lunes, 4 de abril de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 5ª de Cuaresma. Ciclo A «Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá»

Domingo de la Semana 5ª de Cuaresma. Ciclo A

«Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá»

 

Lectura del libro del profeta Ezequiel 37,12-14

 

«Por eso, profetiza. Les dirás: Así dice el Señor Yahveh: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Yahveh cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahveh, lo digo y lo hago, oráculo de Yahveh".»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 8,8-11

 

«Así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 11,1- 45

 

«Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo". Al oírlo Jesús, dijo: "Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: "Volvamos de nuevo a Judea". Le dicen los discípulos: "Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?" Jesús respondió: "¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él". Dijo esto y añadió: "Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle". Le dijeron sus discípulos: "Señor, si duerme, se curará".

 

Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él". Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro.

 

Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá". Le dice Jesús: "Tu hermano resucitará". Le respondió Marta: "Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día". Jesús le respondió: "Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá;  y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?" Le dice ella: "Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo". Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: "El Maestro está ahí y te llama". Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto".

 

Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: "¿Dónde lo habéis puesto?" Le responden: "Señor, ven y lo verás". Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: "Mirad cómo le quería". 37Pero algunos de ellos dijeron: "Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?" Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: "Quitad la piedra". Le responde Marta, la hermana del muerto: "Señor, ya huele; es el cuarto día". Le dice Jesús: "¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?"

 

Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: "Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado". Dicho esto, gritó con fuerte voz: "¡Lázaro, sal fuera!" Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: "Desatadlo y dejadle andar". Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

La victoria definitiva sobre la muerte constituye el mensaje central en las lecturas de este último Domingo de Cuaresma. Esta victoria se dará en el misterio pascual de Cristo: Pasión, Muerte y Resurrección, pero ya se prefigura en la impresionante visión del profeta Ezequiel[1] en la que los huesos muertos que recobran vida (Primera Lectura) y, sobre todo, en la resurrección de Lázaro (Evangelio). El tema de fondo es de gran interés: la muerte es y ha sido siempre el gran enigma para el género humano. Podemos decir que éste último Domingo de Cuaresma llena de esperanza el corazón del hombre, frágil y pecador (Segunda Lectura), ya que el «espíritu de Aquel que resucitó a Jesús...habita entre nosotros».

 

 «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis»

La visión que tiene el profeta (Ez 37,1-11) se convierte en una parábola[2] (Ez 37, 12-14) al ser ofrecida como una respuesta a una queja que sintetiza el clamor del pueblo durante su cautiverio en Babilonia que completamente desolado se resiste a creer en las promesas consoladoras que Dios les dirigía por medio de los profetas: «Entonces me dijo: "Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Mira cómo dicen: Se han secado nuestros huesos y perecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros.» (EZ 37,11). Ezequiel nos transmite un mensaje que va más allá de su intención primigenia.

Descendiendo a una visión biológica de la muerte, remontándose a los motivos de la creación, operando con el elemento dinámico y recurrente del viento (ruh: espíritu - viento-aliento); el profeta ha dado expresión a las ansias más radicales del ser humano, al mensaje más gozoso de la revelación: la victoria de la vida sobre la muerte. 

«Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado»

El Evangelio de este Domingo nos presenta el más grande de los signos realizados por Cristo: la vuelta a la vida de su amigo Lázaro. Esta obra se relaciona con la curación del ciego de nacimiento porque en ambos casos Jesús se refiere al tiempo de que dispone aún para realizar estas obras. Antes de la curación del ciego Jesús dice: «Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar» (Jn 9,4). Y ahora anuncia a sus discípulos su decisión de volver a Judea, a pesar del peligro, asegurándoles que aún le queda tiempo (Jn 11,9-10). Tiene tiempo para obrar la resurrección de Lázaro, porque aún no ha llegado su hora. Pero cuando haya llegado su hora (ver Jn 13,1), ya no habrá más tiempo porque entonces será de noche[3].

Los amigos de Jesús

 

Lo primero que llama la atención es el gran afecto de Jesús por Lázaro y por sus hermanas Marta y María. La más conocida del grupo es María; ella es la única que es descrita con mayor deten­ción, pues ella hizo un acto de los más hermosos del Evangelio y que revelan un gran amor hacia Jesús: «María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos» (ver Jn 12,3). Lázaro es conocido por su referencia a ella: «Su hermano Lázaro era el enfermo». Toda la amis­tad y confian­za que tenían las hermanas con Jesús queda en evidencia en el mensaje que le mandan: «Se­ñor, aquél a quien tú quieres está enfermo». Como si esto fuera poco, el evangelista explica: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». ¡Podemos imaginar qué hermosa debió ser esta amistad! Las hermanas parecen no pedir nada a Jesús; pero el informar que está enfermo «aquél a quien tú quieres» es ya una súplica apremiante.

 

La enfermedad debió ser grave para que las hermanas mandaran este recado. Por eso parece extraño que Jesús no tenga prisa en acudir junto al enfermo y permanece dos días más donde se encontraba. Luego, Jesús dice a sus discípulos: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él». Jesús había dicho a sus discípulos que la enfermedad de Lázaro no era de muerte, y ahora les dice: «Lázaro ha muerto». Pero parece no importarle esta contradicción, y ahora, que Lázaro está muerto, se decide a ir donde él. La explicación de esta actitud la da Él mismo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorifi­cado por ella».

 

 

Llegando a Betania

 

El viaje hasta Betania debió tardar al menos cuatro días, pues al llegar a Beta­nia, «Jesús se encontró con que Lázaro lleva­ba ya cuatro días en el sepulcro». Hacer que alguien vuelva a la vida cuando «ya huele mal», cuando aparecen ya las señales de que el cuerpo ha entrado en estado de descomposición, es un signo inconfundible de que Él es más que un profeta. El hecho de que haya esperado hasta el cuarto día de su muerte apunta directamente a la convicción judía de que el espíritu de una persona fallecida permanecía cerca del cuerpo por tres días. Después de eso, se apartaba definitivamente, con lo que desaparecía finalmente toda posibilidad -por parte de un «gran profeta»- de una revivificación.

 

Lázaro ha estado muerto hace ya cuatro días, es decir, un día más allá de toda esperanza, según la convicción judía. Y allí donde ya no hay esperanza sólo la acción directa de Dios puede hacer semejante milagro de hacer volver a alguien de la muerte, pues sólo Dios -Señor y Dador de Vida- es quien «da la vida a los muertos». En Jesús se cumple lo anunciado en la Primera Lectura. Lo paradójico es que este signo evidente e inequívoco de su identidad y misión divina sea justamente el que mueva a los fariseos a decidir quitarlo de en medio anticipando su condena a muerte: «Desde este día, decidieron darle muerte» (Jn 11,53).

 

«¿Crees tú esto?»

 

Al encontrarse con Jesús, Marta, expresa la confianza en que Él todavía puede hacer algo: «Aún ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá». Ella parece tener la fe necesaria para obtener de Jesús que su hermano vuelva a la vida. Por eso Jesús le dice que su hermano resucitará. Marta entonces vacila en creer esto, y desvía el tema hacia una verdad adquirida por una parte de los judíos (los del círculo de los fariseos): «Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día». Jesús insiste en lo dicho mediante una declaración solemne de su identidad: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siem­pre». Y viene la pregunta decisiva de cuya respuesta dependerá que Jesús pueda actuar o no: «¿Crees tú esto?».

 

Si Marta hubiera respondido: «No, esto no lo creo», no habría existido la base necesaria para que Lázaro volviera a la vida; no se habría entendido que eso ocu­rría por el poder de Jesús, y Dios no habría recibido gloria. Pero Marta responde con una hermosa confesión de fe, la más completa que el Evangelio registra hasta ahora en boca de alguien: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». Equivale a decir: «Yo creo que tú eres la resurrección y que puedes resucitar a mi hermano». Y sobre esta base de fe, Jesús puede operar este milagro.

 

El milagro más grande realizado por Jesús

 

Lo que sigue es mucho más impresionante. Jesús no hace el milagro de manera autónoma. Él quiere que todos comprendan que él es el Hijo de Dios y que su actuación es una con la de su Padre. Por eso, alzando los ojos, ora así: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado». Entonces grita: «¡Lázaro, sal fuera!». Y el muerto salió fuera vivo. Dijimos que este milagro se operó gracias a la fe de Marta y de María; pero él mismo despierta la fe, no sólo de los discípulos, sino de todos los presentes: «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creye­ron en Él».


Una palabra del Santo Padre:

 

«¡Qué esperanza tan consoladora, amadísimos hermanos y hermanas, irrumpe entonces en nuestra vida! Esta luminosa verdad de fe abre de par en par ante nosotros un horizonte maravilloso: la vida después de la muerte. Y a la luz de esa verdad adquiere sentido y pleno valor nuestro compromiso diario de hombres y creyentes.  «Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 35).

 

Las lágrimas de Cristo ante la muerte de su amigo Lázaro manifiestan, ciertamente, su humanidad sensibilísima, pero también revelan, por decir así, el llanto de Dios, su enternecimiento paterno, su juicio misericordioso frente a esa muerte más profunda y trágica del hombre, que es el pecado, y cuya consecuencia es la descomposición física: la muerte —afirma san Pablo — es el salario del pecado (cf. Rm 6, 23).

 

Con Cristo la Iglesia llora y ora por todo pecador, para que sea liberado de las vendas que lo mantienen prisionero y para que pueda salir del sepulcro a fin de volver a la vida: para que tenga la vida. «¡Lázaro, sal fuera!» (Jn 11,43). Cristo y la Iglesia nos dirigen a nosotros esta invitación. Se trata de una invitación a abandonar todo lo que frena y entorpece nuestro camino hacia la plenitud de la gracia bautismal...Éste es, amadísimos hermanos, el gran don que el Señor nos renueva con su Pascua: una vida nueva, libre de la esclavitud de la carne y del apego desordenado a los bienes efímeros del mundo. Una existencia renovada y puesta bajo el señorío del Espíritu, fuente de amor, gozo y paz».

 

Juan Pablo II. Homilía del 28 de marzo de 1993.

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. «El máximo enigma de la vida humana es la muerte». ¿Tengo fe en la victoria de Jesucristo sobre la muerte? ¿Tengo miedo a morir? ¿Estoy preparado?

 

2. Vivamos estos últimos días de Cuaresma desde el corazón de la Madre. Busquemos rezar el rosario en familia. 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 640; 645-646; 994.

 

 

 

 



[1]Ezequiel (en hebreo, yehezquel, o sea, Dios fortalece). Uno de los profetas mayores. Por ser hijo de un sacerdote, Buzi,  quizás lo criaron en los alrededores del templo con miras a continuar el oficio de su padre. Sin embargo, debido a la toma militar de su nación en 597 A.C., lo llevaron cautivo a Babilonia, junto con el rey Joaquín y otros nobles (2R 24.14-17). Tal vez permaneció en el cautiverio toda su vida. Se estableció primero con los demás cautivos en Tel Abib. Pero, como cualquier desterrado, sus pensamientos siempre volvían a su ciudad natal y se interesaba profundamente en todo lo que en ella pasaba. En 593 A.C., cuando ya tenía 30 años (Ez 1.1), la edad cuando por lo general se iniciaba el ministerio sacerdotal, Ezequiel tuvo visiones por las que recibió su vocación profética (Ez 1-3). La esposa de Ezequiel murió de repente el mismo día que Nabucodonosor tomó a Jerusalén (586 a.C.), pero Dios le prohibió el luto al profeta Ezequiel. Él  siempre quiso oficiar en el culto del templo de Jerusalén y  tuvo que aprender a adorar a Dios sin templo y sin sacrificios, en tierra extranjera, y así enseñó a su pueblo a hacer lo mismo (ver. Jn 4.23). Sin embargo, siempre mantuvo una vívida esperanza en la restauración completa del pueblo, la ciudad y el templo (Ez 33-48). El ministerio de Ezequiel duró unos veintidós años hasta 571 a.C. (Ez 29.17), y quizás aun más.

[2] Parábola: método sencillo de enseñar verdades espirituales mediante una imagen o una historia breve siempre con una enseñanza.

[3] Es interesante notar que cuando sale Judas del lugar donde se había celebrado la última cena, con la decisión de entregarlo. San Juan resalta el hecho de que: «Era de noche» (Jn 13,30).

 

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