lunes, 24 de enero de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos»

Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo A

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos»

 

Lectura del libro del profeta Sofonías 2, 3; 3,12-13

 

«Buscad a Yahveh, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad; quizá encontréis cobijo el Día de la cólera de Yahveh. Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y en el nombre de Yahveh se cobijará el Resto de Israel. No cometerán más injusticia, no dirán mentiras, y no más se encontrará en su boca lengua embustera. Se apacentarán y reposarán, sin que nadie los turbe».

 

Lectura de la Primera carta de San Pablo a los Corintios 1,26- 31

«¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. 28Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: El que se gloríe, gloríese en el Señor».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 5,1-12a

 

«Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

El tema central de este Domingo es el discurso de las bienaventuranzas. En ellas Jesús, como nuevo legislador, nuevo Moisés, nos ofrece el camino de la salvación y de auténtica felicidad en medio de un mundo fracturado por el dolor y el pecado de los hombres. Un giro  inesperado y sorprendente cambia los esquemas y las seguridades de la persona humana en la búsqueda de la felicidad y de la paz. Es el pobre, el que sufre, el necesitado que es merecedor de la bienaventuranza[1] de Dios.

 

El profeta Sofonías que canta con tonos dramáticos y apocalípticos el «día del Señor»,  nos ofrece en la Primera Lectura un urgente mandato: «Buscad a Yahveh, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas». San Pablo en su carta a los Corintios, tomando conciencia de su propia miseria personal, nos dice que el Señor ha escogido lo más despreciable y frágil ante los ojos de este mundo para hacer brillar en ellos su gloria.

 

El texto del Evangelio de este Domingo deja en evidencia con más claridad que ningún otro pasaje, el contras­te entre los criterios que rigen el mundo y los criterios evangélicos propuestos por Jesús: «Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1Co 1,25).

 

 

J « ¡Buscad a Yavheh, vosotros todos!»

 

A lo largo de la vida el hombre debe encontrar un centro interior que oriente y dé sentido a su existir humano. Debe descubrir ese núcleo de verdades fundamentales que lo sostengan y le permitan permanecer en el bien aún cuando muchas de sus esperanzas vayan desapareciendo. Esto se aplica no sólo a las personas de edad, sino también a muchos jóvenes que han perdido la ilusión de vivir. Se trata de encontrarse nuevamente con la razón de la propia existencia, con el amor de Dios, el sentido de la propia dignidad como persona e Hijo de Dios, y de descubrir que yo tengo una misión en la vida y que mi paso por la tierra es temporal y muy breve. Las bienaventuranzas justamente nos invitan a revisar nuestra jerarquía de valores. Nos ayudan a comprender, a la luz de la eternidad, lo relativo y pasajero de todo lo creado y de los bienes materiales; la relatividad e incongruencia de la búsqueda exclusiva del placer y de la comodidad, la relatividad de los sufrimientos de esta vida. «Buscad al Señor todos vosotros» nos propone el profeta Sofonías[2].

 

Este profeta vivió en Judá durante el reinado del rey Josías (639-609 A.C.) y advirtió al pueblo sobre el futuro juicio de Dios, si seguían adorando a los ídolos y desobedeciendo las leyes de Dios. Advirtió también de la destrucción que sobrevendría sobre los vecinos de Israel. La injusticia será castigada pero para aquellos que «vuelvan nuevamente» a Dios, habrá un brillante futuro. La predicación de Sofonías preparó la gran reforma religiosa que realizó el rey Josías[3].   

 

J La búsqueda de la felicidad

 

A todos nos llama la atención ver tanta gente que es poco feliz o decididamente infeliz, gente que vive perma­nentemente insatisfecha o que se quejan continuamente de su suerte. Es que buscan la felicidad en cosas que aunque las poseyeran, no pueden concederles la felicidad anhelada. La gente en general busca la felicidad en el dinero y en la fama. Pero una vez que los hombres han alcanzado la riqueza y la notoriedad;  se encuentran con la sorpresa de que siguen estando insatisfe­chos, de que basta que algo les salga mal, para sumirse, a pesar de su dinero y su fama, en la mayor infelicidad.

 

El anhelo de felicidad en el hombre no se sacia sino con la posesión del Bien infinito, es decir, de aquel Bien que lo es en todo senti­do y sin limitación. El hombre por el hecho de ser hombre no puede sino desear el Bien que le dará la felicidad plena. Una vez alcanza­do este Bien ya no le deja nada más que desear, porque ese Bien lo concede todo. Este Bien es justamente Dios. San Agustín, que vivió la búsque­da de la felicidad de manera afanosa, cuando encuentra el camino hacia ella, escribe: «Nos creaste Señor para ti, y nuestro corazón está inquie­to mientras no descanse en ti».

 

J «Dichoso el hombre que…»

 

Las bienaventuranzas son tan importantes dentro de la ley de Cristo que el Concilio Vaticano II no vacila en afirmar: «El mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas»[4]. Una bienaventuranza es una expresión idiomática antigua en la Sagrada Escritura. El Antiguo Testamento está lleno de estas expresiones. La primera la encontramos en boca de Moisés, cuando bendijo a las tribus de Israel antes de morir: «¡Dichoso tú, Israel! ¿Quién como tú, pueblo salvado por Yahveh?» (Dt 33,29). La segunda ocurrencia está en boca de la Reina de Saba, que asombra­da ante el esplendor de la corte de Salomón, exclamó: «Dicho­sas tus mujeres, dichosos tus servidores, que están siem­pre en tu presencia y escuchan tu sabiduría. Bendito Yahveh tu Dios que se ha complacido en ti y te ha colocado en el trono de Israel para siempre» (1R 10,8-9). El libro de los Salmos comienza con una bienaventu­ranza: «Di­choso el hombre que no sigue el consejo de los im­píos... todo lo que él hace sale bien» (Sal 1,1.­3) y éstas recorren todo el libro de los Salmos.

 

En el Antiguo Testamento encontramos más de cuarenta biena­venturanzas. En hebreo la bienaventuranza suena así: «Ashré ha ish, asher...» - «Dichoso el hombre, que...»- . La palabra principal "ashré" es un sustantivo plural en una forma que le exige apoyar­se en otro sustantivo. La traduc­ción lite­ral es: «¡Ah, las dichas del hombre, que...­.!». En la traducción griega y en nuestras lenguas se adopta un adjetivo: «Dichoso el hombre que...». La estructura es siempre la misma: se llama dichoso a alguien, y se indica el motivo de su dicha.

 

En el Nuevo Testamento encontramos más de cincuenta biena­venturanzas. En la lengua griega en que se escri­bió origi­nalmente el Nuevo Testamento, el adje­tivo correspondiente es «maka­rios». Por eso, a estas expresiones se suele llamar «maca­rismos». La primera en ser objeto de una bienaventuranza es la Virgen María: «Dichosa la que creyó que se cumpliría lo que le fue anunciado de parte del Señor» (Lc 1,45).

 

Sólo en boca de Jesús las encontramos agrupadas en una serie de nueve. Pero no es esto lo que más sorpren­de; lo que más sorprende es su contenido, porque trastorna todos los criterios humanos. Si se colocaran en hebreo, Jesús habría dicho: «¡Ah, las dichas de los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos! ¡Ah, las dichas de los mansos, porque ellos heredarán la tie­rra! ¡Ah, las dichas de los que lloran, porque ellos serán consolados!...». Jesús admira la dicha de quienes están en una condición reconocida más bien como desdicha­da. ¿Cómo es posi­ble? En realidad, lo que Jesús quiere enseñar es que esas categorías de personas son las que poseen el Reino de los cielos, son las que heredarán la tierra (se entien­de «la tierra prome­tida»), son las que serán conso­ladas (por Dios).

 

Por eso, aunque a los ojos del mundo parecen desdi­chadas, a los ojos de la fe, impre­siona su dicha. El premio eterno, que poseerán en pleni­tud en el futuro, anticipa su acción beatificante al tiempo presen­te; lo poseen ya en prenda. Es decir, lo poseen ya verda­de­ramente, y con la garantía de que será plenificado en el futuro.

 

Si tal es la convicción de Jesús, nuestro anhelo y nuestro empeño cristiano debe ser llegar a contarnos entre los pobres de espíritu, entre los mansos, entre los que lloran y tienen hambre y sed de justicia, entre los mise­ricordiosos, entre los limpios de corazón, entre los que trabajan por la paz, entre los que son perseguidos por causa de la justicia y por causa de Cristo. Si lográramos este objetivo, entonces conoceríamos la verdadera felici­dad.

 

Podemos decir que si el fin del hombre es la felicidad eterna, entonces la moral cristiana se puede expresar en esta forma: son buenas las acciones que nos conducen a la felicidad eterna; son malas las acciones que nos alejan de la felicidad eterna; y son intrínsecamente malas las acciones que por su propia naturaleza no son ordenables a la felicidad eterna. Jesús nos revela que las bienaventuranzas son la expresión de la verdadera felicidad ya que ellas son el camino seguro que nos conduce a la vida eterna. Esta felicidad no la entiende «el mundo» y ese es precisamente el mensaje que San Pablo quiere dar a la comunidad de Corinto que, al ser puerto, está permanente expuesta a los falsos valores. 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Bienaventurados los pobres de es­píritu». Es el grito de Cristo que hoy debería escuchar todo cristiano, todo creyente. Hacen mucha falta los pobres de espíritu, es decir, las personas dispuestas a acoger la verdad y la gracia, abiertas a las maravillas de Dios; personas de gran corazón, que no se dejen seducir por el resplandor de las riquezas de este mundo y no permitan que los bienes materiales se apoderen de su corazón. Son realmente fuertes, porque poseen la riqueza de la gracia de Dios. Viven con la conciencia de que todo lo reciben siempre de Dios.

 

«No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina» (Hch 3, 6). Con estas palabras los apóstoles Pedro y Juan respondieron a la petición del tullido. Le dieron el mayor bien que hubiera podido desear. Al ser pobres, le dieron al pobre la mayor riqueza: en el nombre de Cristo le devolvieron la salud. De esa manera proclamaron la verdad que han anunciado los confesores de Cristo a lo largo de todas las generaciones. Los pobres de espíritu, sin poseer ni plata ni oro, gracias a Cristo tienen un poder mayor que el que pueden dar todas las riquezas del mundo. De verdad, son felices y bienaventurados, porque a ellos les pertenece el reino de los cielos. Amen».

 

Juan Pablo II. Homilía en su visita pastoral a Polonia, 8 de junio 1999.

 

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. La práctica de las Bienaventuranzas constituye una línea divisoria entre el auténtico seguidor de Cristo y el «cristiano sociológico o de domingos». ¿Yo las vivo? ¿De qué manera concreta?

 

2. Las Bienaventuranzas son las guías que Jesús  nos ha dejado para nuestra felicidad. Revisemos nuestra jerarquía de valores y prioridades a la luz de las Bienaventuranzas.  

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 577- 582.1716-1729. 

 

 

 

 



[1] Bienaventurado (Del part. del ant. bienaventurar). Que goza de Dios en el cielo.  Afortunado (feliz).

[2] Sofonías que significa «Yahveh oculta», fue el noveno de los profetas menores y bisnieto de Ezequias (probablemente el rey de Judá). Cuando realiza su predicación ya había caído el reino del Norte y fue contemporáneo de Jeremías. 

[3] Josías fue coronado rey a los 8 años de edad después del asesinato de su padre Amón. Josías ordenó la reparación del templo. Y mientras se realizaba esta labor fue encontrado un rollo en el que estaban escritas las leyes que Dios había dado a Moisés. Josías estudió las leyes e hizo que se las leyeran al pueblo. Se llevaron a cabo numerosas reformas, entre ellas las relativas a  la observancia de la pascua. Muere a la edad de 39 años en un combate contra los egipcios.

[4] Lumen Gentium, 31.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito a:
"Meditación Dominical"
 
Para anular la suscripción a este grupo, envía un mensaje a
meditacion-dominical+unsubscribe@googlegroups.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario