lunes, 7 de junio de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 11ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C « Tu fe te ha salvado. Vete en paz»

Domingo de la Semana 11ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo C

« Tu fe te ha salvado. Vete en paz»

 

Lectura del segundo libro de Samuel 12, 7-10.13

 

«Entonces Natán dijo a David: «Tú eres ese hombre. Así dice Yahveh Dios de Israel: Yo te he ungido rey de Israel y te he librado de las manos de Saúl. Te he dado la casa de tu señor y he puesto en tu seno las mujeres de tu señor; te he dado la casa de Israel y de Judá; y si es poco, te añadiré todavía otras cosas. ¿Por qué has menospreciado a Yahveh haciendo lo malo a sus ojos, matando a espada a Urías el hitita, tomando a su mujer por mujer tuya y matándole por la espada de los ammonitas? Pues bien, nunca se apartará la espada de tu casa, ya que me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el  hitita para mujer tuya. David dijo a Natán: «He pecado contra Yahveh.» Respondió Natán a David: «También Yahveh perdona tu pecado; no morirás».

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Gálatas 2, 16.19-21

 

«Conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley = nadie será justificado. En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto  Cristo en vano»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 7, 36- 8, 3

 

«Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un  frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora.» Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte.» El dijo: «Di, maestro.» Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?»

 

Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más.» El le dijo: «Has juzgado bien», y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra.» Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados.»

 

Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.» Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la  que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Concluido el tiempo pascual y pasadas las grandes solemnida­des de Pentecostés, la Santísima Trinidad y el Corpus Christi; reto­mamos el tiempo ordinario y seguimos leyendo el Evange­lio de San Lucas, como corresponde a este ciclo C de lecturas. Las lecturas de este Domingo nos hablan acerca de la misericordia y el perdón de Dios. El Evangelio nos propone una escena bellísima de la vida de Jesús ya que pone en evidencia la misericordia de Dios revelada en Cristo. La Primera Lectura termina con la sentencia del profeta Natán a David: «El Señor ha perdonado ya tus pecados, no morirás». Perdón gratuito que solamente puede venir por Jesucristo que muere y resucita para reconciliarnos con el Padre (Segunda Lectura).  

 

Simón, el fariseo

 

La escena comienza cuando Jesús es invitado a comer a casa de un fariseo llamado Simón y, mientras están a la mesa, se produce una escena que deja a todos los comensa­les realmente impactados y  expectantes para ver cómo va a reaccionar Jesús. En realidad, están escandalizados. San Lucas no nos dice con qué intención fue invitado Jesús, pero podemos suponer que Simón no lo invitó para hacerse discípulo suyo, sino para examinar su doctrina y su conducta, es decir, para ver quién era Jesús y verificar si respondía a la fama que tenía. Jesús había enseñado en las sinagogas de Galilea y «todos quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad» (Lc 4,31); había expulsado el demonio de un hombre en medio del servicio sinagogal y los presentes «quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: '¡Qué palabra es ésta! Manda con autori­dad y poder a los espíri­tus inmundos y salen»". El Evangelista observa: «Su fama se extendió por todos los lugares de la región» (Lc 4,36-37). Jesús había hecho numerosas curaciones de enfermos, de manera que de nuevo San Lucas observa como su fama se extendía cada vez más (ver Lc 5,15). Todo esto precede al episodio que nos narra hoy el Evangelio.

 

Era natural que los fariseos quisieran saber qué había de cierto en todo esto y quién era Jesús. Cuando le fue presentado un paralítico en una camilla y Jesús, ante todo el público, le perdona sus pecados; los escribas y fariseos piensan que está diciendo blasfe­mias[1] (ver Lc 5,20-21). En otra ocasión Jesús entró a comer a casa de Leví, que era un publi­cano, y «los fariseos murmu­raban diciendo a los discípulos de Jesús: '¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecado­res?» (Lc 5,30). Todo esto antecede a la invitación del fariseo Simón. Finalmente arroja mucha luz sobre el relato de hoy el episodio inmedia­tamente anterior. Hablando de Juan el Bautista Jesús dice: «Todo el pueblo que lo escuchó... reconocieron la salva­ción de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los legistas, al no aceptar el bautis­mo de él, frustraron el plan de Dios sobre ellos» (Lc 7,29-30). Jesús sabía lo que pensaban sobre él los fari­seos y lo expresa así: «Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: 'Demonio tiene'. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,33-34). Llamar a Jesús «comilón y borra­cho» es excesivo. La maledicencia de la gente puede llegar a ese extremo. No sabemos si Simón compartía este juicio sobre Jesús. En todo caso, lo invita para examinarlo, no por amistad, ni para hacerle un homenaje. Y Jesús acepta la invita­ción; pero ciertamente capta con qué intención fue invitado. San Lucas relata lo que ocurrió en ese momento con extrema delicadeza. Una mujer pecadora públi­ca, al enterarse de la presencia de Jesús, lleva un frasco de alabastro lleno de perfu­me, y poniéndo­se detrás, comienza a llorar, y con sus cabellos seca los pies cansados del Maestro. Además besa sus pies y unge con el perfume. Cualquiera se habría sentido embarazado, más aún si era objeto del examen crítico de los fariseos. Pero Jesús no. Jesús aceptó agra­decido este homena­je y este gesto de amor de la mujer y no hizo ningún movi­miento de repulsión. Ante esta actitud de Jesús, el fariseo vio confirmada su opinión negativa sobre Él: ¡No puede ser un profeta! En efecto, Simón razona así: «Si éste fuera un profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocan­do, pues es una pecadora».

 

Jesús ciertamente había sido invitado por Simón. Pero no se le habían hecho ninguno de los gestos de hospitalidad que se usaban con un invitado al que se deseaba honrar. En esas calles polvo­rientas de Palestina, ofrecer al huésped agua para los pies era un signo valioso de hospi­talidad, pues el agua era un bien escaso y precioso. El beso con que se recibía al invitado era señal de afecto y amistad. Era costum­bre ungir la cabeza con perfume. Ninguno de estos honores y amabilidades se usaron con Jesús. Simón invita a Jesús, pero no goza con su presencia, no cree en él. Jesús no se queja por esta falta de atención y le propone una breve parábola.

 

Un señor tenía dos deudores: uno le debía qui­nientos denarios y el otro cin­cuenta. No teniendo ellos con qué pagarle, los perdonó a los dos. Jesús pregunta a Simón: «¿Quién de ellos lo amará más?». Simón responde cautelosamente algo que es obvio: «Supongo que aquél a quien perdonó más». Entonces Jesús aplica la respuesta a la situación concre­ta. Imagi­nemos la expectación de todos. «Volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabe­llos. Tú no me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no ungiste mi cabeza  con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. A quien poco se le perdona, poco ama». Jesús maneja la situación de manera ge­nial, con total libertad, con una profundidad insuperable.

 

La mujer arrepentida

 

Pensemos ahora en la mujer pecadora. Ella entró en la casa de Simón, sin que nada la detuviera hasta llegar junto a Jesús, exponiéndose a ser expulsada y avergonzada. Amaba a Jesús porque, aunque se reconocía pecadora, sabía que Jesús la habría acogido, la habría apreciado, le habría devuelto su dignidad perdida y la habría amado. Es lo que Él hace cuando, después de defenderla de la condenación de los comensales, le dice: «Tus pecados quedan perdona­dos... Tu fe te ha salvado, Vete en paz». Ella salió transformada en otra mujer. Ha nacido de nuevo por la gracia de Dios.

 

El episodio es un verdadero himno a la misericordia de Dios. Jesús demuestra que Él es mucho más que un profeta. Él es el que vino al mundo a salvar el mundo del pecado, tal como fue anunciado por el ángel a San José: «Él salvará a su pueblo de sus peca­dos» (Mt 1,21). Él nos revela aquella voluntad salví­fica del Dios verdadero: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). La mujer salió de la presencia de Jesús convertida en otra. Ella puede decir a todos lo que decía San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirma­ción: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo» (1Tim 1,15). Ojalá todos pudiéramos decir lo mismo.

 

El arrepentimiento de David

 

«He pecado contra Dios». Ante esta humilde confesión enmudece todo reproche. «Todos nosotros, dice San Ambrosio, a cada momento estamos cayendo en pecado; y con todo, ninguno aunque plebeyo, se resigna a confesarlo. Por el contrario, aquel rey, poderoso y glorioso, con inmensa amargura de su alma, confesó su pecado al Señor. ¿Qué hombre, por poco rico y noble que sea, se hallará hoy día que lleve en paciencia el menor reproche por un crimen cometido? Pues aquel rey, señor de un gran imperio, al ser reprendido por su delito, no se indignó, no montó en ira, sino que hizo una humilde y dolorosa confesión…y su confesión perpetuará a través de los siglos». La respuesta de Dios es contundente ante cualquier tipo de duda: «¡no morirás!». He aquí retratado en dos palabras el corazón misericordioso de Dios, que Jesús  presenta en la parábola del Padre misericordioso (Lc 15,11ss). Apenas David reconoce sinceramente su culpa por el terrible hecho de haber mandado matar a Urías para quedarse con su mujer; Dios se apresura en darle su perdón. Nunca el rey olvidará el perdón obtenido ni el dolor de su corazón por el pecado realizado como vemos en el hermoso Salmo 50.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«El eros de Dios para con el hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido «adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?...

 

Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti» (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre Él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor».

 

Benedicto XVI. Deus caritas est, 10.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. San Pablo en su carta a los Gálatas nos deja todo un programa de vida: «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí».Toda mi vida cristiana debe de ser un conformarme con Jesucristo. ¿Vivo de mi fe desde esta opción por el Señor Jesús? l

 

2. ¿Me acerco al sacramento de la reconciliación con una actitud de confianza en el perdón de Dios? ¿Me motiva el amor cuando tomo conciencia de mi pecado?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 430 - 431. 734. 1439,1465, 2843,

 



[1] Blasfemia: expresión injuriosa contra Dios o los santos.

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