lunes, 21 de febrero de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 8ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A «Buscad primero su Reino y su justicia»

Domingo de la Semana 8ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A

«Buscad primero su Reino y su justicia»

 

Lectura del libro del profeta Isaías 49, 14-15

 

« Pero dice Sión: "Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado".- ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido».

 

Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios 4, 1-5

 

« Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los  administradores es que sean fieles. Aunque a mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo  a mí mismo!  

 

Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 6, 24- 34

 

«Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.  Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?

 

Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con  vosotros, hombres de poca fe?

 

No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.

Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

En su excepcional libro «Jesucristo», el Papa Benedicto XVI, nos da una bella clave para poder aproximarnos a la Palabra de Dios: «Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura». Y justamente comentando el pasaje del Evangelio de San Mateo que corresponde a este Domingo nos hablará de San Francisco de Asís. Dice el Papa que «Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo  como representante de Dios, que viste los lirios del campo con más esplendor que Salomón y todas sus galas (Ver Mt 6, 28s). Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos».  

 

Éste es sin duda el mismo mensaje que el profeta Isaías y San Pablo nos quieren transmitir: confianza en Dios hasta el extremo, donde ni siquiera el fuero más íntimo me reprocha nada, cuando sé que el amor de Dios por mí es más grande que el amor de una madre. 

 

J «¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho? »    

 

El carácter mesiánico de todo el capítulo 49 del libro de Isaías es claro y evidente. No será más Ciro[1], el rey de Persia, el libertador de Israel sino el Mesías – el Siervo de  Dios, el Santo -  el cual vendrá para dar salud a su pueblo. En los primeros versículos de este capítulo se describe la vocación del «Siervo de Dios», luego su misión entre el pueblo judío y los paganos. El Siervo de Dios está llamado a reunir los pueblos de Israel, a «restaurar las tribus de Jacob y convertir a los sobrevivientes de Israel» (Is 49,6). Esto podría explicar por qué ninguno de los israelitas piadosos del tiempo de Jesús entendían el misterio de su rechazo y de su muerte.

 

San Pablo revelará que el misterio de esta salvación[2] no quedó revocado con la venida de Jesús (Rm 11,1) sino que ha sido postergado para los últimos tiempos (Rm 11, 25 ss). Yahveh recordará que Él es quien formado y hecho con su pueblo; y que finalmente los sacará de las tinieblas y dirá: «venid a la luz» (Is 49, 9). Los israelitas que  vuelven de su cautiverio babilónico serán comparados a un rebaño cuyo pastor es Dios. Nada les faltará en el camino. El significado mesiánico de estas imágenes es evidente.

 

Finalmente en una de las bellas manifestaciones del amor de Dios por nosotros dirá: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido». Santa Teresa nos dice que «confiemos en la bondad de Dios que es mayor que todos los males que podamos hacer» ya que «he aquí que te tengo grabado en las palmas de mis manos» (Is 49, 16). Cada uno de nosotros, nos recuerda el profeta, tenemos un valor infinito y único ante Dios.    

 

JL «Nadie puede servir a dos señores»

 

Para poder entender mejor el significado de una de las frases más conocidas de Jesús que ciertamente encierra una profunda enseñanza espiritual, debemos de ver detenidamente que entiende Jesús por uno y por lo otro; es decir por los «dos señores» a los que refiere y que ciertamente son antagónicos[3] uno del otro. El primero es claramente Dios y el segundo es «mamón»[4], nombre que es personificación de las riquezas. De esto resulta claramente que quien ama las riquezas, poniendo en ellas su corazón (ver Mt 6,21), llega sencillamente a odiar a Dios. Terrible verdad, que no será menos real por el hecho de que no tengamos conciencia de ello.

 

Y aunque parezca esto tan monstruoso, es bien fácil de comprender si pensamos que en tal caso la imagen de Dios se nos representará día tras día como la del peor enemigo de esta presunta "felicidad" en que tenemos puesto el corazón; por lo cual no es nada sorprendente que lleguemos a odiarlo en el fondo del corazón, aunque por fuera tratemos de cumplir algunas obras vacías de amor, por miedo a la justicia de Dios.

 

Pero ¿por qué es tan radical la frase de Jesús ante las riquezas? Porque recordemos que el apego a los bienes materiales refleja una falta de confianza en Dios que ha prometido velar por nosotros, y por otro lado, una excesiva preocupación por nosotros mismos, buscando la seguridad exclusivamente en lo material y en lo pasajero.  Este desorden lleva con frecuencia a la falta de generosidad y a la avaricia. Finalmente nos puede levar a la idolatría y entonces nos volvemos contra Dios.   

 

En cambio en el segundo caso nos muestra que nos adherimos a Dios, esto es si ponemos nuestro corazón en Él, mirándolo como el Sumo Bien, como Aquel que realmente va a poder saciar el hambre de infinito que encontramos en nuestro corazón; entonces veremos que el mundo y sus riquezas son basura comparados con lo que Dios nos tiene reservado[5].  Santo Tomás sintetiza esta doctrina diciendo que el primer fruto del Evangelio es el crecimiento en la fe; o sea el conocimiento de los atractivos de Dios; y el segundo, consecuencia del anterior, será el desprecio del mundo, tal como nos lo presenta Jesús en este pasaje.        

 

J ¿Cuánto voy a vivir?

 

La segunda parte del Evangelio es un bello canto de amor y de confianza a Dios. Respondamos con sinceridad: «¿Quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo[6] a la medida de su vida?» ¿Quién tiene asegurada su vida? ¿Quién puede añadir un segundo a su vida? ¿Quién puede decir con seguridad cuánto va a vivir? Nadie…nadie. Ni con todo el dinero del mundo podemos comprar una milésima de segundo a nuestra vida. El libro del Eclesiastés repite una y otra vez:  «Todos caminan hacia la misma meta: todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (Ecle 3,20).

 

¡Qué tercos, que estultos somos los seres humanos para olvidarnos esta realidad tan evidente y estar entretenidos en mil y un ocupaciones "demasiado importantes" para pensar en la muerte!  La meditación de nuestro fin en este mundo que pasa nos debe de hacer reaccionar ante la tibieza, ante la desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento inútil a una vida cómoda, materialista y superflua. Cualquier día puede ser el último día de nuestra vida. Esta consideración puede ayudarnos mucho a considerar serenamente que en cualquier día puede llegar nuestro fin y que, en cualquier caso, ese momento «no puede estar lejos» (San Jerónimo).     

 

Debemos pues agradecer a nuestro Señor Jesucristo que con su sacrificio reconciliador nos ha librado del poder de la muerte (ver Rm 7, 24) y nos ha dado así una esperanza que nunca falla. Nos dice bellamente San Agustín: «Si tienes miedo a la muerte, ama la vida. Tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo. Le desagradas obrando mal. No habita Él en templo ruinoso, no entra en templo sucio».

 

+  Una palabra del Santo Padre:

«Y ¿qué significa verdaderamente «eternidad»? Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera «vida», así debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos «vida», en verdad no lo es. Agustín, en su extensa carta sobre la oración dirigida a Proba, una viuda romana acomodada y madre de tres cónsules, escribió una vez: En el fondo queremos sólo una cosa, la «vida bienaventurada», la vida que simplemente es vida, simplemente «felicidad».

A fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto. Pero después Agustín dice también: pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. Desconocemos del todo esta realidad; incluso en aquellos momentos en que nos parece tocarla con la mano no la alcanzamos realmente. «No sabemos pedir lo que nos conviene», reconoce con una expresión de san Pablo (Rm 8,26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. «Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)», escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta «verdadera vida» y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados.

Pienso que Agustín describe en este pasaje, de modo muy preciso y siempre válido, la situación esencial del hombre, la situación de la que provienen todas sus contradicciones y sus esperanzas. De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta «realidad» desconocida es la verdadera « esperanza » que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión « vida eterna » trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida».

Benedicto XVI. Carta Encíclica Spe Salvi, 11.

 

'  Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Recordemos lo que nos dice San Pablo: «Dios no perdonó a su Hijo y lo entregó por nosotros. ¿Cómo no abría de darnos con Él todos los bienes?» (Rm 8,32). ¿Cómo vivo mi confianza en  Dios? ¿Vivo preocupado solamente por lo material, las apariencias?    

 

2. Nos dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido». Elevemos en silencio una oración de agradecimiento por el inmenso amor que Dios nos tiene a la luz de la lectura de este bello texto.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 625- 627, 635, 994- 996, 1006- 1014.

 



[1] Ciro. Rey persa que conquista Babilonia el año 539 A.C. La Biblia lo presenta como el elegido por Yahveh para hacer volver a los judíos de su destierro en Babilonia. Se le asigna también el nombre de ungido o mesías, caso único entre los paganos pues este nombre era reservado exclusivamente para los reyes de  Israel y, posteriormente, aplicado a Jesús. Ciro fue un gobernante de corazón noble y justo no solamente con los judíos sino con los demás pueblos sometidos (ver Is 44, 28; 45,1; Esd 1, 1-14; Cr 36, 22-23).   

[2] La salvación en el Antiguo Testamento estaba directamente vinculada a la restauración del Pueblo de Israel siendo el arquetipo de salvación la salida del pueblo de Egipto bajo el mando de Moisés y la llegada a la tierra prometida. 

[3] Antagonismo. (Del gr. νταγωνισμς). Contrariedad, rivalidad, oposición sustancial o habitual, especialmente en doctrinas y opiniones.

[4] Mamón. Palabra griega que significa riqueza (ver Eclo 42, 9: Mt 6.24; Lc 16.11, 13), especialmente la que se usa en oposición a Dios ya desde el Antiguo Testamento. Mamón es una transliteración de la palabra aramea «mamon». 

[5] «Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,8).

[6] Codo. Medida de longitud muy usada por los hebreos (Ex 25.10; 1 R 7.24; Ez 40.5) y otras naciones antiguas. Es aproximadamente el largo del brazo, desde el codo hasta la punta del dedo corazón. Tanto los egipcios como los babilonios, y después los hebreos, tuvieron un codo real u oficial y otro común. El oficial tenía 20, 8 plg. (53 cm) y el común 17, 7 plg. (45 cm). Antes del cautiverio de los judíos, parece que se usaba el codo común. Después del cautiverio, cuando había necesidad de especificar una medida exacta, aclaraban a cuál codo se referían (Ez 40.5; 43.13).

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