martes, 3 de agosto de 2010

{Meditación Dominical} Domingo 19 del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «También vosotros, estad preparados»

Domingo de la Semana 19ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«También vosotros, estad preparados»

 

Lectura del libro de la  Sabiduría 18, 6-9

 

«Aquella noche fue previamente conocida por nuestros padres, para que se confortasen al reconocer firmes los juramentos en que creyeron. Tu pueblo esperaba a la vez la salvación de los justos y la destrucción de sus enemigos. Y, en efecto, con el castigo mismo de nuestros adversarios, nos colmaste de gloria llamándonos a ti. Los santos hijos de los buenos ofrecieron sacrificios en secreto y establecieron unánimes esta ley divina: que los santos correrían en común las mismas aventuras y riesgos; y, previamente, cantaron ya los himnos de los Padres.»

 

Lectura de la carta a los Hebreos 11,1-2. 8-19

 

«La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. Por ella fueron alabados nuestros mayores. Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.

 

Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía. Por lo cual también de uno solo y ya gastado nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar. En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad...

 

Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 12, 32-48

 

«"No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran.

 

Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos de ellos! Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora iba a venir el ladrón, no dejaría que le horadasen su casa. También vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre".

 

Dijo Pedro: "Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?" Respondió el Señor: "¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. De verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si aquel siervo se dice en su corazón: "Mi señor tarda en venir", y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los infieles. "Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

«En confiada y vigilante espera», así podemos resumir el contenido principal del mensaje litúrgico de hoy. Esta es la actitud de Abrahán y Sara, y de todos aquellos que murieron en espera de la promesa hecha por Dios (Segunda Lectura). Esta es la actitud de los descendientes de los patriarcas, esperando con confianza, en medio de duros trabajos, la noche de la liberación (Primera Lectura). Ésta es la actitud del cristiano en este mundo, entregado a sus quehaceres diarios, esperando con corazón vigilante la llegada de su Señor (Evangelio).

 

La misteriosa solidaridad

 

La exhortación que Jesús al inicio del Evangelio, continúa y se relaciona con la lectura del Domingo pasado: el desprendimiento de los bienes materiales en aras de la solidaridad fraterna: «Vended vuestros bienes y dad limosna...porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Así lo resalta fuertemente la primera lectura que es una evocación «sapiensal»  y agradecida de la primera pascua a  la salida de los israelitas de Egipto: «Porque los justos, hijos de los santos, te ofrecían en secreto el sacrificio, y concordes establecieron esta ley de justicia, que los justos se ofrecían a recibir igualmente los bienes como los males». Sin duda nos llama poderosamente la atención la misteriosa solidaridad que une a toda la humanidad en un mismo destino. ¡Cuánto más deberíamos de tenerla en cuenta al ser todos miembros de un mismo Cuerpo en Cristo Jesús!

 

«La seguridad de lo que se espera»

 

La Segunda Lectura comienza con una definición teológica de la fe: «es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve». La palabra griega «seguridad», etimológicamente quiere decir «sub-stancia», lo que está debajo, lo que sirve de base y fundamento, significa que es lo que le da base y realidad subsistente a las cosas que esperamos. Podemos afirmar que la fe es la «convicción» de que existen las cosas que esperamos; o si se quiere, la «garantía» de que existen las cosas celestiales.

 

Tan ciertas y seguras son las realidades que indica la fe que «los antiguos o mayores», nuestros modelos de virtud y personas prudentes, se acreditaron de ella y la cultivaron con esmero. Estos «antiguos» son los antepasados de Israel; son los «padres»; es decir los patriarcas en general, los antecesores de los judíos, de los cuales contarán en este capítulo de la carta a los Hebreos, sus hazañas por la fe. La lectura de este Domingo nos lleva directamente al versículo octavo que se refiere a la fe de Abraham: modelo y padre de los creyentes.


En la segunda parte de la lectura se acentúa la actitud de provisionalidad que mantuvo en tensión la fe de los patriarcas en camino hacia la patria definitiva. Vieron de lejos la tierra prometida y la saludaron, confesando y reconociendo que en esta tierra eran extranjeros y peregrinos.

 

El pequeño rebaño de Dios

 

El Evangelio de este Domingo comienza con unas palabras extraordinariamente consoladoras de Jesús. Ellas son la conclusión de su enseñanza acerca de la confianza en su amorosa Providencia: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino». Jesús llama al grupo de sus discípulos «pequeño rebaño». Esta es la única vez que se usa esta metáfora en el Evangelio de Lucas.

 

Por eso para entender su sentido, como ocurre con muchos temas del Evangelio, es necesario recurrir al antecedente del Antiguo Testamento. Allí esta metáfora es corriente: el rebaño es el pueblo de Israel y su pastor es Dios. El fiel expresaba su confianza en Dios cantando: «El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sl 23,1.4). Se entiende que el pastor es Dios. Con este pastor el rebaño no tiene nada que temer.

 

Jesús llama a sus discípulos de «pequeño rebaño» no sólo porque son poco numerosos, sino, sobre todo, porque está compuesto por gente sencilla, por gente de poco peso en el mundo. Es claro que Jesús en su vida no fue seguido por la gente importante (ver Jn 7,47-48). Es más, si alguien se tiene por «importante», tiene que hacerse pequeño para entrar en este rebaño: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3; cf. Lc 18,17).

 

Las cosas que pasan...

 

Cada persona maneja un volumen más o menos grande de información para su vida en esta tierra. Y esto es verdad a todo nivel. Por decir lo menos, todos conocen los precios de los artículos de consumo habitual, el recorrido de los autobuses de la ciudad, los programas de tele­visión o de radio que le inte­resan, los equipos de fútbol y su formación, los entrena­dores, etc. Pero toda esa información se refie­re a cosas que van cambiando: manejamos un cúmulo inmen­so de información acerca de cosas que envejecen, se dete­rioran y pasan. Acerca de todo eso, nos dice «la Imitación de Cristo» con incuestionable verdad: «Todas las cosas pasan, y tú con ell­as».

 

Es oportuno examinarnos para ver cuánta dedicación y tiempo le damos aquellas otras cosas que no pasan, porque son eternas. ¿Leemos el Evangelio cada día un tiempo equiva­lente al que destinamos a leer el diario o a ver las noticias en TV? ¿Qué es más importante para nosotros, los bienes de esta tierra o los bienes eternos? ¿Dónde está nuestro tesoro? Estas mismas preguntas hacía Jesús a los hombres de su tiempo ofreciéndonos un criterio que es sumamente claro: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».

 

Dicho en otras palabras: aquello que ocupa tu atención, eso es tu tesoro. Si nuestra vida es gobernada por información banal y superflua, quiere decir que nuestro tesoro son los bienes de esta tierra, aunque digamos otra cosa, o quera­mos engañar­nos.  Escuchemos la recomenda­ción del Señor: «Haceos bolsas que no se deterio­ran, un tesoro inagota­ble en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla». Los bienes de esta tierra son caducos, duran poco, se deterio­ran y defraudan; en el contexto del destino eterno del hombre son menos que nada. Atesorar esos bienes, diría el sabio Qohelet, es esfuerzo inútil, es como «atrapar vientos» (Ecle1,14). San Pablo nos dice: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conoci­miento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura» (Fil 3,7-8).

 

¡Estar preparados...!

 

En seguida Jesús nos exhorta a estar vigilantes, como están los siervos que esperan a su señor para abrirle apenas llegue. La venida del Hijo del hombre puede considerarse bajo un doble aspecto y ambas exigen estar bien preparados. Una se refiere a su venida al fin del tiempo, para poner fin a la historia. Entonces «vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos». De ésta no sabemos «ni el día ni la hora». Por eso la actitud cristiana es vivir en permanente espera. Sin embargo muchos pensarán: «para esa última venida de Cristo falta mucho». Admitamos que sea así. En todo caso, podemos acotar con bastante precisión el momento de su otra veni­da, la que pondrá fin a mi propia vida en esta tierra. Ocurrirá en cualquier momento. La actitud que Jesús re­prueba es la del que dice: «Mi señor tarda en venir» y, por eso, se despreocupara y dejara de vigilar.

 

Todo esto se aclara más si se considera que está dicho por Jesús como un comentario a la parábola sobre aquel hombre que había atesorado rique­zas para disfrutar «muchos años». La conclusión de esa parábo­la era ésta: «Dios le dijo: ¡Ne­cio! Esta misma noche te reclama­rán el alma; las cosas que preparas­te ¿para quién serán?» (Lc 12,20). El mayor desastre sería que llegara el Hijo del hombre y nos encon­trara distraídos y des­preocupados, demasiado absorbi­dos por las cosas de esta tierra. Al que se encuentre en ese caso, dice Jesús, «lo separará y le señalará su suerte entre los infieles». En cambio, para el que tiene su tesoro en el cielo y espera con gozo la venida del Señor, dice esta bienaventuran­za: «Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuen­tra así. En verdad os digo que lo pondrá al frente de toda su hacienda».

 

¿Para nosotros o para todos?

 

Ante la parábola sobre la vigilancia, Pedro intervie­ne para preguntar a Jesús: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?» Pedro establece una diferen­cia entre ellos -se refiere a los Doce- que estaban siem­pre con Jesús, que habían sido instruidos por Él y que recibirían la respon­sabilidad de continuar su misión salvífica, y todos los demás hombres. Jesús en su respues­ta alude directamente a Pedro y a los demás apóstoles hablando del «administrador fiel y pru­dente a quien el señor pondrá al frente de su servidum­bre», y reconoce que hay una diferencia. Si son fieles recibirán mayor recom­pensa; pero si son infieles recibirán mayor castigo. En efecto, el siervo que desobe­dece, conociendo la voluntad de su señor, «recibirá muchos azotes»; en cambio, el que obra contra la voluntad de su señor, sin conocerla, "reci­birá pocos azotes". Jesús concluye advirtiendo: «A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más».

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo, León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como "la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su conservación". El Pontífice califica el trabajo como "personal", ya que "la fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada".

 

El trabajo pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es más, el hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo tiene una dimensión social, por su íntima relación bien sea con la familia, bien sea con el bien común, "porque se puede afirmar con verdad que el trabajo de los obreros es el que produce la riqueza de los Estados". Todo esto ha quedado recogido y desarrollado en mi encíclica Laborem exercens.

 

Otro principio importante es sin duda el del derecho a la "propiedad privada". El espacio que la encíclica le dedica revela ya la importancia que se le atribuye. El Papa es consciente de que la propiedad privada no es un valor absoluto, por lo cual no deja de proclamar los principios que necesariamente lo complementan, como el del destino universal de los bienes de la tierra.

 

Por otra parte, no cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera principalmente, es el de la propiedad de la tierra. Sin embargo, esto no quita que todavía hoy conserven su valor las razones aducidas para tutelar la propiedad privada, esto es, para afirmar el derecho a poseer lo necesario para el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea la forma concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir sosteniéndolo hoy día, tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios de producción, como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas partes del mundo, incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada».

 

Juan Pablo II. Carta Encíclica Centessimus annus, 6.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. El futuro de cada hombre, con todo su espesor, es imprevisible. El meteorólogo puede prever el tiempo para mañana, aunque con riesgo de equivocarse. El economista puede prever la inflación en el país durante el mes de mayo o el próximo año, con mayor o menor aproximación. Pero la historia del hombre es imposible de prever, porque es una historia de libertad. Libertad del hombre, y sobre todo libertad de Dios.

 

2. La imprevisibilidad del futuro reclama vigilancia. El hombre prudente, sensato, no considera la actitud vigilante algo simplemente posible. La vigilancia es la mejor opción. Vigilar para saber descubrir la acción del Espíritu en tu interior, en el interior de los hombres. Vigilar es mantener íntegras la fe, la esperanza y la caridad, «cuando Él venga» o cuando nosotros vayamos a Él. La vigilancia no es una opción, es una necesidad vital. ¿Cómo vivo la sana vigilancia en mi vida?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1006- 1014. 

 

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