sábado, 21 de mayo de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo A «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo A

 «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

 

Lectura del libro de  los Hechos de los Apóstoles  6,1-7

 

«Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: "No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra".

 

Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos. La Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe.»

 

Lectura de la Primera carta de San Pedro 2, 4-9

 

«Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. Pues está en la Escritura: "He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido". Para vosotros, pues, creyentes, el honor; pero para los incrédulos, "la piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido, en piedra de tropiezo y roca de escándalo". Tropiezan en ella porque no creen en la Palabra; para esto han sido destinados. Pero vosotros sois "linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido", para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 14, 1-12

 

«"No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino". Le dice Tomás: "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?"

 

Le dice Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.  Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto". Le dice Felipe: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". Le dice Jesús: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre».

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

La comunidad cristiana se sustenta en «la piedra angular»: Jesucristo ha vencido a la muerte y  Él es el camino que nos lleva al Padre. En la Primera Lectura vemos cómo la comunidad se organiza mediante la distribución de las diversas tareas y servicios tales como las obras de caridad, el ministerio de la palabra y del culto.

 

La primera carta de San Pedro, que nos ha acompañado a lo largo de estos cuatro domingos de Pascua nos ofrece, al igual que los sinópticos, una interpretación cristológica del Salmo 118, 22: «la piedra que los constructores desecharon se ha convertido en piedra angular; ha sido la obra de Yahveh, una maravilla a nuestros ojos». Para los creyentes se trata de una piedra preciosa, para los incrédulos es piedra de tropiezo y de caída. En el Evangelio, Jesucristo se nos muestra como «el Camino, la Verdad y la Vida». Es Él quien nos conduce a la casa del Padre y nos revela nuestra altísima dignidad y vocación: somos llamados a ser hijos en el único Hijo, Jesucristo.

 

«No se inquiete vuestro corazón»

 

El Evangelio de hoy comienza con una frase verdadera­mente consoladora para los momentos en los cuales nuestra fe parece tambalear: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed tam­bién en mí». Fue pronunciada durante la última cena con sus discí­pulos en el contexto de la despedida de Jesús antes de su Pa­sión. Para entender el diálogo que se produce entre Jesús y sus discípulos es necesario remontarse a los versículos precedentes y saber de qué se está hablando. Jesús había anunciado su eminente partida, entonces Pedro le pregun­ta: «Se­ñor, ¿a dónde vas?». Esta pregunta admite dos res­puestas, ambas verdaderas. Una respuesta es: «Voy allá de donde vine, es decir, al Padre», y de esta meta está hablando Jesús. Y la otra respuesta es: «Voy a Jerusalén a morir en la cruz», y esto es lo que entiende Pedro. La respuesta que Jesús da a Pedro no aclara su destinación: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde». Sigue, por lo tanto, en el aire la pregunta hecha por Pedro.

 

En este contexto Jesús asegura a sus discípulos que Él se les ade­lantará para ir a preparar un lugar para ellos; «lue­go -dice Jesús- volveré y os tomaré conmi­go, para que donde yo esté estéis también vosotros». Entonces ya no habrá sepa­racio­nes. Jesús ha insinuado a sus apósto­les su destinación, diciéndo­les que en la casa de su Padre hay muchas mansiones. Y confía en que sus apóstoles, a esta altura, le han enten­dido y ya saben el camino.

 

Por eso dice: «Adonde yo voy sabéis el camino». Pero lamentablemente, los apóstoles, como algunos de nosotros, siguen sin entender sus palabras y siguen pensando que él se dirigirá a algún lugar de esta tierra. Habría sido mucho que el mismo Pedro, después de la res­puesta que recibió, insistiera en preguntar. Pero ahora lo hace Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». La respuesta que Jesús da aclara todo. Es una de las frases más importantes del Evangelio; indica el camino y la meta final: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí".

 

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»  

 

Al manifestarse como «el Camino, la Verdad y la Vida» queda más claro que hablaba de su ida al Padre y que para llegar allá no hay más camino que Él mismo. La noción de «camino» es antigua en Israel. Este era el modo de llamar a la norma de conducta codifi­cada en la Ley. La Ley era considerada como el camino que conduce a la vida. Son frecuentes en los Salmos expresio­nes en este sentido: «Hazme vivir conforme a tu palabra... hazme entender el camino de tus ordenanzas... He escogido el camino de la lealtad a ti, a tus juicios me conformo... Corro por el camino de tus mandamientos... Enséñame, Señor, el camino de tus preceptos» (ver Sal 119,25-33). Isaías anuncia un momento en que el pueblo escu­chará al Señor que le indicará: «Este es el camino, caminad por él» (Is 30,21). Debemos considerar que los discípulos de Jesús eran miembros del pueblo de Israel y esperaban justamente que Jesús les indicara ese camino.

 

Y en este trasfondo adquiere la declaración de Jesús todo su sentido y profundidad: «Yo soy el cami­no». Tal vez el mejor comentario a esta afirma­ción lo encontramos expresa­do por San Pablo: «El hombre no se justifica por su cum­plimiento de las obras codificadas en la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo» (ver Ga 2,16). Por eso, Jesús comienza el diálogo exhortando: «Creéis en Dios, creed también en mí».

 

«Yo soy la verdad» declara Jesús sobre sí mismo. Hoy día muchas voces nos quieren convencer de que la verdad no existe y que todo es relativo: lo que hoy es verdad, mañana, en otras circunstancias, puede no serlo. Y esta mentalidad ha contaminado incluso a muchos cristianos, de manera que temen afirmar algo con certeza y claridad. La «verdad absoluta» existe y no hay que tener temor de decirlo. La verdad absoluta, la que no cambia y no defrau­da, es Jesucristo. Un cristiano se define como tal cuando es capaz de hacer esa afirmación con certeza. Cuando Jesús dijo ante Pilato: «Yo he venido al mundo para dar testimo­nio de la verdad, todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37), tuvo que escuchar la pregunta incrédula de Pilato: «¿Qué es la verdad?» Los cristianos sabemos cuál es la respuesta a la pregunta de Pilato: «Cristo es la Verdad». La verdad es aquello que puede ofrecer una base firme y segura para la vida, de manera que quien se apoya en ella, no queda defraudado. Esto es Cristo. Cristo no cambia, porque «Él es el mismo ayer, hoy y por la eternidad» (ver Hb 13,8).

 

«Yo soy la Vida», nos dice Jesús. ¿De qué vida habla? Se trata sin duda de la vida definitiva, no de la vida terrena. Jesús no es solo un medio, Él es ya el punto de llegada. Él es la vida eterna que todos anhela­mos y a la cual todos esta­mos desti­nados. Toda la primera carta de San Juan queda incluida entre dos afirmacio­nes de la Vida. Co­mienza dicien­do: «La Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eter­na». Y concluye: «Nosotros estamos en... Jesucristo. Este es el Dios verdade­ro y la Vida eterna» (1Jn 1,2... 5,20). Por eso, Jesús es tajante en decir: «Nadie va al Padre sino por mí».

 

Entonces... ¡muéstranos al Padre y nos basta!

 

Tras esta magnífica revelación el apóstol Felipe le hace esta peti­ción: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Él está convencido que Jesús lo puede hacer y por eso se anima a hacerle este pedido. Pero, a pesar de esto, recibe un reproche de Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». El gran San Agustín comenta: «Feli­pe deseaba conocer al Padre como si el Padre fuera mejor que el Hijo. Y así demostraba no conocer tampoco al Hijo, pues creía que podía haber algo mejor que Él». Su error es pensar que hay algo más que Jesús, como si Jesús mismo no bastara. Por eso Jesús le dice: «Aún no me conoces. Si me conocieras a mí, conocerías también al Padre». Cristo basta, pues en Él está la plenitud de la divinidad.

 

En dos ocasiones Jesús repite: «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?... Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí». Y de esta manera, Jesús revela su propia identidad: Él es el Hijo, posee la misma naturaleza divina que el Padre, es de la misma sustancia que el Padre. El Hijo no es el Padre, ni el Padre es el Hijo: son dos personas distintas; pero Dios es uno solo. Por tanto, dirigiéndome al Hijo, es decir, a Cristo -que es el Hijo Encarna­do y hecho Hombre-, yo encuentro al mismo Dios que dirigiéndome al Padre. Es más, Jesús es el único acceso al Padre, según su declara­ción: «Nadie va al Padre sino por mí».

 

El Nuevo Pueblo de Dios

 

En las lecturas del Libro de los Hechos de los Apóstoles vamos conociendo nuestras raíces en los primeros pasos de la Iglesia. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; todos pensaban y sentían lo mismo y ninguno pasaba necesidad. A pesar de que los cristianos de la comunidad de Jerusalén pertenecían a la raza judía, sin embargo tenían diferentes lenguas y costumbres. Unos son judíos palestinos que hablan hebreo y otros son judíos provenientes de la diáspora que hablan griego (koiné), la lengua común del imperio romano. Estos últimos se quejan que sus viudas no son adecuadamente atendidas. Entonces los Apóstoles seleccionan siete varones para que se hagan cargo de la administración, quedando así ellos liberados para la oración y el servicio de la palabra. Los sietes elegidos tienen nombres griegos. Presentados a los Doce, éstos les imponen las manos orando y surge así un nuevo ministerio eclesial; que más tarde se identificó con el diaconado; si bien no se limitaron a la administración, pues Esteban y Felipe aparecen ocupados también en la evangelización.

 

Los miembros de este Nuevo Pueblo de Dios no somos un número de estadística, de registro en una encuesta; sino somos «piedras vivas» del edificio de la Iglesia que es el Espíritu Santo y cuya piedra angular, fundacional y de cohesión es Jesucristo Resucitado. Así se desprende de esta catequesis bautismal que contiene la primera carta del apóstol San Pedro.

 

 Una palabra del Santo Padre:

 

«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14, 1). En la página evangélica que acabamos de proclamar hemos escuchado estas palabras de Jesús a sus discípulos, que tenían necesidad de aliento. En efecto, la mención de su próxima partida los había desalentado. Temían ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). La observación es oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como luz límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).

 

El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La santidad consiste precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que Cristo mismo vive en él (cf. Ga 2, 20). Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa igualmente consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 12).

            

               Juan Pablo II. Homilía en la misa de Beatificación del Padre Pío de Pietrelcina,

2 de mayo de 1999.

 

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 


1 ¿Qué tanto me adhiero a las verdades que Jesús me ha revelado y que son enseñadas por el magisterio de la Iglesia? ¿Busco leer e informarme de lo que el Santo Padre nos va enseñando?

 

2. ¿De qué manera participo en la edificación del Nuevo Pueblo de Dios? ¿Descubro que mi participación como «piedra viva» es importante?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 668 - 677. 857- 865. 1267-1269.  

 

 

 

 

 

 

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito a:
"Meditación Dominical"
 
Para anular la suscripción a este grupo, envía un mensaje a
meditacion-dominical+unsubscribe@googlegroups.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario