lunes, 27 de febrero de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo B. «Este es mi Hijo amado, escuchadle»

Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo B

«Este es mi Hijo amado, escuchadle»

 

Lectura del libro de Génesis 22, 1- 2. 9 - 13. 15 - 18 

 

«Después de esto, Dios quiso poner a prueba a Abrahán, y lo llamó: "¡Abrahán!" Él respondió: "Aquí estoy". Y Dios le dijo: "Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria, y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré". Llegados al lugar que Dios le había indicado, Abrahán levantó el altar; preparó la leña y después ató a su hijo Isaac poniéndolo sobre el altar encima de la leña. Después Abrahán agarró el cuchillo para degollar a su hijo, pero un ángel del Señor le gritó desde el cielo: "¡Abrahán! ¡Abrahán!" Él respondió: "Aquí estoy".

 

Y el ángel le dijo: "No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ya veo que obedeces a Dios y que no me niegas a tu hijo único". Abrahán levantó entonces la vista y vio un carnero enredado por los cuernos en un matorral. Tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.

 

El ángel del Señor volvió a llamar desde el cielo a Abrahán, y le dijo: "Juro por mí mismo, palabra del Señor, que por haber hecho esto y no haberme negado a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré inmensamente tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas. Tus descendientes conquistarán las ciudades de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra alcanzarán la bendición a través de tu descendencia, porque me has obedecido"».

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 8, 31b -34

 

«Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios, si Dios es el que salva? ¿Quién será el que condene, si Cristo Jesús ha muerto, más aún, ha resucitado y está a la derecha de Dios intercediendo por nosotros?».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 9, 2-10

«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, los llevó a solas a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. Se les aparecieron también Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Estaban tan asustados que no sabía lo que decía. Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: "Éste es mi Hijo amado; escuchadlo". De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.

Al bajar del monte, les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos. Ellos guardaron el secreto, pero discutían entre sí sobre lo que significaría aquello de resucitar de entre los muertos».

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El nexo entre las lecturas

 

El lenguaje por el cual el hombre es capaz de relacionarse con su Creador es el amor. Precisamente es el amor el eje central de las lecturas dominicales en el segundo domingo de Cuaresma. Ante todo vemos el cuidado que tiene Jesús con los apóstoles que, después del primer anuncio de la Pasión (Mc 8,31-33), les va a revelar el esplendor de su divinidad en el hermoso acontecimiento de la Transfiguración (Evangelio).

 

Vemos también el amor misterioso, paradójico, de Dios a Abraham, al colocarlo en una situación extrema y delicada: sacrificar a su hijo querido destinatario de las promesas de Dios. Abraham confía plena y amorosamente en Dios a pesar de lo duro del pedido (Primera Lectura). Amor generoso de Dios que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros. Amor de Jesús que nos reconcilió mediante su muerte e intercede por nosotros desde la gloria eterna a la derecha de Dios (Segunda Lectura). Amor de los apóstoles al acoger amorosamente el mandato del Padre que les dice: «Éste es mi Hijo muy amado. Escuchadlo» (Evangelio).

 

LJ El dilema de Abraham

 

Abraham es considerado el primero de los grandes patriarcas de Israel, elegido por Dios como padre del pueblo de la promesa. El Catecismo de la Iglesia Católica lo llama con justicia «Padre de los creyentes» por su excepcional confianza en las promesas de Dios al no tener reparo de ofrecer a su hijo en holocausto, es decir sacrificio por el cual toda la víctima tenía que ser consumida por el fuego. Abraham, proveniente de la rica ciudad de Ur a las orilla del río Eúfrates (Iraq), se casa con Sara, su media hermana y vive con su padre Téraj y sus tres hermanos. Luego se trasladarán todos a Jarán donde muere su padre. Allí fue donde Dios le dice que se traslade a la región de Canaán.  Abraham obedece el mandato de Dios y se hace nómada. El hambre y la necesidad hace que se traslade al sur (Egipto) sin embargo Dios le dice que regrese a Canaán.

 

Abraham envejecía así como su esposa Sara y no tenían descendencia. Según la costumbre de su tiempo, Abraham tuvo un hijo con Agar, la criada egipcia de Sara, pero este hijo, Ismael, no era el hijo prometido por Dios. Entonces, ya ancianos, Dios les da el hijo de la promesa: Isaac. Abraham se queda sólo con Isaac ya que, a causa de Sara, tiene que despedir a Agar con su hijo Ismael. Esta soledad sin duda aumenta el dramatismo de la prueba ya que con el sacrificio de Isaac quedaría en nada la promesa hecha por Dios así como el largo peregrinar hecho por él y su familia.

 

Al responder a su primer llamado Abraham entierra su pasado pero ahora Dios le pide que renuncie a su futuro. Abrahán podía pensar que él tenía derecho a ese hijo por haber sido obediente. Si Dios es justo, según los criterios del mundo, la orden de eliminar al heredero no tiene sentido. Sin embargo, siguiendo la misma lógica, la  alternativa sería horrible y blasfema: Dios sería injusto. Hasta ese momento Dios y las promesas han marchado juntos. Ahora el padre de la fe se enfrenta a un dilema[1]: ha de escoger entre las promesas de Dios o el Dios de las promesas.

 

El relato nos dice que muy «de madrugada» inicia el camino que dura tres días. Deja a los servidores al pie de la montaña y sube, el anciano padre, con su hijo querido. Ya en el monte, el patriarca construye el altar, amarra a su víctima y levanta la mano. Parece inminente y lógica la muerte del hijo. Cuando alza la mano, Dios interviene; repite el nombre de Abrahán dos veces, con urgencia, y el héroe, de nuevo y por tercera vez en el capítulo, responde con la fórmula de disponibilidad «Aquí estoy». El Señor revoca la orden cuando parece que ya no hay esperanza y toma de nuevo la iniciativa. Por medio de un oráculo el mensajero divino notifica al patriarca que ha pasado la prueba. Es de notar la correspondencia existente entre la orden: Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac (Gn 22,2) y el desenlace: Ya veo que obedeces a Dios y no me niegas a tu hijo único (Gn 22,12), y en el centro la confesión del creyente: Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío (Gn 22,8). A la inexplicable petición divina responde la fe conmovedora de un hombre, ejemplar para todos los siglos.

 

J¿Quién podrá estar contra nosotros?

 

La segunda sección de la parte central de la carta a los Romanos concluye con este himno apasionado y optimista. Si Dios nos ama, si Dios está con nosotros, todo lo demás será pura consecuencia. San Pablo hace una enumeración que hace eco, sin duda, de expresiones astrológicas empleadas en su tiempo y evoca una serie de fuerzas que los antiguos juzgaban más o menos hostiles al hombre. Él quiere resaltar, que no hay nada capaz de separar al cristiano de Cristo, ni siquiera los poderes que entonces se tenían por más fuertes

 

J La Transfiguración de Jesús o teofanía de Dios

 

La Transfiguración de Jesús es una etapa obligada en nuestro itinerario cuaresmal, es decir, en nuestro camino hacia la Pascua del Señor. Ya desde antiguo han opinado los Santos Padres que la Transfiguración de Jesús se sitúa antes de su Pasión y Muerte para dar aliento a los apóstoles que deberían su­frir el escándalo y el desa­liento viendo a su Maestro golpeado, azotado e injus­tamente sometido a muerte como un malhechor. La Transfiguración es claramente una teofanía, es decir, una manifestación de la divinidad de Jesucristo. A esta revelación de su identidad fueron invitados los tres apósto­les Pedro, Santiago y Juan.

 

Lo que ellos vieron es difícil de expresar en pala­bras: «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún lavandero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo». Lo que san Marcos quiere decir es que se trata de algo que supera la experiencia de este mundo. Aquí se estaba manifestando un signo de otro orden de cosas. Un segundo signo inconfundible de la teofa­nía es el temor que se apodera de los apóstoles: «Pedro no sabía qué responder ya que estaban atemorizados». Cuando la omnipotencia divina se pone en contacto con la pequeñez del hombre, no hay título que valga ni poder humano que pueda resistir; toda criatura humana experimenta su miseria y su pecado, es decir, teme.

 

J «Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo»

 

La nube que los cubre es otro indicio de la presencia de Dios. Todo se aclara con la voz que sale de ella: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». Es la misma voz que había reconocido a Jesús en el momento de su bautismo en el Jor­dán, cuando se abrió el cielo y vino sobre Él el Espíritu Santo en forma de paloma. En esa ocasión la misma voz del cielo dijo: «Tú eres mi Hijo amado, en tí me complazco» (Mc 1,11).

 

Pocos episodios evangélicos están situados con tanta precisión cronológica como el de la Transfiguración. Éste empieza con las palabras: «Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan...».  Esta introducción nos indica que hay otro episodio que el evangelista quiere conectar con éste y que ocurrió seis días antes. Si examina­mos el Evangelio veremos que seis días antes había tenido lugar la importante pregunta de Jesús: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» y la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo». En ese momento Jesús comenzó a enseñarles algo que ellos entonces no podían comprender: «El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, ser rechazado por los ancia­nos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser sometido a muerte y resucitar al tercer día». Seis días después, en el monte de la Transfiguración, no es Pedro sino la voz del cielo la que declara quién es Jesús: «Este es mi Hijo muy amado». Vemos que todo gira en torno a la identidad de Jesús.

 

En efecto, es que todo el Evangelio de San Marcos puede considerarse una inclusión entre dos afirmaciones de la divinidad de Jesús. El Evange­lio se abre con las palabras: «Comienzo del Evangelio de Jesu­cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1); y hacia el final repro­du­ce las palabras del centurión que fue testigo de la muerte de Jesús: «Al ver que había expirado de esa manera, dijo: Verdaderamen­te este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Todo el Evange­lio es una revelación gradual de esa verdad, es decir, de la identidad de Jesús. La identidad de Jesús se capta en el equilibrio entre su gloria y su despojamiento, entre su divinidad y su huma­nidad, entre su Resurrección y su Muerte, entre su instala­ción a la derecha del Padre y su descenso al lugar de los muertos.

 

El mismo equilibrio se observa en el episodio de su Transfiguración: después de verlo transfi­gurado -que está del lado de su divinidad- los apóstoles «no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos». Toda nuestra salvación se juega en saber quién es Jesús. Y, sin embargo, nosotros solos no podemos penetrar en este misterio. Es necesario que él se revele a nosotros. ¿Cómo lo hace? El Evangelio dice que Jesús «los llevó sobre un monte alto, a un lugar apartado, a ellos solos». Para comprender, para ver, para tener experiencia de quién es Jesús es nece­sario disponer de momentos de silencio y sole­dad. Es necesa­rio estar a solas con Jesús. Sólo en el silen­cio interior de la oración podremos escuchar la voz de Dios.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«La caridad, desde el corazón de Dios, a través del corazón de Jesucristo, se derrama mediante su Espíritu en el mundo, como amor que lo renueva todo. Este amor nace del encuentro con Cristo en la fe: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" («Deus caritas est», 1). Jesucristo es la Verdad hecha Persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por Jesús es resplandor de verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que es Él y a Él remite. Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin Él pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con Él, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad.


Por eso Jesús dona al hombre la plena familiaridad con la verdad y lo invita continuamente a vivir en ella. Es una verdad ofrecida como realidad que conforta al hombre y, al mismo tiempo, lo supera y rebasa; como Misterio que acoge y excede al mismo tiempo el impulso de su inteligencia. Y nada mejor que el amor a la verdad logra impulsar la inteligencia humana hacia horizontes inexplorados. Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En efecto, sólo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en plenitud».

 

Benedicto XVI. Discurso en la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Febrero de 2006.

 

'  Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana 

 

1. «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo», nos dice directamente Dios en el relato evangélico. ¿¡Qué medios voy a colocar para poder escuchar la voz del Señor? Solamente desterrando de mi corazón los ruidos y distracciones podré crear el espacio necesario para acoger la Palabra viva de Dios. 

 

2. En este tiempo de Cuaresma habremos alcanzado su objetivo si al final de estos cuaren­ta días podemos decir, por experiencia, quién es Jesús y qué ha hecho por nosotros y por nuestra reconciliación.

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 444. 459. 554 - 556.

 

 

 

 



[1] Dilema. (Del lat. dilemma, y este del gr. δλημμα, de δς, dos, y λμμα, premisa).  Argumento formado de dos proposiciones contrarias disyuntivamente, con tal artificio que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar.  Duda, disyuntiva. 

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lunes, 20 de febrero de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 1ª de Cuaresma. Ciclo B. «Permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás»

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Domingo de la Semana 1ª de Cuaresma. Ciclo B

«Permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás»

 

Lectura del libro del Génesis 9,8-15

 

«Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: «He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros, y con vuestra futura descendencia, y con toda alma viviente que os acompaña: las aves, los ganados y todas las alimañas que hay con vosotros, con todo lo que ha salido del arca, todos los animales de la tierra. Establezco mi alianza con vosotros, y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra.»

 

Dijo Dios: «Esta es la señal de la alianza que para las generaciones perpetuas pongo entre yo y vosotros y toda alma viviente que os acompaña: Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra. Cuando yo anuble de nubes la tierra, entonces se verá el arco en las nubes, y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y toda alma viviente, toda carne, y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne».

 

Lectura de la Primera carta de San Pedro 3, 18- 22

 

«Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo  incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el Arca,  en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo, que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios, y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 1, 12-15

 

«A continuación, el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los  ángeles le servían. Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

La reconciliación traída por Jesús es el punto de convergencia de las lecturas de este primer Domingo de Cuaresma. San Marcos presenta a Jesús como el nuevo Adán que «estaba con las fieras» como el primer hombre en el jardín del Edén (ver  Gen 2). Jesucristo, restablece la armonía que se había  perdido por el pecado de los primeros padres. La reconciliación ya se ha dado, le resta a cada hombre acoger la invitación hecha por Jesús en Galilea: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando. Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1,15).

 

La deseada reconciliación se encuentra prefigurada en la alianza que Dios realizó con Noé y su familia (la humanidad entera) después del diluvio. El arca de Noé, arca de salvación, también prefigura el bautismo por el cual el cristiano participa de la reconciliación que Jesucristo ha traído a los hombres mediante su Encarnación-Pasión-Muerte-Resurrección (Segunda Lectura).

 

K La Cuaresma

 

El miércoles pasado hemos comenzado la Cuaresma con el signo expresivo de las cenizas. En este mundo del consumis­mo, que busca afano­sa­mente los placeres y la comodidad, donde el ideal que nos presentan los medios de comunicación es una vida superflua y placentera lo más alejada posible de todo dolor, ¡qué elocuente resulta este signo austero acompa­ñado de las palabras bíblicas: «¡Acuér­date que eres polvo y que en polvo te convertirás!». En realidad, estas palabras no pretenden informarnos de algo nuevo que noso­tros no sepamos ya; sólo pretenden recordarnos una verdad indiscutible, que sin embargo tratamos por todos los medios de ocultar y de olvi­dar ya que es evidente que en esta tierra en la que estamos sólo de paso. 

 

Para nosotros este tiempo de Cuaresma debe ser una experien­cia de liberación, no ya de la esclavitud de Egipto, sino de la esclavitud de nuestros bienes, de nuestros capri­chos, de nuestro pecado; para vivir en la verdadera libertad de los hijos de Dios. Todas estas cosas, que hoy nos impiden y estorban en nuestro camino hacia Dios, se transformarán en ceniza algún día y, por tanto, no vale la pena poner en ellas nuestro corazón. En este tiempo el Señor nos invita a salir al desierto y privarnos de ciertas comodidades materiales para practicar la miseri­cordia con los más necesi­tados. Las obras de misericordia son eternas, ellas no se transforman en cenizas y nos valdrán en el juicio final. Entonces escucharemos al Señor que nos dice: «Venid benditos de mi Padre a poseer el Reino... porque tuve hambre y me disteis de comer... estaba desnudo y me vestisteis...» (ver Mt 25, 31ss).

 

J «He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros»

 

En la Primera Lectura se da en el contexto de las nuevas relaciones entre Dios y los hombres  después del diluvio. El sacrificio realizado por Noé (Gn 8,20) es aceptado por Dios que aspira la agradable fragancia de su aroma y dice en su corazón que a pesar de la perversidad del hombre se compromete a no volver a destruir el mundo, aunque siga habiendo buenos y malos, justos e injustos. Termina la escena con un juramento en el que el Señor promete restaurar la armonía de la naturaleza (Gn 8,20-22). Luego Dios llena de bendiciones a Noé y a sus hijos. Los invita a que sean fecundos y que llenen nuevamente la devastada tierra. Los animales nuevamente se someterán al hombre y Dios le dará un voto de confianza recordándole su papel de «señor de la creación».

 

El hombre podrá comer carne de animales, pero con tal que «no tenga aún dentro su vida, es decir, su sangre» (ver Lv 17,10-12; Gn 1,29). De ahí destaca el respeto debido a la vida humana: al animal que mate a un hombre se le exigirá la vida (Éx 21,28-32) e igualmente al hombre que derrame la sangre de su hermano (ver Ex 20,13; 21,12-15.23-25; Lv 24,17; Mt 26,52); porque el hombre es imagen de Dios (Gn 1,26-28). Finalmente el culmen será la alianza entre Dios y los hombres, cuya señal será el arco iris (ver Ez 1,28; Eclo 43,11-12; Ap 4,3).

 

K «Cristo murió una sola vez por los pecados»

 

En el pasaje de la Primera carta de San Pedro se resalta el carácter reconciliador y ejemplar de la muerte de Jesús. La singularidad reconciliadora está contenida en la expresión «murió una sola vez por los pecados», mientras que el carácter ejemplar (modélico) se deduce de la conexión de 1 Pe 3,18 con el versículo anterior: «Pues, más vale padecer por obrar el bien, si ésa es la voluntad de Dios que obrar el mal» (1 Pe 3,17); a través del adverbio «también». «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu» (1Pe 3,18).

 

El sufrimiento de Cristo fue, por excelencia, un sufrir haciendo el bien, más aún, era el sufrimiento del justo que propiciaba el bien supremo de la reconciliación para toda la humanidad. Él es quien nos lleva nuevamente a la comunión con el Padre y nos enseña el amor que estamos llamados a vivir de manera que seamos «misericordiosos y compasivos» (1Pe 3,8) como Él. 

 

J Jesús en el desierto

 

«En aquel tiempo el Espíritu impulsó a Jesús al desier­to y Él permaneció allí cuarenta días, tentado por Satanás». La permanencia de Jesús por cuarenta días en el desierto recuerda también a otros dos personajes bíblicos que pasaron períodos semejantes de soledad: Moisés y Elías. Ambos en este tiempo de soledad desearon ver el rostro de Dios, tuvieron un decisivo encuentro con Dios y recibieron importantes misiones. Sin embargo nos preguntamos: ¿por qué comenzó Jesús su misión de esa manera? Jesús fue al desierto para revivir esa primera experiencia del pueblo de Dios y salir de ella vencedor; para vivir la experiencia del pueblo de Dios desde sus orígenes en perfecta fidelidad a su Padre.

 

Después que Israel fue liberado de la esclavi­tud de Egipto, antes de entrar en la tierra prometida, peregrinó cuarenta años en el desierto. Dios caminaba con ellos, y manifestaba su presencia, de día en una columna de nube y de noche en una columna de fuego. En este tiempo Dios formó a su pueblo, separándolo de todos los demás pueblos de la tierra, para manifestarse a él y darle sus leyes a través de su siervo Moisés. El período del desierto fue como el tiempo del noviazgo de Dios con su pueblo; pero lamentablemente también el tiempo de la rebelión y de las murmuraciones del pueblo contra Dios. 

 

Cuando Israel llegó a la tierra de Canaán y la conquistó, acechó la tentación de asimilarse a los demás pueblos, olvidando a su Dios. Entonces el libro del Deutero­no­mio les recordaba: «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto, para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná[1]... para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Deut 8,2-3).

 

Para recordar esto, se procuraba revivir el tiempo del desierto, es decir, vivir una cuaresma de conversión a Dios y a sus leyes. Cuando el pueblo se olvidaba de su Dios, entonces los profetas lo llamaban a revivir el tiempo del desierto, del camino recorri­do con Dios, y anunciaban: «La visitaré por los días de los Baales[2]... cuando se iba detrás de sus amantes, olvidándose de mí, oráculo del Señor. Por eso yo voy a seducirla; de nuevo la llevaré al desierto y hablaré a su corazón... Allí me respon­derá como en los días de su juventud como el día en que subía del país de Egipto» (Oseas 2,15-17). La experiencia de Jesús en el desierto durante cuarenta días responde a este llamado divino: Él fue llevado al desierto impulsado por el Espíritu.

 

Pero si el desierto fue el tiempo del noviazgo, fue también el tiempo de la infidelidad y de la continua murmura­ción del pueblo contra Dios. Lo dice claramente el Salmo 95, invitando a entrar en la presencia de Dios con un corazón sumiso y no como aquella generación: «Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón como el día de Massá en el desierto... Por cuarenta años aquella generación me asqueó y dije: son un pueblo de corazón torcido que no conoce mis caminos. Y por eso en mi cólera juré: No entrarán en mi descanso» (Sal 95,8.10-11). Jesús va al desierto y allí vive esa experiencia en perfecta fidelidad a Dios para redimir a su pueblo de la «dureza del corazón».

 

En la Escritura esta expre­sión es el modo de describir una situación generalizada de pecado, de olvido de Dios, de autosuficiencia del hombre. Jesús, en el desierto es tentado por Satanás como lo fue el pueblo de Israel; pero Él repele al diablo y permanece fiel a Dios. Por eso, en virtud de los méritos de Cristo, el juramen­to de Dios: «No entrarán en mi descanso», quedó cancelado. Gracias a su fidelidad Él nos da entrada al verdadero descan­so: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y Yo os aliviaré... aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontra­réis descanso para vuestras almas» (Mt 11,28-29).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Amadísimos hermanos y hermanas: la Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso en el «valle oscuro» del que habla el salmista (Sal 23,4), mientras el tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene. Efectivamente, hoy el Señor escucha también el grito de las multitudes hambrientas de alegría, de paz y de amor. Como en todas las épocas, se sienten abandonadas.

 

Sin embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de la violencia y del hambre, que afectan sin distinción a ancianos, adultos y niños, Dios no permite que predomine la oscuridad del horror. En efecto, como escribió mi amado predecesor Juan Pablo II, hay un «límite impuesto al mal por el bien divino», y es la misericordia («Memoria e identidad», 29 ss.). En este sentido he querido poner al inicio de este Mensaje la cita evangélica según la cual «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9,36).

 

A este respecto deseo reflexionar sobre una cuestión muy debatida en la actualidad: el problema del desarrollo. La «mirada» conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que por el «proyecto» divino todos están llamados a la salvación.

 

Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de expiación».

 

Benedicto XVI. Mensaje para la Cuaresma del año 2006.

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. El Evangelio de hoy nos transmite el resumen de la primera predicación de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en el Evange­lio» (Mc 1,15). ¿Qué debo de hacer para vivir la conversión (cambio) que el Señor me pide?

 

2. La Iglesia nos ofrece medios concretos y prácticos para poder vivir mejor la Cuaresma: la limosna el ayuno y la oración. ¿Cómo puedo vivirlos? ¿De qué manera concreta?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 397- 400; 538 – 542.



[1] Maná. Nombre basado en la pregunta hecha por los israelitas en hebreo, ¿Man ju? ("¿qué es esto?", Ex 16.15), cuando vieron por primera vez el "pan del cielo" (Éx 16.4) que Yahveh les dio durante toda la peregrinación en el desierto (v. 35; cf. Jos 5.12). El salmista lo llama "trigo de los cielos" (Sal 78.24) y "pan de nobles" (v. 25) o, quizás, "pan de ángeles" (conforme a la LXX), porque la palabra hebrea aquí se basa en el verbo "volar". En señal de desprecio, los mismos israelitas llamaron al maná "pan liviano" (Nm 21.5). El apóstol Pablo lo llamó "alimento espiritual" (1 Co 10.3) por su origen divino. Jesús se identificó como "el verdadero pan del cielo... el pan de vida" (Jn 6.25-69). También prometió que "el que venciere" se alimentará de este "maná escondido", la misma vida espiritual del Redentor (cf. Ap 2.17).

[2] Baal (poseedor o señor). Nombre usado en el Antiguo Testamento principalmente para referirse al dios de la fertilidad de los Cananeos, cuyo culto se introdujo entre los hebreos (Nm 22.41; Jue 2.13; 6.28-32). Durante el reinado de Acab y Jezabel, 450 profetas de Baal y 400 sacerdotes de Astoret vivieron en el palacio; se puso gran empeño en erradicar el culto a Yahveh (1 R 18). Cuando Elías mató a todos los profetas de Baal, no destruyó este culto (2 R 10.18-28). Siguió la lucha contra la tendencia de los israelitas hacia el culto a Baal y la promoción de la idolatría (2 Cr 21.5, 6, 11; 22.3). Joiada se opuso firmemente al culto a Baal. Destruyó los ídolos y altares, y dio muerte a los sacerdotes (2 R 11.17, 18). Sin embargo, una vez tras otra las imágenes y la adoración de Baal reaparecieron en Israel, sobre todo bajo el patrocinio de los reyes (2 Cr 28.2; 2 R 21.3). Con la reforma del rey Josías se eliminaron todos los vestigios de la idolatría (2 R 23.4, 5).

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lunes, 13 de febrero de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B. «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»

Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B

«A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»

 

Lectura del profeta Isaías 43,18-19. 21- 22.24b-25

 

«Así dice el Señor: ¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo. El pueblo que yo me he formado contará mis alabanzas. Tú no me has invocado, Jacob, porque te has fatigado de mí, Israel; me has convertido en siervo con tus pecados, y me has cansado con tus iniquidades. Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados».

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a los Corintios 1, 18-22

 

«¡Por la fidelidad de Dios!, que la palabra que os dirigimos no es sí y no. Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de  Dios. Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 2,1-12

 

«Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la  abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados.»

 

Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate, toma tu camilla y anda?" Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice al paralítico -: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa."» Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: "Jamás vimos cosa parecida".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

«No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo…era yo quien por mi cuenta borraba tus pecados». En la Primera Lectura vemos como el bello perdón de Dios es una especie de nueva creación: todo lo renueva y lo crea nuevamente. Dios habla por el profeta Isaías a su pueblo desterrado en Babilonia, anunciándole el retorno a la tierra prometida. Así mismo el perdón que Jesús concede al paralítico, restituyéndole también la salud del cuerpo, es una reconciliación integral que cura su cuerpo, su alma y su espíritu. Reconciliación total y verdadera. Jesús une la acción a su palabra porque Él es el «sí» radical del Padre al hombre. Su fidelidad al amoroso Plan del Padre es el modelo y el fundamento de la nuestra fidelidad a Dios. A nosotros muchas veces nos sobran palabras y nos faltan obras, sin embargo gracias al «sí» dado por Jesucristo, podemos dar también nuestro «sí» de amor y de servicio a Dios y a los hermanos (Segunda Lectura).    

 

J «Era yo mismo el que tenía que borrar tus pecados…» 

 

Yahveh, por amor a Israel, envió un instrumento de su ira sobre Babilonia, a saber: a Ciro, rey de Persia,  el conquistador que es llamado de «el consagrado» en cuanto cumplía la misión de Dios. Por medio de éste, Dios «rompió los cerrojos» (ver Is 43, 14) que aprisionaban a los cautivos teniendo los caldeos que huir. Y todo esto es obra de Yahveh que les recuerda las gestas pasadas en el mar Rojo (Is 43, 15).

 

Pero todas las gestas pasadas no son nada en comparación con «la obra nueva» (Is 43,18) que Yahveh va a realizar. Será una maravilla tal que pueden olvidar todas las anteriores maravillas del Éxodo. El retorno de la cautividad babilónica será un hecho más trascendental. Yahveh se dispone a realizar la «obra nueva» preparando un «camino por el desierto», transforma en frondosa vegetación sus estepas con abundantes ríos.  

 

Dios destaca el carácter gratuito de su intervención: «Tú no me has invocado, Jacob, porque te has fatigado de mí, Israel»; pues sus obras no merecían la benevolencia divina. Israel no buscó a Yahveh, ni se molestó en serle grato. Como Señor de su pueblo pudo haberle exigido ofrendas olorosas de «caña aromática» con el que se preparaba el óleo de la unción (Ex 30, 23). A pesar de estas mínimas exigencias, Israel siguió pecando. Todo esto hace resaltar el carácter gratuito de la liberación del exilio por parte de Dios. Sólo el amor de Yahveh para con su pueblo explica el que borre todos sus pecados. 

 

K La comunidad de Corinto

 

El intercambio tanto personal como epistolar entre San Pablo y la comunidad de Corinto fue muy amplio. Se han conservado dos cartas a los corintios, pero es seguro que fueron más las que se cruzaron entre ellos. Pero fue sobre todo a partir de la Primera Carta a los Corintios que los acontecimientos se sucedieron rápidos y tumultuosos (alrededor del 56 y finales del 57). Parte de la comunidad cristiana de Corinto pone en entredicho la persona y el mensaje del apóstol e incluso ofende a uno de sus representantes. San Pablo los visita, les escribe y les envía embajadores con resultados no siempre halagüeños. Al fin la comunidad se serena.

 

Para algunos, la segunda carta a los corintios constituiría el capítulo final de todos estos acontecimientos. En ella Pablo, gozoso y apasionado al mismo tiempo, haría balance de lo sucedido. Lo interesante es constatar cómo San Pablo, al hilo de estas circunstancias más o menos azarosas de su propia tarea ministerial, comienza ya a señalar y subrayar una serie de valores imprescindibles para la buena marcha de cualquier ministerio apostólico.

 

En primer lugar una sencillez y una sinceridad a toda prueba de la que Cristo es el mejor modelo en su entrega absoluta e incondicional a Dios Padre y a los hombres. En segundo lugar, un apóstol que se precie de serlo debe ser agente de alegría y no de tristeza para la comunidad. En alguna ocasión Pablo subraya la paradoja de la alegría a través del sufrimiento (ver 2 Cor 6,10; 7,4; 13,9). Aquí conecta la alegría con la fe: el creyente que lo es de verdad no puede por menos de sentir una incontenible alegría (ver Rm 14,17; Flp 4,4). Existe, es verdad, una tristeza saludable: la tristeza por haber hecho el mal. Pero esta tristeza ni es ni puede ser un fin en sí misma; sólo es camino hacia la auténtica alegría. Finalmente el apóstol, en el desempeño de su tarea ministerial, debe ser comprensivo y saber perdonar de corazón.

 

 

J «Hijo, tus pecados te son perdonados»

 

En su primera estancia en Cafarnaúm[1] Jesús había despertado tanto entu­siasmo en la gente que «la ciudad entera estaba agolpada a la puerta» de la casa de Simón y Andrés donde Él estaba. Para sustraerse a este entusiasmo Jesús dice a sus discípulos: «Vayamos a otra parte, a los pue­blos vecinos, para que también allí predique... Y recorrió toda Gali­lea, predicando en sus sinago­gas y expulsando los demonios» (Mc 1,38-39). Ahora vuelve a Cafarnaúm. «Entró de nuevo en Cafar­naúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa». Se entiende que se reproduzca la misma escena de antes: «Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra». Esto es nuevo. Ahora el interés de la gente no es de obtener la curación de sus enfermos, sino de escuchar su Palabra.

 

Tienen razón, porque Él tiene palabras que dan una salud superior a ésta corporal; Él tiene palabras de vida eter­na, que sanan al hombre en su espíritu. Esto es lo que quedará claro en lo que sigue. Siempre hay algunos que buscan un beneficio corporal: «Le vienen a traer un paralítico llevado entre cuatro». En su desesperación al no poder presentárselo a Jesús abrieron el techo encima de donde Él estaba. Hay que imaginar el tumulto que se habrá produci­do, primero al ver que se abre el techo y luego al ver que desciende en medio de la sala una camilla con un enfermo. A nadie puede caber ninguna duda de lo que esos hombres quieren: quieren que Jesús cure al paralítico y están seguros de que Él lo puede hacer.

 

«Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: 'Hijo, tus pecados te son perdonados'». Esta reacción de Jesús, a primera vista, es desconcertante. Es cierto que demuestra extraor­dinario afecto por el enfermo: éste es el único hombre al cual Jesús trata de «hijo mío». Pero ¿es posible que Jesús sea el único que no haya comprendido que lo que esos hombres quieren es la salud física del enfer­mo? En realidad, Jesús ha comprendido mucho más que lo que ellos piensan; Jesús sabe que con declarar al paralítico liberado de sus peca­dos, ya le ha concedido todo: salud espiritual y física. El pecado es la causa de la muerte, de la enfermedad y de todos los males. Por eso, muriendo en la Cruz por el perdón de los pecados, Jesús obtuvo para el hombre la vida eterna y la futura resurrección de la carne. Todas las curaciones de Jesús son un signo de esta verdad.

 

Estaban allí algunos escribas que entienden mejor el sentido de las palabras de Jesús y pensaban en su inte­rior: «¿Por qué habla éste así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» Nunca han dicho nada más verdadero: perdonar el pecado, que es una ofensa contra Dios, puede hacerlo sólo Dios. Jesús va a demostrar que, cuando Él dice: «Tus pecados te son perdonados», esa palabra es eficaz y alcanza ese efecto; va a demostrar que Él es ese Dios que puede perdonar los pecados. Conociendo Jesús lo que pensaban hace evidente a todos lo que estaba sucediendo.

 

Todos saben que es más difícil perdonar los pecados, porque esto puede hacerlo sólo Dios; pero es más fácil pronunciar las palabras del perdón de los pecados, porque nadie puede verificar su efec­to. Para demostrar que Él ha dicho lo más difícil y que ese efecto se ha producido, porque Él tiene en la tierra poder de perdonar pecados, Jesús dice al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Y el para­lítico se levantó y salió a la vista de todos llevando su camilla. La multitud presente se quedó asombrada. Y si ya tenían «fe» en la Palabra que habían ido a escuchar, ahora glorifican a Dios y reconocen el milagro patente que han sido testigos.

 

 

J El perdón de los pecados

 

El pecado es una ofensa que consiste en amar las cosas que Dios ha creado más que al Creador de ellas. Por procurar el bien absoluto en el tener, poder o en los placeres del mundo, se actúa contra el Plan de Dios, subordinando todo al capricho personal. Actuando así el hombre rechaza a Dios, que es la fuente de vida eterna, y se pone en estado de muerte eterna. Nadie puede devolverle la amistad de Dios y el estado de vida eterna sino el mismo Dios. Jesús demostró su condición divina devolviéndole al paralítico la verdadera vida. Esto es lo que hace el sacerdote cada vez que acudimos al sacramento de la reconciliación y confesamos nuestros pecados con dolor de haber ofendido a Dios y con el propósito de no ofenderlo más. No hay palabra más dulce que la que entonces el mismo Cristo pronuncia sobre nosotros: «Yo te absuelvo de tus pecados».

 

Es la misma que Jesús dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Aquí Jesús reveló plenamente su misión, la que está expresada en su nombre: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).  El nombre Jesús significa «Dios salva»y todos tenemos necesidad de esta salvación de Dios, pues «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3,23-24).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Ayer, 11 de febrero, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo, que este año ha tenido sus celebraciones principales en Adelaida (Australia), incluyendo un congreso internacional sobre la cuestión siempre urgente de la salud mental. La enfermedad es un rasgo típico de la condición humana, hasta el punto de que puede convertirse en su metáfora realista, como bien lo expresa san Agustín en una de sus oraciones: «Ten misericordia de mí, ¡Señor! Mira, no te escondo mis heridas. Tú eres el médico, yo soy el enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable» («Confesiones», X, 39).

 

Cristo es el verdadero «médico» de la humanidad, que el Padre celestial ha enviado al mundo para curar al hombre, marcado en el cuerpo y en el espíritu por el pecado y sus consecuencias. Precisamente en estos Domingos, el Evangelio de Marco nos presenta a Jesús que, al inicio de su ministerio público, se dedica completamente a la predicación y a la curación de los enfermos en los pueblos de Galilea. Los innumerables signos prodigiosos que realiza con los enfermos confirman la «buena nueva» del Reino de Dios».  

Benedicto XVI. Ángelus 12 de febrero de 2006.

 

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. «Hijo, tus pecados te son perdonados». Las palabras de Jesús se repitan cada vez que nos acercamos al sacramento de la reconciliación. Acudamos con fe a este extraordinario sacramento.

 

2. «Quisiera hoy confiar a María "salud de los enfermos", especialmente a quienes, en todas las partes del mundo, no sólo sufren a causa de la falta de salud, sino también por la soledad, la miseria y la marginación», nos ha dicho Benedicto XVI. Recemos a nuestra Madre por todos aquellos enfermos abandonados y olvidados.  

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1427. 1500- 1505.

 



[1] Recordemos las primeras curaciones que Jesús realiza que finalizan con la curación del leproso que (ver Mc 1, 40-45) al desobedecer a Jesús va a impedir que siga su ministerio en esta aldea. 

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lunes, 6 de febrero de 2012

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B. «Quiero, queda limpio»

Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo B

«Quiero, queda limpio»

 

Lectura del libro del Levítico 13, 1-2. 44-46

 

«Yahveh habló a Moisés y a Aarón, diciendo: Cuando uno tenga en la piel de su carne tumor, erupción o mancha blancuzca brillante, y se forme en la piel de su carne como una llaga de lepra, será llevado al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos, los sacerdotes. Si se trata de un leproso: es impuro. El sacerdote le declarará impuro; tiene lepra en la cabeza. El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: «¡Impuro, impuro!» Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada».

 

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 10, 31-11,1

 

«Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis escándalo ni a judíos ni a griegos ni a la Iglesia de Dios; lo mismo que yo, que me esfuerzo por agradar a todos en todo, sin procurar mi propio interés, sino el de la mayoría, para que se salven. Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 1, 40-45

 

«Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: "Si quieres, puedes limpiarme".  Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: "Quiero; queda limpio". Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: "Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio". Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús  presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían  a él de todas partes»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

El breve diálogo entre Jesús y un enfermo de lepra concluye con la milagrosa curación de éste (Evangelio). El enfermo tenía que vivir sólo y apartado de todos los demás como leemos en las claras y severas prescripciones del libro del Levítico (Primera Lectura)[1]. Solamente mediante la declaración oficial del sacerdote, después que éste lo hubiera examinado, podría reinsertarse en la comunidad. Otros problemas distintos pero con cierto sabor veterotestamentario, vemos en la comunidad de Corinto respecto a la licitud o no de comer la carne sacrificada en los templos paganos que era usualmente vendida en el mercado.

 

El apóstol de los gentiles nos deja una regla de oro para poder discernir cómo vivir la fe en la vida cotidiana: «hacedlo todo para la gloria de Dios» y para la edificación de los hermanos («no dar escándalo»). San Pablo mismo se coloca como ejemplo ante los demás. Pues bien, el ejemplo que nos da Jesucristo en el pasaje de San Marcos es maravilloso: ir más allá de las apariencias y salir al encuentro de la realidad más profunda que esclaviza al hombre: «el pecado». Sólo en el encuentro con Aquél que es el «Rostro vivo de Dios» podremos sanar nuestros corazones destrozados por nuestros pecados y volver así a la anhelada comunión con el Padre en el Espíritu Santo.

 

K La enfermedad de la lepra

 

En todas las épocas la lepra ha sido una enfermedad con dolorosas consecuencias sociales. Los enfermos de lepra no sólo padecen un mal que los va carcomiendo y desfiguran­do, sino que sufren la segregación por parte de la sociedad. Tal vez lo más doloroso para los enfermos de lepra es ver dibu­jar­se un gesto de desagrado en el rostro de los hombres que se acercan a ellos y comprender así que infunden repug­nan­cia por su sola presencia. Todo esto era especialmente grave en Israel, pues la enferme­dad adquiría también una dimensión religiosa: «la impureza». Es lo que leemos en el libro del Levítico que contiene una serie de leyes para el culto y la vida cotidiana para que el pueblo de Israel viviera rectamente ante Dios. El libro del «Levítico» debe su nombre a los sacerdotes que estaban encargados del culto divino y que pertenecían a la tribu o al clan de Leví. La ley era clara y ordenaba al infectado que anunciase su llegada ante los demás y que permaneciese aislado del resto. El enfermo de lepra quedaba así excluido del culto, pues se conside­raba indigno de presentarse ante Dios mismo. El hombre que sufría esta enfermedad perdía completa­mente la estima de sí mismo[2].

 

J «¡Hacedlo todo para gloria de Dios!» 

 

San Pablo nos señala, en su carta a los Corintios, el modo concreto para poder presentarnos ante el Señor: «hacerlo todo para gloria de Dios». Todo ha de hacerse para agradar a nuestro Padre.  Y como lo que más le agrada es que vivamos el amor unos con otros, tal ha de ser nuestra principal preocupación. Recordemos que aquí estaría la solución- ¡la única!- de todos los problemas personales, sociales e internacionales. Y que en vano se buscarán soluciones sin la caridad en los grandes foros internacionales.

 

Todo será inútil, nos decía el Papa León XIII en su famosa encíclica Rerum Novarum (1891), sin «una gran efusión de caridad». Es lo mismo que nos dice Benedicto XVI en su primera carta encíclica: «El amor- caritas- siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo»[3].

 

J «¡Si quieres, puedes limpiarme!»

El Evangelio de San Marcos en este primer capítulo nos presenta tres episodios en que asistimos al poder de Jesús de expulsar los demonios y sanar a los enfermos. Por su orden ellos son la liberación de un hombre poseído por un demonio en la sinagoga de Cafarnaúm, la curación de la suegra de Simón de la fiebre que la tenía postrada y la curación de un leproso. El Evangelio de hoy nos presenta este último episodio. El relato comienza abruptamente, sin indicar ninguna circunstancia y sin vinculación alguna con lo anterior: «Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: 'Si quieres, puedes limpiarme'». Fijemos nuestra atención en la actuación del leproso. Él se pone a los pies de Jesús en actitud de profunda oración: «Puesto de rodillas». El Evangelio dice que en esa actitud «le suplicaba». Habríamos esperado una oración más o menos como ésta: «Señor, límpiame de la lepra». Pero en esta oración él habría expresado su propia voluntad. Su oración es mucho más perfecta; él prefiere que se haga la voluntad de Jesús, seguro de que eso es lo mejor para él. Por eso su oración es esta otra: «Señor, si tú lo quieres, puedes limpiarme».

Con sólo presentarse a la vista de Jesús ha dejado en evidencia su desdicha: dolor físico y moral, oprobio, segregación social y exclusión del culto. Todo esto, como ya hemos visto,  entrañaba la lepra. No necesita decir nada; confía en que Jesús todo esto lo comprende. Y no exige nada sino que deja a Jesús libre de hacer su voluntad: «Si quieres». Es como si orara ya en la forma que Jesús nos enseñará a hacerlo: «Hágase tu voluntad»; o como oraba el mismo Jesús: «No lo que yo quiero sino lo que quieras tú... hágase no mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,36; Lc 22,42).

El leproso no hace prevalecer su voluntad. Quiere que se haga la voluntad de Jesús. Pero en una cosa es firme y muy claro: «Tú puedes limpiarme». Tiene fe en el poder de Jesús. Es importante destacar que según la mentalidad judía, tal potestad respecto a la lepra estaba reservada a Dios, que la comunicó a veces a algunos de sus profetas, como Eliseo, por ejemplo (ver 2 Re 5,1-19). La fe del leproso es lo que conmueve a Jesús. No puede dejar de actuar a favor de quien cree tanto: «Extendió su mano, le tocó y le dijo: 'Quiero; queda limpio'. Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio».

 

Para comprender la admirable oración de este leproso, podemos compararla con la que dirige a Jesús el padre de un niño endemoniado: «Si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros» (Mc 9,22). Ésta no es una oración confiada y, si no hubiera sido rectificada, no habría obtenido nada. Jesús quiere suscitar un acto de fe: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para el que cree!". Entonces el padre rectifica su oración: "¡Creo, pero ayuda mi poca fe!"» (Mc 9,23-24). Entonces Jesús se compadeció y liberó a su hijo de su mal. Podemos decir que el leproso se ha puesto en la escuela de Santa María. La oración de ella en las bodas de Caná es el modelo que él imita. En esa ocasión María presenta a Jesús la necesidad: «No tienen vino» (ver Jn 2,1-11). Lo hace porque tiene fe en que Él puede remediarla. Pero se somete totalmente a su voluntad. Por eso dice a los servidores: «Haced lo que él os diga».

 

J Jesús se compadeció

 

Son pocos los textos del Evangelio en que se nos reve­lan los sentimientos internos que mueven a Jesús. Éste es uno de ellos. «Compadecido de él...» (Mc 1,41).  De una mirada, Jesús compren­dió el dolor físico y moral de este hombre y sintió compasión de él. Y para que el leproso no sintiera ningún rechazo, Jesús «extendió la mano y lo tocó», ¡al que era considerado impuro y nadie podía pasar cerca de él! Jesús nunca obra las curaciones de modo mecánico, como haciendo un alarde de su poder. Jesús se siente profundamen­te comprometido con el dolor ajeno y cura a los enfermos porque antes ha sentido compasión. El milagro de la curación es una expre­sión de su misericordia. Este punto impresionaba tanto a los contemporáneos de Jesús que Él se aplicó la antigua profecía de Isaías: «El tomó todas nuestras flaquezas y cargó con nuestras enferme­da­des» (Mt 8,17). Todo esto lo vemos en la vida de Jesús, no sólo en su pasión y muerte, sino en su compasión hacia los que sufren.

 

Jesús responde a la súplica del leproso con dos frases: «Quiero» y «queda limpio». La primera es expresión de su voluntad y está corroborada por su actitud de acogida y por su compasión. La segunda es una palabra eficaz, de ésas que puede pronunciar sólo Dios, y queda confirmada por la se­cuencia del relato. Todos estamos llamados a seguir a Jesús e imitar su conducta en esa primera parte; en esta segunda, en cambio, no podemos seguirlo, a menos que Él mismo nos con­fiera su poder. Por eso, cuando Jesús nos quiere enseñar el amor fraterno y para hacerlo nos propone la parábola del buen samaritano, describe la actitud de éste de dos maneras: «Tuvo compasión» (mientras los otros pasaban de largo al lado del herido) y «practicó con él la miseri­cor­dia». Esto es nuestro deber de cristianos. Lo manda Jesús a todos en la enseñanza conclusiva de la parábola: «Vete y haz tú lo mismo» (ver Lc 10,29-37).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«En su himno a la caridad (cf. 1 Co 13), San Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad: « Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve » (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.

 

Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: «Somos unos pobres siervos» (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don».

 

Benedicto XVI.  Deus caritas est, 34-35.

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. La fe del leproso es la que vemos también en Santo Tomás Moro (1478-1535) que desde la cárcel y a punto de ser conducido al martirio escribía a su hija Margarita: «Ten buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no lo quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor». ¿Yo tengo esa fe ante las dificultades de la vida?

 

2. El pecado, en el sentido moral (espiritual), significa la alteración y descomposición interior del hombre. Se podría definir como «la lepra del alma». Acudamos con humildad al Señor de la Vida para que sea Él quien realmente nos cure.   

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 517-518. 547-550, 1511-1523.



[1] En el Antiguo y Nuevo Testamento el término lepra se aplicaba a diversos trastornos físicos que no necesariamente estaban relacionados con la lepra verdadera y que se consideraban castigos divinos. Se decía que la víctima estaba en un estado de tsara'ath, o de pecado. Este término hebreo se tradujo después por lepros, del que deriva la palabra lepra.

 

 

[2] La Lepra o enfermedad de Hansen es una enfermedad infecciosa crónica de los seres humanos que afecta sobre todo a la piel, membranas mucosas y nervios. La enfermedad esta causada por un bacilo con forma de bastón, Mycobacterium leprae, similar al bacilo responsable de la tuberculosis. El bacilo de la lepra fue identificado en 1874 por el médico noruego Gerhard Henrik Armauer Hansen. En la actualidad el tratamiento de la lepra se centra en fármacos como la dapsona, rifampicima y clofacimina, junto a un aporte nutricional adecuado. La lepra es tal vez la enfermedad menos contagiosa de todas las infecciosas. Hoy, los pacientes diagnosticados rara vez se aíslan. En la actualidad se prepara una vacuna contra la lepra.

[3] Benedicto XVI. Deus caritas est, 28.

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