domingo, 13 de marzo de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo A. «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo A

«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

 

Lectura del libro del Génesis 12,1- 4a

 

«Yahveh dijo a Abram: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra". Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh, y con él marchó Lot».

 

Lectura de la Segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,8b-10

 

«Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús, y que se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 17,1-9

 

«Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: "Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".

 

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo". Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

El Prefacio de la misa de este segundo Domingo de Cuaresma expresa y resume perfectamente el mensaje central de la Transfiguración: «Cristo, Señor nuestro, después de anunciar la muerte a sus discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria para testimoniar, de acuerdo con la ley y los Profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». El hecho de la Transfiguración se realiza en el camino de Jesús a Jerusalén, la ciudad que mataba a los profetas, y donde Él va a consumar su peregrinación terrena. Acordes con esta idea en los textos de este Domingo se acentúa el sentido de éxodo, peregrinación, disponibilidad y fe-en-camino como respuesta a la llamada de Dios. Eso lo vemos en la vocación de Abram[1]  (Primera lectura) y en la llamada a Timoteo por medio de Pablo: «toma parte en los duros trabajos del Evangelio con la fuerza que Dios te dé» (Segunda Lectura). Es esencial en la vida del cristiano «tomar parte en la vida de Cristo», especialmente en su misterio pascual: Muerte y Resurrección.

 

J «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre...»

Así aparece en la Primera Lectura la figura de Abraham, su elección y su vocación por Dios. El texto perteneciente a la tradición yavista[2], abre el ciclo de Abraham (ver Gn 12-25) como primer representante de la saga de los patriarcas. Ha concluido la etapa de los orígenes de la humanidad, del pecado, de la maldad y del castigo: Adán y Eva, Caín y Abel; Noé y el diluvio, la torre de Babel; y comienza una nueva época de alianza y salvación de Dios que marca los orígenes del Pueblo elegido. Abraham es el nómada de Dios; el destinatario de una elección totalmente gratuita por parte del Señor que lo llama a salir de su tierra, Ur de Caldea en Mesopotamia (hacia el año 1850 A.C.), para ir a Canaán en Palestina.

 

En él se va a realizar la unidad de la humanidad dispersa en Babel y el origen del Pueblo de Dios, Israel. Su respuesta a la llamada de Dios fue la obediencia de la fe. Abraham sale para un país desconocido, con su mujer estéril; porque Dios le ha llamado y le ha prometido una posteridad. Este primer acto de fe de Abraham se volverá a expresar en la renovación de la promesa (ver Gn 15, 5-6) y que Dios pondrá a prueba reclamándole a Isaac, el hijo de la promesa (ver Gn 22). Y porque obedeció, en su descendencia se plasmará la bendición divina; y no sólo para el pueblo de Israel sino para toda la humanidad (ver Rm 4,11; Hb 11,8ss).         

 

J «Nos ha llamado con una vocación santa»

 

Desde tiempo inmemorial, desde antes de la creación, dispuso Dios darnos su gracia por medio de Jesucristo llamándonos a la fe. Así lo expresa Pablo en su segunda carta a Timoteo. Nuestra vocación cristiana a «una vida santa» acorde con la gracia de Dios y la obediencia de la fe es también gratuita como la de Abraham, pero superior a  la de éste. Pues Dios realiza ahora su alianza y promesa de reconciliación definitiva por medio de su propio Hijo y la promesa culmina en nuestra adopción filial en Cristo Jesús. En nuestra vocación cristiana se verifican los tres elementos presentes en toda vocación: una elección gratuita y amorosa, una misión se nos es confiada y una promesa de vida eterna que fundamenta sólidamente nuestra esperanza.  

 

J «Seis días después...»

 

El Evangelio de hoy comienza con las palabras: «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva a un monte alto, y se trans­figuró ante ellos». No es común en el Evangelio tal precisión cronoló­gica. Su intención es llamar la atención sobre lo que se narra antes y relacionar la Transfiguración con esos hechos. ¿Qué es lo que ocurrió «seis días antes»? Bueno, seis días antes había ocurrido la confesión de Pedro sobre la identidad de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), y Jesús había comenzado «a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mu­cho... ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). Éste es el contexto en el cual se sitúa la Transfiguración de Jesús. Allí es la voz del cielo la que confirma la identidad de Jesús: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco», y la manifestación de la gloria de Jesús que allí vieron los apóstoles estaba destinada a sostenerlos ante el escándalo de la cruz.

 

La experiencia que tuvieron los apóstoles no puede describirse con palabras humanas. Ellos tuvieron una vi­sión anticipada de la gloria de Cristo «el cual transfi­gurará este miserable cuerpo nues­tro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21). ¿Pero quién puede des­cribir cómo será eso? Con razón San Pablo dice que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al cora­zón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Co 2,9). La descripción que hace el Evangelio es para sugerir una realidad que va mucho más allá que la experiencia sensible: «Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Pero en realidad quiere decir que se manifestó su identidad profunda, es decir, su divinidad. Ahora pudo quedarle claro a San Pedro qué es lo que estaba diciendo en realidad cuando confesó a Jesús: «Tú eres el Hijo del Dios vivo».

 

K ¿Por qué aparecieron Moisés y Elías al lado de Jesús?

 

Moisés y Elías son dos personajes que en el Antiguo Testa­mento habían tenido una profunda experiencia de la presencia de Dios. Moisés había orado a Dios: «Déjame ver tu glo­ria». Y Dios le había concedido ver solamente su espalda, «pues -decía- mi rostro no puede verlo el hombre y seguir vivien­do» (ver Ex 33,18-23). Y a Elías, en el mismo monte Horeb[3], le fue diri­gida la palabra del Señor: Sal y ponte en el monte ante Yahveh. «Y he aquí que Yahveh pasaba... al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto» (1R 19,9-13). Aquí, ante Cristo transfigurado, estaban ambos contemplan­do al mismo Dios que habían ansiado ver.

 

Moisés y Elías eran los más grandes profetas del Anti­guo Testamento. Pero Jesús  aparece muy superior a ellos. Y cuando el pueblo, entusias­mado por la enseñanza y los mila­gros de Jesús, exclamaba: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros», se quedaba todavía muy corto. De ningún profeta había dicho Dios: «Este es mi Hijo en quien me complazco». Si hubiera que compa­rar a Jesús con los pro­fetas, habría que decir: «Mu­chas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últi­mos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos, el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa» (Hb 1,1-3).

 

La tradición de la Iglesia ha visto en Moisés y Elías una representación de la ley y los profetas. Pero ellos al aparecer junto a Jesús transfigurado le rinden homenaje y se inclinan ante él. Es porque toda la ley y los profetas apuntan a Jesucristo, a Él se refieren y encuentran en él su sentido y su cumplimiento. Por eso Jesús declara: «No he venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles cumpli­miento» (Mt 5,17). Pues es claro que «la ley fue dada por medio de Moi­sés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucris­to» (Jn 1,17).

 

J «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

 

Una nube luminosa los cubre y se escucha una voz del cielo que deja una recomendación muy clara: «Escu­chadle». Jesús es la Palabra definitiva de Dios, «es el 'si' de Dios a sus promesas» (ver 2Co 1,20). La vida y la enseñanza de Jesús constituyen todo lo que necesitamos saber para tener la «vida eterna». Y la mayor sabiduría consiste en escu­char su palabra y guardarla en el corazón. Esta actitud mereció una de las bienaventuranzas de Jesús: «Bien­aventu­rado el que escucha la palabra de Dios y la guarda» (Lc 11,28).

 

J  Los testigos privilegiados

 

Los testigos predilectos del Señor Jesús son Pedro, Santiago y Juan. Estos mismos tres son los testigos exclusivos de otro momento particular de la vida de Jesús: «Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, Jesús comen­zó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: 'Mi alma está triste hasta el punto de morir; que­daos aquí y velad conmigo'» (Mt 26,37-38). Es el momento de la agonía de Jesús en el huerto de los Olivos. ¡Qué contraste entre un momento y otro! También es radicalmente diferente la reacción de los apóstoles. En la Transfiguración Pedro toma la palabra y dice a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres haré aquí tres tiendas...». El mismo Pedro propone perpetuar ese momento. En el huerto de los Olivos, en cambio, su desin­terés es total, tanto que los tres se quedan dormidos. Los apóstoles parecen haber olvidado lo que vieron en el monte Tabor, cuando Jesús se transfiguró ante ellos. Pero en realidad, el escándalo de la agonía en el huerto, del arresto de Jesús, de su flagelación y, sobre todo, de su muerte en la cruz, fue más fuerte, y la fe de esos discípulos no pudo sobrellevarlo.

 

El episodio de la Transfiguración cobra todo su sentido y toda su fuerza solamente después de la Resurrec­ción de Jesús. Por eso el mismo Jesús, bajando del monte ordena a los tres testigos: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos». En las apariciones de Jesús resucitado, según leemos en los Evangelios, debió mostrar las señales de los clavos en sus manos y pies y la herida de su costado para ser reconocido como el mismo que estuvo colgado de la cruz. Pero una vez que la certeza de la Resurrección de Jesucristo se apoderó de los discípulos, entonces el recuerdo de su Transfiguración completó el cuadro de su identidad. Esto es lo que dice San Pedro en su segunda carta: «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguien­do fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: 'Este es mi Hijo muy amado en quien me complaz­co'. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, es­tando con él en el monte santo» (2P 1,16-18).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«La experiencia de la transfiguración de Jesús prepara a los Apóstoles para afrontar los dramáticos acontecimientos del Calvario, presentándoles anticipadamente lo que será la plena y definitiva revelación de la gloria del Maestro en el misterio pascual. Al meditar en esta página evangélica, nos preparamos para revivir también nosotros los acontecimientos decisivos de la muerte y resurrección del Señor, siguiéndolo por el camino de la cruz, para llegar a la luz y a la gloria. En efecto, "sólo por la pasión podemos llegar con él al triunfo de la resurrección" (Prefacio)».

 

Juan Pablo II. Homilía del 28 de  febrero de 1999.

 

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios», leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles 14,22. Ciertamente no se trata de crearnos sufrimientos estériles, sin embargo, ¿qué tanto acepto los inconvenientes y los dolores de la vida como camino de configuración con el Señor? ¿Los acepto y los ofrezco al Señor?

 

2. «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle», nos dice el Padre en el Evangelio. ¿Escucho atentamente la Palabra en la Santa Misa? ¿Pongo los medios para acogerla y vivir de acuerdo a ella?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 444. 459. 554 - 558. 1721.

 



[1] Por el libro del Génesis se conoce a Abraham (padre de multitudes, Gn 17.5). Descendiente de Sem e hijo de Taré, se le atribuye la fundación de la nación judía, de los ismaelitas y de otras tribus árabes. La historia de su vida se relata en Gn 11.16-25.10, y hay una sinopsis de ella en Hch 7.2-8. Tres grupos religiosos lo reconocen como patriarca: judíos, cristianos y mahometanos. Nació en Ur, ciudad caldea, donde vivió con su padre y sus hermanos, Nacor y Harán, y donde se casó son Sarai. Al llamado de Dios, abandonó a su parentela (Jos 24.2) y se trasladó a Harán, en Mesopotamia, donde murió su padre (Gn 11.26-32). A la edad de 75 años se fue a Canaán con su esposa y Lot, pasando por Siquem y Bet-el (Gn 12.1-9). Obligado por el hambre, fue a Egipto donde hizo pasar a Sarai por hermana suya. Volvió enriquecido a Canaán y con espíritu generoso dio a Lot el fértil valle del bajo Jordán. Luego se estableció en Mamre (Gn 13.1-18). Entonces Dios renovó su promesa a Abram (Gn 13.15-18). Al volver de rescatar a Lot de manos del rey elamita (Gn 14.1-16), Melquisedec, sacerdote-rey, le salió al encuentro y le dio su bendición (Gn 14.17-24). A pesar de que Dios le había prometido un hijo (Gn 15.4), cuando tenía 86 años, Abram tomó a la esclava Agar y de ella nació Ismael (Gn 16). Trece años después Dios reconfirmó su pacto con él; estableció la circuncisión como señal y a Abram le puso por nombre "Abraham" (Gn 17). Abraham intercedió por Sodoma (Gn 19), viajó por el Neguev y se estableció en Cades y Gerar (Gn 20). Allí nació Isaac, cuando Abraham tenía 100 años de edad. Luego Agar e Ismael fueron echados de la casa. Por ese mismo tiempo Abraham hizo un pacto con Abimelec en que se aseguraban los derechos de este en Beerseba (Gn 21). Después de veinticinco años, Dios probó la fe de Abraham ordenándole que sacrificara a Isaac, su hijo y heredero de la promesa (Gn 22). Doce años después Sara murió y fue enterrada en Hebrón. Rebeca, nieta de Nacor, el hermano de Abraham, fue escogida como esposa de Isaac. Abraham tomó también otra esposa, Cetura, de quien tuvo seis hijos. Regaló "todo lo que tenía" a Isaac, dio dones a los hijos de sus concubinas y murió a los 175 años.

[2] Tradición yavista: una de las principales fuentes del Pentateuco junto con la tradición elohísta, la sacerdotal y la deuteronomista. Es la más antigua de dichas fuentes. Constituye una narración bastante homogénea que abarca la historia de la creación hasta la muerte de José y luego, en forma fragmentaria, los relatos de Egipto y del desierto. Tiene una idea altísima de Yahveh y, al mismo tiempo, lo presenta en familiar figura antropomórfica.

[3] Monte Horeb. (del hebreo «yermo, desierto»). Monte estrechamente relacionado con el Sinaí; abarca la cordillera de montañas que se extiende alrededor de 28° 30' N, entre el golfo de Suez y el de Ákaba, y que Sinaí es uno de sus picos. Horeb era llamado el «monte de Dios» (Éx 3:1). Fue allí donde Dios tuvo su encuentro con Moisés, y donde dio su pacto a Israel. Cerca de aquí también se erigió el becerro de oro (Éx 17:6; 33:6; Dt 1:2, 6, 19; 4:10, 15; 29:1; Sal 06:19).

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