lunes, 26 de diciembre de 2011

{Meditación Dominical} Santa María Madre de Dios y Sagrada Familia

Santa María Madre de Dios
«Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios»

Lectura del libro de los Números  6, 22-27

«Habló Yahveh a Moisés y le dijo: Habla a Aarón y a sus hijos y diles: «Así habéis de bendecir a los Israelitas. Les diréis: Yahveh te bendiga y te guarde; ilumine Yahveh su rostro sobre ti y te sea propicio; Yahveh te muestre su rostro y te conceda la paz.» Que invoquen así mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré».
   
Lectura de San Pablo a los Gálatas 4, 4-7

«Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios».

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 2, 16-21

«Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno».

Pautas para la reflexión personal 

El vínculo entre las lecturas

En el día primero de enero, octava de la Na¬vidad, la liturgia nos propone para nuestra con¬templación la celebración más antigua de la Vir¬gen en la Iglesia Romana. La reforma litúrgica del Vaticano II ha recuperado esta fiesta de María, Madre de Dios, sin por ello olvidar ni el comien¬zo del año, ni la circuncisión de Jesús, ni la im¬posición del nombre de Jesús al Niño nacido en Belén.

Por esto la Primera Lectura, tomada del li¬bro de los Números , nos habla de la importancia de invocar el nombre de Dios para alcanzar de Él bendiciones. Con lo cual nos recuerda que es importante comenzar el año nuevo invocando el nombre de Jesús y de esa manera podamos en¬trar con confianza a recorrer el año recién abier¬to a nuestras ilusiones y a nuestros temores.

En este día tan lleno de interrogantes la Igle¬sia gusta además de poner a todos los fieles ba¬jo la protección de nuestra Madre María, y por ello ruega a Dios: «Concédenos experimentar la interce¬sión de Aquélla, de quien hemos reci¬bido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida» (Oración de Colecta) En la Segunda Lectura recordamos las pala¬bras de San Pablo claras e impresionantes: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Y el Evangelio nos presenta el reconocimiento por parte de humildes pastores, del hecho más extraordinario de la humanidad: «Dios con nosotros». María, por su parte, meditaba todo «cuidadosamente» en su corazón.

«Yahveh te muestre su rostro y te conceda la paz»

El cuarto libro del Pentateuco (el libro de los Números) se titula también «En el desierto» siendo éste un título más descriptivo ya que la narración recoge la peregrinación de los israelíes por el desierto del Sinaí hasta las puertas de Jerusalén. Los cuarenta años justos y el perfecto itinerario de 40 nombres (ver Nm 33) no disimula las quejas y el descontento del pueblo. El libro refleja bien como ésta fue una etapa a la deriva, sin mapas ni urgencia. Los israelitas se rebelaron contra Dios y contra Moisés, su caudillo. Aunque desobedecían, Dios seguía cuidando a su pueblo. 

En el texto referido tenemos la fórmula clásica de la bendición litúrgica del Antiguo Testamento (ver Ecle 50,22). Bendecir era un oficio propio de los sacerdotes, aunque también el rey podía bendecir (ver 2Sam 6,18) así como los levitas (ver Dt 10,8). Su lenguaje se asemeja mucho al utilizado en los Salmos. La referencia al «rostro iluminado» es una expresión del favor de Dios: «Si el rostro del rey se ilumina, hay vida; su favor es como nube de lluvia tardía» (Pr 16,15). La triple invocación del nombre de «Yahveh», sobre los israelitas hace eficaz la bendición de Dios (ver Jr 15,16) vislumbrándose, desde una lectura cristiana, una íntima relación con Dios Uno y Trino.

Tiempo de Navidad

Ya ha pasado el tiempo del Adviento con el cual dimos inicio a un nuevo año litúrgico, preparándonos para recibir al Señor que nace entre nosotros, ya ha pasado la gran fiesta de la Navi¬dad, hoy día concluye la Octava de Navidad. Es el momento de recapacitar y recoger los frutos. Es el momento de preguntarnos qué huella profunda dejó en noso¬tros todo este tiempo. ¿Significó algo para nosotros?

Para muchos fue entrar en un período de agitación y de sometimiento a las estrictas normas del consumismo en que estamos sumidos, sin dejarles un instan¬te de tranquilidad para refle¬xionar sobre el sentido de lo que celebraba nuestra fe cristiana. Es el caso de los propie¬ta¬rios y depen¬dientes del comercio establecido y no esta¬ble¬cido cuya preocupación principal era vender cada vez más y muchas horas del día; era intensa la agitación que se observaba en las calles y la carrera a la compra de rega¬los. Todo eso ya pasó, pero ¿qué sentido tuvo? Ahora se hace el balance de las ventas y se expresa satisfacción porque superaron las de años anterio¬res. ¡Qué éxito! ¡Se cumplieron los objeti¬vos! ¿Pero es éste el objetivo de la fiesta de Navidad? ¿No es esto más bien falsear su objetivo?

Todavía es tiempo de rescatar su auténtico sentido. La fiesta de Navidad es tan importante que la Iglesia la celebra durante ocho días; es como un solo largo día. Y concluye con la fiesta del 1º de enero, solemnidad de la Maternidad divina de María. Al concluir la Octava de Navidad ojala pudiéramos tener la actitud de los pastores que, después de ver al niño recostado en un pesebre, «se retira¬ron glorificando y alabando a Dios, por todo lo que habían oído y visto».

Ésta es la misma actitud del coro celeste que se les había presenta¬do: «Una multitud del coro celestial alababa a Dios di¬ciendo: 'Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor'». El nacimiento del Hijo de Dios en la tierra es motivo de alabanza y gloria a Dios de parte de los ángeles, de los hombres y de toda la creación. Si alguién cree haber vivido el verdadero sentido de la Navidad, examine su corazón para ver si surge en él la alabanza a Dios «por todo lo visto y oído».

Santa María, Madre de Dios

La fiesta de hoy tiene tres aspectos que no pueden pasar inadvertidos. El primero se refiere al tiempo: nadie puede ignorar el hecho de que hoy hemos comenzado un nuevo año. El recuento de los años nos permite ubicar los hechos de la historia en una línea y así poder¬ ordenarlos en el tiempo y en su relación de unos con otros. Pero ¿por qué a este año damos precisamente el número 2006? La antro¬po¬logía estima que el hombre tiene alrededor de 3 millones de años sobre la tierra. La pregunta obvia es: ¿2006 años en relación a qué? Nos responde San Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo nacido de mujer » (Gal 4,4). Es decir, 2006 años de una nueva cuali¬dad de tiempo; 2006 desde el nacimiento del Hijo de Dios entre nosotros y de su presencia en la histo¬ria humana. Es la «plenitud del tiempo». Poner este hecho entre paréntesis es lo mismo que evadirse de la realidad.

El segundo aspecto está dicho en esas mismas palabras de San Pablo que hemos citado: envió Dios a su Hijo «naci¬do de mujer». El uso normal era identificar a alguien por el padre: «Nacido de José o de Juan o de Zebedeo, etc.». Aquí, en cambio, al comienzo de este tiempo de plenitud se encuentra una mujer, de la cual debía nacer el Hijo de Dios. Por eso es conveniente que el primer día de cada año, cuando se recuerda el evento fundamental, se celebre a la Virgen María como Madre de Dios. María que, como criatura, es ante todo discípula de Cristo y redimida por Él, al mismo tiempo fue elegida como Madre suya para formar su humanidad.

Así, en la relación entre María y Jesús se realiza de modo ejemplar el sentido profundo de la Navidad: Dios se hizo como nosotros, para que nosotros, de algún modo, llegáramos a ser como él. Esto es lo primero que vieron los pastores cuando corrieron a verificar el signo dado por el ángel: «Fueron a toda prisa y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre». Al comenzar este año, ante todos los eventos que en él ocurran, el Evangelio nos invita a tener la actitud reverente y silenciosa de la Madre de Dios: «María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón».

Por último, el primero de cada año la Iglesia celebra la Jornada mundial de la paz. Hemos dicho que alguien puede verificar su vivencia de la Navidad por el deseo de alabar y glorificar a Dios que brota espontáneo de su corazón. Pero a la gloria de Dios en el cielo corresponde la «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». La paz, en sentido bíblico, es el bien mayor que se puede desear a alguien. La persona posee la paz cuando está bien en todo sentido, en particular cuando goza de la gracia de Dios.

En este primer día del año queremos que la gracia del Señor se derrame  en abundancia a «todos los hombres de buena voluntad» de acuerdo a la antigua bendición de Moisés: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,26). Esta paz fue dada al mundo con el nacimiento de Cristo. Y en esto consistió su misión en la tierra, tal como él mismo lo declara antes de abandonarla: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,17).

Una palabra del Santo Padre:

«La Iglesia, por su parte, fiel a la misión que ha recibido de su Fundador, no deja de proclamar por doquier el «Evangelio de la paz». Animada por su firme convicción de prestar un servicio indispensable a cuantos se dedican a promover la paz, recuerda a todos que, para que la paz sea auténtica y duradera, ha de estar construida sobre la roca de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Sólo esta verdad puede sensibilizar los ánimos hacia la justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria. Ciertamente, sólo sobre la verdad de Dios y del hombre se construyen los fundamentos de una auténtica paz.

Al concluir este mensaje, quiero dirigirme de modo particular a los creyentes en Cristo, para renovarles la invitación a ser discípulos atentos y disponibles del Señor. Escuchando el Evangelio, queridos hermanos y hermanas, aprendemos a fundamentar la paz en la verdad de una existencia cotidiana inspirada en el mandamiento del amor. Es necesario que cada comunidad se entregue a una labor intensa y capilar de educación y de testimonio, que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo la verdad de la paz.

Al mismo tiempo, pido que se intensifique la oración, porque la paz es ante todo don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Gracias a la ayuda divina, resultará ciertamente más convincente e iluminador el anuncio y el testimonio de la verdad de la paz. Dirijamos con confianza y filial abandono la mirada hacia María, la Madre del Príncipe de la Paz. Al principio de este nuevo año le pedimos que ayude a todo el Pueblo de Dios a ser en toda situación agente de paz, dejándose iluminar por la Verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Que por su intercesión la humanidad incremente su aprecio por este bien fundamental y se comprometa a consolidar su presencia en el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las generaciones venideras».

Benedicto XVI. Mensaje para la Celebración de la Jornada Mundial de la Paz. 1 de enero de 2006

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. El recordado Juan Pablo II colocaba en su libro «Memoria e Identidad» la memorable frase de San Pablo: «No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12,21) y nos decía como «el mal es siempre ausencia de un bien que un determinado ser debería tener, es una carencia». Esforcémonos y hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para poder vivir cotidianamente a lo largo del año este programa de vida. Hagamos el bien ante el mal que muchas veces nos rodea.

2. Un año nuevo siempre es un tiempo lleno de esperanza y de renovación. Agradezcamos al Señor por todos los dones del año que pasó y ofrezcámosle nuestros mejores esfuerzos para vivir más cerca de Dios y de nuestros hermanos. ¿Cuáles van a ser nuestras resoluciones para el 2006? ¿Cuáles van a ser nuestros objetivos? ¿Qué debo de cambiar? ¿Qué voy a mejorar?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 464-469. 495.




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sábado, 24 de diciembre de 2011

{Meditación Dominical} Feliz y Santa Navidad

Estimados amigos: el 2011 ha sido un año muy especial para vuestro blog : "Razones para Creer".  Por un lado nos mudamos de plataforma – aún con el riesgo de perder asiduos lectores  – pero con la clara convicción de mejorar y poder así compartirles de manera más ágil y dinámica noticias que puedan llevar a una reflexión y a una toma de posición ante la vida.  También nos pusimos como meta el publicar no menos de cuatro noticias al día. Reto que no ha sido siempre fácil de cumplir.

Nuestra querida Iglesia Católica navega en las aguas turbulentas del mundo bajo la guía firma de Pedro – hoy Benedicto XVI – y eso nos llena de entusiasmo y alegría. "Hermanos hay mucho que hacer" , decía un poeta peruano. Nuestro pequeño trabajo busca ser una grano de arena en la gran gesta de la Nueva Evangelización

Bueno estimados amigos – por primera vez en nuestra breve historia – haremos un pequeño receso (llamase descanso) y volveremos el 2012, no sin antes desearles una Santa Navidad y los mejores deseos para un venturoso Año 2012.

Recordemos que las Meditaciones Dominicales salen a partir del blog: Razones para creer.  Ayuda  a difundir esta iniciativa invitando a más amigos. 

Rafael de la Piedra Seminario



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lunes, 19 de diciembre de 2011

{Meditación Dominical} Natividad del Señor. «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros»

Natividad del Señor

«Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros»

                                                                                                    

Lectura del profeta Isaías 52, 7-10

 

«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios!» ¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado Yahveh su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los cabos de la tierra la salvación de nuestro Dios».

           

Lectura de la carta a los Hebreos 1,1- 6

 

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado. En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1,1-18

 

«En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.

 

Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la Buena Noticia!» Podemos decir que el tema central de todas las lecturas en la Natividad del Señor es el mismo Jesucristo: Palabra eterna del Padre que ha puesto su tienda entre nosotros, que ha acampado entre los hombres. El prólogo del Evangelio de San Juan nos habla de la «Buena Nueva» esperada y anunciada por los profetas (Primera Lectura), nos habla del Hijo por el cual el Padre del Cielo nos ha hablado (Segunda Lectura) y nos revela la sublime vocación a la que estamos llamados desde toda la eternidad «ser hijos en el Hijo».

 

 

J «¡Saltad de júbilo Jerusalén!»

 

El retorno del exilio es inminente y el profeta describe gozoso el mensajero que avanza por los montes como precursor de la «buena noticia» de la liberación del exilio, al mismo tiempo que anuncia la esperada paz y la inauguración del nuevo reinado de Yavheh sobre su pueblo elegido. «Ya reina tu Dios», surge así una nueva teocracia en la que Dios será realmente el Rey de su pueblo y Señor de sus corazones. Los centinelas de Jerusalén son los primeros que perciben la llegada del mensajero con la buena noticia: Dios de nuevo se ha compadecido de su pueblo y «arremangándose las mangas» ha luchado en favor de Israel ante los pueblos gentiles.

 

J «¡Os ha nacido un Salvador!»

 

En todas las Iglesias del mundo resonó anoche durante la celebración eucarística la voz del Ángel del Se­ñor que dijo a los pastores de la comarca de Belén: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salva­dor, que es el Cristo, Señor» (Lc 2,10-11). Lo más extraordina­rio es que este anuncio se ha repetido todos los años, por más de dos mil años, y en todas las latitudes, sin perder nada de su actualidad. ¿Cómo es posible esto? Hay en ese anuncio dos términos que responden a este interrogante: la palabra «hoy» y el nombre «Señor». La primera es una noción temporal, histórica, y en este texto suena como un campanazo. Ese «hoy» fija la atención sobre un punto determinado de la historia humana, que sucesivamente ha sido adoptado con razón como el centro de la historia. El nombre «Se­ñor», en cambio, se refiere a Dios, que es eterno, infini­to, ilimi­tado, sin sucesión de tiempo. El anuncio quiere decir entonces que el Eterno se hizo temporal, que entró en la historia. ¿Para qué?

 

Para que nuestra historia tuviera una dimensión de eterni­dad. Por eso es que los acontecimientos salvíficos, los que se refieren a la persona del Señor, son siempre presente. Ese «hoy» es siempre ahora. Es lo mismo que expresa San Juan en el Prólogo de su Evangelio, que hoy leemos en la Misa del día. Esta solemni­dad, dada su importancia, tiene una Misa propia de la vigi­lia, otra Misa de media noche y otra Misa del día.

 

J «La Palabra habitó entre nosotros»

 

El Prólogo del cuarto Evangelio parte del origen mismo, pone como sujeto la Palabra y, en frases sucesivas, aclara su esencia: «En el principio existía la Pala­bra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Este «principio» no hace alusión a ningún tiempo, porque se ubica antes del tiempo y está perpetuamente fuera del tiempo. El sujeto al que se refiere todo el texto de San Juan es «la Palabra» que es mencionado otras dos veces: «La Palabra era la luz verdade­ra que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (v. 9). Y en el v. 14, el punto culmi­nante de todo el desarro­llo, el que expli­ca todo, porque todo conduce hacia allí: «Y la Pala­bra se hizo carne y puso su morada entre nosotros». La Palabra, que es la Luz verdadera y cuya esencia es divina, es decir, espiritual, se encarnó. El intangible, invisi­ble, impasible, atemporal se hizo, tangible, visible, sometido a padeci­mientos y temporal. Para decirlo breve: Dios se hizo hombre.

 

Es Jesús, quien es la Palabra del Padre. En el misterio de Jesucristo no se puede separar la eternidad del tiempo, el Verbo de Jesús. Sería traicionar la revelación de Dios. A lo largo de la historia Dios había pronunciado palabras por medio de los profetas, palabras que manifestaban de modo incompleto la revelación de Dios. Con Jesucristo el Padre pronuncia la última, definitiva y única Palabra, en la que se comprende y llega a plenitud toda la revelación. Por eso leemos en la Constitución Dei Verbum: «La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor»[1]. Es decir todo lo que el Padre quería revelarnos para nuestra salvación ya lo ha realizado en Jesucristo.

 

El hombre por su propia naturaleza está afectado por el tiempo, es decir, participa de esa característica que posee todo ser temporal: nacer, desarro­llarse y, finalmente, fenecer. ¿Cómo puede hacer el hombre para entrar en la eternidad? El hombre vive de una vida natural cuyos procesos son el objeto de las ciencias naturales, la biología, la psicolo­gía, la sociología, etc. ¿Cómo puede hacer para poseer la vida divina y eter­na sin que quede anulada su vida natural? Esto lo consigue el hombre me­diante un acto que se cumple en el tiempo, pero le obtiene la eternidad. Este acto es la fe en Cristo, la fe en su identidad de Dios y Hombre, de eterno y temporal, de Hijo de Dios e Hijo de María.

 

L «Vino a su casa y los suyos no la acogieron»

 

El texto continúa refiriéndose a «la Palabra» y menciona que los suyos no la acogieron pero aquellos que sí lo hicieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. El nombre, en la Sagrada Escritura, está en el lugar de la identidad personal. Y esto lo repitió Jesús muchas veces en su vida. Citemos al menos una: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y el mismo Juan en su carta explica: «Os he escrito estas cosas para que sepáis que tenéis vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios» (1Jn 5,13).

 

Jesucristo, en quien concurren la humanidad y la divinidad, es el único camino por el cual el hombre puede alcan­zar a Dios. Lo enseñó Él mismo cuando dijo: «Yo soy el Camino... Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). No hay otro camino pues en ningún otro se juntan la naturaleza humana y la natura­leza divina, el tiempo y la eternidad; ningún otro es verdadero Dios y verdadero hombre. Y la aparición de esta posibilidad en el mundo es lo que celebra­mos hoy.

 

Es una posibilidad que está abierta también hoy y lo estará siempre pues «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre» (Heb 13,8). También hoy está abier­ta la opción de acogerlo o no acogerlo, de creer o no creer en él. Si Jesús nació en un pesebre, «porque no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2,7), es porque quiso ubicarse en el grado más bajo de la escala humana, a nivel infrahuma­no. Lo hizo para que nadie se sienta excluido, ni siquiera el hombre más miserable, y todos tengan abierto el camino de la salvación. A todos, como a los pastores, se les anuncia: «Hoy os ha nacido un Salvador». ¡Acogedlo!

 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Hoy quiero dirigir la mirada a la figura de San José. En el Evangelio de hoy, san Lucas presenta a la Virgen María como «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David» (Lucas 1, 27). Sin embargo, el que más importancia da al padre adoptivo de Jesús es el evangelista Mateo, subrayando que gracias a él el Niño quedaba legalmente introducido en la descendencia de David, cumpliendo así las Escrituras, en las que el Mesías era profetizado como «hijo de David». Pero el papel de José no puede reducirse a este aspecto legal. Es modelo del hombre «justo» (Mateo 1, 19), que en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por esto, en los días que preceden a la Navidad, es particularmente oportuno establecer una especie de diálogo espiritual con san José para que nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe.


El querido Papa Juan Pablo II, que era muy devoto de san José, nos dejó una admirable meditación dedicada a él en la exhortación apostólica «Redemptoris Custos», «Custodio del Redentor». Entre los muchos aspectos que subraya, dedica una importancia particular al silencio de san José. Su silencio está impregnado de la contemplación del misterio de Dios, en actitud de disponibilidad total a la voluntad divina. Es decir, el silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino más bien la plenitud de fe que lleva en el corazón, y que guía cada uno de sus pensamientos y acciones.

 

Un silencio por el que José, junto con María, custodia la Palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, cotejándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santa voluntad y de confianza sin reservas en su providencia. No es exagerado pensar que Jesús aprendiera --a nivel humano-- precisamente del «padre» José esa intensa interioridad, que es la condición de la auténtica justicia, la «justicia interior», que un día enseñará a sus discípulos (Cf. Mateo 5, 20).


¡Dejémonos contagiar por el silencio de san José! Nos hace tanta falta en un mundo con frecuencia demasiado ruidoso, que no favorece el recogimiento y la escucha de la voz de Dios. En este tiempo de preparación de la Navidad, cultivemos el recogimiento interior para acoger y custodiar a Jesús en nuestra vida».

 

Benedicto XVI. Ángelus 18 de diciembre de 2005.

 

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. Nos dice el gran Papa San León Magno: «Nuestro Salvador, amadísimos hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa. Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos, nuestro Se­ñor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca a la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es lla­mado a la vida». ¡Vivamos hoy la alegría por el nacimiento de nuestro Reconciliador! Compartamos esta alegría en nuestra familia, en nuestro trabajo, con nuestros amigos, con las personas necesitadas.

 

2. Volvamos a lo esencial de la Navidad. Todo el resto se subordina a la gran verdad de nuestra fe: Navidad es Jesús. ¿Qué voy hacer en mi familia para que éste sea el mensaje central en estos días?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 525-526.

 



[1] Dei Verbum, 4.

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martes, 13 de diciembre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 4 del Tiempo de Adviento. Ciclo B. «El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios»

Domingo de la Semana 4 del Tiempo de Adviento.  Ciclo B

«El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios»

 

Lectura del segundo libro de Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16

 

«Cuando el rey se estableció en su casa y Yahveh le concedió paz de todos sus enemigos de alrededor, dijo el rey al profeta Natán: «Mira; yo habito en una casa de cedro mientras que el arca de Dios habita bajo pieles.» Respondió Natán al rey: «Anda, haz todo lo que te dicta el corazón, porque Yahveh está contigo.»

 

Pero aquella misma noche vino la palabra de Dios a Natán diciendo: «Ve y di a mi siervo David: Esto dice Yahveh. ¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? Yo te he tomado del pastizal, de detrás del rebaño, para que seas caudillo de mi pueblo Israel. He estado contigo dondequiera has ido, he eliminado de delante de ti a todos tus enemigos y voy a hacerte un nombre grande como el nombre de los grandes de la tierra: fijaré un lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré allí para que more en él; no será ya perturbado y los malhechores no seguirán oprimiéndole como antes, en el tiempo en que instituí jueces en mi pueblo Israel; le daré paz con todos sus enemigos.

 

Yahveh te anuncia que Yahveh te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá  de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 16, 25-27

 

«A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1,26-38

 

«Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo.

 

El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.»

 

María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por  eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, = porque ninguna cosa es imposible para Dios.»

 

Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue».

 

 Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Próximos ya a la celebración del Misterio de la Navidad, la Iglesia hace preceder al nacimiento del Salvador el misterio de la Virgen-Madre, porque tiene la clara «conciencia de que María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación», como ha dicho Juan Pablo II. El arcángel Gabriel le anticipa a María que su hijo: «será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David».

 

El segundo libro de Samuel (Primera Lectura) nos presenta al rey David con la intención de construir un templo para Yahveh pero el profeta Natán indica a David que la voluntad de Dios es diversa: no será él, el rey David, quien construirá el templo, sino que será Dios mismo quien dará a David, una «casa», una descendencia y un reino que durarán por siempre.

 

María, concebida sin pecado y colmada de la gracia y santidad de Dios, fue elegida para una misión muy específica: ser Madre de Dios y Madre nuestra. De este modo, Dios mismo, «al llegar la plenitud de los tiempos» habitaría en su seno purísimo para tomar de Ella nuestra humanidad y «construirse» así en María una morada dignísima. Este es el gran Misterio escondido por siglos eternos y manifestado en Jesucristo con el fin de atraer a todos los hombres a la «obediencia de la fe» (Segunda Lectura). Porque tanto nos ha amado Dios que nos ha dado a su Hijo único para que tengamos en Él la vida eterna.

 

«Yahveh te edificará una casa» 

 

Ésta es la primera intervención del profeta Natán que desempeñará un papel muy importante a lo largo del reinado del rey David.  Cuando éste muere; la casta se va a dividir y Adonías (cuarto hijo de David) va a querer usurpar el poder, sin embargo Natán ungirá a Salomón (el segundo hijo de David con Betsabé) como rey sucesor. La profecía que leemos en la Primera Lectura, se elabora a base de una contraposición: no será David quien edifique una casa (un templo) para Yahveh sino que será Yahveh quien levantará una casa - es decir una dinastía- a David. La promesa concierne esencialmente a la permanencia del linaje davídico sobre el trono de Israel e irá más allá del primer sucesor de David: Salomón. Éste es el primer eslabón de las profecías sobre el Mesías como hijo de David, título aplicado posteriormente a Jesús (ver Hch 2, 29-30).     

 

 El más grande Misterio de toda la humanidad

 

Uno puede leer mil veces, un millón de veces, el relato de la Anunciación-Encarnación y siempre encontrará algo nuevo, porque nos habla de un misterio insondable que no puede ser agotado por nuestra limitada inteligen­cia. Si la litera­tura consiste en transmitir un conteni­do valioso usando el vehículo de la palabra humana, podemos decir que aquí tenemos la página más hermosa de toda la literatura universal. Con una so­briedad impresio­nante se relata el acon­tecer de un miste­rio que recapitula y, de golpe, da sentido a todo el Anti­guo Testamento y a toda la historia humana. Lo que era oscuro y latente, aquí se hizo luminoso y patente.

 

Dios estaba realizando la prome­sa de salvación enviando a su Hijo único para que asumiera la naturale­za humana en el seno de una Virgen y diera cum­plimiento a todas las profecías. Cuando Lucas, después de informar­se de todo diligente­mente, escribió su Evangelio, él no sabía que nosotros lo íbamos a editar junto con los otros tres Evange­lios. Él quiso escribir una obra completa como si fuera el único relato del misterio de Cristo y de la Iglesia (su Evangelio se prolonga en los Hechos de los Apósto­les). Por eso aquí tenemos la primera presenta­ción de la Virgen María: «El sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Naza­ret, a una virgen desposada con un hombre llamado José de la casa de David; el nombre de la virgen era María». No sobra ninguna palabra; el estilo carece de todo triunfa­lismo y adorno super­fluo.

 

Este comienzo recuerda la presentación de los grandes profetas a quienes es dirigida la Palabra de Dios. Así es presentado Ezequiel: «En el año treinta... fue dirigida la palabra del Señor a Ezequiel, hijo de Buzí en el país de los caldeos...» (Ez 1,1-3). Así es presentado Oseas: «Palabra del Señor que fue dirigida a Oseas, hijo de Beerí, en tiem­pos de Ozías...» (Os 1,1). En el caso de Jonás leemos: «La palabra del Señor fue dirigida a Jonás» (Jon 1,1).

 

Pero en el caso de la Virgen María, le fue enviado un ángel de parte de Dios para anunciarle que en ella tomaría carne la Palabra eterna de Dios. Ella la acogería en su seno y la daría al mundo. La Epístola a los Hebreos nos ayuda a ver la diferencia en relación a los profetas del Antiguo Testamento: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1,1-2). Esta Palabra, que existía desde siempre junto al Padre, fue modulada en el seno de María y desde allí fue pronunciada al mundo.

 

 «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»

 

El Evangelio de hoy es el anuncio de un nacimiento. La Virgen supo desde el primer momento quién era el que iba a nacer. El arcángel le dijo claramente su identidad y la Virgen comprendió que esta era la promesa hecha a David y que tenía ahora cumplimiento; comprendió que el que iba a nacer era el Mesías, el que Israel espe­ra­ba como salva­dor. Pero subsiste un proble­ma. De la pregunta de María se deduce que ella tenía un propósito de perpetua virgi­nidad, es decir, de consagración total a Dios, percibido como una llama­da divina.

 

No se pueden entender de otra manera sus palabras (tanto más considerando que ella estaba comprometi­da como esposa de José que sin duda también había aceptado mantenerse célibe): «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?». «Conocer varón» es una expresión idio­mática para indicar la relación sexual; y «no conozco», dicho en presente, indica una situación que se prolonga perpe­tuamen­te. De lo contrario, ¿qué dificultad podía encontrar una esposa al anuncio del nacimiento de un hijo? La literatura antigua está llena de anuncios de nacimientos y ninguna mujer reacciona así.

 

El problema de María es que, de parte de Dios, siente el llamado a la virginidad perpetua y, de parte de Dios, se le anuncia el nacimiento de un hijo, y más encima, del Mesías esperado. La respuesta del arcángel le disipa toda duda: «El Espíri­tu Santo vendrá sobre tí y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra... ninguna cosa es imposible para Dios». El Espíritu de Dios es el que, cerniéndose sobre el abismo caótico, puso armonía y belleza en el universo creado (ver Gn 1,2); el Espíritu de Dios es el que da vida al polvo que es el hombre (ver Gn 2,7; Sal 104,29-30); el Espíritu de Dios hace revivir los huesos secos (ver Ez 37,10); el Espí­ritu de Dios hace conocer la Verdad (ver Jn 16,13). El Espíritu de Dios puede hacer que una mujer sea virgen y madre.

 

El resto del anuncio, es decir, la identidad completa del que iba a nacer, la Virgen no lo pudo comprender plena­mente en ese momen­to: «Será grande y será llamado Hijo del Altísi­mo... será santo y será llamado Hijo de Dios». Esto era un misterio que ella comprendería en plenitud después de peregrinar en la fe y de conservar, meditándolas en su corazón, cada cosa y cada palabra de Jesús. La Virgen María se entregó sin reserva al misterio de la vida que se engendraba en ella y comenzó su maternidad. Lo aceptó con estas palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra». Si tenía otros planes en su vida, en este momento quedaron todos sometidos al Plan de Reconciliación del Padre amoroso.


 «La obediencia de la fe»

 

Si tratamos de entender lo que San Pablo quiere decir cuando nos habla de «obediencia de la fe» en su carta a los Romanos, podemos decir que se trata de la confianza absoluta puesta en Dios y en lo que Él revela. A la luz de la experiencia de María, que leemos en el pasaje de San Lucas, estamos invitados a vivir «la obediencia de la fe» como una respuesta a la invitación de Dios a cooperar con su Divino Plan. Y no podía ser de otro modo, pues siendo Dios Amor, quiere de nosotros una respuesta generosa, y por ello respeta infinitamente la libertad de su creatura humana. De este modo Dios ha hecho depender del hombre mismo, en sentido último y real, su propia salvación: «Nos creaste sin nuestro consentimiento, pero sólo nos salvarás con nuestro consentimiento», decía san Agustín. El hombre no puede alcanzar la propia salvación y realización humana si no es por la obediencia de la fe, libre y amorosa.

 

  Una palabra del Santo Padre:

 

«En la actual sociedad de consumo, este período sufre por desgracia una especie de «contaminación» comercial, que corre el riesgo de alterar su auténtico espíritu, caracterizado por el recogimiento, la sobriedad, una alegría que no es exterior, sino íntima. Por tanto, es providencial que, como una puerta de entrada en la Navidad, exista la fiesta de la Madre de Jesús, quien mejor que nadie puede guiarnos a conocer, amar, adorar al Hijo de Dios hecho hombre.

 

Dejemos, por tanto, que sea ella quien nos acompañe; que sus sentimientos nos animen a predisponernos con sinceridad de corazón y apertura de espíritu a reconocer en el Niño de Belén al Hijo de Dios, venido a la tierra por nuestra redención. Caminemos junto a ella con la oración y acojamos la repetida invitación que nos dirige la Liturgia de Adviento a permanecer en espera, una espera vigilante y gozosa, pues el Señor no tardará: viene a liberar a su pueblo del pecado.


En muchas familias, continuando una bella y consolidada tradición, inmediatamente después de la fiesta de la Inmaculada, se empieza a preparar el belén, como si se quisiese revivir junto a María estos días plenos de trepidación que precedieron al nacimiento de Jesús. Hacer el belén en casa puede ser una forma sencilla pero eficaz de presentar la fe y transmitirla a los propios hijos. El pesebre nos ayuda a contemplar el misterio del amor de Dios que se ha revelado en la pobreza y en la sencillez de la gruta de Belén.

 

San Francisco de Asís quedó tan sobrecogido por el misterio de la Encarnación que quiso volver a presentarlo en Greccio con el pesebre viviente, convirtiéndose de este modo en el iniciador de una larga tradición popular que todavía conserva hoy su valor para la evangelización. El belén nos puede ayudar, de hecho, a comprender el secreto de la verdadera Navidad, porque habla de la humildad y de la bondad misericordiosa de Cristo, que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8, 9). Su pobreza enriquece a quien la abraza y la Navidad trae alegría y paz a quienes, como los pastores, acogen en Belén las palabras del ángel: «esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2, 12). Sigue siendo el signo también para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI. No hay otra Navidad».

 

Benedicto XVI. Ángelus 11 de diciembre de 2005.

 

 Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana 

 

1. La maternidad es un auténtico don de Dios. Recemos por aquellas mujeres que están en estado de «buena esperanza» para que acojan con amor y cariño a ese niño que llevan en su vientre. También pidamos por aquellas madres que están pensando abortar en estos días, para que se abran a la gracia de Dios y acogen la bendición de una «vida nueva».         

 

2. Acojamos el pedido de Benedicto XI y de manera particular vivamos estos últimos días del Adviento cerca de la Madre de Dios, la Virgen María.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 456 - 460. 496 - 498. 502- 511.

 

 

 

 

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lunes, 5 de diciembre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 3 del Tiempo de Adviento. Ciclo B. «Yo soy la voz del que clama en el desierto» e Inmaculada Concepción de María

Domingo de la Semana 3 del Tiempo de Adviento.  Ciclo B

«Yo soy la voz del que clama en el desierto»

 

Lectura del profeta Isaías 61,1-2a. 10-11

 

«El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh, día de venganza de nuestro Dios; para consolar a todos los que lloran, "Con gozo me gozaré en Yahveh, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto como el esposo se pone una diadema, como la novia se adorna con aderezos. Porque, como una tierra hace germinar plantas y como un huerto produce su simiente, así el Señor Yahveh hace germinar la justicia y la alabanza en presencia de todas las naciones"».

 

Lectura de la Primera Carta a los Tesalonicenses 5,16-24

 

«Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. No extingáis el Espíritu; no despreciéis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno. = Absteneos de todo género de mal. = Que El, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo,  se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama y es él quien lo hará».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1, 6-8.19-28

 

«Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. Y este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: "¿Quién eres tú?" El confesó, y no negó; confesó: "Yo no soy el Cristo"». Y le preguntaron: "¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?" El dijo: "No lo soy." – "¿Eres tú el profeta?" Respondió: "No." Entonces le dijeron: "¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?"

 

Dijo él: "Yo soy - voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, = como dijo el profeta Isaías." Los enviados eran fariseos. Y le preguntaron: "¿Por qué, pues, bautizas, si no eres tú el Cristo ni Elías ni el profeta?" Juan les respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia." Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

«¿Quién eres tú?».Ciertamente la figura de San Juan Bautista es bastante inquietante para las autoridades religiosas judías. «Si no eres el Cristo (es decir el Mesías), ni Elías, ni el profeta, por qué bautizas?». Es que Juan viene a cumplir una misión que es la de allanar los caminos del Señor (ver Is 40,3-5). Pero él no es el Cristo y no quiere ser confundido con Él. «El espíritu del Señor me ha enviado para dar la buena nueva...me ha enviado para anunciar...» (Is 61,1-2). Jesús iniciará su predicación haciendo suyo el pasaje de Isaías acerca de aquél que, ungido por el Espíritu de Dios, viene a anunciar la Buena Nueva y la liberación a los cautivos. Finalmente, San Pablo, el apóstol enviado por el mismo Jesús, llevará a cabo su misión mediante la predicación y sus cartas. En su primera carta a los Tesalonicenses les exhorta a vivir de acuerdo al mensaje anunciado y a estar preparados para la venida de nuestro Señor Jesucristo que «es fiel a sus promesas» como también leíamos en la Segunda Lectura de la Carta de San Pedro (ver 2Pe 3, 8-9) del Domingo anterior.

 

«¡Alégrense! el Señor está más cerca…»

 

El tono general de este tercer Domingo de Adviento está dado por la antífona de entrada: «Estad alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. ¡El Señor está cerca!» (Fil 4,4.5). Esa doble invitación a la alegría se expresa en latín con una sola palabra: «Gaudete». Y esta exhortación es la que ha dado tradicionalmente el nombre a este Domingo, ubicado en el centro del Adviento. Por este motivo hay una mitigación en la nos­talgia por la ausen­cia del Señor, que se expresa por el color de los ornamentos del sacerdote: no ya morado, que es el propio del Adviento, sino rosado.

 

Una análoga invitación a la alegría había sido usada también, tiempo antes, por el ángel Gabriel, cuando, enviado por Dios, entró en la presencia de María, la Virgen de Nazaret: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Con este saludo llegaba para ella y para todo el pueblo de Israel la definitiva invitación al júbilo mesiánico (ver Zac 9, 9-10) ya que por ella Dios mismo se disponía finalmente a dar cumplimiento a todas las promesas de salvación hechas a Israel.

 

Podemos decir que el tema que la Iglesia nos propone para meditar hoy es el de la alegría, pero no el de una alegría cualquiera, sino el de la alegría que se vive por la cercanía del Señor, que, en otras palabras, es la alegría que Santa María experimentó de modo eminente. Por ello, ¿qué mejor que acercarnos a la meditación a través del Corazón amoroso de la Madre Virgen? Su experiencia única y singular es la que hace madurar a los discípulos del Señor en la profunda alegría, en la silenciosa espera; que se vive cuando se experimenta la cercanía del Señor.

 

«Su nombre era Juan»

 

Las primeras palabras de hoy están tomadas del prólogo del cuarto Evange­lio: «Hubo un hombre enviado por Dios; su nombre era Juan». Este nombre es importante en el Evangelio. Aquí vemos que está destacado. El cuarto Evangelio es llamado el «Evan­gelio según San Juan» pero, curiosamente, en este Evangelio se reserva el nombre de Juan a un solo personaje: al «Bautista». El apóstol del Señor, que conocemos por los otros Evangelios con el nombre de Juan, se llama siempre a sí mismo «el discípulo amado». El Evangelio concluye con su dis­creta firma: «Éste es el discípulo que da testimo­nio de estas cosas y que las ha escrito» (Jn 21,24).

 

Ya en otro episodio evangélico ha merecido especial aten­ción el nombre de Juan el Bautista. Al igual que Jesús, este nombre le fue dado por el ángel Gabriel, cuando anunció su nacimiento a su padre Zacarías, mientras éste estaba ofi­ciando en el santua­rio en la presencia de Dios (ver Lc 1,13). Juan era hijo único de madre estéril y avanzada en años. Como es natural, cuando nació todos que­rían llamarlo igual que su padre: Zacarías. Su madre, para sorpresa de todos, intervino: «No; se llamará Juan» (Lc 1,60). Y cuando interroga­ron al padre, éste escribió en una tabli­lla: «Su nombre es Juan». El nombre dado en el nacimiento expresa ordinariamente, según la mentalidad judía, la actividad o la misión del que lo lleva. ¿Qué signi­fica entonces Juan? En hebreo suena «Yohanan». Es un nombre teóforo (contiene la palabra Dios) que significa: «El Señor ha hecho miseri­cor­dia».

 

«¿Quién eres…?»

 

Juan es la alborada que precede a la luz verdadera. Es el primer anuncio. Con su nacimiento comienza a cumplirse la promesa de salva­ción. Había en él muchos rasgos que anuncian a Cristo mismo y por eso es necesario aclarar: «No era él la luz, sino que debía dar testimonio de la luz». Y cuando vienen los sacer­dotes y levitas a preguntarle: «Quién eres tú», el decla­ra lo que no es: «No soy el Cristo, no soy Elías, no soy el profe­ta». Juan nos deja un ejemplo admirable de modestia, de humildad y de fidelidad a su misión. El define a Cristo así: «En medio de vosotros está uno que no conocéis, que viene detrás de mí, a quién yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia».

 

Pero por más que quisiera decrecer para que Cristo creciera, fue Jesús mismo quien lo exaltó. El no era la luz verdadera, pero parti­cipaba de ella. Él no era la Verdad pero daba testimonio de ella. Así lo declara Jesús: «Voso­tros mandasteis enviados donde Juan y él dio testimonio de la ver­dad... él era la lámpara que arde y alumbra y voso­tros quisis­teis recrearos una hora con su luz» (Jn 5,33. 35). Hay motivos para aseme­jarlo a Jesús, que dijo sobre sí mismo ante Poncio Pilato: «Para esto he venido al mundo: para dar testi­monio de la ver­dad» (Jn 18,37).

 

Las preguntas de los enviados nos revelan la situación de expectati­va que se vivía entonces en Israel. Es que se estaba cum­pliendo el tiempo, en realidad, ya había llegado el tiempo de gracia y de salvación: «En medio de vosotros está uno que no cono­céis». Se esperaba el Cristo, el Ungido, hijo de David que vendría a reinar y liberar al pueblo. Se esperaba a Elías que, habiendo sido arrebatado al cielo en un carro de fuego, debía volver a la tierra. Se esperaba un «profeta», según la antigua promesa de Dios transmitida por Moisés: «Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a tí, pondré mis pala­bras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18).

 

Respecto de estos tres perso­najes Juan declaró: «No soy yo». Pero fue exaltado también en esto. No soy Elías. Pero en su anunciación el ángel Gabriel había dicho a su padre Zaca­rías: «Irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17). Y Jesús va más allá aun: «El es Elías, el que iba a venir» (Mt 11,14). No soy el profeta. Pero, cuando Je­sús habla a la gente, que había ido al desierto para ver a Juan el Bautista, les pregunta: «¿Qué salisteis a ver al desierto: un profeta?». Y él mismo se responde: «Sí, os digo, y más que un profeta... entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan el Bautis­ta» (Mt 11,9).

 

«Yo no soy el Cristo»

 

«Yo no soy el Cristo». Esta es la única afirmación que Juan se adelanta a hacer sin que le pregunten. Y en esta fue tajante. Él mismo después insiste ante sus discípulos: «Voso­tros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de Él. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo. Esta es pues mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3,28-30). Aquí está completo el testi­monio de Juan. Para este testimonio vino. Y si Jesús lo exaltó llamándolo Elías y profeta, no pudo llamarlo Cristo. A este nombre responde sólo Jesús y lo hace solemne­mente, cuando en el curso de su juicio ante el Sanedrín, el Sumo Sacerdote le pregunta: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?». Entonces Jesús responde: «Sí, yo soy» (Mc 14,61-62).

 

«Estad siempre alegres. Orad sin cesar»

 

El apóstol Pablo sabe muy bien que los tesalonicenses, con sus solas fuerzas, no podrán poner en  práctica cuanto ha venido aconsejando, pues la santificación si bien requiere nuestra colaboración, es obra principalmente de Dios. Por eso pide para ellos que Dios «los santifique plenamente». De modo que todo su ser (cuerpo, alma y espíritu) se mantengan irreprochables y así aparezcan luego, cuando llegue el momento solemne de la parusía o segunda venida de Jesucristo.

 

No deben jamás desconfiar de Dios, pues es Él quien los ha llamado a la fe y, consiguientemente, dará todo lo necesario para llevar a cabo su obra. «(Estoy) firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús» (Flp 1,6. Ver también Rom 4, 20-21; 1Cor 1,9).

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Desde hace veinte siglos esta fuente de alegría no ha cesado de manar en la Iglesia y especialmente en el corazón de los santos. Vamos a sugerir ahora algunos ecos de esta experiencia espiritual, que ilustra, según los carismas peculiares y las vocaciones diversas, el misterio de la alegría cristiana.

 

El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de gracia, la Madre del Salvador. Acogiendo el anuncio de lo alto, sierva del Señor, esposa del Espíritu Santo, madre del Hijo eterno, ella deja desbordar su alegría ante su prima Isabel que alaba su fe: «Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Por eso, todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,46-48). Ella mejor que ninguna otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo, muestra su misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas.

 

Sin que el discurrir aparente de su vida salga del curso ordinario, medita hasta los más pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón, y no es que haya sido eximida de los sufrimientos: ella está presente al pie de la cruz, asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como madre de dolores. Pero ella está a la vez abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; también ha sido elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo.

 

Primera redimida, inmaculada desde el momento de su concepción, morada incomparable del Espíritu, habitáculo purísimo del Redentor de los hombres, ella es al mismo tiempo la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la Madre universal. Ella es el tipo perfecto de la Iglesia terrestre y glorificada. Qué maravillosas resonancias adquieren en su singular existencia de virgen de Israel las palabras proféticas relativas a la nueva Jerusalén: «Altamente me gozaré en el Señor y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en un manto de Justicia, como esposo que se ciñe la frente con diadema, y como esposa que se adorna con sus joyas» (Is 61,10).

 

Junto con Cristo, ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: «Mater plena sanctae laetitiae», y, con toda razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: «Cause nostrae laetitiae».

 

Pablo VI, Gaudete in Domino, exhortación apostólica sobre la alegría cristiana.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. Pidamos a Juan Bautista su intercesión para que crezca en nosotros un verdadero amor por la verdad y la justicia.

 

2. ¿De qué manera concreta puedo vivir la auténtica alegría cristiana en mi familia?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 522- 524. 721-722.


 

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