estos ocho días y éste segundo Domingo de Pascua es el último día de la «octa­va de Pascua».

 

Tradicionalmente la noche de Pascua era el momento en que los catecúmenos (conversos que habían sido instruidos en la fe cristiana) recibían los sacramentos de la ini­ciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Euca­ristía. Ellos realizaban sacramental­mente los mismos pasos que Cristo: muerte al pecado y resurrección a una vida nueva. En esa ocasión los recién bautiza­dos reci­bían una túnica blanca con estas palabras: «Recibe esta vestidura blanca, signo de la digni­dad de cristiano. Consér­vala sin mancha hasta la vida eter­na». Y la debían llevar durante toda la octava de Pas­cua. Este segundo Domingo de Pascua se llama la «domenica in albis», porque los recién bautizados debían partici­par en la liturgia dominical reves­tidos de esta túnica alba que habían recibido el Domingo anterior.

 

J «Recibid el Espíritu Santo»

 

Tomás se hallaba ausente duran­te la primera aparición de Jesús que es cuando vemos el cumplimiento de la promesa del «Espíritu Santo». Efectivamente Jesús realiza un gesto expresivo: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri­tu Santo». Así como Dios, al crear al primer hombre del barro, sopló en sus narices y el hombre fue un ser viviente, de la misma manera, el soplo de Jesús, con el cual comunica el Espíritu Santo, da comienzo a una nueva creación. Con el don del Espíritu Santo comenzaron también los apóstoles su misión de prolongar en el mundo la misma obra de Jesús. Por eso, junto con darles el Espíritu, Jesús explica el senti­do de este don: «Como el Padre me envió, también yo os envío».

 

En esto los apóstoles se asemejan a su Señor: en que poseen el mismo Espíritu. Y no sólo en esto, sino también en que poseen el poder de comunicarlo a los demás; de lo con­trario, muerto el último apóstol, habría acabado la obra de Cristo. La comunicación de este don tiene lugar en todos los sacramentos de la Iglesia, pero es el efecto específico de uno de ellos: la Confir­mación. Las palabras con que el Obispo acompaña el gesto de la unción son éstas: «Recibe, por esta señal, el don del Espíritu Santo».

 

J «Dichosos los que no han visto y han creído»

 

Después de la aparición del Maestro, los apóstoles le dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor». Él ciertamente debió haber creído que habían tenido la aparición de algún ser trascendente, pero que éste fuera el mismo Jesús, eso era más de lo que podía aceptar. Curiosamente los apóstoles tuvieron esa misma impresión como leemos en el texto de San Lucas: «Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: "...Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo". Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies» (Lc 24,37- 40). Después de esta experiencia en que habían palpado al Señor Resucitado, habían verificado que había carne y huesos, los apóstoles podían asegurar a Tomás: «¡Hemos visto al Señor!».

 

Pero Tomás también necesitaba verificar por sí mismo que el aparecido era Jesús. Una vez que él mismo lo verificó hizo tal vez el más explícito acto de fe de todo el Evangelio al reconocer a Jesús como: «¡Señor mío y Dios mío!». Tomás vio a Jesús Resucitado y lo reconoció como a su Dios. Su acto de fe va más allá de lo que vio. El encuentro con Jesús Resucitado y su apertura al Espíritu Santo lleva a Tomás a la plenitud de la fe. La fe es un don gratuito de Dios, que Él concede libremente y, en este caso, Dios quiere concederla, con ocasión de algo que se ve, de un «signo visible». Es cierto que nosotros no hemos visto al Señor Resucitado; pero nuestra fe se basa en el testimonio vivo de los mismos apóstoles y de la Iglesia. Es por eso que en los discursos de Pedro es constante la frase: «A este Jesús Dios, lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (ver Hch 2,32. 3,14-15. 5,30.32). Sobre este testimonio se funda nuestra fe. Por eso nos hacemos merecedores de la bienaventuranza que Jesús le dice a Tomás: «Dichosos los que no han visto y han creído».

 

J La nueva vida: tenían todo en común

              

«La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia»[3], nos dice el recordado Juan Pablo II. Esta vida nueva se ve claramente graficada en esta segunda descripción de la comunidad primitiva (Hech 2,42 - 44). El espíritu de unión y caridad fraterna actúa tan poderosamente, que los que poseen bienes no los consideran suyos sino que someten todo a la necesidad del prójimo regulada por la autoridad de los apóstoles. La unión fraterna, en el Señor, es tan grande que tenían «un solo corazón y una sola alma». El par de términos «corazón-alma» recuerda el vocabulario que en el libro del Deuteronomio designa la existencia entera de la persona abierta a Dios (ver Dt 6,5; 10,12; 11,13; 13,4). La fuerza de su testimonio y predicación nacía de la coherencia en la vivencia del amor que nace del amor de Dios manifestado en la Resurrección de Jesucristo: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1Jn.5, 2).

 

J «Todo el que nace de Dios, vence al mundo…»

 

En esta afirmación de la carta de San Juan encontramos una invitación profunda a volver a la raíz de nuestra fe. Nacer de Dios es recibir la fe, es recibir el bautismo y con él la gracia y la filiación divina. El mundo se presenta aquí como esa serie de actitudes, comportamientos, modos de pensar y de vivir que no provienen de Dios, que se oponen a Dios. Cristo mismo había dicho a sus apóstoles: «vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo». Así pues, vencer al mundo significa «ganarlo para Dios», significa «restaurar todas las cosas en Cristo», piedra angular; significa valorar apropiadamente el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.

 

Por Encarnación entendemos el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra reconciliación. En Cristo, Verbo de Dios hecho carne, nosotros los cristianos vencemos al mundo. Él ha establecido un «admirable intercambio»: Él tomo de nosotros nuestra carne mortal, nosotros hemos recibido de Él la participación en la naturaleza divina. Por otra parte, San Juan invita a sus lectores a no separar su fe de su vida y sus obras, peligro que vivía la comunidad de entonces, y peligro que vive el cristiano hoy. Se trata, pues, de amar a Dios y cumplir sus mandatos en nuestra vida cotidiana que no son una imposición externa, sino la verdad más profunda de nuestras vidas. Aquello que nos conducirá a una plena vida cristiana, aquello que finalmente triunfará sobre el mundo.

 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de una manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.

 

Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto?

 

La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo…El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida».

 

Benedicto XVI. Homilía de la Vigilia Pascual. 16 de abril de 2006.

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Tomás no pudo quedar igual después del encuentro con Jesús Resucitado. Salió como un apóstol convencido, salió del cenáculo para anunciar a Cristo a sus hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a experimentar el mismo amor de Cristo con tanta intensidad que no pueda seguir siendo el mismo. Cuando San Maximiliano Kolbe se encontraba de pie ante los oficiales nazistas viendo cómo condenaban a un hombre con familia a morir en el «bunker» del hambre, su corazón no quedó inactivo. Experimentó que él debía dar la vida, como Cristo la había dado por él. ¿Cuál es y hasta dónde llega mi coherencia cristiana? ¿Qué estoy haciendo por «vencer al mundo», por «ganarlo para Cristo», por ayudar a todos a alcanzar la reconciliación?

 

2. Este segundo Domingo de Pascua ha sido declarado por Juan Pablo II como el «Domingo de la Divina Misericordia». Título y tesoro que se ha difundido en las últimas décadas por impulso de Santa María Faustina Kowalska (1905-1938). La misericordia divina es, desde siempre, la más bella y consoladora revelación del misterio cristiano: «La tierra está llena de miseria humana, pero rebosante de la misericordia de Dios» (San Agustín). Ésta es siempre la «buena noticia» que debemos de comunicar a todos.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 448-449.641-644.

 

 



[1]San Juan era pescador, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Probablemente fue seguidor de San Juan Bautista antes que Jesús lo llamará a ser su discípulo. San Juan hace parte del núcleo más íntimo de amigos de Jesús, junto con Pedro y Santiago.  Después de la Ascensión de Jesús, permaneció unos 14 años en Jerusalén. Luego vivió largo tiempo en Éfeso y finalmente fue desterrado a la isla de Patmos. Es autor de un Evangelio así como de tres cartas. En la primera carta,  San Juan previene contra quienes pretendían eximirse de los requisitos impuestos por la ética cristiana, en virtud de su conocimiento de Dios y su íntima relación con él (ver 1.6, 8; 2.4, 6; cf. 4.20). Además, estos negaban la verdadera encarnación de Cristo  basándose evidentemente en oráculos procedentes de una falsa "unción" divina. Los herejes en cuestión habían sido miembros de la iglesia, pero la habían dejado para buscar en el mundo una aceptación que el verdadero evangelio no les ofrecía.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 638.

[3] S.S. Juan Pablo II, 15 de marzo de 1989.

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