lunes, 30 de agosto de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 23ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «El que no renuncie no puede ser discípulo mío»

Domingo de la Semana 23ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«El que no renuncie no puede ser discípulo mío»

 

Lectura del libro de la Sabiduría  9, 13-18

 

«¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios? ¿Quién hacerse idea de lo que el Señor quiere? Los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas, pues un cuerpo corruptible agobia el alma y esta tienda de tierra abruma el espíritu lleno de preocupaciones.

 

Trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos? Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo? Sólo así se enderezaron los caminos de los moradores de la tierra, así aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron".»

 

Lectura de la carta de San Pablo a Filemón 1, 9b-10.12-17

 

«Prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad, yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús. Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria.

 

Pues tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor!. Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 14, 25-33

 

«Caminaba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: "Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.

 

"Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar." O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con 10.000 puede salir al paso del que viene contra él con 20.000? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

¿Cómo ser discípulo del Señor? A lo largo de las lecturas veremos, cada vez con más claridad, cómo los pensamientos de Dios no son los pensamientos del hombre: «la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres» (1Cor 1,25). Los pensamientos del hombre se muestran, muchas veces, tímidos e inseguros ya que provienen de «un cuerpo corruptible» abrumado por las preocupaciones y marcado, no determinado, por el pecado (Primera Lectura). Es la sabiduría de Dios la que lleva a Jesús a manifestar claramente las condiciones para seguirlo y así ser un «verdadero discípulo» (Evangelio). Finalmente vemos en la Segunda Lectura una bella expresión del discipulado, que nace de la fe y del amor, que lleva a Pablo a interceder por Onésimo ante Filemón.

 

La Sabiduría de Dios

 

El libro de la Sabiduría, considerado el último del Antiguo Testamento (escrito alrededor del año 50 A.C.), es de corte humanista al estilo griego, cuyo influjo se hace notar, por ejemplo, en la distinción que establece entre el cuerpo y el alma (ver Sb 9,15). No obstante la sabiduría que vemos aquí no es la gnosis[1] de la filosofía griega, sino es el conocimiento que se adquiere como don del Espíritu Santo que nos ayuda a entender los designios de Dios. La Primera Lectura hace parte de una oración para alcanzar la Sabiduría y viene a propósito del hecho contado en 1 Re 3,4-16; el sueño en que Salomón le pide a Dios sabiduría: «Concede a tu siervo un corazón atento para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1Re 3,9). La condición indispensable para adquirir la sabiduría es tener un corazón humilde y sencillo. A los que aceptan cooperar con Él, Dios les concede la rectitud, la prudencia e incluso la autoridad para dirigir al Pueblo de Dios. Abraham, Moisés y sin duda la Virgen María; fueron llamados a realizar grandes obras (ver Lc 1, 49) porque pusieron toda su confianza en las promesas de Dios. 

 

Pablo intercede por Onésimo

 

Filemón era un cristiano de una buena posición social, quizá convertido por el mismo San Pablo. Su esclavo Onésimo se había escapado, por alguna culpa, y había ido a parar a Roma, donde Pablo le ofreció refugio y lo convirtió. La fuga de Onésimo era delito por el que incurría en graves penas, y Pablo podría resultar cómplice. Pablo no intenta resolver el problema por la vía legal, aunque sugiere estar dispuesto a compensar a Filemón, más bien traslada el problema y su resolución al gran principio cristiano del amor y la fraternidad, más fuertes que la relación jurídica de amo y esclavo. Si  Filemón ha perdido un esclavo, puede ganar un hermano; y Pablo será agente de reconciliación en este delicado caso (ver 2Cor 5,17-21). La carta debió ser escrita desde la prisión de Roma alrededor del 61-63. 

 

«Caminaba con Él mucha gente...»

 

El Evangelio de hoy se abre con un cambio de escena. Estábamos, en la lectura del Domingo pasado, en una comida ofrecida en sábado por uno de los jefes de los fariseos, a la cual había sido invitado también Jesús. Allí, aprovechando esa situación, Jesús había dado diversas enseñanzas que tienen relación con un banquete. El Evangelio de hoy lo presenta en el camino segui­do por una multitud: «Caminaba con Él mucha gente». Es difícil hacerse una idea de cuántos eran los que caminaban con Jesús. En otra ocasión el mismo evangelista dice que se reunieron para escuchar a Jesús «miríadas de personas hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1).

 

La palabra «miríada» es una trascripción de la palabra griega «myri­ás» que significa diez mil. Pero también se usa para designar un número indefinido muy grande, como usamos nosotros la palabra «millones». En todo caso, la imagen que se trans­mite es la de un gran número de personas que iban con Jesús por el camino. Es de notar que el evange­lista evita cuidadosamente decir que esas numerosas perso­nas «lo seguían», porque este término se reserva a sus discípulos. Y aquí se trata precisamente de discernir quiénes de entre esa multitud pueden llamarse «discípulos» de Jesús. Justamente en el Evangelio de hoy contiene la definición de lo que Jesús entiende por un discípulo suyo. Y esa definición no es puramente teórica, sino que tiene el valor particular de surgir de un hecho concreto de vida. Tres veces repite Jesús la misma fórmula, que parece desalentar a quien piense que seguirlo es algo bien visto, cómodo y placentero: el que no cumpla con tal cosa, «no puede ser discípulo mío».

 

¿Y cuál es el hecho concreto de vida del cual surgen esas tres expresiones? El Evangelio dice: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío... El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío... El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío». A Jesús no le interesa tanto el número de los que lo acompañan; sino la radicalidad del seguimiento. Y por eso pone esas condiciones que son de una inmensa exigencia. Para ser discípulo de Jesús se exige una adhesión total. El que lee esas condiciones puestas por Jesús debe exami­narse a sí mismo seriamente para ver si merece el nombre de cristiano.

 

En todo caso este nombre hay que usarlo con mucha mayor cautela. Los métodos de Jesús parecen ser diametralmente opuestos a los modernos sistemas de «marketing», donde se adopta todo tipo de técnicas y argucias para conseguir un adepto o un compra­dor. Jesús aparece también atentando contra la popularidad de la que necesitan los políticos para hacer prevalecer sus posturas. Sin embargo la garantía de la verdad del mensaje de Jesucristo; es que Él mismo con su Muerte y Resurrección, la ratificó. «Y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe» (1Cor 15,14). Y afortunada­mente tampoco la Iglesia de Cristo tiene la preocu­pación de la populari­dad, pues no se empeña en complacer a los hombres, sino sólo a Dios. Por eso la Iglesia, aunque parezca incómoda e impopular, lo que nos enseña es la verdad. Precisamente la garantía de que su doctrina es la verdad es que no busca complacer los oídos de los hombres y mujeres.

 

¿Odiar a su padre o su madre, hermanos y hermanas...?

 

«Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío...». Ésta es la primera condición: «odiar» a los de la propia casa y hasta la propia vida. ¿Cómo se entiende esto? En realidad, Jesús nos manda «honrar padre y madre», como se lo dijo claramente al joven rico cuando le expuso los mandamientos que eran necesarios cum­plir para alcanzar la vida eterna (ver Lc 18,20). El original griego «misei», de «odiar»; tiene el sentido de posponer, descuidar o amar menos. Es decir debe entenderse en sentido relativo; quiere decir: «en la escala de valores no tenerlos en el primer lugar», o más precisa­mente, en una situación de conflicto entre el amor a Cristo y el amor a esas otras personas, hay que preferir a Cristo.   

 

«Quien no carga su cruz y me sigue no puede ser discípulo mío»

 

Aquí Jesús pone una condición ulterior. No se trata de amar a Cristo solamente, sino amarlo en su situación de total abajamiento, es decir, en la cruz, en ese estado en que todos lo abandonaron. La fidelidad a Jesús hasta este extremo es la prueba del verda­dero discípulo. Tal vez nadie ha expresado mejor que San Pablo esta centralidad de la cruz. Por eso escribe a los Corintios: «Mientras los judíos piden señales y los grie­gos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles» (1Cor 1,22-23). La cruz es para ellos (judíos y griegos) un obs­táculo insuperable (escándalo), o bien, una demostración de insensatez. El discípulo de Cristo, en cambio, ve en Cristo crucificado la «fuerza de Dios y la sabiduría de Dios» (1Cor 1,24), y por eso, abraza su cruz con alegría y desea compartir con Cristo la ignomi­nia de la cruz. 

 

¿Renunciar a todos los bienes?

 

La fuerza de la tercera condi­ción está en la expresión «renunciar a todos sus bienes», no sólo se trata de unos pocos bienes. Y para ilustrar esta condición, Jesús propo­ne dos pequeñas pará­bolas: nadie se pone a construir una torre si no tiene con qué terminarla; nadie sale a comba­tir si sus tropas son insuficientes para hacer frente al enemigo. Asimismo que nadie pretenda seguir a Cristo y ser discípulo suyo si no está dispuesto a renunciar a todos sus bienes. Tarde o temprano esos bienes le significarán un estorbo, como ocurrió con el joven rico: «se alejó de Jesús triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22). El Evangelio de hoy nos invita a examinar la radicalidad y la coherencia de nuestra adhe­sión a Jesús. El mártir San Ignacio de Antioquía en el siglo II conocía bien esta definición de discípulo de Cristo. Por eso cuando era llevado bajo custodia a Roma donde había de sufrir el martirio como pasto de las fieras, escribe a los cristianos de Roma para suplicarles que no hagan ninguna gestión que pueda evitarle el martirio, pues teme que para eso haya que transigir en algo de su adhesión a Cristo. Y agrega: «Más bien convenced a las fieras que ellas sean mi tumba y que no dejen nada de mi cuerpo... Cuando el mundo ya no vea ni siquiera mi cuerpo, entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo».

 

Una palabra del Santo Padre:

 

« La salvación, que Jesús obró con su muerte y resurrección, es universal. Él es el único Redentor e invita a todos al banquete de la vida inmortal. Pero con una única e igual condición: la de esforzarse en seguirle e imitarle, cargando, como Él hizo, con la propia cruz y dedicando la vida al servicio de los hermanos. Única y universal, por lo tanto, es esta condición para entrar en la vida celestial. El último día –recuerda además Jesús en el Evangelio- no seremos juzgados según presuntos privilegios, sino según nuestras obras. Los «agentes de iniquidad» serán excluidos, mientras que serán acogidos cuantos hayan realizado el bien y buscado la justicia, a costa de sacrificios. No bastará por lo tanto declararse «amigos» de Cristo jactándose de falsos méritos: «Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas» (Lc 13,26).

 

La verdadera amistad con Jesús se expresa en la forma de vivir: se expresa con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna.

 

Queridos hermanos y hermanas: si queremos también nosotros pasar por la puerta estrecha, debemos empeñarnos en ser pequeños, esto es, humildes de corazón como Jesús. Como María, Madre suya y nuestra. Ella en primer lugar, detrás del Hijo, recorrió el camino de la Cruz y fue elevada a la gloria del Cielo, como recordamos hace algunos días. El pueblo cristiano la invoca como Ianua Caeli, Puerta del Cielo. Pidámosle que nos guíe, en nuestras elecciones diarias, por el camino que conduce a la «puerta del Cielo».

 

Benedicto XVI. Angelus Domingo 26 de agosto 2007. 

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Seguir a Jesús, es decir llamarse de verdad «cristiano», tiene un precio. ¿Amo a Jesús realmente en primer lugar? ¿Soy capaz de «renunciar a todo» para seguirlo? ¿Qué me impide amarlo más? ¿A qué debo de renunciar?

 

2. Vivir el amor fraterno exige ver en el otro a mi hermano. ¿Discutamos en familia, cómo puedo hacer concreto mi amor solidario por mis hermanos, especialmente a los más necesitados?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 520. 562. 618.1506.1816.1823.1929-1948.

 



[1] Gnosis (conocimiento): el uso más habitual de este término se relaciona con los defensores del gnosticismo, para quienes designaba un tipo de conocimiento no discursivo, sino intuitivo y perfecto, al que solamente podían acceder los iniciados y, mediante el cual, llegaban a comprender los misterios de la divinidad. Los grupos «new age» de la actualidad pueden ser considerados «neo-gnósticos».

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