lunes, 30 de agosto de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 23ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «El que no renuncie no puede ser discípulo mío»

Domingo de la Semana 23ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«El que no renuncie no puede ser discípulo mío»

 

Lectura del libro de la Sabiduría  9, 13-18

 

«¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios? ¿Quién hacerse idea de lo que el Señor quiere? Los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas, pues un cuerpo corruptible agobia el alma y esta tienda de tierra abruma el espíritu lleno de preocupaciones.

 

Trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos? Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo? Sólo así se enderezaron los caminos de los moradores de la tierra, así aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron".»

 

Lectura de la carta de San Pablo a Filemón 1, 9b-10.12-17

 

«Prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad, yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús. Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria.

 

Pues tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor!. Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 14, 25-33

 

«Caminaba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: "Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.

 

"Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar." O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con 10.000 puede salir al paso del que viene contra él con 20.000? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

¿Cómo ser discípulo del Señor? A lo largo de las lecturas veremos, cada vez con más claridad, cómo los pensamientos de Dios no son los pensamientos del hombre: «la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres» (1Cor 1,25). Los pensamientos del hombre se muestran, muchas veces, tímidos e inseguros ya que provienen de «un cuerpo corruptible» abrumado por las preocupaciones y marcado, no determinado, por el pecado (Primera Lectura). Es la sabiduría de Dios la que lleva a Jesús a manifestar claramente las condiciones para seguirlo y así ser un «verdadero discípulo» (Evangelio). Finalmente vemos en la Segunda Lectura una bella expresión del discipulado, que nace de la fe y del amor, que lleva a Pablo a interceder por Onésimo ante Filemón.

 

La Sabiduría de Dios

 

El libro de la Sabiduría, considerado el último del Antiguo Testamento (escrito alrededor del año 50 A.C.), es de corte humanista al estilo griego, cuyo influjo se hace notar, por ejemplo, en la distinción que establece entre el cuerpo y el alma (ver Sb 9,15). No obstante la sabiduría que vemos aquí no es la gnosis[1] de la filosofía griega, sino es el conocimiento que se adquiere como don del Espíritu Santo que nos ayuda a entender los designios de Dios. La Primera Lectura hace parte de una oración para alcanzar la Sabiduría y viene a propósito del hecho contado en 1 Re 3,4-16; el sueño en que Salomón le pide a Dios sabiduría: «Concede a tu siervo un corazón atento para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1Re 3,9). La condición indispensable para adquirir la sabiduría es tener un corazón humilde y sencillo. A los que aceptan cooperar con Él, Dios les concede la rectitud, la prudencia e incluso la autoridad para dirigir al Pueblo de Dios. Abraham, Moisés y sin duda la Virgen María; fueron llamados a realizar grandes obras (ver Lc 1, 49) porque pusieron toda su confianza en las promesas de Dios. 

 

Pablo intercede por Onésimo

 

Filemón era un cristiano de una buena posición social, quizá convertido por el mismo San Pablo. Su esclavo Onésimo se había escapado, por alguna culpa, y había ido a parar a Roma, donde Pablo le ofreció refugio y lo convirtió. La fuga de Onésimo era delito por el que incurría en graves penas, y Pablo podría resultar cómplice. Pablo no intenta resolver el problema por la vía legal, aunque sugiere estar dispuesto a compensar a Filemón, más bien traslada el problema y su resolución al gran principio cristiano del amor y la fraternidad, más fuertes que la relación jurídica de amo y esclavo. Si  Filemón ha perdido un esclavo, puede ganar un hermano; y Pablo será agente de reconciliación en este delicado caso (ver 2Cor 5,17-21). La carta debió ser escrita desde la prisión de Roma alrededor del 61-63. 

 

«Caminaba con Él mucha gente...»

 

El Evangelio de hoy se abre con un cambio de escena. Estábamos, en la lectura del Domingo pasado, en una comida ofrecida en sábado por uno de los jefes de los fariseos, a la cual había sido invitado también Jesús. Allí, aprovechando esa situación, Jesús había dado diversas enseñanzas que tienen relación con un banquete. El Evangelio de hoy lo presenta en el camino segui­do por una multitud: «Caminaba con Él mucha gente». Es difícil hacerse una idea de cuántos eran los que caminaban con Jesús. En otra ocasión el mismo evangelista dice que se reunieron para escuchar a Jesús «miríadas de personas hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1).

 

La palabra «miríada» es una trascripción de la palabra griega «myri­ás» que significa diez mil. Pero también se usa para designar un número indefinido muy grande, como usamos nosotros la palabra «millones». En todo caso, la imagen que se trans­mite es la de un gran número de personas que iban con Jesús por el camino. Es de notar que el evange­lista evita cuidadosamente decir que esas numerosas perso­nas «lo seguían», porque este término se reserva a sus discípulos. Y aquí se trata precisamente de discernir quiénes de entre esa multitud pueden llamarse «discípulos» de Jesús. Justamente en el Evangelio de hoy contiene la definición de lo que Jesús entiende por un discípulo suyo. Y esa definición no es puramente teórica, sino que tiene el valor particular de surgir de un hecho concreto de vida. Tres veces repite Jesús la misma fórmula, que parece desalentar a quien piense que seguirlo es algo bien visto, cómodo y placentero: el que no cumpla con tal cosa, «no puede ser discípulo mío».

 

¿Y cuál es el hecho concreto de vida del cual surgen esas tres expresiones? El Evangelio dice: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío... El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío... El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío». A Jesús no le interesa tanto el número de los que lo acompañan; sino la radicalidad del seguimiento. Y por eso pone esas condiciones que son de una inmensa exigencia. Para ser discípulo de Jesús se exige una adhesión total. El que lee esas condiciones puestas por Jesús debe exami­narse a sí mismo seriamente para ver si merece el nombre de cristiano.

 

En todo caso este nombre hay que usarlo con mucha mayor cautela. Los métodos de Jesús parecen ser diametralmente opuestos a los modernos sistemas de «marketing», donde se adopta todo tipo de técnicas y argucias para conseguir un adepto o un compra­dor. Jesús aparece también atentando contra la popularidad de la que necesitan los políticos para hacer prevalecer sus posturas. Sin embargo la garantía de la verdad del mensaje de Jesucristo; es que Él mismo con su Muerte y Resurrección, la ratificó. «Y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe» (1Cor 15,14). Y afortunada­mente tampoco la Iglesia de Cristo tiene la preocu­pación de la populari­dad, pues no se empeña en complacer a los hombres, sino sólo a Dios. Por eso la Iglesia, aunque parezca incómoda e impopular, lo que nos enseña es la verdad. Precisamente la garantía de que su doctrina es la verdad es que no busca complacer los oídos de los hombres y mujeres.

 

¿Odiar a su padre o su madre, hermanos y hermanas...?

 

«Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío...». Ésta es la primera condición: «odiar» a los de la propia casa y hasta la propia vida. ¿Cómo se entiende esto? En realidad, Jesús nos manda «honrar padre y madre», como se lo dijo claramente al joven rico cuando le expuso los mandamientos que eran necesarios cum­plir para alcanzar la vida eterna (ver Lc 18,20). El original griego «misei», de «odiar»; tiene el sentido de posponer, descuidar o amar menos. Es decir debe entenderse en sentido relativo; quiere decir: «en la escala de valores no tenerlos en el primer lugar», o más precisa­mente, en una situación de conflicto entre el amor a Cristo y el amor a esas otras personas, hay que preferir a Cristo.   

 

«Quien no carga su cruz y me sigue no puede ser discípulo mío»

 

Aquí Jesús pone una condición ulterior. No se trata de amar a Cristo solamente, sino amarlo en su situación de total abajamiento, es decir, en la cruz, en ese estado en que todos lo abandonaron. La fidelidad a Jesús hasta este extremo es la prueba del verda­dero discípulo. Tal vez nadie ha expresado mejor que San Pablo esta centralidad de la cruz. Por eso escribe a los Corintios: «Mientras los judíos piden señales y los grie­gos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles» (1Cor 1,22-23). La cruz es para ellos (judíos y griegos) un obs­táculo insuperable (escándalo), o bien, una demostración de insensatez. El discípulo de Cristo, en cambio, ve en Cristo crucificado la «fuerza de Dios y la sabiduría de Dios» (1Cor 1,24), y por eso, abraza su cruz con alegría y desea compartir con Cristo la ignomi­nia de la cruz. 

 

¿Renunciar a todos los bienes?

 

La fuerza de la tercera condi­ción está en la expresión «renunciar a todos sus bienes», no sólo se trata de unos pocos bienes. Y para ilustrar esta condición, Jesús propo­ne dos pequeñas pará­bolas: nadie se pone a construir una torre si no tiene con qué terminarla; nadie sale a comba­tir si sus tropas son insuficientes para hacer frente al enemigo. Asimismo que nadie pretenda seguir a Cristo y ser discípulo suyo si no está dispuesto a renunciar a todos sus bienes. Tarde o temprano esos bienes le significarán un estorbo, como ocurrió con el joven rico: «se alejó de Jesús triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22). El Evangelio de hoy nos invita a examinar la radicalidad y la coherencia de nuestra adhe­sión a Jesús. El mártir San Ignacio de Antioquía en el siglo II conocía bien esta definición de discípulo de Cristo. Por eso cuando era llevado bajo custodia a Roma donde había de sufrir el martirio como pasto de las fieras, escribe a los cristianos de Roma para suplicarles que no hagan ninguna gestión que pueda evitarle el martirio, pues teme que para eso haya que transigir en algo de su adhesión a Cristo. Y agrega: «Más bien convenced a las fieras que ellas sean mi tumba y que no dejen nada de mi cuerpo... Cuando el mundo ya no vea ni siquiera mi cuerpo, entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo».

 

Una palabra del Santo Padre:

 

« La salvación, que Jesús obró con su muerte y resurrección, es universal. Él es el único Redentor e invita a todos al banquete de la vida inmortal. Pero con una única e igual condición: la de esforzarse en seguirle e imitarle, cargando, como Él hizo, con la propia cruz y dedicando la vida al servicio de los hermanos. Única y universal, por lo tanto, es esta condición para entrar en la vida celestial. El último día –recuerda además Jesús en el Evangelio- no seremos juzgados según presuntos privilegios, sino según nuestras obras. Los «agentes de iniquidad» serán excluidos, mientras que serán acogidos cuantos hayan realizado el bien y buscado la justicia, a costa de sacrificios. No bastará por lo tanto declararse «amigos» de Cristo jactándose de falsos méritos: «Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas» (Lc 13,26).

 

La verdadera amistad con Jesús se expresa en la forma de vivir: se expresa con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna.

 

Queridos hermanos y hermanas: si queremos también nosotros pasar por la puerta estrecha, debemos empeñarnos en ser pequeños, esto es, humildes de corazón como Jesús. Como María, Madre suya y nuestra. Ella en primer lugar, detrás del Hijo, recorrió el camino de la Cruz y fue elevada a la gloria del Cielo, como recordamos hace algunos días. El pueblo cristiano la invoca como Ianua Caeli, Puerta del Cielo. Pidámosle que nos guíe, en nuestras elecciones diarias, por el camino que conduce a la «puerta del Cielo».

 

Benedicto XVI. Angelus Domingo 26 de agosto 2007. 

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Seguir a Jesús, es decir llamarse de verdad «cristiano», tiene un precio. ¿Amo a Jesús realmente en primer lugar? ¿Soy capaz de «renunciar a todo» para seguirlo? ¿Qué me impide amarlo más? ¿A qué debo de renunciar?

 

2. Vivir el amor fraterno exige ver en el otro a mi hermano. ¿Discutamos en familia, cómo puedo hacer concreto mi amor solidario por mis hermanos, especialmente a los más necesitados?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 520. 562. 618.1506.1816.1823.1929-1948.

 



[1] Gnosis (conocimiento): el uso más habitual de este término se relaciona con los defensores del gnosticismo, para quienes designaba un tipo de conocimiento no discursivo, sino intuitivo y perfecto, al que solamente podían acceder los iniciados y, mediante el cual, llegaban a comprender los misterios de la divinidad. Los grupos «new age» de la actualidad pueden ser considerados «neo-gnósticos».

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lunes, 23 de agosto de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 22ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

Domingo de la Semana 22ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

 

Lectura del libro del Eclesiástico 3,19-21.30-31

 

«Haz, hijo, tus obras con dulzura, así serás amado por el acepto a Dios. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia. Pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado. No busques lo que te sobrepasa, ni lo que excede tus fuerzas trates de escrutar. Lo que se te encomienda, eso medita, que no te es menester lo que está oculto. En lo que excede a tus obras no te fatigues, pues más de lo que alcanza la inteligencia humana se te ha mostrado ya. Que a muchos descaminaron sus prejuicios, una falsa ilusión extravió sus pensamientos.

 

El corazón obstinado en mal acaba, y el que ama el peligro caerá en él.  El corazón obstinado se carga de fatigas, el pecador acumula pecado tras pecado. Para la adversidad del orgulloso no hay remedio, pues la planta del mal ha echado en él raíces. El corazón del prudente medita los enigmas. Un oído que le escuche es el anhelo del sabio. El agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados. Quien con favor responde prepara el porvenir, el día de su caída encontrará un apoyo». 

 

Lectura de la carta a los Hebreos 12,18-19.22-24a

 

«No os habéis acercado a una realidad sensible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompeta y a un ruido de palabras tal, que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más. Tan terrible era el espectáculo, que el mismo Moisés dijo: Espantado estoy y temblando. Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 14, 1.7-14

 

«Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos le estaban observando. Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola: "Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: "Deja el sitio a éste", y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto. Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: "Amigo, sube más arriba." Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado".

 

Dijo también al que le había invitado: "Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El vínculo que podemos encontrar entre los textos litúrgicos de este Domingo es la humildad. Es la actitud del hombre ante las riquezas del mundo material o espiritual (Primera Lectura). Es y debe ser la actitud correcta de todo hombre, y particularmente del cristiano, en las relaciones con los demás (Evangelio). Y, sobre todo, debe ser la actitud propia del hombre en su relación con Dios; una actitud en la que descubre su propia pequeñez ante la magnanimidad de Dios (Segunda Lectura).

 

Entendiendo el contexto

 

El Evangelio de hoy comienza ubicando el contexto de lo que va a acontecer: «Sucedió que habiendo ido Jesús en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando» (Lc 14,1). Tres cosas podemos destacar en esta introducción: el tiempo: día sábado; el lugar: la casa de un fariseo; la ocasión: un banquete con varios otros invitados. Después de esta introducción sigue un episodio, que no hace parte de la lectura dominical: «Había allí, delante de Jesús, un hombre hidrópico». Seguramente este hombre se había enterado de que Jesús estaba allí y había venido a postrarse ante él suplicándole que lo sanara. ¿Qué hacer?

 

Por un lado, es claro que la Ley prohíbe hacer cualquier trabajo en sábado, y Jesús declaró que Él había venido a «dar cumplimiento a la Ley» (Mt 5,17). Por otro lado, es claro que este hombre está privado de la salud. Jesús opta por curar al enfermo y lo despide. De esta manera enseña que la vida humana tiene un valor sagrado e inviolable y que la Ley, incluido el precepto del sábado, está formulada por Dios «para que el hombre tenga vida y la tenga en abundancia». El respeto de la vida humana y el cuidado de ella, desde su concepción hasta su fin natural, está en el centro de la enseñanza de Cristo.

 

En seguida el Evangelio se centra en el banquete. Jesús se fija en la conducta de los invitados y, notando cómo elegían los primeros puestos, les dice una parábola: «Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto...». En realidad, más que una parábola en sentido estricto, ésta es una enseñanza de sabiduría humana. Y, aunque sea una norma de la más elemental prudencia humana, los invitados que Jesús observaba no la cumplían.

 

La literatura sapiencial

 

Con estas recomendaciones de sabiduría humana y de sana convivencia, Jesús adopta el estilo de la literatura sapiencial. Sabemos que varios libros de la Biblia perte­necen a este género: Job, Proverbios, Cohelet (Ecle­sias­tés), Sirácida (Eclesiástico) y Sabiduría. Tam­bién se encuentra el género sapiencial en parte de otros libros. Jesús revela tener conocimiento de esta literatu­ra, pues la parábola que propone toma su enseñanza del libro de los Proverbios. Allí se hace la misma recomenda­ción: «No te des importan­cia ante el rey, no te coloques en el sitio de los gran­des; porque es mejor que te digan: 'Sube acá', que ser humillado delante del príncipe» (Prov. 25,6-7). Es la misma enseñanza que, para hacerla más incisiva, Jesús la propone en forma de parábola, según su estilo propio y característico de enseñar.

 

La literatura sapiencial floreció en el Antiguo Oriente, especialmente en Egipto y Mesopotamia, donde se componían proverbios, fábulas y poemas para enseñar el arte del bien vivir, conforme al orden del universo. De allí fue tomada por Israel, pero mirada bajo el prisma de su propia fe en un Dios creador y salvador que dirige todo el uni­verso. Y en esta forma fue adoptada como parte de los libros sagrados. Pero la canonización mayor de estos libros les viene por el hecho de que Jesús los conoz­ca y los cite. Tan sólo del libro de los Prover­bios, el Nuevo Testamento tiene catorce citas textuales y una veintena de alu­siones. Justamente en el Evangelio de hoy encon­tramos una de éstas.

 

Sin embargo alguien podría preguntar: ¿Qué tiene que ver este tipo de consideraciones de prudencia y sabiduría humana con las virtu­des sobrenaturales de fe, esperanza y caridad, que consti­tuyen la perfección de la vida cristiana? ¿Por qué se ocupa Jesús de estas cuestiones de vida social? El se ocupa de las virtudes humanas naturales, porque ellas son el terreno fértil en que pueden echar raíces las virtudes sobrenatu­rales de la fe, esperanza y caridad. Donde faltan las virtudes humanas de la honestidad, la lealtad, el amor a la verdad, la fideli­dad a la palabra empeñada y a los compromi­sos asumidos, etc., y las virtu­des cristianas naturales de la humildad, la pacien­cia, la mansedumbre, la modestia, la tolerancia, la gene­rosidad, etc., es imposi­ble que florez­can las virtudes sobrenatura­les de la fe, esperanza y caridad.

 

Cuando alguien, por ejemplo, es deshonesto, o menti­roso, o mantiene negocios turbios y fraudu­lentos, no se puede pretender que sobre­salga en la caridad; cuando alguien es vanidoso y soberbio y ambiciona los primeros lugares para alcanzar gloria humana, es imposible que brille por la fe y la esperanza sobrena­tura­les. Por otro lado, donde las virtu­des sobrena­turales han encontrado un terre­no apto para florecer, ellas per­feccio­nan ulteriormente al hombre en las virtudes natura­les. Por eso, las virtudes humanas y cristianas naturales resplande­cen con mayor brillo en los santos.


La reina de las virtudes

 

La parábola es de mera sabiduría humana y como tal contie­ne una sabia enseñanza para el diario vivir. Pero es claro que Jesús no se queda sólo en este nivel. Él no sólo está dando una norma de elemental buena educación. Lo que Jesús quiere ense­ñar es la virtud de la humildad. Por eso la senten­cia conclusiva: «El que se ensalce, será humillado; y el que se humille será ensalzado», se refie­re, en primer lugar, a nuestra relación con Dios. «Será humillado» y «será ensalza­do» por Dios. La humildad es la reina de las virtudes. Ella hace res­plandecer todas las demás virtudes y sin ella todas la demás virtudes perecen.

 

«Humilde» se deriva de la palabra latina «humilis», que a su vez proviene de «humus» (tierra). Humilde es  pues el que está al ras del suelo o se mueve cerca del suelo. Algo que responde exactamente a nuestra condición de criatura ya que humilde es el que, con sabiduría y realismo, reconoce la distancia que le separa de su Creador. Santa Teresa de Ávila, sin apelar a latines, dio una certera definición de humildad, quizás la mejor que existe: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y se me puso delante...esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad» (Moradas sextas 10,8). 

 

Más aún podemos decir que toda la historia de la salvación es el cumplimiento de esa sentencia luminosa de Jesús. En efec­to, si todo el género humano se vio comprometido y sometido a la muerte, fue por el orgullo de nuestros primeros padres. Dios les había dado todos los bienes, incluido el más grande de todos que es su propia amistad e intimidad. El único límite que les puso fue el de su propia humanidad. Bastaba que el hombre reconociera su condición de ser humano. El único precepto: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» equivale a éste otro: «Conténtate con ser hombre y no quieras ser Dios». Pero no. El ser humano quiso traspa­sar también este límite y cedió a la tentación de ser dios: «El día que comiereis se os abrirán los ojos y seréis como dioses» (Gen 3,5). Y comió. Pero no fue dios, sino que volvió al polvo de donde había sido tomado: «Polvo eres y en polvo te convertirás» (Gen 3,19). El hombre se exaltó y fue humi­llado. Ésta es la eterna historia del hombre autosufi­ciente que quiere reali­zarse al margen de Dios.

 

Cristo, en cambio, para redimirnos hizo el camino con­trario, como lo dice hermosamente el himno de la carta a los Filipenses 2,6-11: «Cristo, siendo de condición divi­na, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose seme­jante a los hombres... se humilló a sí mismo, obede­ciendo hasta la muerte y muerte de cruz». Ésta es también la historia de la bienaventurada Virgen María que es capaz de decir: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu - se alegra en Dios mi salvador - porque - ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, - por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada».

 

¿A quién invitar?

 

Aprovechando de que estaba en un banquete, Jesús siguió dando un criterio sobre la elección de los invitados: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos». ¡Qué distinto es este criterio del que se usa en la vida corriente! Las listas de invitados parten siempre por los más poderosos y precisamente en vista de la retribución que ellos puedan ofrecer. Jesús dice: «Ellos te invitarán a su vez, y tendrás ya tu recompensa», quedarás pagado en esta tierra.

 

En cambio, si se invita a los que no pueden corresponder, la recompensa no será de ellos, ¡será de Dios! Y no será en bienes de esta tierra. Por eso dice: «Se te recompensará en la resurrección de los justos», es decir, eternamente en el cielo. ¡Qué extraño poder de retribución tienen los pobres! Es que Jesús se identificó con ellos de la manera más plena: «Tuve hambre y me disteis de comer... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,35.40). La recompensa será ésta: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34).

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Hace exactamente un mes tenía lugar en Asís la Jornada de oración por la paz en el mundo. Hoy mi pensamiento se dirige espontáneamente hacia los responsables de la vida social y política de los países que estaban representados por los jefes religiosos de numerosas naciones.

  

Las intervenciones inspiradas de esos hombres y mujeres, representantes de las diferentes confesiones religiosas, así como su deseo sincero de trabajar a favor de la concordia, de la búsqueda común del auténtico progreso y de la paz en el seno de toda la familia humana, encontraron su expresión elevada y concreta a la vez en un «decálogo» proclamado al concluir esa jornada excepcional.

 

Tengo el honor de enviar el texto de este compromiso común a Su Excelencia, convencido de que estas diez proposiciones podrán inspirar la acción política y social de su gobierno. Pude constatar que los participantes en el encuentro de Asís estaban más animados que nunca por una convicción común: la humanidad tiene que escoger entre el amor y el odio. Y al sentirse todos miembros de una misma familia humana, supieron traducir esta aspiración a través de este decálogo, persuadidos de que el odio destruye, por el contrario el amor construye.

 

Deseo que el espíritu y el compromiso de Asís lleven a todos los hombres de buena voluntad a la búsqueda de la verdad, de la justicia, de la libertad, del amor, para que toda persona humana pueda gozar de sus derechos inalienables, y cada pueblo de la paz. Por su parte, la Iglesia católica, que pone su confianza y esperanza en «el Dios del amor y de la paz» (2 Corintios 13, 11), seguirá comprometiéndose para que el diálogo leal, el perdón recíproco y la concordia mutua tracen la ruta de los hombres en este tercer milenio».

Juan Pablo II. Carta a los Jefes de Estado para presentar el Decálogo de Asís.

24 de febrero de 2002.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Humildad es andar en verdad. ¿Cómo vivo la humildad en mi vida cotidiana? ¿Soy humilde? ¿Qué me falta para vivir esta virtud?

 

2. ¿A quién invitaría a un banquete? ¿Cuándo ayudo a alguien, busco que ella me retribuya el favor? ¿Soy generoso y desinteresado?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1803-1804. 1810-1813. 2779.

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lunes, 16 de agosto de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 21ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos»

Domingo de la Semana 21ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos»

 

Lectura del libro del profeta Isaías 66, 18-21

 

«Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré en ellos señal y enviaré de ellos algunos escapados a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mések, Ros, Túbal, Yaván; a las islas remotas que no oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones. Y traerán a todos vuestros hermanos de todas las naciones como oblación a Yahveh - en caballos, carros, literas, mulos y dromedarios - a mi monte santo de Jerusalén - dice Yahveh - como traen los hijos de Israel la oblación en recipiente limpio a la Casa de Yahveh. Y también de entre ellos tomaré para sacerdotes y levitas - dice Yahveh.»

 

Lectura de la carta a los Hebreos 12, 5-7.11-13

 

«Habéis echado en olvido la exhortación que como a hijos se os dirige: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor; ni te desanimes al ser reprendido por él. Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para  corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella. Por tanto, levantad las manos caídas y las rodillas entumecidas  y enderezad para vuestros pies los caminos tortuosos, para que el cojo no se descoyunte, sino que más bien se cure.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 13, 22-30

 

«Atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?" El les dijo: "Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. "Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos!" Y os responderá: "No sé de dónde sois." Entonces empezaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas"; y os volverá a decir: "No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!" "Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. "Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Los textos litúrgicos se mueven entre dos polos: uno, la llamada universal a la salvación; el otro, el esforzado empeño desde la libertad y cooperación del hombre. El libro de Isaías (Primera Lectura) termina hablando del designio salvador de Yahveh a todos los pueblos y a todas las lenguas.

 

El Evangelio, por su parte, nos indica que la puerta para entrar en el Reino es estrecha y que sólo los esforzados entrarán por ella. En este esfuerzo de nuestra libertad nos acompaña el Señor, con su pedagogía paterna que no está exenta de corrección, aunque no sea ésta la única forma de pedagogía divina ya que el corrige a los que realmente ama (Segunda Lectura).

 

«Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas»

 

El interlocutor anónimo que pregunta a Jesús sobre el número de los que se salvarán, está refiriéndose a una cuestión habitual en las escuelas rabínicas y frecuentemente repetida en todos los tiempos. Todos los rabinos en la época de Jesús estaban de acuerdo en afirmar que la salvación era monopolio de los judíos; pero según algunos, no todos los que pertenecían al pueblo elegido se salvarían. Justamente el mensaje de la lectura evangélica, más que el número de los salvados e incluso que la dificultad misma para salvarse, como podría sugerir la imagen de «la puerta estrecha»; es la oferta universal de salvación de parte de Dios donde «vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios».

 

Se verifica así en plenitud la visión de la Primera Lectura tomada del libro del profeta Isaías. En un cuadro  grandioso se describe la universalidad de la salvación de Dios a partir de Jerusalén, que se convierte simultáneamente en foco de irradiación misionera y de atracción cultual para todas las naciones. En ninguna parte del Antiguo Testamento se yuxtaponen con tal relieve el universalismo de la salvación de Dios y el particularismo judío. El texto nos hace recordar aquel pasaje que dice el Señor: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7 citado en Mt 11,17).   

 

«¿Son pocos los que se salvan?»

 

El Evangelio de este Domingo nos dice cómo Jesús iba caminando rumbo a Jerusalén, atravesando ciudades y pueblos, e iba enseñando. Podemos imaginar a Jesús proclamando la palabra de Dios como los antiguos profetas de Israel. Donde llega­ba, seguramente reunía al pueblo en la plaza y les enseñaba. Su enseñanza era nueva y asombrosa. Jamás al­guien había enseñado así. En efecto, los maestros de Israel enseñaban diciendo: «Moisés en la ley dijo...» o «La ley dice...». Jesús, en cambio, enseña diciendo: «Yo os digo». Inclu­so presentaba su enseñan­za de una manera que podía parecer impía a los oídos judíos: «Habéis oído que se dijo: 'No matarás'; mas yo os digo...» (Mt 5,21s). No es que Jesús deroga­ra el mandamiento de Dios; pero Él con su auto­ridad es una nueva instancia de volun­tad divina; da al mandamiento una mayor profundización. Por eso cuando Jesús terminaba de ense­ñar, «la gente se quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).

 

No es raro, entonces que la gente aprovechara la sabi­duría de Jesús para resolver dudas acerca de cuestio­nes fundamentales sobre la existencia humana. Es así que en uno de esos pueblos, uno se le acercó corriendo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eter­na?» (Lc 18,18). O, como refiere el Evangelio de hoy: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Si alguien hiciera esta pre­gunta a otra persona, sería objeto de burla. ¿Quién puede responder eso? Lo notable en este caso es que el que pregunta está convencido de que Jesús sabe la respuesta. Podemos calcu­lar la expectativa de todos los presen­tes que estaban pendientes de los labios de Jesús.

 

Ahora bien, ¿qué fue lo que enseñó Jesús para motivar semejante pregunta? Y ¿por qué está formulada en esa forma? Jesús tiene que haber dicho algo que llevara a concluir que los que se salvan son pocos. Pudo haber dicho, por ejemplo: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24). Seguramente entre los oyentes había pocos que estuvieran dispuestos a perder la vida por Jesús. O bien, pudo haber dicho: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,22; 24,13). Tampoco habría muchos que aceptaran ser odiados de todos por causa de Jesús. En otra ocasión, ante las palabras de Jesús, los oyentes concluyeron, no sólo que serían pocos los que se salvarían, sino que nadie podría salvarse: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (Lc 18,26).

 

La respuesta del Maestro...

 

Algo que no podemos dejar de recordar es que a ningún maestro de este tierra se le podría hacer semejante pregunta ya nadie sería capaz de aventurarse a dar una res­puesta. Por eso, la respuesta que Jesús da merece toda nuestra aten­ción. Antes de examinarla aclaremos qué se entiende por «salva­ción». Es claro que aquí se entiende por salvación aquel estado de felicidad definitiva y eterna que se tiene después de la muerte y que consiste en el conocimiento y el amor de Dios. El nombre «salvación» es exac­to, porque el estado en que se encuentran los hombres al venir a este mundo es de pecado, es decir, de privación del amor de Dios. Todos nece­sitamos ser salvados. Pero, ¿son pocos o muchos los que se salvan?

 

El que pregunta ciertamente tiene la convicción, al menos, de que no todos se salvan. La duda se refiere a la propor­ción entre los que se salvan y los que se pierden, y él parece tener la idea de que son menos los que se salvan. Por eso formula la pre­gunta de esa manera. Lo más grave es que la respues­ta de Jesús le da la razón: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán». ¡Muchos no podrán entrar! En la respuesta de Jesús se percibe que para los oyen­tes es claro que en las ciudades hay una puerta ancha por donde entran los carros y camellos cargados, y otra estre­cha, por donde entran los peatones, uno por uno y sin carga. Es por aquí por donde hay que entrar, es decir, todo lo que tengamos de superfluo estorba para entrar a la vida eter­na. Tal vez la forma completa de la respuesta de Jesús es la que reproduce Mateo: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la puerta y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo en­cuen­tran» (Mt 7,13-14).

 

Si la carga es tanta y no cabe por la puerta estre­cha, mientras se pugna por hacer entrar todo sin decidirse a despo­jarse, «el dueño de casa se levanta­rá y cerrará la puer­ta». ¡Cerrará incluso la puerta estrecha! El Señor continúa con esta parábola: «Los que hayáis quedado fuera os pondréis a llamar a la puerta, diciendo: '¡Señor, ábrenos!' Y os responderá: 'No sé de dónde sois'» Los de fuera recibi­rán esta sen­tencia: «¡Retir­aos de mí, todos los agentes de injus­ti­cia!». La situación de los que queden fuera es así descri­ta: «Allí será el llanto y el rechinar de dientes». Cuando se cierre la puerta, los que hayan quedado fuera no podrán argüir excusas ni presentar recomendacio­nes. Jesús da, como ejemplo, una recomendación particular que no val­drá y que se dirige a los que están allí escu­chando su enseñan­za. En ese día no podrán decir: «Has enseñado en nuestras pla­zas... somos tu pueblo. ¡Ábrenos!». A éstos advierte que la salvación no está restrin­gida a Israel sino a todos los pueblos de la tierra.

 

«Luchad por entrar...»

 

El término en griego de «luchad» (agonizesthe, de agonizomai) es una fuerte exhortación a luchar, a trabajar fervientemente, hacer el máximo esfuerzo por conquistar un bien que, aunque posible, es difícil y arduo de alcanzar. Se trata de un esfuerzo con celo persistente, enérgico, acérrimo y tenaz, sin doblegarse ante las dificultades que se presentan en la lucha. Implica también un entrar en competencia, luchar contra adversarios. El término lo utiliza San Pablo en su carta a Timoteo: «Combate (agonizou) el buen combate de la fe» (1Tim 6,12). Pablo lo alienta a no desistir en el combate excelente de la fe, a esforzarse sin desmayo en una lucha que, porque perfecciona al hombre y porque lo orienta hacia la plenitud de la vida eterna, es hermosa y preciosa. Pablo resalta que es necesario, por parte de quien ha recibido el don de la fe, el esfuerzo sostenido en esa lucha: mediante la decidida cooperación con el don y la gracia recibidos, se conquista la vida eterna. Y dado que no es fácil acceder a ella, el esfuerzo ha de ser análogo al que realiza un luchador en vistas a conquistar la victoria.

 

Para pasar por «la puerta estrecha» hay que trabajar esforzadamente, hay que luchar el buen combate de la fe, hay que obrar de acuerdo a la justicia y santidad, de acuerdo a la caridad y a la  solidaridad: ¡hay que obrar bien, y ello demanda al cristiano, en un mundo que prefiere la puerta amplia y el camino fácil, un continuo esfuerzo por la santidad!

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Él (el Señor Jesús), en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir Señor, Señor sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial. Él habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán. Él puso como piedra de toque y señal distintiva el amor hacia Sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos. Por ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta ¿Cuáles?, le responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo.

 

A quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo y tome la cruz cada día. Exige que el hombre esté dispuesto a dejar por Él y por su causa todo cuanto de más querido tenga, como el padre, la madre, los propios hijos, y hasta el último bien -la propia vida -. Pues añade Él: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y luego ya nada más pueden hacer. Yo os diré a quien habéis de temer: Temed al que una vez quitada la vida, tiene poder para echar al infierno. Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor y de bondad».

 

Pío XII, Radiomensaje sobre la conciencia y la  moral. 23 de marzo de 1952.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Hagamos un examen y veamos cuáles son las cargas que me impiden entrar por la puerta estrecha.

 

2. Leamos el pasaje de Hb 12,5-7.11-13 ¿Cuántas veces me resulta difícil entender la pedagogía de Dios?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2012 - 2016 

 

 

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