lunes, 28 de mayo de 2012

{Meditación Dominical} Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo B. «Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»

Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo B

«Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»

 

Lectura del Deuteronomio 4, 32 - 34. 39 - 40

 

«Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo a otro del cielo palabra tan grande como ésta? ¿Se oyó semejante? ¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo hablando de en medio del fuego, y haya sobrevivido? ¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales, prodigios y guerra, con mano fuerte y tenso brazo, por grandes terrores, como todo lo que Yahveh vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en Egipto? Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que Yahveh es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y los mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días la tierra que Yahveh tu Dios te da para siempre».

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 8, 14-17

 

«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos  adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 28, 16-20


«
Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

¿Cómo es Dios? La Iglesia nos propone, para este Domingo, la contemplación central de la fe: el misterio trinitario. Misterio que, sin duda, va más allá de nuestras fuerzas humanas, pero al que podemos acercarnos con humildad para ser iluminados y fortalecidos en nuestra vocación cristiana. La Primera Lectura del libro del Deuteronomio expone la revelación de Dios uno. No hay Dios fuera de Él. Los ídolos de los pueblos circunvecinos son nada. Por eso, nada más grande que ser fiel a la alianza que ese Dios único ha pactado con su pueblo.

 

En la Segunda Lectura, San Pablo se detiene a considerar nuestra condición de Hijos de Dios, de modo que verdaderamente podemos llamar a Dios de Padre. Así, el Dios uno, se revela en su Palabra como misericordia, amor, benevolencia ante los hombres. Hemos recibido el Espíritu de Dios que nos hace realmente «hijos de Dios». Finalmente en el Santo Evangelio leemos las palabras de Jesucristo al despedirse definitivamente de sus discípulos. Éstos deberán bautizar en el nombre de la Trinidad y enseñar todo lo que Cristo, revelación del amor del Padre, les ha enseñado.

K «Yahveh es el único Dios...y no hay otro

 

El libro del Deuteronomio es el último libro del Pentateuco. Literalmente significa «segunda ley» y es dada en la parte central de este libro (ver Deut 12 - 25, 15). Constituye el llamado «Código deuteronomista» y está formado por un conjunto de leyes civiles y religiosas. El autor recuerda las grandes gestas de Israel y exhorta con vehemencia la fidelidad a Yahvé. El primer gran discurso de Moisés es un resumen de la historia de Israel desde su  instancia en el Sinaí hasta su llegada al Jordán (1-3). El texto de este Domingo insiste particularmente en la elección divina tomando como tema central el cuidado de Dios para con su pueblo. En retribución de la «tierra (prometida) que Yahveh tu Dios te da para siempre», Dios exige una fidelidad en «el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra» que se manifiesta en el guardar los preceptos y los mandamientos.

 

J El Bautismo

 

El Evangelio de este Domingo narra el pasaje donde los once apóstoles (ya Judas se había ahorcado: Mt 27,5) se dirigen al monte para recibir las últimas indicaciones del Señor. Unos «lo adoraron algunos, sin embargo (todavía) dudaron». Ciertamente fueron más de dos o tres del total de once. La verdad es que la Resurrección de Jesús se impuso a ellos después de muchas pruebas como leemos en el libro de los Hechos: «A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios»(Hch 1,3). Pero cuando se abren a la acción transformadora del Espíritu Santo son capaces de dar la vida proclamando la Resurrección del Maestro.

 

Jesús se despide de sus apóstoles y les deja la misión hacer discípulos suyos «a todas las gentes». ¿Cómo se logra esto? Dos condiciones: el Bautismo y la enseñanza. Ambas condiciones son administradas por la Iglesia. Todo discípulo debe de recibir ambas cosas de la Iglesia. El Bautismo se administra «en el nombre», en singu­lar; pero este nombre único se abre en un abanico de tres Perso­nas, no de tres nombres. Es porque «el nombre» indica la sustancia de una cosa. Y en Dios ésta es única. La sustan­cia divina es estrictamente una. Por eso los cris­tianos somos estricta­mente monoteís­tas.

 

Pero, siendo administrado el Bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad, por él se adquie­re una relación personal no sólo con Cristo - «haced discí­pu­los mios» -, sino con cada una de las tres Personas divinas. El bautizado es adoptado como hijo del Padre, como hermano de Cristo y coheredero con él, y como receptor del don del Espíritu Santo que crea la comunión entre el Padre y el Hijo y entre los hijos adoptivos de Dios. Puesto que todos los fieles, de entre todos los pueblos de la tierra, entran en la Igle­sia por medio del Bautismo administrado en nombre de la Trinidad, por eso el Concilio Vaticano II, usando la antigua fórmula de San Cipriano, define a la Iglesia como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (L.G. 4).

 

El Credo es la profesión de fe en la Santísima Trinidad y recibió su estructura trinitaria del mismo Jesucristo. El Credo tiene su origen en el mandato misionero de Jesús a  los apóstoles que justamente son llamados de «apóstoles» ya que eso es lo que exactamente quiere decir la palabra en griego: «enviados». Sabemos que el bautismo, que ya existía antes de Cristo, significa «sumergir», es decir era un «baño ritual». Ya lo practicaba Juan el Bautista, como lo atestiguan los Evangelios. Jesús manda a sus apóstoles a hacer discípulos suyos bautizándolos; pero la originalidad del bautismo cristiano está en el hecho de que hay que hacerlo en el nombre de la Santísima Trinidad.

 

¿Esto exactamente que quiere decir? ¿Qué quiere decir el «bautizar en el nombre de...»? Recordemos que la primera profesión de fe es la que busca responder a la pregunta hecha por el mismo Jesucristo: «¿quién dicen que yo soy?» Pedro se adelanta y manifiesta «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Veamos los pasajes de Hechos de los Apóstoles  2,37 - 38 y 8,36 -37, donde en ambos casos se  bautiza «en el nombre de Jesucristo». Se trata, en estos casos, de ser «bañado» confesando la fe en Jesucristo.

 

Pero Jesús va más allá y nos revela su identidad dentro del misterio insondable de la vida íntima de Dios: «El Padre y yo somos uno...el que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 10, 30; 14,9). Por otro lado Jesús es reconocido como Hijo y enviado del Padre porque sobre Él reposa el Espíritu Santo; Él posee el Espíritu y lo comunica sin medida (Jn 2,33; 3,34). Por eso la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es la fe en Jesucristo, pero expresando el misterio Trinitario de su Persona en forma más explícita: Él es la Segunda Persona de la Trinidad.

 

J Hijos en el Hijo...

 

La carta a los Romanos es considerada una de las cuatro grandes epístolas de San Pablo (junto con las dos epístolas a los Corintios y la carta a los Gálatas). Fue escrita en el año 57, antes de la Pascua, en la ciudad de Corinto y se dirige a la comunidad cristiana de Roma, de la cual Pablo fue co- fundador con el apóstol San Pedro. San Pablo se dirige de manera especial a los judíos cristianos abordando el tema de la justificación que el Señor Jesús nos ha traído. Después de la advertencia que pone ante los romanos la alternativa de una muerte o una vida eterna[1], San Pablo describe las características esenciales de la vida cristiana. El Espíritu que habita en los fieles establece entre ellos y Dios una relación nueva, de manera tal, que somos verdaderamente hijos de Dios y Dios nos trata como tales. El Espíritu que recibimos por el Bautismo nos hace ser hijos en el Hijo y herederos del reino eterno; huyendo así del temor, del miedo, de la incertidumbre. Reconociendo nuestra nueva dignidad, hemos pasado de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios. 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«En virtud de esta armonía en el ser y en el obrar tanto con sus palabras co­mo con sus obras, Jesús revela al Padre: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado» (Jn 1, 18). La «predilec­ción» de que goza Cristo es proclamada en su bautismo, según la narración de los evangelios sinópticos (cf. Mc 1, 11 Mt 3, 17; Lc 3, 22). El evangelista san Juan la remonta a su raíz trinitaria, o sea, a la misteriosa existencia del Verbo «con» el Padre (cf. Jn 1, 1), que lo ha engendrado en la eternidad.

 

Partiendo del Hijo, la reflexión del Nuevo Testamento, y después la teología enraizada en ella, han profundizado el misterio de la «paternidad» de Dios. El Padre es el que en la vida trinitaria constituye el principio absoluto, el que no tiene origen y del que brota la vida divina. La unidad de las tres personas es comunión de la única esencia divina, pero en el dinamismo de relaciones recí­procas que tienen en el Padre su fuente y su fundamento. «El Padre es el que engendra; el Hijo, el que es engendrado, y el Espíritu Santo, el que procede» (Concilio lateranense IV: Denzinger-­Schonmetzer, 804).

 

De este misterio, que supera infini­tamente nuestra inteligencia, el apóstol san Juan nos ofrece una clave, cuando proclama en la primera carta: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Este vértice de la re­velación indica que Dios es ágape, o sea, don gratuito y total de sí, del que Cristo nos dio testimonio especialmente con su muerte en la cruz. En el sacrificio de Cristo, se revela el amor infinito del Pa­dre al mundo (cf. Jn 3, 16; Rm 5, 8). La capacidad de amar infinitamente, entre­gándose sin reservas y sin medida, es propia de Dios. En virtud de su ser Amor, Él, antes aún de la libre creación del mundo, es Padre en la misma vida divina: Padre amante que engendra al Hijo amado y da origen con Él al Espíri­tu Santo, la Persona‑Amor, vínculo recíproco de comunión. Basándose en esto, la fe cristiana comprende la igualdad de las tres perso­nas divinas: el Hijo y el Espíritu son iguales al Padre, no como principios au­tónomos, como si fueran tres dioses, si­no en cuanto reciben del Padre toda la vida divina, distinguiéndose de Él y recí­procamente sólo en la diversidad de las relaciones (ver Catecismo de la Iglesia católica, n. 254)».

 

Misterio sublime, misterio de amor, misterio inefable, frente al cual la pala­bra debe ceder su lugar al silencio de la admiración y de la adoración. Misterio divino que nos interpela y conmueve, porque por gracia se nos ha ofrecido la participación en la vida trinitaria, a tra­vés de la encarnación redentora del Ver­bo y el don del Espíritu Santo: «Si algu­no me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

 

Así, la reciprocidad entre el Padre y el Hijo llega a ser para nosotros, cre­yentes, el principio de una vida nueva, que nos permite participar en la misma plenitud de la vida divina: «Quien con­fiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4, 15). Las criaturas viven el dinamismo de la vida trinitaria, de manera que todo con­verge en el Padre, mediante Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esto es lo que su­braya el Catecismo de la Iglesia católi­ca: «Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo» (n. 259)».

 

Juan Pablo II. Catequesis del 10 marzo de 1999.

 

J Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Decir que creo en un solo Dios puede parecer una pregunta inútil, sin embargo muchas veces ponemos nuestra seguridad en «falsos diocesillos».¿Cuáles son mis «diocesillos»? ¿Tal vez sean ciertas supersticiones, horóscopos, etc? ¿Podrían ser tal vez el dinero, la fama, el consumismo, la seguridad material? ¿El poder, el placer egoísta?¿El «qué dirán» o el «quedar bien»? 

 

2.¿Vivo de acuerdo a mi dignidad de hijo en el Hijo?¿Me respeto y respeto a mis hermanos?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 232 – 260.

 

 

 



[1] «Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» Rm 8, 13.

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lunes, 21 de mayo de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de Pentecostés. Ciclo B. «Recibid el Espíritu Santo»

Domingo de Pentecostés. Ciclo B

«Recibid el Espíritu Santo»

 

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 1-11

 

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo.

 

Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: “¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.»

 

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13

 

«Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino con el Espíritu Santo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común.

 

Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20, 19- 23


«
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar  donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”».

           

& Pautas para la reflexión personal  

 

 z El nexo entre las lecturas

 

El Espíritu Santo que el Señor había prometido a sus apóstoles, se derrama hoy abundantemente sobre ellos y los llena de un santo celo para anunciar la «Buena Noticia» de la Resurrección del Señor. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra el acontecimiento de Pentecostés. Los discípulos reunidos en oración con María, son iluminados por la acción del Espíritu santificador e inician sin temor y con «parresia» su actividad evangelizadora (Primera Lectura). San Pablo, en la primera carta a los Corintios, subraya que sólo gracias a la acción del Espíritu podemos llamar a Cristo, el Señor; es decir, sólo gracias al Espíritu Santo podemos proclamar su divinidad (Segunda Lectura). El Evangelio nos presenta a Jesús Resucitado que confiere a sus apóstoles poder para perdonar los pecados por la recepción del Espíritu Santo. En la predicación, en la proclamación de la fe, en la administración de los sacramentos; es el Espíritu Santo quien obra y da fuerzas a los apóstoles.

 

J La promesa del Padre...

 

El relato de lo que ocurrió el día de Pentecostés está en el segundo capítulo del libro de los Hechos de los Apóstoles, que es la primera lectura obligada de la liturgia de este día. Poco antes de ascender a los cielos el Señor Jesús les dijo a sus discípulos: «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa  del Padre» (Hch 1,4). Sin duda los discípulos se deben de haberse preguntado: ¿de qué promesa está hablando? Jesús les dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Luego ascendió a los cielos. Después de esta precisa instrucción nadie se atrevió de moverse de Jerusalén. La «promesa del Padre» habría de ser un don invalorable que nadie quería dejar de recibir. Así los apóstoles, volviendo de la Ascensión, subieron a la instancia superior, donde vivían y se pusieron a esperar. Allí estaba toda la Iglesia[1] fundada por Jesús alrededor de la Madre. Pero no se puede decir que estaba pasiva, ya que «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).

                                                          

J La fiesta del Espíritu: Pentecostés

 

La promesa del Padre se cumple el día de Pentecostés, que era fiesta judía que se celebraba cincuenta días después de la Pascua de los judíos (ver Lev 23, 15-16). Originalmente era una fiesta agrícola que celebraba la siega; pero ya que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto; pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y en ella se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud[2] se transmite la sentencia del Rabí Eleazar: «Pentecostés es el día en que fue dada la Torah (la ley)». 

 

Leemos en el texto de San Lucas que los apóstoles se quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a «hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse». El «viento impetuoso» es un signo del Espíritu de Dios, que llenando el corazón de cada uno, da vida a la Iglesia. La Iglesia es la nueva creación de Dios que es animada por el soplo del Espíritu Santo a semejanza de la primigenia creación. Leemos en el libro del Génesis este hecho maravilloso: «Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,7).

 

Es el mismo gesto de Jesucristo resucitado que nos relata el Evangelio de este Domingo. Apareciendo ante sus apóstoles congregados aquel primer día de la semana, después de saludarlos y mostrarles las heridas del cuerpo, Jesús sopla sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). El soplo de Cristo es el Espíritu Santo y tiene el efecto de dar vida a la naciente Iglesia. En esta forma, Jesús reivindica una propiedad divina: su soplo es soplo divino, su soplo es el Espíritu de Dios. Un soplo que produce esos efectos solamente puede ser emitido por Dios mismo. Esto lo hace explícito Tomás al decir esa misma tarde: «Señor mío y Dios mío».

 

J El perdón de los pecados

 

«A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos», les dijo Jesús. El perdón de los pecados es una prerrogativa exclusiva de Dios tenían razón los fariseos cuando en cierta ocasión protestaron «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?» (Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él puede perdonar los pecados; y aquí nos muestra que puede también conferir este poder divino  a los apóstoles y sus sucesores. Y lo hace comunicándoles su Espíritu.

 

Es que justamente el perdón de los pecados es como una nueva creación; es un paso de la muerte a la vida; y solamente Dios es el autor y el dador de la vida. Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Puesto que hemos muerto, o, al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Cor 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado»[3].

 

J El don del amor

 

El Espíritu de Dios se comunica al hombre por medio de los sacramentos en la Iglesia. Recordemos que: «Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia»[4].

 

Hay un sacramento cuyo efecto propio «es la efusión especial del Espíritu Santo, como lo fue concedida en otro tiempo a los apóstoles el día de Pentecostés»[5], es el sacramento de la confirmación. El Espíritu Santo actúa en lo más íntimo de la persona. Actúa iluminando la inteligencia de la persona para que pueda conocer a Cristo y así poder exclamar: «¡Jesús es Señor!» (1Cor 12,3b); y habilitando la voluntad, para que pueda amar a Dios y al prójimo: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá , Padre!» (Ga 4,4). 

 

Sin el don del Espíritu Santo, el hombre no puede ni amar ni conocer a Dios. En efecto: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5), y sólo «el que ama conoce a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 5,7.8). El Espíritu Santo nos concede conocer a Dios, y lo hace infundiendo en nosotros el amor. ¡No podemos despreciar este magnífico don! ¿Qué diríamos si uno de los apóstoles, desobedeciendo el mandato de Jesús, se hubiese ausentado de Jerusalén y no hubiera estado allí el día de Pentecostés? Ese apóstol se habría privado de la promesa del Padre y de los dones divinos. En realidad no sería apóstol del Señor. Ésta es exactamente la misma situación del cristiano que desdeña recibir el sacramento de la confirmación o, en su caso, que se cierra y no vive de acuerdo a  las mociones del Espíritu.

 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna? Borran­do el pecado y derramando en el cora­zón del hombre el amor de Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La ley mosaica se­ñalaba deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud de la re­dención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro corazón de pie­dra y nos da un corazón de carne, co­mo el de Cristo, animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor (cf. Rm 5, 5). Sobre la base de es­te don se instituye la nueva alianza en­tre Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu Santo mismo es la Nueva Alianza, ac­tuando en nosotros el amor, plenitud de la ley (cf. Comment. in 2 Co 3, 6).

 

 En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y Espíritu”, como dice el evangelio de san Juan (cf. Jn 3, 3. 5). La comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión de los cre­yentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma ad­hesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo profundo e insoluble. A este respecto, dice san Ireneo: «Don­de está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gra­cia» (Adv. haer., III, 24, 1). Se com­prende, entonces, la atrevida expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia» (In Io., 32, 8).

 

El relato del acontecimiento de Pente­costés subraya que la Iglesia nace uni­versal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos, medos, elamitas...(cf. Hch 2, 9‑11)— que escuchan el pri­mer anuncio hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hom­bres, de cualquier raza y nación, y rea­liza en ellos la nueva unidad del Cuerpo místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto: «Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus miembros» (In Io., 65, 1: PG 59, 361)».

 

Juan Pablo II. Audiencia General del 17 junio de 1998.

 

J Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. ¿Cómo vivo mi relación con el Espíritu Santo? Lo primero que deberíamos hacer es conocer quién es el Espíritu Santo para poder amarlo y así ser dócil a sus mociones. 

 

2. ¿Tengo el mismo ardor o celo apóstolico que los apóstoles? Seamos sinceros...¿Qué voy a hacer para poder llevar la Buena Nueva en los lugares donde trabajo o estudio? 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 243- 246.252. 683 - 686. 731 - 747. 767.  

 

 

 



[1] Iglesia: La palabra griega ekklesia que designa el conjunto del pueblo regularmente convocado (ekkalein), será empleada en los Setenta (primera y más importante traducción de la Biblia del hebreo al griego realizada  entre los años 250 -150 a.C.)  para traducir el término hebreo de la raíz qahal, que se aplica a la asamblea de Dios. Sobre la base de esta noción veremos como la Iglesia en el Nuevo Testamento se define a la comunidad religiosa fundada por Cristo que, animada por el Espíritu Santo, continua su obra en el mundo.

[2] Talmud: enseñanza o estudio. Es la unión de las normas y tradiciones añadidas a la Biblia judía codificadas por los rabinos. Esta labor fue concluida alrededor del 200 d.C.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 734.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 683.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 1302.

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martes, 15 de mayo de 2012

{Meditación Dominical} La Ascensión del Señor. Ciclo B. «Id por el mundo entero y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»

La Ascensión del Señor. Ciclo B

«Id por el mundo entero y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

 

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa  del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días».

 

Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» El les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.»

           

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 4,1-13

 

«Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.

 

A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo. Por eso dice: subiendo a la altura, llevó cautivos  y dio dones a los hombres. ¿Qué quiere decir «subió» sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo».

                       

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 16, 15-20

 

«Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban».

                       

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

 

Este Domingo la Iglesia celebra la Ascensión del Señor Jesús a los Cielos. Pero ¿qué es la Ascensión? Vemos la definición del Catecismo de la Iglesia Católica: «“Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios»[1].

 

La Ascensión del Señor Jesús marca una etapa nueva y definitiva para los apóstoles. El Señor Resucitado ya no aparecerá más, sino que sube al Cielo para interceder por los hombres ante el Padre. Este hecho es narrado por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles subrayando el estupor y asombro de aquellos hombres. El Evangelio insiste, de modo particular, en la misión que Jesús confía a sus apóstoles: «Id y predicad». En la carta a los Efesios, Pablo subraya la necesidad de responder al llamado y al don particular que Dios hace a cada uno, dando así cumplimiento al Plan amoroso del Padre.

 

J Subió a los Cielos

 

La Ascensión del Señor marca un punto divisorio entre el ministerio (servicio) de Jesús y el ministerio de la Iglesia, que constituye respectivamente el tema del primer y del segundo libro escrito por San Lucas. En ambos se propone demostrar que entre los dos ministerios hay una perfecta continuidad, porque ambos son conducidos por el Espíritu Santo. También es el misterio de la unión del Cielo y de la tierra ya que es como la bisagra que une ambos. Cristo ascendió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre; pero también está presente y vivo en la tierra por medio de la liturgia sacramental de la Iglesia. El estar «sentado a la derecha del Padre», que leemos en el Evangelio de san Marcos, nos remite al pasaje del Evangelio de San Juan: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13).

 

El hombre, herido por el pecado y viviendo en la ruptura no tiene acceso a la «Casa del Padre», a la comunión eterna, a la felicidad en Dios. Solamente Jesucristo ha podido abrir este acceso al hombre. Él «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino»[2]. En el Cielo, tenemos la absoluta certeza, que Cristo Glorioso intercede por nosotros que todavía estamos peregrinando en este mundo, ejerciendo así su sacerdocio y su mediación ante el Padre en el Espíritu Santo. «Sentarse a la derecha del Padre» significa gozar de la misma gloria y honra que el Padre, donde ahora, el que existía como Hijo consustancial al Padre, está corporalmente sentado después que se encarnó y que su carne fue glorificada. Es la inauguración del Reino que no tendrá fin[3] y ahora aguardamos expectantes la segunda venida del Hijo del hombre: «Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.» (Hch 1,11).

 

J «Id por el mundo y anunciad el Evangelio…»

 

¿Qué es lo que Jesús habló con sus apóstoles antes de abandonar la escena del mundo para subir al cielo? Jesús les dejó una misión que cumplir: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación». Llama inmediatamente la atención la extensión de este mandato. Quiere ser claro sin dejar dudas al respecto: se trata e ir a «todo el mundo» y anunciar a «toda la creación». Este mandato debió parecer  a los humildes pescadores de Galilea una tarea muy superior a sus fuerzas y a sus medios. Parece ser algo humanamente imposible, por no decir nada de lo que significaría para un judío ir anunciar la salvación a un romano o a un griego.

 

¿Cómo pudieron cumplir esta misión? Lo dice el mismo texto: «El Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los milagros que la acompañaban» (Mc 16,20). La evangelización, y en realidad todo apostolado, si bien es una obra de Dios, exige nuestra generosa y activa colaboración. «Anunciad el Evangelio...» ¿A qué Evangelio se refiere el texto?

 

Evidentemente aquí no se trata de un libro escrito, cómo podríamos entender nosotros cuando hablamos de «Evangelio». Aquí «Evangelio» se entiende en su sentido etimológico: noticia que, cuando alguien la comprende y la cree, transforma su vida radicalmente y lo salva. Esta «noticia» es el contenido de los escritos que llamamos «Evangelio». Por eso Marcos inicia su obra con este encabezamiento: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios».

 

J Para que todos seamos uno 

 

San Pablo, en su cautiverio en Roma (entre el 61 y el 62 d.C.), escribe a los cristianos que no conocía personalmente, ya que esta carta no está dirigida solamente a los fieles de Éfeso sino a los de Laodicea[4] y a las distintas iglesias de Asia Menor ya que es posible que haya sido una carta circular. En su doctrina destaca el magnífico Plan de Dios que se lleva a cabo en Jesús y la unión de todos los redimidos. Cristo, que escogió a sus doce apóstoles como columnas de su Iglesia, nos convoca a cada uno «según la medida de Cristo», a una misma misión: la edificación del Cuerpo y la predicación de su Reino. Este reiterado llamado a la unidad del «Cuerpo en el Espíritu» no es sino trabajar incansablemente para cumplir lo que el Señor pide al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tu Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-21).

 

La unidad tiene sus exigencias, sin las cuales no puede conservarse. En primer lugar la humildad, que vence la soberbia y el egoísmo, principio divisor que anida en lo más profundo del ser humano; la amabilidad, que crea y favorece la unión; y la paciencia frente a las faltas de caridad que, dada nuestra naturaleza humana inclinada al amor propio y la diversidad de caracteres, son prácticamente inevitables. La unidad es un don de Dios, pero requiere de nuestra activa colaboración. En Ef 4,4-6 Pablo menciona los fundamentos de la unidad en la Iglesia: un bautismo, un solo Señor, un solo Cuerpo Místico, un solo Espíritu y una sola esperanza. La mención de las tres personas divinas señala la unidad de la Trinidad como la fuente última de la unidad, dentro de la pluralidad, que tiene que reinar en la Iglesia.

 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Jesucristo subió por encima de to­dos los cielos para llenarlo todo. Esta ple­nitud del mundo creado se realiza en vir­tud de la fuerza del Espíritu Santo. Esta obra tiene lugar en la historia terrena de los hombres y de las naciones: el Espíritu Santo plasma, de manera invisible pero real, lo que el Apóstol San Pablo llama el Cuerpo de Cristo, refiriéndose a él con los siguientes términos: « Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperan­za a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todo, por todos y en todos» (Ef 4, 4‑6).

 

De este modo, la Ascensión del Señor no es solamente una despedida; más bien es el inicio de una nueva presencia y de una nueva acción salvífica: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también traba­jo» (Jn 5, 17). Este obrar con la fuerza del Espíritu Santo, del Espíritu Paráclito que descendió en Pentecostés, da la fuer­za divina a la vida terrena de la humani­dad en la Iglesia visible. Con la fuerza del Espíritu Santo, Cristo glorificado a la derecha del Padre, el Señor de la Igle­sia, concede «a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos, en orden a las funciones del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11‑12). Éstos son los criterios esenciales de la constante vitalidad de la Iglesia. En estas palabras de la carta paulina, la Igle­sia de todos los tiempos y lugares debe encontrar su identidad más profunda…

 

El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a realizar en su vida tanto la dimensión activa del Creador como la del encuentro tranquilo, jubiloso y festivo con sus obras: «Vio Dios cuanto había he­cho, y todo estaba muy bien (...). Y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera» (Gn 1, 3 1; 2, 2). Podríamos decir que nuestro siglo se ha revelado portentoso en la primera dimensión, pero no muy aventajado en la segunda. En efecto, el progreso creado por la técnica se ha limi­tado casi exclusivamente a «dominar» la naturaleza y sus productos, pero no ha progresado de igual modo en el dominio que el hombre está llamado a ejercer so­bre su destino. Por el contrario, tiene lu­gar una pérdida acentuada de la concien­cia de sí mismo y de su dignidad». 

 

Juan Pablo II. Homilía en la Solemnidad de la Ascensión del Señor 1991.

 

J Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Es todo el mundo que debemos de cambiar. ¿Cómo vivo esta tensión apostólica? ¿Hago apostolado respondiendo al «id por el mundo...»? ¿En qué situaciones  concretas transmito la «buena noticia» que Jesús nos ha dejado?

 

2. «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará», leemos en el Evangelio de San Marcos. ¿Soy consciente de que solamente viviendo, de verdad, mi bautismo me voy a salvar? ¿Pienso que ya tengo el Cielo ganado olvidándome que también puedo condenarme? 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 125-127. 659 - 667. 

 

 



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 659.

[2] Prefacio de la Ascensión del Señor, I ver también en Catecismo de la Iglesia Católica, 661.

[3] Ver la profecía de Daniel respecto del Hijo del hombre: «A Él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7,14).

[4] Laodicea: ciudad importante de Asia menor en los comienzos del cristianismo. La última de las siete cartas del comienzo del Apocalipsis está dirigida al «ángel» (obispo) de Laodicea a quien reprende por su tibieza ( Ap 3, 14 -22). 

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lunes, 7 de mayo de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Pascual. Ciclo B. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos»

Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Pascual. Ciclo B

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos»

 

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 10, 25 - 26. 34 - 35. 44 - 48.

 

«Cuando Pedro entraba salió Cornelio a su encuentro y cayó postrado a sus pies. Pedro le levantó diciéndole: "Levántate, que también yo soy un hombre". Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: "Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato".

 

Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios. Entonces Pedro dijo: "¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?" Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo. Entonces le pidieron que se quedase algunos días».

           

Lectura de la primera carta de San Juan 4, 7- 10

 

«Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados».

           

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 15,9 -17

 

«Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros  como yo os he amado.

 

Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo;  a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros».

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

 

¿Cuál es la clave de las tres lecturas? Es la amorosa mirada que Dios tiene a cada uno de nosotros. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,  sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10). Y es por eso que nosotros debemos de amarnos unos a otros sin acepción de personas: todos somos hijos queridos de Dios.

 

Esto es lo que leemos en la Primera Lectura. Cornelio, centurión piadoso y simpatizante del judaísmo es el primer pagano recibido como cristiano por uno de los apóstoles. El relato del encuentro y el discurso de Pedro insisten en la supresión de las fronteras entre judíos y paganos. Dios mismo es quien las ha suprimido, enseñando a Pedro a no llamar impuro a ningún hombre.

 

San Juan, en la Segunda Lectura, nos ha dejado la más excelsa definición de Dios: «Dios es amor» y este amor ha tenido su máxima manifestación en la entrega de su propio Hijo para que podamos alcanzar la vida eterna. La respuesta a este amor divino será nuestro amor a Dios y al prójimo. El amor es la norma moral más exigente y más plena ya que exige un cumplir, por amor, lo que el Señor nos ha mandado. Para eso nos ha escogido (Evangelio).

 

J «Dios no hace acepción de personas…»       

 

El episodio que leemos en la Primera Lectura es muy importante porque es el primer pagano[1] que es admitido a la Iglesia por el mismo Pedro. Cornelio era un centurión de la cohorte itálica que tenía su sede en Cesarea[2] y si bien era un hombre temeroso de Dios; no era judío. Cornelio tiene una visión en la que se le pide que llame a un tal Simón, llamado Pedro, que se encuentra en Joppe[3]. Así, envía mensajeros en busca de aquel hombre. Mientras los mensajeros van de camino, Pedro tiene también una visión en la que una voz le invita a comer alimentos que eran retenidos como impuros por los judíos. La petición se repite hasta tres veces con la subsiguiente negativa de Pedro. La visión concluye con una afirmación taxativa: lo que Dios ha purificado, no lo llames tú profano.

 

Después de esto, Pedro acude a Cesarea para encontrar a Cornelio y, después de escuchar la narración de éste, concluye: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato». El Espíritu Santo desciende sobre los presentes, como si se tratase de un segundo Pentecostés, el Pentecostés de los gentiles, y la escena concluye con el bautismo de Cornelio y toda su familia. El pasaje es de máxima importancia para comprender el carácter universal de la salvación. Dios no hace acepción de personas en relación con su amor reconciliador.  Al encarnarse el Hijo de Dios se ha unido de algún modo a todos los hombres y los invita a la salvación. Éste es el descubrimiento que hace Pedro. Él no puede llamar a nadie impuro porque todos somos hijos de Dios, somos imagen de Dios creados por sobreabundancia de amor y llamados a la «vida eterna».

 

J Dios siempre nos busca primero

 

En la segunda lectura, San Juan repite en dos ocasiones: «Dios envió a su Hijo». Dios envía a su Hijo único para reconciliarnos ya que por el pecado vivíamos en ruptura. El amor mutuo tiene su fundamento en el amor de Dios. ¡Dios es amor! Lo que nos dice el texto es que la característica más acusada de Dios es el amor; su actividad más específica es amar. Dios se ocupa y se preocupa del hombre. La prueba suprema de ello es la Cruz. Ella demuestra qué clase de amor es el de Dios: amor de entrega concreta, palpable, amor reconciliador. El costo de la reconciliación supera toda imaginación: el envío de su Hijo. Dios envía a su Hijo para que nos rescate del pecado y de la "segunda muerte": la pérdida definitiva de Dios.

 

Por eso, podemos sostener firmemente que Dios nos amó primero. Nos dice San Agustín: «No somos, por tanto, nosotros los que primero observamos los mandamientos y después Dios venga a amarnos, sino por el contrario: si Él no nos amase, nosotros no podríamos observar sus mandamientos. Ésta es la gracia que ha sido revelada a los humildes y permanece escondida a los soberbios». Es la gracia del amor de Dios que nos precede, prepara y acompaña nuestras obras. Sin Él o al margen de Él y de su amor, no podríamos hacer nada. En el versículo siguiente a la lectura (ver 1Jn 4,1) leemos «Si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros». El pretender amar sólo a Dios, en respuesta a su amor, olvidándonos de los otros, no es cristiano.


J «Nadie tiene mayor amor...»

 

El Evangelio dominical es la continuación del relato sobre la vid y de los sarmientos. Podemos decir que aquí saca las conclusiones de esa unión vital que sus discípulos tienen con Jesús. La primera frase nos revela que el «amor» a que se refiere es una realidad sobrenatural, es algo que nosotros hemos podido conocer porque nos fue dado (revelado) de lo alto. El amor es algo que existe en Dios y que fue revelado al mundo por Jesucristo. En Él hemos conocido, de verdad, lo que es al amor. Para poder amar hay que  seguir el ejemplo de Cristo. Ese amar «como yo os he amado» es lo que caracteriza el amor cristiano.

 

Santo Tomás de Aquino dice que el amor es procurar el bien del otro. Sin la gracia de Dios el hombre acaba siempre por procurar su propio bien, es decir, acaba en un acto egoísta. Para poder realizar un acto de amor es necesario que sea dado de lo alto. Es lo que nos dice San Pablo en su carta a los romanos: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5,).

 

El Espíritu Santo nos comunica el conocimiento de Dios infundiéndonos el amor. El que no ama no tiene noción alguna de Dios. Por eso no debe de extrañarnos que tantos ambientes de nuestra sociedad no conozcan a Dios. Si los vemos más de cerca veremos como reina allí el egocentrismo y el buscar solamente el propio beneficio. Y es que no todos tienen la experiencia del amor verdadero. El que ha visto el amor, ése no lo puede olvidar nunca. El fruto de un acto de amor no pasa nunca. Tal vez un ejemplo nos pueda aclarar esta idea.

 

Se cuenta de la fundadora de las Hermanitas de los Pobres, la Beata María de la Cruz (Juana) Jugan[4] que un día mientras pedía limosna para sus ancianos en una oficina pública, un señor irritadísimo le escupió la mano que ella le tendía esperando una limosna. Entonces sucedió algo inesperado. Ella, con sincera gratitud, se limpió el escupo en su hábito, y sin ningún reproche, le dice: «¡Gracias, señor! Esto es para mí. Por favor déme ahora algo para mis pobres». ¡Este es un acto de amor! Ante una acción semejante no hay nada que hacer. Quedó evidente la acción de Dios ya que fue más allá de lo previsto, de lo esperado. El señor quedó desarmado y en el instante no sólo dio una limosna para los pobres sino que se convirtió en una de los mayores benefactores de la obra. Por eso, el que ha visto un acto de amor...no lo puede olvidar nunca.

 

J «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» 

 

El vocablo clave en la primera parte del texto es el verbo «permanecer». Para expresar esta relación vital entre Jesús y sus discípulos el Maestro Bueno ha utilizado la metáfora-alegoría de la vid y los sarmientos. El verbo «permanecer», del griego «meno» o «menein», aparece 118 veces en el Nuevo Testamento. En los textos juaninos de los 67 casos, aparece 43 veces en su expresión compuesta de «permanecer en» (meno en). En cuanto a las fórmulas contenidas en los discursos del Señor Jesús o en las Cartas: se trata de invitaciones a los discípulos a «permanecer en Él», «en su palabra»: quiere decir, mantenerse firme en la enseñanza recibida, especialmente frente a los que pretenden confundir a los discípulos con falsas doctrinas (ver 2 Tim 3,14; 2 Jn 9) y «en su amor»: quiere decir, «mantenerse fiel a la Alianza de Amor» que Él ha sellado con su Sangre.

 

Esta fidelidad exige el cumplimiento de la Nueva Ley, que se resume en «amar y amarse los unos a los otros con el mismo amor con que Él nos ha amado primero» (ver Jn 15,12.17). De este modo, por respuesta al Don recibido (ver Rom 5,5), se realiza y se mantiene viva «la comunión con Él, y en Él, con todo el Cuerpo». En la misma línea de la íntima comunión de vida San Juan usa la expresión "permanecer" en para hablar de la unión existente entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«De la contemplación del amor de Dios brota la exigencia de una respuesta, de un compromiso. ¿Cuáles? Es justo preguntárselo. Y la palabra de Dios, que acabamos de escuchar, colma nuestra espera. Ante todo se pide al hombre que se de­je amar por Dios. Esto sucede cuando se cree en su amor y se lo toma seriamente, acogiendo el don de la propia vida para dejarse transformar y modelar por Él, es­pecialmente en las relaciones de solidari­dad y de fraternidad que unen a los hom­bres entre sí. En efecto, Cristo Jesús pide a los que han sido alcanzados por el amor del Pa­dre que se amen unos a otros y que amen a todos como Él los ha amado.

 

La originalidad y la novedad de su manda­miento estriba precisamente en ese «co­mo», que habla de gratuidad, apertura universal, concreción de palabras y de gestos verdaderos y capacidad de entrega hasta el supremo sacrificio de sí mismos. Desde este modo, su vida puede difundir­se, transformar el corazón humano, y ha­cer de todos los hombres una comunidad congregada en su amor. Jesús pide además a los suyos, que per­manezcan en su amor, es decir, que permanezcan establemente en la comunión con Él, en una relación constante de la alegría plena, para hallar la fuerza de observar sus mandamientos y, final­mente, para dar frutos de justicia y de paz, de santidad y de servicio…Acoged con conciencia renovada el Evangelio del amor que Cristo Jesús reve­la con su palabra y con su vida».

Juan Pablo II. Homilía  del Domingo 5 de Mayo de 1991.

 

J Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Nos decía el entonces Cardenal Joseph Ratzinger:«Cualquier amor humano se convierte en verdaderamente enriquecedor y grande cuando estoy dispuesto a renunciar a mí mismo por esa persona, a salir de mí mismo, a entregarme. Esto es válido sobre todo en la gran escala de nuestra relación con Dios, de la que, en definitiva, derivan todas las demás relaciones. Tengo que comenzar por dejar de mirarme, y preguntarme qué es lo que Él quiere. Tengo que empezar aprendiendo a amar, pues el amor consiste en apartar la mirada de mí mismo y dirigirla hacia  Él»[5]. ¿Cómo vivo mi relación de amor con el Señor?

 

2. ¿Cómo podemos vivir el amor a nuestros hermanos en la realidad concreta? Hagamos una lista de las situaciones diarias y concretas en las cuales podemos vivir el mandamiento del amor. 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1-3.27.50-55.210-221.

 



[1] El etíope del pasaje de Hch 8,26-40 era un prosélito, es decir simpatizante del judaísmo, cosa que no se dice claramente en este texto acerca de Cornelio.

[2] Cesarea del Mar. Ciudad portuaria construida por Herodes El Grande. La denominó así en honor al emperador Romano César Augusto. Había estatuas del emperador en un grandioso templo dedicado a él. Los comerciantes en su camino de Tiro a Egipto pasaban por Cesarea. Esta bella ciudad fue hecha con todos los patrones de una ciudad romana y era un centro de comercio terrestre y marítimo.  

[3] Joppe. Es el único puerto natural en la costa de Israel, al sur de la bahía de Acre. Modernamente se denomina Jafa (Jafo) y está cerca de Tel Aviv. Joppe era el puerto de Jerusalén a 56 km de distancia. Es muy antigua su historia  y se le menciona ya en el año 1,400 a.C. en las cartas egipcias de Amarna.

[4] Juana Jugan (nace en Francia el 25 de octubre de 1792 y fallece el 29 de agosto de 1879)  llamada en religión (en la vida consagrada de su Congregación) Sor María de la Cruz. Juana Jugan es la fundadora del Instituto Consagrado de las Hermanitas de los Pobres. Su larga y fecunda existencia –murió con 87 años- bien se podría definir como una vida bien y siempre injertada en la cruz de Cristo –cuyo nombre llevaba como religiosa- y en la cruz de los pobres y de los ancianos, a quienes sirvió y amó admirablemente. Ya lo escribió y lo repitió ella misma en distintas ocasiones en comunicaciones a sus religiosas: «Hemos sido injertadas en la cruz de Cristo». Y es que «es tan hermoso ser pobre, no tener nada, esperarlo todo de Cristo». De ahí que Juana Jugan insistiera: «no olviden nunca que el pobre es nuestro Señor», «miren al pobre con compasión y Jesús las mirará con bondad», «cuando estén en las casas, sean buenas con los ancianos, sobre todo, con los enfermos, quiéranlos mucho». Juana Jugan, insertada también en la extraordinaria pléyade de santos con que Dios bendijo a la Iglesia y a la humanidad en el turbulento siglo XIX,  es un modelo de vida crucificada  y unida a Cristo, de humildad, de oración, de pobreza y de confianza plena, tierna y simple  en la confianza y en la providencia. Fue beatificada por Juan Pablo II el 3 de octubre de 1992.

[5] Cardenal Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Círculo de Lectores, Barcelona 2002, p. 37. 

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