lunes, 13 de mayo de 2013

{Meditación Dominical} Solemnidad de Pentecostés. Ciclo C«Recibid el Espíritu Santo»

Solemnidad de Pentecostés. Ciclo C

«Recibid el Espíritu Santo»

 

Lectura del libro de Hechos de los Apóstoles 2, 1- 11

 

« Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.

 

Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: "¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios".»

 

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 12, 3b- 7. 12-13

 

«Nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: "¡Anatema es Jesús!"; y nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino con el Espíritu Santo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común.  Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23


«
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo.  A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos". »

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

El Domingo de Pentecostés es la culminación del ciclo Pascual. Con esta solemne festividad se cierra la cincuentena pascual en la que hemos celebrado el misterio de Cristo Resucitado y Glorioso y se inicia nuevamente el Tiempo Ordinario. No es que el Espíritu Santo aparezca por primera vez al fin del tiempo Pascual, su presencia es notoria ya desde la Pascua de Resurrección, como vemos en el Evangelio de este Domingo. Antes de su Ascensión, el Señor había preparado a sus discípulos más cercanos: «les conviene que me vaya, porque si no lo hago, no podré enviarles al Espíritu Paráclito[1]», es decir, al defensor y consolador. Con la venida del Espíritu Santo sobre María, la Madre de Jesús y los apóstoles, comienza un tiempo nuevo, el que se extenderá hasta la segunda venida del Señor. Se inaugura la acción y la misión de la Iglesia (Primera Lectura). El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, es el principio de unidad que edifica la comunidad creyente en un solo Cuerpo, el de Cristo, con la pluralidad de carismas y funciones (Segunda Lectura).

 

J La Promesa del Padre

 

Poco antes de ascender al cielo, Jesús había mandado a sus discípulos «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre». Ciertamente los apóstoles se habrán preguntado: ¿Cuál promesa? Por eso Jesús continúa: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». Y aclara más aún: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4.5.8). Y luego Jesús fue llevado al cielo. Después de esta precisa instrucción de Jesús, nadie se atrevió a moverse de Jerusalén. La «Promesa del Padre» había de ser un don de valor incalculable que nadie se quería perder. Es así que cuando volvieron del monte de la Ascen­sión, los apóstoles subieron a la estancia superior, donde vivían, y allí se dispusieron a esperar. El relato continúa nombrando a todos los apóstoles, uno por uno; a esta cita no falta ninguno, ni siquiera Tomás: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo sentir, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Allí estaba congregada la Iglesia fundada por Jesús alrededor de la Madre del Maestro Bueno: María de Nazaret. La naciente Iglesia estaba a la espera de algo que no conocía y que vendría en fecha in­cier­ta. Mientras no llegara, no podía moverse. La Promesa del Padre llegó el día de Pente­costés, que era una fiesta judía que se celebra­ba cincuenta días después de la Pascua de los judíos. Entonces comenzaron a moverse...

 

J  La fiesta de Pentecostés

 

Tres eran las principales fiestas judías antiguas que perduraban en el tiempo de Jesús. Provenían de tiempo inmemorial, cuando Israel no existía aún como nación. Más tarde, habían sido asumidas como una disposi­ción divina y codifi­cadas en la ley dada a Moisés. Allí se establece: «Tres veces al año me celebra­rás fiesta. Guar­darás la fiesta de los Ázi­mos... en el mes de Abib, pues en él saliste de Egipto... También guardarás la fiesta de la Siega de las primicias de lo que hayas sembrado en el campo. Y la fiesta de la Recolección al término del año» (Ex 23,14-17). La primera de estas fiestas consistía en el sacrifi­cio de un cordero y su comida, según un determinado ritual.

 

Esta fiesta coincidió con la salida de Israel de su cauti­verio en Egipto, ocasión en que la sangre del cordero tuvo un rol tan determinante en la salvación del Pueblo de Dios. Esta fiesta adquirió el nombre hebreo "pésaj"[2] que se tradujo al latín "pascha" y al castellano "pascua". En el tiempo de Cristo, la «pascua de los judíos» consistía en el sacrificio y comida del corde­ro pascual en memoria del gran hecho salvífico del éxodo (la liberación de Israel de su exilio en Egipto). El Evan­gelio es cons­tante en afirmar que Jesucristo murió en la cruz cuando se celebraba la pascua de los judíos y se sacrificaba el cordero pascual. A Jesucristo se le llamó el «Cordero de Dios» porque su muerte en la cruz fue un sacrificio ofre­cido a Dios por el perdón de los pecados.

 

La segunda de las fiestas judías, llamada también la fiesta de las semanas, debía celebrarse siete semanas después de la Pascua (ver Lev 23,15-16). En la traducción griega de la Biblia, ese espacio de tiempo de cincuenta días, dio origen al nombre «Pentecos­tés», que significa literalmente «quincuagésimo». Origi­nalmente era una fiesta agrícola de la siega; pero, visto que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto, pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud[3] se transmite la sentencia del Rabi Eleazar: «Pente­costés es el día en que fue dada la Torah (la ley)». Este término también sufrió una reinterpretación cristiana y hoy día Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego, porque este hecho fundacional de la Iglesia coinci­dió con ese día. De esta manera Dios, en su divina pedagogía, nos enseña que por el don del Espíritu Santo nace el Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia; así como la entrega de la ley mosaica había constituido el antiguo pueblo de Israel.

 

J El Viento: signo del Espíritu Santo 

 

Y ocurrió en esta forma: «Ese día vino de repente un ruido del cielo, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y quedaron todos llenos de Espíritu Santo» (Hech 2,2.4). El viento impetuoso es un signo del Espíritu de Dios[4], que, llenando el corazón de cada uno de los fieles, dio vida a la Iglesia. La Iglesia es una nueva creación de Dios y fue animada por el soplo de Dios. El poder creador del Espíritu de Dios está afirmado en la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión... y un viento (espíritu) de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1-2). Por la acción de este Espíritu se opera el ordenamiento del mundo: la luz, el firmamento, el retroceso de las aguas y la aparición de la tierra seca, la generación de los vegetales, plantas y árboles, los astros, el hombre. Nos recuerda también, el episodio de la creación del hombre. El libro del Génesis relata este hecho maravilloso en forma escueta: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, y sopló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser vi­viente» (Gen 2,7).

 

Es el mismo gesto de Cristo Resucitado que nos relata el Evangelio de hoy. Apareciendo ante sus apóstoles con­gregados aquel día primero de la semana, después de salu­darlos Jesús «sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri­tu San­to». El soplo de Cristo es el Espíritu Santo y tiene el efecto de dar vida a la Igle­sia naciente. En esta forma, Jesús reivindica para sí una propiedad divina: su soplo es soplo divino, su soplo es el Espíritu de Dios. Un soplo que produce tales efectos lo puede emitir sólo Dios mismo.

 

J El perdón de los pecados

 

Después de darles el Espíritu Santo, Jesús agrega estas palabras: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quie­nes se los retengáis, les quedan reteni­dos». El perdón de los pecados es una prerrogativa exclusiva de Dios. Tenían razón los fariseos cuando en cierta ocasión pro­testaron: «¿Quién puede perdo­nar pecados sino sólo Dios?» (Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él puede perdonar los pecados; y aquí nos muestra que puede también conferir este poder a los após­toles y a sus suce­so­res. Y lo hace comunicándoles su Espíritu. Es que el perdón de los peca­dos es como una nueva crea­ción; es un paso de la muerte a la vida[5], y ya hemos visto que Dios da vida infun­diendo su Espíritu. El pecado destruye el amor en el corazón del hombre, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El perdón del pecado no es solamente una declaración que Dios no considera el pecado, sino que transforma radicalmente el corazón del hombre infundién­dole el amor. Pero esto sólo el Espíritu puede hacerlo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

J «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados»

 

La Segunda Lectura realiza el paso del primer Pentecostés a la perenne asistencia del Espíritu Santo  en la vida cotidiana de la Iglesia, donde el Espíritu actúa mediante los carismas y los ministerios. El contexto previo es la consulta que los corintios habían hecho a Pablo sobre los criterios para distinguir los carismas auténticos de los falsos. El Apóstol establece dos criterios de autenticidad; uno es doctrinal y el otro comunitario. El doctrinal es la confesión de Jesús como el Señor. El que hace está confesión está animado por el Espíritu Santo. El segundo criterio es que en todo carisma que sirve al bien común del grupo creyente se manifiesta la acción del Espíritu que es riqueza y vida. La diversidad de los carismas auténticos en los miembros de la comunidad no obsta a la unidad dentro de la misma. Su origen es el Espíritu de Dios, en el que todos hemos sido bautizados para construir un solo Cuerpo: la Iglesia.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Si el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, según la tradición cristiana fundada en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, como hemos visto en la catequesis precedente, debemos añadir de inmediato que san Pablo, al establecer su analogía de la Iglesia con el cuerpo humano, quiere subrayar que «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). Si la Iglesia es como un cuerpo, y el Espíritu Santo es como su alma, es decir, el principio de su vida divina; si el Espíritu, por otra parte, dio comienzo, el día de Pentecostés, a la Iglesia al venir sobre la primitiva comunidad de Jerusalén (cf. Hch 1, 13), Él ha de ser, desde aquel día y para todas las generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano.

 

Digamos enseguida que, según los textos del evangelio y de san Pablo, se trata de la unidad en la multiplicidad. Lo expresa claramente el Apóstol en la primera carta a los Corintios: «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1 Co 12, 12).

 

Puesta esta premisa de orden ontológico sobre la unidad del Corpus Christi, se explica la exhortación que hallamos en la carta a los Efesios: «Poned empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 3). Como se puede ver, no se trata de una unidad mecánica, y ni siquiera sólo orgánica (como la de todo ser viviente), sino de una unidad espiritual que exige un compromiso ético. En efecto, según san Pablo, la paz es fruto de la reconciliación mediante la cruz de Cristo, «pues por Él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18). «Unos y otros»: es una expresión que en este texto se refiere a los convertidos del judaísmo y del paganismo, cuya reconciliación con Dios, que de todos hace un solo pueblo, un solo cuerpo, en un solo Espíritu, el Apóstol sostiene y describe ampliamente (cf. Ef 2, 11-18). Pero eso vale para todos los pueblos, las naciones, las culturas, de donde provienen los que creen en Cristo. De todos se puede repetir con san Pablo lo que se lee a continuación en el texto: «Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros (convertidos del paganismo) estáis siendo juntamente edificados (con los demás, que proceden del judaísmo), hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 19-22).

 

«En quien toda edificación crece». Existe, por tanto, un dinamismo en la unidad de la Iglesia, que tiende a la participación cada vez más plena de la unidad trinitaria de Dios mismo. La unidad de comunión eclesial es una semejanza de la comunión trinitaria, cumbre de altura infinita, a la que se ha de mirar siempre. Es el saludo y el deseo que en la liturgia renovada tras el Concilio se dirige a los fieles al comienzo de la misa, con las mismas palabras de Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13). Esas palabras encierran la verdad de la unidad en el Espíritu Santo como unidad de la Iglesia, que san Agustín comentaba así: «La comunión de la unidad de la Iglesia (...) es casi una obra propia del Espíritu Santo con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es en cierto modo la comunión del Padre y del Hijo (...). El Padre y el Hijo poseen en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos» (Sermo 71, 20. 33: PL 38, 463-464).

 

Este concepto de la unidad trinitaria en el Espíritu Santo, como fuente de la unidad de la Iglesia en forma de «comunión», como repite con frecuencia el Concilio Vaticano II, es un elemento esencial en la eclesiología. Citemos aquí las palabras conclusivas del número 4 de la constitución Lumen Gentium, dedicado al Espíritu santificador de la Iglesia, en donde se recoge un famoso texto de san Cipriano de Cartago (De Orat Dominica, 23: PL 4, 536): «Así la Iglesia universal se presenta como 'un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'» (Lumen Gentium 4. Gaudium et Spes 24; Unitatis Redinbtegratio 2)».

 

Juan Pablo II. Audiencia General 5 de diciembre de 1990.

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. El Espíritu actúa en lo más íntimo del ser humano, actúa iluminando la inteligencia para que pueda conocer a Cristo y habilitando la voluntad para que pueda amar a Dios y al prójimo. El Espíritu Santo nos concede cono­cer a Dios, y lo hace infundiendo en nosotros el amor. ¿Qué diríamos si uno de los apóstoles, desoyendo el mandato de Cristo, se hubiera ausentado de Jerusa­lén y no hubiera estado allí el día de Pentecostés? Ese apóstol se habría privado de la Promesa del Padre y de los dones divinos. ¡En realidad, hoy no sería apóstol del Señor! Esta misma es la situación del cristiano que desdeña de recibir el sacramento de la Confirmación. ¿Cómo vivo y valoro el Sacramento de la Confirmación?¿Tengo consciencia de lo que me he comprometido?

 

2. ¿Cómo es mi relación con el Espíritu Santo? ¿Soy dócil a sus mociones (movimientos interiores) en mi vida?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 683- 701. 731- 741

 



[1] Paráclito (en griego, el llamado, el auxiliador). Descripción de Jesucristo y del Espíritu Santo en los escritos juaninos. Aunque tuvo originalmente un sentido de defensor (en latín advocatus que significa abogado); Sam Juan lo usa en sentido activo, como "el protector", "el que fortalece" o, si traducimos con menos exactitud, "el consolador".

[2] Término de origen y significado oscuros pero que algunos remontan al pasaje del Ex 12,23.

[3] Talmud: (en hebreo: enseña). Tradición judaica que representa casi un milenio de tradición rabínica. Consiste en una enorme cantidad de textos de interpretación bíblica, explicación de las leyes y de sabiduría práctica que originalmente se transmitía de forma oral. Adquirió su forma escrita antes de 550 d.C.

[4] Es claro que la efusión del Espíritu Santo está relacio­nada con el viento. Esta relación resulta más evidente si se considera que en las lenguas bíblicas la misma palabra dice «viento» y «espíritu», en hebreo «rúaj» y en griego «pnéuma».

[5] «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).

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domingo, 5 de mayo de 2013

{Meditación Dominical} La Ascensión del Señor. Ciclo C«Mientras los bendecía, fue llevado al cielo»

La Ascensión del Señor. Ciclo C

«Mientras los bendecía, fue llevado al cielo»

 

Lectura de libro de Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

 

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, "que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días".

 

Los que estaban reunidos le preguntaron: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?"El les contestó: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra". Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo".»

           

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 1,17- 23

 

«Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero.  Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 24, 46 -53

«y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. "Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto". Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.»

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

 

La Ascensión de Jesucristo (Primera Lectura y Evangelio) es una síntesis de la fe cristiana y la culminación del ministerio de Cristo, quien después de abajarse es glorificado y constituido Señor del universo y cabeza de la humanidad y de la Iglesia. Por eso el Padre «lo sienta a su diestra»[1] y «bajo sus pies sometió todas las cosas» (Segunda Lectura). Podemos también decir que en la solemnidad de la Ascensión el conjunto de toda la liturgia nos parece decir: «He cumplido misión pero todavía hay mucho que hacer…». Justamente vemos como en el Evangelio de San Lucas se resalta el cumplimiento de la misión y se envía a los apóstoles a la evangelización de  todos los pueblos «hasta los confines de la tierra».

 

J La Ascensión en el Evangelio de San Lucas y en Hechos de los Apóstoles

 

Leemos este Domingo los últimos versículos del Evan­gelio de San Lucas. Este evangelista se caracteriza por su conciencia de autor y por su intención expresa de componer un escrito bien ordenado. Recordemos que San Lucas, que era gentil y es el único escritor no judío entre los autores del Nuevo Testamento. Según la tradición nació en Siria de Antioquía y, en efecto, el libro de los «Hechos de los Apóstoles» vemos una enorme cantidad de datos acerca de la comunidad antioqueña. Era heleno de origen y de cultura pagana hasta su conversión al cristianismo. Fue médico y compañero íntimo de San Pablo (ver Col 4,11-14). La tradición afirma que murió a los 84 años en la ciudad de Boecia.

 

San Lucas mismo hace su intención explícita en el prólo­go de su obra: «He decidido, después de haber inves­tigado diligentemente todo desde los oríge­nes, escri­bírte­lo por su orden, ilustre Teófilo» (Lc 1,3). En la medida que sus fuentes se lo permiten, hace un relato ordenado y sistemático. Este orden le exigía dividir su obra en dos partes bien diferenciadas: el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. El primer tomo trata sobre la misión de Jesús en la región de Palestina (ver Hch 1,1.2). El segundo tomo trata sobre la misión de los apóstoles en toda la tierra (ver Hch 1,8). La Ascensión es el umbral entre la vida terrena de Jesús, que es el tema del Evangelio de Lucas; y la vida de su Igle­sia, que es el tema de los Hechos de los Apóstoles. A Jesús correspondió la misión de anunciar el Evangelio solamente en la región de Palestina, en fidelidad a la promesa de Dios a su pueblo escogido; a la Iglesia corresponde la misión de anunciar el Evangelio «a todos los pueblos», en fidelidad al mandato de su Señor. No podía comenzar la misión de los apóstoles sin que hubiera con­cluido la misión terrena de Jesús. El punto de partida para esta misión universal fue precisamente la Ascensión de Jesucristo al cielo.

 

J «Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra»

 

En los Hechos de los Apóstoles vemos como la ac­ción, sobre todo el trabajo evangelizador de San Pablo, se tras­lada de Asia Menor a Grecia y Roma, es decir, hasta «los confines de la tierra» de aquella época. Cada una de las misio­nes de San Pablo parte de Jerusalén, como en sucesi­vas oleadas cada vez de mayor radio. Se trataba de dar cumpli­miento al mandato que dejara Jesús a su Iglesia en el momento de la Ascensión: «Recibiréis fuerza del Espíri­tu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8). En el relato evangélico leemos exactamente lo mismo acerca de la misión de Jesús que es ahora encomendada a los apóstoles: «y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24,46-48).

 

J «La promesa de mi Padre…»

 

Un punto fundamental de ambos textos es la instruc­ción de Jesús de esperar la venida del Espíritu Santo sobre ellos antes de empezar la misión encomendada. Este punto reviste tal importancia que la última instrucción de Jesús no se refiere a algún punto importante de su doctrina, que Él quisiera recalcar en ese último momento, sino que se refiere precisamente a esta espera: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). Observemos el modo cómo es mencionado el Espíritu Santo. Jesús lo llama «la Promesa de mi Padre» y el «poder de lo alto». Los mismos términos se repiten en el relato de los Hechos de los Apóstoles. El Espíritu Santo, el poder que viene de lo alto, es el que concede a los apóstoles la certeza de una nueva presencia de Jesucristo en su Iglesia y esta certeza es la que les permite ser testigos del Resucitado: «Seréis mis testigos». Podemos imaginar que ante el mandato de la misión universal - «a todos los pueblos, hasta los confines de la tierra»- los apóstoles habrán preguntado: «¿Cómo será esto?». Ellos eran judíos y no entraba en su mentali­dad la inclusión de todos los pueblos paganos como parte fundamental de la misión encomendada. La respues­ta de Jesús es ésta: «El Espíritu Santo vendrá sobre vosotros, el poder (dynamis) de lo alto os revestirá». Abriendo cual­quier página de los Hechos de los Apóstoles vemos que ellos actúan con el poder del Espíri­tu.

 

K Pero... ¿cómo será esto?

 

En el Evangelio de Lucas hay una admirable analogía entre la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María y su presencia sacramental en su Iglesia, que por eso es el «Cuerpo de Cristo». Cuando el ángel Gabriel anunció a María la con­cepción de Cristo, a su pregunta: « ¿Cómo será esto?», el ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder (dymanis) del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Es la misma promesa que recibieron los apóstoles. Podemos imaginar que los apóstoles habrán pre­gunta­do a Jesús, cuando partía al cielo y les encomendaba la misión universal: «¿Cómo será esto; cómo lo haremos nosotros solos?». Jesús responde lo mismo que el ángel dijo a María: «Reci­biréis la Prome­sa del Padre y seréis revestidos del poder de lo alto». Esta promesa se cumplió el día de Pentecostés y la Iglesia quedó constituida en sacramento de salvación para todos los hombres. Entre la Ascen­sión y Pente­costés transcurre la primera novena: la Igle­sia naciente queda a la espera de ser vivificada por el don del Espíri­tu Santo prometido.

J La bendición de Jesús

Luego Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo». Es el único caso en que Jesús bendice a alguien; bendice a sus apóstoles precisamente porque se está separando de ellos. Se habría esperado que ellos quedaran sumidos en la tristeza, como quedó María Magdalena al no saber dónde estaba su Señor (ver Jn 20,13). En cambio, la reacción de ellos es ésta: «Se volvieron a Jeru­salén con gran gozo». Quedan con gran gozo porque Jesús los ha bendecido, porque les ha prometido enviarles la Promesa del Padre y el Padre no puede prometer más que lo máximo, es decir, el Espíritu Santo que les aseguraría una nueva presencia de Jesús; finalmente, quedan llenos de alegría porque Jesús «fue llevado al cielo», y Él les había dicho: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14,28). Ellos aman a Jesús y por eso, aunque Él es llevado, se alegran porque es llevado al cielo.

J «Sometió todo bajo sus pies»

La ciudad de Éfeso era la ciudad más importante de la provincia romana de Asia (en la parte occidental de la moderna Turquía). Éfeso era la cabeza de puente entre el oriente y el occidente. Constituía el terminal de una de las rutas comerciales de las caravanas que cruzaban el Asia y se situaba en la desembocadura del río Caistro. Era una ciudad espléndida con calles pavimentadas de mármol, con baños, bibliotecas, mercado y un teatro con capacidad para 2,500 personas. Éfeso se convirtió muy pronto en un importante centro de irradiación del cristianismo.  Pablo hizo una breve visita a Éfeso, durante su segundo viaje apostólico, y sus amigos Aquila y Prisca se quedaron a residir en aquella ciudad. En su tercer viaje, Pablo pasó más de dos años en Éfeso. Aquí él escribe sus famosas cartas a los Corintios. La carta que dirige a los Efesios es más que una epístola ya que este escrito es considerado un verdadero tratado  epistolar, quizá dirigido a los creyentes de toda Asia Menor, especialmente a los gentiles. A diferencia de las otras cartas de San Pablo, no contiene exhortaciones personales. Pablo escribió esta carta desde la prisión (Roma) en los años sesenta. El gran tema de la carta «el Plan de Dios...es reunir toda la creación, todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra bajo Cristo como cabeza» (1,10). 

+  Una palabra del Santo Padre:

«En realidad, Jesús resucitado no deja definitivamente a sus discípulos; más bien, empieza un nuevo tipo de relación con ellos. Aunque desde el punto de vista físico y terreno ya no está presente como antes, en realidad su presencia invisible se intensifica, alcanzando una profundidad y una extensión absolutamente nuevas. Gracias a la acción del Espíritu Santo prometido, Jesús estará presente donde enseñó a los discípulos a reconocerlo: en la palabra del Evangelio, en los sacramentos y en la Iglesia, comunidad de cuantos creerán en Él, llamada a cumplir una incesante misión evangelizadora a lo largo de los siglos...

 

La liturgia nos exhorta hoy a mirar al cielo, como hicieron los Apóstoles en el momento de la Ascensión, pero para ser los testigos creíbles del Resucitado en la tierra (cf. Hch 1, 11), colaborando con Él en el crecimiento del reino de Dios en medio de los hombres. Nos invita, además, a meditar en el mandato que Jesús dio a los discípulos antes de subir al cielo: predicar a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24, 47)...Permanezcamos en espera de la venida del Paráclito, como los discípulos en el Cenáculo, juntamente con María. Al llegar a vuestra iglesia he visto una columna que sostiene la imagen de la Virgen con la inscripción:  "No pases sin saludar a María". Sigamos siempre este consejo. María, a la que recurrimos con confianza sobre todo en este mes de mayo, nos ayude a ser dignos discípulos y testigos valientes de su Hijo en el mundo».                                              

 Juan Pablo II. Homilía del Domingo 27 de mayo de 2001

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. Como expresa la liturgia de este Domingo, éste es un día de alegría y de alabanza a Dios «porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria; donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo» (Oración colecta de la misa de la Ascensión de Jesús). Cristo asumió plenamente la naturaleza humana, y al acceder a la exaltación a la gloria es glorificada también su naturaleza humana, igual en todo a la nuestra. ¿Soy consciente de mi propia dignidad? ¿Respeto la dignidad de mis hermanos? ¿Soy consciente de mi vocación última?

 

2. «Vosotros sois testigos de estas cosas». ¿Cómo vivo esta tensión apostólica por ser testigo del Señor Resucitado? ¿En qué situaciones  concretas (dónde, a quién o a quiénes) transmito la «buena noticia» que Jesús nos ha dejado?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 659 - 667.



[1] Expresión bíblica que significa la igualdad de ambos, es decir plenitud de poder salvífico y redentor

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