lunes, 17 de octubre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 30 del Tiempo Ordinario. Ciclo A. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

Domingo de la Semana 30 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

 

Lectura del libro del Éxodo 22,20-26

 

«No maltratarás al extranjero ni lo oprimirás, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto. No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio, yo escucharé su clamor. Entonces arderá mi ira, y yo los mataré a ustedes con la espada; sus mujeres quedarán viudas, y sus hijos huérfanos. Si prestas dinero a un miembro de mi pueblo, al pobre que vive a tu lado, no te comportarás con él como un usurero, no le exigirás interés. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo. De lo contrario, ¿con qué dormirá? Y si él me invoca, yo lo escucharé, porque soy compasivo».

 

Lectura de la Primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,5c-10

 

«Ya saben cómo procedimos cuando estuvimos allí al servicio de ustedes. Y ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo y el del Señor, recibiendo la Palabra en medio de muchas dificultades, con la alegría que da el Espíritu Santo. Así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya. En efecto, de allí partió la Palabra del Señor, que no sólo resonó en Macedonia y Acaya: en todas partes se ha difundido la fe que ustedes tienen en Dios, de manera que no es necesario hablar de esto. Ellos mismos cuentan cómo ustedes me han recibido y cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar a su Hijo, que vendrá desde el cielo: Jesús, a quien él resucitó y que nos libra de la ira venidera».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 22,34-40

 

«Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?» Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El Evangelio de este Domingo nos presenta la enseñanza más importante que Jesús nos ha dejado: «el mandamiento del amor». Lo que va a realizar ante la clara malicia de la pregunta, es algo realmente revolucionario: unir el amor a Dios con el amor al prójimo diciendo que ambos son semejantes. En la lectura del Éxodo vemos las prescripciones que debían observar los judíos en relación con los extranjeros, con las viudas, los huérfanos y todos aquellos que se veían en la necesidad de pedir prestado o dejar objetos en prenda para poder obtener lo necesario para la vida. El Señor velará siempre por estas personas ya que Él es «compasivo» y cuida de sus creaturas más necesitadas

 

Por otra parte, en la carta a los Tesalonicenses, Pablo alaba la fe y el apostolado de aquella naciente comunidad y comprueba que el crecimiento espiritual se debe, en primer lugar, a la apertura al Espíritu Santo. Los tesalonicenses han recibido la Palabra y se han convertido a Dios; viviendo ahora la sana tensión por la venida definitiva del Reconciliador (Segunda Lectura).

 

«Sí él me invoca, yo lo escucharé porque soy compasivo»

 

La lectura del libro del Éxodo hace parte de una colección de leyes y de normas que buscan explicar y aplicar de manera práctica los principios religiosos y morales del Decálogo. Este pasaje nos enseña que no le basta a Dios que se le respete y obedezca; desea que nadie de los que han hecho la Alianza se quede al margen de su amor y por ello impone que la obediencia a sus preceptos pase por el respeto al prójimo y, de manera particular, a los menos favorecidos. Hacer con Dios una alianza implica el ser justo con aquellos por los cuales Él se desvive: los desamparados. Es impresionante el lenguaje de la Ley acerca de las viudas, huérfanos y pobres; pero lo es más todavía el de los profetas: «aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,17;  ver Jr 5,28; Ez 22,7.).

 

Leemos en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia: «Del Decálogo deriva un compromiso que implica no sólo lo que se refiere a la fidelidad al único Dios verdadero, sino también las relaciones sociales dentro del pueblo de la Alianza. Estas últimas están reguladas especialmente por lo que ha sido llamado "el derecho del pobre"…El don de la liberación y de la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto, íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad israelita en la justicia y en la solidaridad»[1].    

 

«Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»

 

El Evangelio de este Domingo nos presen­ta el último de cuatro episodios en que se trata de sor­prender a Jesús en error. En el primero de estos episodios, después que Jesús purificó el templo expul­sando a los mercaderes, se le acercan los sumos sacerdotes y los ancia­nos del pueblo para preguntar­le sobre su autoridad (Mt 21,23). En el segundo (lo hemos visto el Domingo pasado), Jesús escapa de la trampa que le han tendido los fariseos y los herodianos con su pregunta acerca de la licitud de pagar el tributo al César (Mt 22,15-22). En el episodio siguien­te son los sadu­ceos[2] los que le presentan un caso difícil, para ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos (Mt 22,23-33). La fe en la resurrección era uno de los puntos en que discrepaban fariseos y saduceos: «Los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu, mientras que los fariseos profesan todo eso» (Hch 23,8).

 

Pero en la introducción del episodio hay algo que a primera vista como que no corresponde: «Los fari­seos, al enterarse de que Jesús había tapado la boca a los sadu­ceos, se reunie­ron en grupo y uno de ellos le preguntó para tentarlo...» Si Jesús había tapado la boca a los saduceos y lo había hecho profesando la fe en la resurrección, se podría pensar que los fariseos estarían conten­tos y darían la razón a Jesús viendo que coincidía con ellos en un punto de doctrina. Pero no; cuando se trata de oponerse a Jesús, ellos olvi­dan sus discrepan­cias con los saduceos y están unidos buscando su ruina. Por eso, viendo que a los sadu­ceos no les resul­tó perder a Jesús, lejos de defenderlo por la doctrina que había sustentado, ellos hacen un nuevo inten­to. Le ponen una pregunta capciosa para ver si cae y les da motivo para desprestigiar­lo.

 

Aquí se ubica el episodio de este Domingo que es el cuarto de este tipo que con toda malicia y con ánimo de ponerle a prueba, le pregunta «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»[3]. La intención es tentarlo, es decir, ponerle una pregunta que induzca a Jesús a dar una res­puesta errónea que les permita acusarlo o desprestigiarlo. Cuando se trató del tributo al César, Jesús ya había desenmasca­rado a los fariseos diciéndo­les: «Hipócritas, ¿por qué me ten­táis?» (Mt 22,18). Aquí nuevamente vuelven a tentarlo. Pero Jesús no reacciona de esa manera, porque la pregunta, a pesar de su intención torcida, le permite dar una enseñanza fundamen­tal.

 

¿Qué respuesta esperaban?

 

Antes de examinar la respuesta de Jesús trataremos de descubrir en qué consiste lo capcioso de la pregunta. La pregunta parece más bien apta para que Jesús se luzca con su res­puesta. En efecto, todo judío sabía de memoria el «Shemá Israel» y hasta el día de hoy se encuentra en el «Siddur» (el libro de oraciones) como parte de la oración nocturna diaria: «Escu­cha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Dios. Bendi­to sea el nombre glorio­so de su Reino por los siglos. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Está tomado del libro del Deutero­nomio donde se agrega: «Per­manezcan en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repeti­rás a tus hijos... las atarás en tu mano como una señal y serán como una insignia ante tus ojos...» (Dt 6,7-8). Es obvio que todo judío, interrogado sobre el mandamiento mayor de la ley, habría citado el «Shemá». Si la pregun­ta fue hecha «para tentarlo» es porque los fariseos espera­ban que Jesús respondiera otra cosa. Enton­ces habrían tenido de qué acusarlo.

 

Entonces, ¿qué respuesta esperaban? Jesús había estado enseñan­do con mucha energía el mandamiento del amor al prójimo. En el sermón de la montaña había radicalizado los manda­mien­tos que se refieren al prójimo: «Se os ha dicho: 'No matarás'... Pues yo os digo: 'Todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo'... Se os ha dicho: 'No comete­rás adulte­rio'. Pues yo os digo: 'Todo el que mire una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón'... etc.»(Mt 5,21ss). Más adelante, al joven rico que le pregunta qué mandamientos tiene que cum­plir para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,18-19). Y más explícita­mente había enseña­do: «Os doy un mandamien­to nuevo: que os améis los unos a los otros... Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros» (Jn 13,34; 15,12).

 

Es probable que los fariseos esperaran que Jesús les diera esa respuesta o alguna parecida. Pero no habían entendido su enseñan­za. Jesús da la respuesta correcta: «Ama­rás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento». Pero en seguida agre­ga: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»[4]. Ambos mandamientos no se pueden sepa­rar, no se puede cumplir uno solo de ellos. El mandamien­to del amor es uno solo, es indivisi­ble, el mismo se dirige a Dios y al prójimo; no se trata de dos amores, sino de uno solo; cuando perece uno, perece también el otro. Esto es lo que Jesús quiere enseñar con su respuesta. Por eso concluye: «De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profe­tas», no de uno sino de los dos.


El mandamiento del amor

 

El fundamento del amor al prójimo es el amor a Dios; pero la prueba del amor a Dios es el amor al prójimo. San Juan es tajante en este criterio: «Si alguno dice: 'Amo a Dios' y no ama a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamien­to: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn4,20-21). Por tanto, el mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu cora­zón...» se cumple solamente «amando al prójimo como a ti mismo». Jesús los unió más estrechamente aún, si es posible, cuando dijo, a propósito del juicio final: «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25,40).

 

No tenemos otro modo de expresar nuestro amor a Él que amándolo en sus hermanos más peque­ños: los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnu­dos, los enfermos, los encarcelados. San Juan de la Cruz comenta este episodio diciendo: «En la tarde de tu vida serás examinado sobre el amor», sin especificar, pues se trata de una sola virtud. Donde falta el amor a Dios lo único que nos queda entre manos es el egoísmo.

 


 Una palabra del Santo Padre:

 

«En el pasaje evangélico que acabamos de proclamar, un doctor de la ley interroga a Jesús, con ánimo de ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». La respuesta del Señor es directa y precisa: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,36-37.39-40). Amarás. En el sentido señalado por el Evangelio, esta palabra implica una innovación profunda; más aún, es la más revolucionaria que haya resonado jamás en el mundo, porque al hombre que la escucha lo transforma radicalmente y lo impulsa a salir de su egoísmo instintivo y a entablar relaciones verdaderas y firmes con Dios y con sus hermanos.

 

Amarás la vida humana, la vida de toda la comunidad, la vida de la humanidad. Jesús indica un amor total y abierto a Dios y al prójimo, introduciendo así en el mundo la luz de la verdad, o sea, el reconocimiento de la absoluta superioridad del Creador y Padre, y de la dignidad inviolable de su criatura, el hombre, hijo de Dios. Amarás. Este imperativo divino constituye un llamamiento constante para cuantos quieren seguir el camino del Evangelio y contribuir a su difusión en el mundo. Ese llamamiento resuena sin cesar en la Iglesia encaminada ya hacia la histórica meta del año dos mil, que inaugurará el tercer milenio de la era cristiana.»

 

Juan Pablo II. Homilía en la Misa de la parroquia de San Octavio, 24 de octubre de 1993.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. «Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40). Haz un examen de conciencia a partir de pasaje del Evangelio de San Mateo. ¿Cómo vivo de manera concreta el amor al prójimo?

 

2. Recemos en familia el Salmo responsorial 17(16): «El clamor del inocente». 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2086.2093- 2094.2196.

 

 

 

 



[1] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 23.

[2] Los saduceos eran un partido político judío. Su nombre proviene del sacerdote Sadoc (sacerdote de la época del rey David), aunque el grupo se formó en el siglo II a.C. Lo constituía gente aristocrática y de familias sacerdotales.  Apoyaron a los reyes y a los sumos sacerdotes asmoreos (de la dinastía de los macabeos) y, más tarde, a los dominadores romanos. No admitían las ampliaciones que los fariseos habían hecho de la Ley (en concreto la ley oral que era distinta a la ley escrita que figura en el Antiguo Testamento). Por este motivo no creían en la resurrección de los muertos ya que de ella no se habla claramente en la Ley del Antiguo Testamento.  

[3] La Ley escrita, es decir, la Torah, contenía, según los rabinos, 613 preceptos, 248 de los cuales eran positivos, puesto que ordenaban determinadas acciones, y 365 negativos, ya que prohibían hacer algunas otras. Unos y otros se dividían en preceptos «ligeros» y preceptos «graves», según la importancia que se les atribuía.

[4] Ver Lev 19,18.

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