jueves, 8 de septiembre de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 24 del Tiempo Ordinario. Ciclo A«¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?»

Domingo de la Semana 24 del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?»

 

Lectura del libro del Eclesiástico 27, 33-28,9

 

«El rencor y la ira son abominables, y ambas cosas son patrimonio del pecador. El hombre vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de todos sus pecados. Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados. Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? No tiene piedad de un hombre semejante a él ¡y se atreve a implorar por sus pecados! El, un simple mortal, guarda rencor: ¿quién le perdonará sus pecados? Acuérdate de las postrimerías, y deja de odiar; piensa en la corrupción y en la muerte, y sé fiel a los mandamientos; acuérdate de los mandamientos, y no guardes rencor a tu prójimo; piensa en la Alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa».

 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 14, 7-9

           

«Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor: tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor. Porque Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los vivos y de los muertos».

 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 18, 21-35

 

«Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?» Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: «Señor, dame un plazo y te pagaré todo.» El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: «Págame lo que me debes.» El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: «Dame un plazo y te pagaré la deuda.» Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: «¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecía de ti?» E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El contexto de la lectura del Domingo pasado donde veíamos el tema de la corrección fraterna es el mismo de la lectura de este Domingo donde Jesús ilustra, mediante una parábola, la enseñanza sobre el perdón a las ofensas. La disposición al perdón ilimitado debe ser una de las características de un discípulo de Cristo. Porque experimenta la misericordia de Dios en su propia vida y se sabe reconciliado con Dios, el cristiano está invitado y capacitado para amar y perdonar al prójimo con el mismo amor y perdón con el que él es perdonado.

 

La Primera Lectura del libro del Eclesiástico nos habla de la actitud que el israelita debía tener hacia un ofensor anticipándose, de algún modo, a la petición del Padre Nuestro acerca del perdón: «perdona a tu prójimo el agravio, y…te serán perdonados tus pecados» (Eclo 28,2). La Carta a los Romanos, por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, «Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos». Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco, por lo tanto, en jueces de nuestros hermanos.

 

¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?

 

En el contexto del Discurso Eclesiástico (capítulo 18 del Evangelio de San Mateo) la pregunta que Pedro, a quien Jesús ha declarado primado de su Iglesia, tiene lógica. Pedro es quien suscita el tema del perdón mediante una pregunta en la línea de la casuística judía: «¿Si mi hermano me ofende, cuántas veces lo tengo que perdonar?».Tanto en la pregunta, como en la respuesta de Jesús subyace una referencia implícita al patrón clásico de la venganza, ley sagrada en todo el Oriente. Su expresión más dura fue la del feroz Lamek: «Si Caín fue vengado siete veces, Lamek lo será setenta y siete veces» (Gn 4,24); o bien su límite "legal" que establecía la ley del talión: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente» (Ex 21,24), que Jesús declaró obsoleta en su discurso de las Bienaventuranzas mediante el perdón a las ofensas y el amor a los enemigos (ver Mt 5, 38-48). 

 

Ahora, no es que el Antiguo Testamento desconociera el perdón fraterno, pues en Levítico 19, 17-18 leemos: «No odiarás de corazón a tu hermano. Corregirás a tu pariente para que no cargues con su pecado. No te vengarás ni guardarás rencor a tu pariente, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo».  Y todavía es más evidente el avance de la revelación veterotestamentaria en la Primera Lectura del libro del Eclesiástico[1]. Su autor Jesús Ben Sirá o Sirácida aporta cuatro razones para el perdón de las ofensas: Dios no acepta al rencoroso y al vengador; nuestra propia limitación debe hacernos comprensivos ante la debilidad humana; ¿cómo pedir perdón al Señor, un perdón que nosotros negamos a los demás?; y  el recuerdo de nuestro propio fin relativiza el enojo e invita a guardar los mandamientos de la Alianza.         

 

En la Carta a los Romanos, San Pablo nos invita a la unión y a la armonía justamente de Aquel en el cual se sustenta todo y para quien todo existe, ya que « Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor». Ante la tentación de mutua intolerancia e incomprensión que había en la comunidad de Roma entre sus miembros, provenientes del paganismo unos y del judaísmo otros, sobre la licitud o ilicitud de alimentos y otras prácticas, secundarias para los primeros e importantes para los segundos, el Apóstol propone el mutuo respeto y la reconciliación: «Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué lo desprecias? En efecto, todos hemos de comparecer  ante el tribunal de Dios» (Rm 14,10).

 

El don de la Reconciliación

 

El perdón de las ofensas es un punto esencial del cris­tianismo. Y la razón es siempre la misma: «El Señor os ha perdonado; perdonaos también unos a otros» (Col 3,13; Ef 4,32). Para comprender el Evangelio de este Domingo es necesa­rio comprender de qué nos ha perdonado Dios, es decir, es necesario comprender la enormidad de nuestro pecado. Uno de los mayores males del mundo de hoy es sin duda haber perdi­do el sentido del pecado. El pecado es esa fuerza destructiva que busca alejarnos del plan de vida y feli­ci­dad que Dios había dispuesto para nosotros. No se puede pecar «alegremente»; se peca siempre «lamentablemente», pues todo pecado, aún el más ocul­to, incremen­ta en el mundo las fuer­zas de muerte y destruc­ción. No en vano Thomas Merton decía que el efecto de cada pecado es comparable al efecto de una bomba atómica.

 

Podemos captar la inmensidad del pecado observando la grandeza del remedio. Ningún esfuerzo humano, por heroico que fuera, ni nada de esta tierra habría sido suficiente para obtenernos el perdón. Fue necesaria la muerte del Hijo de Dios en la cruz. El perdón y la reconciliación con Dios nos fueron dados como un don gratuito de valor inalcan­zable para el hombre. El que ha comprendido la inmensidad del perdón de Dios, puede comprender lo absurdo que resulta que guardemos rencor por las ofensas de nuestros hermanos.

 

L «¿Hasta siete veces?»

 

Seguramente Pedro conocía la norma acerca del perdón de los pecados que hemos visto en el libro del Levítico 19,17-18; sin embargo él quiere saber cuál debía de ser el limite ante las ofensas recibidas por el hermano, por la persona cercana. Al formu­lar la pregunta poniendo como límite «siete veces», Pedro estaba seguro de estar poniendo un límite ya bastante alto ya que hasta los rabinos, según el Talmud, enseñaban que se debía perdonar las ofensas hasta «tres veces».  Pero la respuesta de Jesús va más allá de lo que creía ya extremo: no sólo siete (que ya de por sí significa sin límite, totalidad querida y ordenada por Dios), «sino setenta veces siete». Con esta hipérbole, propia del oriental, el Señor subraya que el perdón no sólo debe ser sin límites, sino también perfecto, total, tanto que ni siquiera lleva cuentas de las veces en que ya ha perdonado anteriormente (nadie cuenta si no hay límite): tan perfecto como el perdón de Dios para con el hombre. La parábola que sigue graficará esto.

 

La parábola del siervo mezquino y el señor misericordioso

 

La parábola que Jesús agrega es impresionante, como todas las del Evangelio. Cada uno de nosotros está en el lugar de ese siervo que debía a su Señor diez mil talentos. Para los oyentes, que manejaban esa moneda, ésta es una cantidad exorbitante (igual a cien millones de denarios). Por tanto, cuando el siervo ruega al señor, todos saben que esas son buenas palabras y que es imposible que pueda pagar. «El señor movido a compasión lo dejó en libertad y le perdonó la deuda». Pero aquí empieza el segundo acto de la parábola. Salien­do de la presencia de su Señor, recién perdonado de esa inmen­sa deuda, este hombre encuentra un compañero que le debía tan sólo cien denarios,  lo agarra por el cuello y le exige: «Paga lo que debes». En este caso, cuando el compañe­ro le ruega con esas mismas palabras: «Ten paciencia conmigo que ya te paga­ré», los oyentes saben que sí era posible saldar esa pequeña deuda, tal vez esperando hasta fin de mes, en el momen­to del pago. Era cosa de tener un poco de paciencia. Pero el hombre fue implacable y aplicó contra el compañero todo el rigor.

 

En este punto de la parábola los oyentes han tomado partido contra este hombre tan mal agradecido y despiadado y todos están deseando que el señor intervenga. Y, en efecto, informado el señor  manda llamar al siervo y le dice: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías compade­certe tú también de tu compañero como me compadecí yo de ti?» Y fue entregado a los verdugos hasta que pagara todo. Aquí todos encontramos que está bien el castigo de ese hombre tan mezquino.

 

Pero al expresar nuestra satisfacción por esta conclu­sión de la parábola estamos emitiendo un juicio contra nosotros mismos. Como decíamos, cada uno de nosotros estamos en el caso de ese hombre. A cada uno de nosotros Dios nos ha perdonado nues­tros pecados, una deuda cuyo monto es la «sangre preciosa de su Hijo único hecho hombre», una deuda que nos hacía reos de la muerte eterna. Esto es lo que Dios nos perdonó a nosotros. Perdonar a nuestros hermanos las ofensas que hacen contra nosotros no es más que actuar en consecuen­cia. ¡Esas ofensas son como los «cien denarios» de la parábo­la! Así como estábamos de acuerdo en que el Señor castigara al siervo despiadado de la parábola, así estamos de acuerdo con la conclusión de Jesús: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano». De esta manera la enseñanza queda clara para todos nosotros…

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Una palabra del Santo Padre:

 

«El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto de una iniciativa libre y gratuita de Dios. En el principio, por tanto, «antes de crear el mundo», en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción. Me conmuevo meditando esta verdad: desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y Él ha decidido salvarnos. Esta llamada tiene como contenido nuestra «santidad», una gran palabra. Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Y sabemos que Dios es caridad.

 

Por tanto, participar en la pureza divina quiere decir participar en la «caridad» de Dios, conformaremos con Dios que es «caridad». «Dios es amor» (1 Juan 4, 8.16), ésta es la verdad consolante que nos permite también comprender que «santidad» no es una realidad alejada de nuestra vida, sino que, en la medida en que podemos convertirnos en personas que aman con Dios, entramos en el misterio de la «santidad». El «ágape» se convierte de este modo en nuestra realidad cotidiana. Somos llevados por tanto al horizonte sacro y vital del mismo Dios».

 

Benedicto XVI. Audiencia 6 de Julio de 2005.


Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. Medita las palabras del escritor Clive S. Lewis acerca del perdón: «Para ser cristianos debemos perdonar lo inexcusable, porque así procede Dios con nosotros...Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados. Si no las aceptamos, estamos rechazando la misericordia divina. La regla no tiene excepciones y en las palabras de Dios no existe ambigüedad». 

 

2. ¿Te cuesta perdonar? ¿A quiénes debes perdonar alguna ofensa que te hayan hecho? Haz una lista y eleva una oración al Señor para que puedas, de corazón, perdonar a tus hermanos.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838- 2845.

 

 

 

 



[1] El libro del Eclesiástico pertenece a los libros llamados «sapienciales» y no figura en el canon judío a pesar de haber sido escrito en hebreo. Debió de haber sido escrito en el año 190 a.C. Su denominación de Eclesiástico proviene del mucho uso que de él hizo la Iglesia. La lectura que estamos meditando hace parte de una colección de proverbios.

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