martes, 15 de mayo de 2012

{Meditación Dominical} La Ascensión del Señor. Ciclo B. «Id por el mundo entero y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»

La Ascensión del Señor. Ciclo B

«Id por el mundo entero y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

 

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa  del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días».

 

Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» El les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.»

           

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 4,1-13

 

«Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.

 

A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo. Por eso dice: subiendo a la altura, llevó cautivos  y dio dones a los hombres. ¿Qué quiere decir «subió» sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo».

                       

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 16, 15-20

 

«Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban».

                       

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

 

Este Domingo la Iglesia celebra la Ascensión del Señor Jesús a los Cielos. Pero ¿qué es la Ascensión? Vemos la definición del Catecismo de la Iglesia Católica: «“Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios»[1].

 

La Ascensión del Señor Jesús marca una etapa nueva y definitiva para los apóstoles. El Señor Resucitado ya no aparecerá más, sino que sube al Cielo para interceder por los hombres ante el Padre. Este hecho es narrado por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles subrayando el estupor y asombro de aquellos hombres. El Evangelio insiste, de modo particular, en la misión que Jesús confía a sus apóstoles: «Id y predicad». En la carta a los Efesios, Pablo subraya la necesidad de responder al llamado y al don particular que Dios hace a cada uno, dando así cumplimiento al Plan amoroso del Padre.

 

J Subió a los Cielos

 

La Ascensión del Señor marca un punto divisorio entre el ministerio (servicio) de Jesús y el ministerio de la Iglesia, que constituye respectivamente el tema del primer y del segundo libro escrito por San Lucas. En ambos se propone demostrar que entre los dos ministerios hay una perfecta continuidad, porque ambos son conducidos por el Espíritu Santo. También es el misterio de la unión del Cielo y de la tierra ya que es como la bisagra que une ambos. Cristo ascendió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre; pero también está presente y vivo en la tierra por medio de la liturgia sacramental de la Iglesia. El estar «sentado a la derecha del Padre», que leemos en el Evangelio de san Marcos, nos remite al pasaje del Evangelio de San Juan: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13).

 

El hombre, herido por el pecado y viviendo en la ruptura no tiene acceso a la «Casa del Padre», a la comunión eterna, a la felicidad en Dios. Solamente Jesucristo ha podido abrir este acceso al hombre. Él «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino»[2]. En el Cielo, tenemos la absoluta certeza, que Cristo Glorioso intercede por nosotros que todavía estamos peregrinando en este mundo, ejerciendo así su sacerdocio y su mediación ante el Padre en el Espíritu Santo. «Sentarse a la derecha del Padre» significa gozar de la misma gloria y honra que el Padre, donde ahora, el que existía como Hijo consustancial al Padre, está corporalmente sentado después que se encarnó y que su carne fue glorificada. Es la inauguración del Reino que no tendrá fin[3] y ahora aguardamos expectantes la segunda venida del Hijo del hombre: «Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.» (Hch 1,11).

 

J «Id por el mundo y anunciad el Evangelio…»

 

¿Qué es lo que Jesús habló con sus apóstoles antes de abandonar la escena del mundo para subir al cielo? Jesús les dejó una misión que cumplir: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación». Llama inmediatamente la atención la extensión de este mandato. Quiere ser claro sin dejar dudas al respecto: se trata e ir a «todo el mundo» y anunciar a «toda la creación». Este mandato debió parecer  a los humildes pescadores de Galilea una tarea muy superior a sus fuerzas y a sus medios. Parece ser algo humanamente imposible, por no decir nada de lo que significaría para un judío ir anunciar la salvación a un romano o a un griego.

 

¿Cómo pudieron cumplir esta misión? Lo dice el mismo texto: «El Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los milagros que la acompañaban» (Mc 16,20). La evangelización, y en realidad todo apostolado, si bien es una obra de Dios, exige nuestra generosa y activa colaboración. «Anunciad el Evangelio...» ¿A qué Evangelio se refiere el texto?

 

Evidentemente aquí no se trata de un libro escrito, cómo podríamos entender nosotros cuando hablamos de «Evangelio». Aquí «Evangelio» se entiende en su sentido etimológico: noticia que, cuando alguien la comprende y la cree, transforma su vida radicalmente y lo salva. Esta «noticia» es el contenido de los escritos que llamamos «Evangelio». Por eso Marcos inicia su obra con este encabezamiento: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios».

 

J Para que todos seamos uno 

 

San Pablo, en su cautiverio en Roma (entre el 61 y el 62 d.C.), escribe a los cristianos que no conocía personalmente, ya que esta carta no está dirigida solamente a los fieles de Éfeso sino a los de Laodicea[4] y a las distintas iglesias de Asia Menor ya que es posible que haya sido una carta circular. En su doctrina destaca el magnífico Plan de Dios que se lleva a cabo en Jesús y la unión de todos los redimidos. Cristo, que escogió a sus doce apóstoles como columnas de su Iglesia, nos convoca a cada uno «según la medida de Cristo», a una misma misión: la edificación del Cuerpo y la predicación de su Reino. Este reiterado llamado a la unidad del «Cuerpo en el Espíritu» no es sino trabajar incansablemente para cumplir lo que el Señor pide al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tu Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-21).

 

La unidad tiene sus exigencias, sin las cuales no puede conservarse. En primer lugar la humildad, que vence la soberbia y el egoísmo, principio divisor que anida en lo más profundo del ser humano; la amabilidad, que crea y favorece la unión; y la paciencia frente a las faltas de caridad que, dada nuestra naturaleza humana inclinada al amor propio y la diversidad de caracteres, son prácticamente inevitables. La unidad es un don de Dios, pero requiere de nuestra activa colaboración. En Ef 4,4-6 Pablo menciona los fundamentos de la unidad en la Iglesia: un bautismo, un solo Señor, un solo Cuerpo Místico, un solo Espíritu y una sola esperanza. La mención de las tres personas divinas señala la unidad de la Trinidad como la fuente última de la unidad, dentro de la pluralidad, que tiene que reinar en la Iglesia.

 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Jesucristo subió por encima de to­dos los cielos para llenarlo todo. Esta ple­nitud del mundo creado se realiza en vir­tud de la fuerza del Espíritu Santo. Esta obra tiene lugar en la historia terrena de los hombres y de las naciones: el Espíritu Santo plasma, de manera invisible pero real, lo que el Apóstol San Pablo llama el Cuerpo de Cristo, refiriéndose a él con los siguientes términos: « Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperan­za a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todo, por todos y en todos» (Ef 4, 4‑6).

 

De este modo, la Ascensión del Señor no es solamente una despedida; más bien es el inicio de una nueva presencia y de una nueva acción salvífica: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también traba­jo» (Jn 5, 17). Este obrar con la fuerza del Espíritu Santo, del Espíritu Paráclito que descendió en Pentecostés, da la fuer­za divina a la vida terrena de la humani­dad en la Iglesia visible. Con la fuerza del Espíritu Santo, Cristo glorificado a la derecha del Padre, el Señor de la Igle­sia, concede «a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos, en orden a las funciones del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11‑12). Éstos son los criterios esenciales de la constante vitalidad de la Iglesia. En estas palabras de la carta paulina, la Igle­sia de todos los tiempos y lugares debe encontrar su identidad más profunda…

 

El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a realizar en su vida tanto la dimensión activa del Creador como la del encuentro tranquilo, jubiloso y festivo con sus obras: «Vio Dios cuanto había he­cho, y todo estaba muy bien (...). Y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera» (Gn 1, 3 1; 2, 2). Podríamos decir que nuestro siglo se ha revelado portentoso en la primera dimensión, pero no muy aventajado en la segunda. En efecto, el progreso creado por la técnica se ha limi­tado casi exclusivamente a «dominar» la naturaleza y sus productos, pero no ha progresado de igual modo en el dominio que el hombre está llamado a ejercer so­bre su destino. Por el contrario, tiene lu­gar una pérdida acentuada de la concien­cia de sí mismo y de su dignidad». 

 

Juan Pablo II. Homilía en la Solemnidad de la Ascensión del Señor 1991.

 

J Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Es todo el mundo que debemos de cambiar. ¿Cómo vivo esta tensión apostólica? ¿Hago apostolado respondiendo al «id por el mundo...»? ¿En qué situaciones  concretas transmito la «buena noticia» que Jesús nos ha dejado?

 

2. «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará», leemos en el Evangelio de San Marcos. ¿Soy consciente de que solamente viviendo, de verdad, mi bautismo me voy a salvar? ¿Pienso que ya tengo el Cielo ganado olvidándome que también puedo condenarme? 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 125-127. 659 - 667. 

 

 



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 659.

[2] Prefacio de la Ascensión del Señor, I ver también en Catecismo de la Iglesia Católica, 661.

[3] Ver la profecía de Daniel respecto del Hijo del hombre: «A Él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7,14).

[4] Laodicea: ciudad importante de Asia menor en los comienzos del cristianismo. La última de las siete cartas del comienzo del Apocalipsis está dirigida al «ángel» (obispo) de Laodicea a quien reprende por su tibieza ( Ap 3, 14 -22). 

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