lunes, 28 de marzo de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 4ª de Cuaresma. Ciclo A. «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»

Domingo de la Semana 4ª de Cuaresma. Ciclo A

«¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»

 

Lectura del Primer libro de Samuel 16,1.6-7.10-13a

 

«Dijo Yahveh a Samuel: "¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo le he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí". Cuando ellos se presentaron vio a Eliab y se dijo: "Sin duda está ante Yahveh su ungido". Pero Yahveh dijo a Samuel: "No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón". Hizo pasar Jesé a sus siete hijos ante Samuel, pero Samuel dijo: "A ninguno de éstos ha elegido Yahveh".

 

Preguntó, pues, Samuel a Jesé: "¿No quedan ya más muchachos?" El respondió: "Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño". Dijo entonces Samuel a Jesé: "Manda que lo traigan, porque no comeremos hasta que haya venido". 12Mandó, pues, que lo trajeran; era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia. Dijo Yahveh: "Levántate y úngelo, porque éste es". Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 5,8-14

 

«Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas. Cierto que ya sólo el mencionar las cosas que hacen ocultamente da vergüenza; pero, al ser denunciadas, se manifiestan a la luz. Pues todo lo que queda manifiesto es luz. Por eso se dice: Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 9,1-41

 

«Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: "Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?" Respondió Jesús: "Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar.  Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo". Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: "Vete, lávate en la piscina de Siloé" (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo.

 

Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: "¿No es éste el que se sentaba para mendigar?" Unos decían: "Es él". "No, decían otros, sino que es uno que se le parece". Pero él decía: "Soy yo". Le dijeron entonces: "¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?" El respondió: "Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: "Vete a Siloé y lávate." Yo fui, me lavé y vi". Ellos le dijeron: "¿Dónde está ése?" El respondió: "No lo sé". Lo llevan donde los fariseos al que antes era ciego. Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. El les dijo: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo". Algunos fariseos decían: "Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado". Otros decían: "Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?" Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: "¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?" El respondió: "Que es un profeta".

 

No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: "¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?" Sus padres respondieron: "Nosotros sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo". Sus padres decían esto por miedo por los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: "Edad tiene; preguntádselo a él".

 

Le llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: "Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador". Les respondió: "Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo". Le dijeron entonces: "¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?" El replicó: "Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?"

 

Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: "Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es". El hombre les respondió: "Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. 32Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada". Ellos le respondieron: "Has nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?" Y le echaron fuera.

 

Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: "¿Tú crees en el Hijo del hombre?" El respondió: "¿Y quién es, Señor, para que crea en él?" Jesús le dijo: "Le has visto; el que está hablando contigo, ése es". El entonces dijo: "Creo, Señor". Y se postró ante él. Y dijo Jesús: "Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos". Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "Es que también nosotros somos ciegos?" Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: "Vemos" vuestro pecado permanece".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El pasaje de la curación del ciego de nacimiento nos ofrece un tema que entrelaza todas las lecturas de este cuarto Domingo de Cuaresma: «Jesús es la verdadera luz que ilumina nuestras tinieblas». El ciego de nacimiento pasa de la oscuridad de la ceguera, considerada como consecuencia del pecado, a la luz por obra y poder del amor reconciliador de Jesucristo. Vemos como esta misma verdad la repite

 

San Pablo en su carta a los Efesios: «antes eran tinieblas, ahora sois luz en el Señor» (Segunda Lectura). Sin duda es muy aleccionadora la elección del David como guía de su pueblo (Primera Lectura). Él era el más pequeño de la casa de Jesé, era pastor y era solamente un muchacho. Sin embargo, Dios lo escoge para regir los destinos de su pueblo Israel y para ser el arquetipo del prometido Mesías. La experiencia de encuentro con Dios vivo iluminará y transformará completamente su vida.

 

¿Quién pecó...para que haya nacido ciego?»

 

La lectura evangélica es un largo relato[1], lleno de dramatismo, que va cre­ciendo hasta un punto culminante, cuando el ciego que ha reco­brado la vista dice a Jesús: «'Creo, Señor'. Y se postró ante él». El Evangelio parte con la presentación de un ciego de nacimiento, que pasa por la recuperación de la vista física hasta llegar a la plena luz de la fe. Y este cambio tan radi­cal sucedió en él por su encuentro con Jesús. Por eso Jesús dice: «Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo». En todo el relato se superponen la realidad de la ceguera con el peca­do. El pecado, según la doctrina religiosa judía, era considerado como una contaminación moral que afectaba la totalidad de la persona[2]. Por ello, al ser muy grave, se manifestaba en una enfermedad o mal físico. Asimismo se consideraba que esta contaminación se transmitía de padres a hijos. Esto queda de manifiesto cuando los discípulos le preguntan al Señor: «Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?».

 

Como se deduce de la pregunta, los males físicos, las enfermedades, - incluso los accidentes terribles y la muerte violenta (Ver Lc 13,1-2. 4) -, eran vistos como un castigo por la infidelidad a Dios, por los pecados, por la impureza moral. Sin embargo, al Señor no le interesa responder «académicamente» a la cuestión, y, aprovechando esta oportunidad para educar a sus discípulos, ofrece una respuesta inesperada, que trasciende lo específicamente preguntado. En efecto, la respuesta del Señor Jesús hace notar a sus discípulos que la ceguera no es un «castigo» para aquél hombre, sino que será la ocasión para experimentar la misericordia del Padre. La recuperación de la vista física del ciego de nacimien­to es un signo de la vista espiritual, cuya expresión máxima es la fe. Su primera comprensión de la identidad de Jesús está expresada en estas palabras: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: 'Vete a Siloé y láva­te'. Yo fui, me lavé y vi». Se trata de una com­probación empírica, física, natural: un hombre que se llama Jesús.

 

Discutiendo con los fariseos

 

Sigue el relato y el ciego es llevado donde los fariseos que se pierden en una acalorada discusión acerca del carácter religioso del hecho milagroso realizado el «sábado»[3]. Y ellos, «los separados», los que conocían y observaban rigurosamente la ley, le preguntan al pobre ciego: «¿Tú, qué dices de él?». Viene inmediatamente la respuesta que era de esperar: «Que es un profeta». Ya no es un simple hombre sino es un «hombre de Dios». Estaba empezando a ver la luz pero tenía que dar aún un paso adelante. Mientras tanto los fariseos rechazando la luz decían: «Ese hombre es un pecador... no sabemos de dónde es», el ciego se mantenía firme en su posición: «Sabemos que Dios no escucha a los pecadores...». Lo que más le sorprende es que los fariseos, de­biendo «ver» no vean: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos». Los fariseos se sienten indignados ya que no aceptan que él venga a darles lecciones «y lo echaron fuera». Por causa de Jesús  fue arrojado de la sinagoga.

 

«¿Tú crees en el Hijo del hombre?»

 

Jesús quiso entonces darle la plenitud de la luz. La vista física que había recuperado no es más que un signo de ésta. Se le hace el encontradizo y le pregunta: «¿Tú crees en el Hijo del hombre[4]?». El ciego le dice: «¿Y quién es Señor para que crea en él?». La respuesta de Jesús tiene un doble sentido: «Lo has visto: es el que está hablando contigo». En esta frase se encuentran los dos sentidos de la vista: físico y espiritual, es decir, la visión natural y la fe. Y en la reacción del ciego se encuentra un reconocimiento de la verda­dera identidad de Jesús: Dios y Hombre. El ciego ve a un hombre con la vista física que ha recuperado; pero confiesa a Dios con la fe: «'Creo, Señor'. Y se postró ante Él». Es un recono­cimiento de la divinidad, pues los judíos tienen esta estricta ley: «Sólo ante el Señor, tu Dios, te postrarás y a él sólo darás culto» (Mt 4,10, citada por Jesús para rechazar al diablo). Al ciego de nacimiento se le habían abierto tam­bién los ojos de la fe, que le permitían ver la verdadera «luz del mundo». Esto nos recuerda cuando Jesús dijo: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

 

«Vivid como hijos de la luz»

 

A base de contraponer luz y tinieblas, es decir conducta cristiana y pagana, justicia y pecado, el después y el antes del bautismo; San Pablo exhorta a los cristianos de la comunidad de Éfeso a caminar y vivir como «hijos de la Luz» viviendo como Jesucristo vivió (Ef 5,1-2). El que es de la luz pertenece a Dios (Ef 5,8). La luz es considerada uno de los signos bautismales hasta nuestros días. Antiguamente los catecúmenos una vez bautizados pasaban a la categoría de «iluminados».

 

El cristiano además de ser iluminado por Dios Padre en Jesucristo, es también ungido por su Espíritu en el Bautismo. La fe es siempre un don, pues la recibimos gratuitamente de Dios y Él la da a todos pero sobre todo a los que son menos útiles a los ojos del mundo (ver 1Co 1, 26 - 31). Así aparece en la Primera Lectura, cuando el profeta unge a David, el último entre ocho hermanos, como rey de Israel, «porque el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón». Esta unción que en el Antiguo Testamento fue propia de reyes, sacerdotes  y profetas tuvo lugar después en el Ungido (Cristo) por excelencia, el Mesías, el nuevo David; y de ella participamos todos los bautizados en Jesús.   

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«El agua y la luz son elementos esen­ciales para la vida. Precisamente por eso, Jesús los elevó a la categoría de sig­nos reveladores del gran misterio de la participación del hombre en la vida di­vina.... (Hay que lograr que)… todos los bautizados estén dis­puestos a responder con valentía a los desafíos humanos y espirituales del momento actual. En este contexto, es impor­tante aprender a valorar las predisposiciones y las aperturas al Evangelio presentes en la sociedad, sin detenerse en las apa­riencias, sino mirando al corazón de las situacio­nes. Esto es lo que re­cuerda la primera lectu­ra a través de la figura y la misión del profeta Sa­muel: «Los hombres ven la apariencia; el Señor ve el corazón» (1S 16, 9). En toda persona que encontramos, aún en aquella que afirma explícitamente que no le inte­resan las realidades del espíritu, está viva la ne­cesidad de Dios: es tarea de los creyentes anunciar y testimoniar la verdad liberadora del Evangelio, ofre­ciendo a todos la luz de Cristo....

 

¿Acaso no es verdad que hoy más que nunca las jóvenes generaciones tienen un vivísimo deseo de verdad y se sien­ten cada vez más cansadas de seguir ilu­siones vanas? Es indispensable propo­nerles con fuerza y amor el Evangelio, y ayudarles a conjugar la fe con la vida para resistir a las múltiples tentaciones del mundo moderno. Por eso, como su­cedió al ciego de nacimiento, del que habla el pasaje evangéli­co de hoy, es indispen­sable encontrar perso­nalmente a Jesús».

 

Juan Pablo II. Homilía del 14 de marzo de 1999.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. Nuestros obispos latinoamericanos han dicho que «las angustias y frustraciones han sido causadas, si las miramos a la luz de la Fe, por el pecado, que tiene dimensiones personales y sociales muy amplias» (Puebla, Conclusiones 73). ¿Soy consciente de esta realidad? ¿Me doy cuenta del daño que hago a los demás por mi pecado?

 

2. Por mi bautismo soy «Hijo de la Luz». ¿Qué cosas concretas debo de cambiar para vivir como «hijo de la Luz»?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 385; 748; 1216;  2087- 2089.

 

                                                                                                                                                            



[1] La lectura de este Domingo es el capítulo 9 completo del Evangelio de San Juan.

[2] El origen primero de la enfermedad y de la muerte debe ser buscado, evidentemente, en el pecado y en la caída (ver el relato de Gn 3). Está claro asimismo que la violación de las leyes físicas y morales, conduce, con mucha frecuencia a la enfermedad y al desequilibrio psíquico (Pr 2:16-19; 23:29-32).  Sin embargo, vemos en el Antiguo Testamento como la enfermedad puede ser el castigo de un pecado concreto (Dt 28:58-61: 2S 24:15; 2R 5:27), o puede provenir de las faltas de los padres (Éx 20:5).

[3] Los escritos rabínicos post-exílicos fomentaron una interpretación sumamente estricta del descanso del sábado y esto llevado a una complicada casuística que convirtió en una carga insoportable la «alegría» en la observancia del sábado (ver Is 58,13). Estas normas fueron causa de frecuentes conflictos entre Jesús y los fariseos. 

[4] Hijo del hombre. Este término aparece ochenta y dos veces en los Evangelios con referencia a Jesús y sólo tres veces en el resto del Nuevo Testamento. En los Evangelios sólo Jesús lo usa, a excepción de Juan  (12,34). Era la manera como Jesús prefería denominarse a sí mismo y a su ministerio mesiánico.  En el libro de Daniel (8,17) es un personaje celestial y apocalíptico que desciende del cielo para tomar el poder de los reinos del mundo al fin de la historia (Dn 7,13). 

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jueves, 24 de marzo de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo A. «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed»

Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo A

«Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed»

 

Lectura del libro del Éxodo 17,3-7

 

«Pero el pueblo, torturado por la sed, siguió murmurando contra Moisés: "¿Nos has hecho salir de Egipto para hacerme morir de sed, a mí, a mis hijos y a mis ganados?" Clamó Moisés a Yahveh y dijo: "¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen". Respondió Yahveh a Moisés: "Pasa delante del pueblo, llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el Río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la roca, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo". Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Aquel lugar se llamó Massá y Meribá, a causa de la querella de los israelitas, y por haber tentado a Yahveh, diciendo: "¿Está Yahveh entre nosotros o no?"»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 5,1-2.5-8

 

«Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; - en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 4, 5-42

 

«Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: "Dame de beber". Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?" (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.) Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva". Le dice la mujer: "Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?" Jesús le respondió: "Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna". Le dice la mujer: "Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla". El le dice: "Vete, llama a tu marido y vuelve acá". Respondió la mujer: "No tengo marido".

 

Jesús le dice: "Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad". 19Le dice la mujer: "Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar". Jesús le dice: "Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. 2Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.  Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.  Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad". Le dice la mujer: "Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo". Jesús le dice: "Yo soy, el que te está hablando".

 

En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: "¿Qué quieres?" o "¿Qué hablas con ella?" La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: "Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?" Salieron de la ciudad e iban donde él.

 

Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: "Rabbí, come". Pero él les dijo: "Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis". Los discípulos se decían unos a otros: "¿Le habrá traído alguien de comer?" Les dice Jesús: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya  el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga". Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que he hecho".

 

Cuando llegaron donde él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: "Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

A la medida que vamos caminando hacia el corazón de la Cuaresma, aflora con fuerza el tema bautismal que se acentúa particularmente este Domingo. La elección del Evangelio para este Domingo y los dos siguientes[1] responde al esquema de los formularios utilizados desde el siglo IV y que fueron dando cuerpo a la primitiva liturgia cuaresmal. El pasaje evangélico de este Domingo describe la auto- revelación de Jesús a través del símbolo del agua. En relación con la Primera Lectura, el humilde «dame de beber» dirigido por Jesús a la mujer samaritana, recuerda la sed del pueblo israelita en el desierto del Sinaí y su queja airada contra Moisés: «danos agua para beber» (Ex 17,2). En la Segunda Lectura, cuyo tema central es la justificación y la salvación del hombre: el don de Dios se nos ofrece gratuitamente en Jesucristo. El agua que se nos da en abundancia, fundamento de nuestra esperanza, es el amor Padre derramado en el Hijo, es decir el Espíritu Santo. 

 

K «Dame de beber...»

 

En el transcurso de esta extensa lectura se produce un progreso en cuanto al descubrimiento de la identidad de Jesús. El relato comienza con un encuentro casual. Jesús llega por el camino junto al pozo mientras sus discípulos van a la ciudad a comprar víveres, y comien­za el diálogo con la peti­ción: «Dame de beber». Jesús cansado y sediento tiene necesidad del auxilio de esta afortunada mujer. Es una expre­sión poderosa y clara de su condición humana. Apenas Jesús le habla, ella lo reconoce por su modo de hablar, y le pre­gunta: «¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? (Los judíos y los samaritanos no se habla­ban)», nos aclara San Juan. Jesús no resulta mejor identificado por la mujer que por su con­dición de «judío»: «¿Cómo tú siendo judío?»

 

K Pero... ¿quiénes son los samaritanos?

 

Por el Segundo libro de los Reyes (17,24-41) conocemos el origen de los Samaritanos y de su culto a Yahveh. Los samaritanos descendían de las tribus orientales con que Sargón  II, rey de Asiria (720 - 705 a.C.) repobló Samaría, que era el reino del norte o Israel, cuando deportó a sus habitantes a Babilonia, Siria y Asiria a finales del siglo VIII a.C. Estos se habían mezclado con algunos de los israelitas que quedaron allí. Su religión, que al principio fuera idolátrica, con una leve tintura de yahveísmo, se fue purificando sucesivamente, y al declinar del siglo IV (a.C.), los samaritanos tenían su templo propio construido sobre el monte Garizim.

 

Para ellos, natural­mente, el Garizim era el único lugar donde se rendía culto auténtico al Dios Yahveh, por contraposición al templo judío de Jerusalén, y se conside­raban como los genuinos descendientes de los antiguos patriarcas hebreos y los verdaderos depositarios de su fe religiosa. De aquí las rabiosas y con­tinuas hostilidades entre samaritanos y judíos, tanto más cuanto que Sa­maría era lugar de tránsito forzoso entre la septentrional Galilea y la meridional Judea. Estas hostilidades, frecuentemente atestiguadas en los docu­mentos antiguos, lamentablemente no han cesado, y aún hoy se perpetúan en un pequeño grupo de samaritanos que habitan en Nablus y en Jaffa y todavía adoran a Dios a los pies del monte Garizim.

 

J «Veo que eres un profeta...» 

 

Volvamos al Evangelio donde prosigue el diálogo entre Jesús y la mujer. Cuando Jesús demuestra conocer detalles de la vida privada de la mujer, ella le dice: «Señor, veo que eres un profeta». Ha dado así un paso inmenso en el reconocimiento de Jesús. Los  profetas eran hombres de Dios y el pueblo los veneraba; pero no es suficien­te para expresar quién es Jesús. Era la opi­nión común de mucha gente: «Unos dicen que eres Juan el Bautis­ta, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profe­tas» (Mt 16,14). Reconocido como profeta, la mujer inmediatamente le plantea un problema «teológico»: ¿Cuál es el lugar donde Dios quiere que se le ofrezcan sacrifi­cios? Jesús aclara que en adelante el culto verdadero será espiri­tual y no estará vinculado a un lugar físico único. Es una respuesta que la mujer no puede comprender y para evitar entrar en mayor profundidad, dice: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga nos lo explicará todo».

 

Sigue una afirmación impresionante de Jesús, en la cual revela toda su identidad: «YO SOY, el que te habla». Toda la tradición cristiana se ha admi­rado de que haya sido esta mujer la beneficiaria de esta primicia de revela­ción. La senten­cia de Jesús, como ocurre a menudo en el Evangelio de San Juan, tiene un doble sentido ambos igual­mente válidos. Un primer sentido es el inmediato: «Yo, el que te está hablando, soy el Mesías». Pero otro, tam­bién insinuado por Juan, es la clara alusión al nombre divino revelado a Moisés. Dios, enviando a Moisés, le había dicho: «Así dirás a los israeli­tas: 'YO SOY' me ha enviado a voso­tros... Este es mi nombre para siempre» (Ex 3,14.15). No está de más notar que todo el relato evoca poderosamente los temas presentes en el Éxodo que leemos en la Primera Lectura: el desierto, la sed, el agua viva.

 

La mujer corre a la ciudad y anuncia: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». En la consideración de la samaritana, Jesús ha pasado de ser un simple judío, a un «profeta» y a la sospe­cha de que pueda ser el Cristo. Pero no basta. Para que sea un encuentro con Jesús, que capte su identidad verdadera, es necesaria la fe. Es nece­sa­rio creer que El es el Hijo de Dios, que El es YO SOY. En el mismo Evangelio de Juan, más adelan­te, Jesús dice a los judíos: «Si no creéis que YO SOY moriréis en vuestro peca­do» (Jn 8,24). En la conclusión del relato se llega a este punto: «Fueron muchos los que creye­ron por sus palabras». Y decían: «Noso­tros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo». Esta es la expe­riencia que debemos hacer todos en nuestro encuentro con Jesús y afirmar como San Juan: «Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo» (1Jn 4,14).

 

K «El agua que brota para la vida eterna»

 

«Todo el que beba de esta agua (la del pozo), volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna». Es una frase enigmática que tiene un sentido oculto es capaz de suscitar en la mujer este anhelo: «Se­ñor, dame de esa agua». ¡No sabe lo que pide! Solamente «si conociera el don de Dios» entonces sabría lo que pide. Nosotros nos podemos preguntar: esa «agua que brota para vida eterna» ¿de dónde mana?; si la da Jesús, ¿en qué momento de su vida lo hace? Entonces nos llamará la atención que en cierta ocasión, el día más solemne de la fiesta de las tiendas, cuando se realizaba la ceremonia conmemorati­va del agua que Dios dio a su pueblo en el desier­to, Jesús puesto en pie exclama: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí». El Evan­gelista comenta: «Como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva». De nuevo el «agua viva», y brota a ríos del seno de Jesús. El evangelista continúa: «Esto lo decía refirién­dose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,37-39). Ahora ya sabemos que el agua viva a la que se refiere Jesús es el Espíritu que ha sido «derramado en nuestros corazones». 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed» (Jn 4, 15). La petición de la samaritana a Jesús manifiesta, en su significado más profundo, la necesi­dad insaciable y el deseo inagotable del hombre. Efectivamente, cada uno de los hombres digno de este nombre se da cuenta inevitablemente de una incapacidad congénita para responder al deseo de verdad, de bien y de belleza que brota de lo profundo de su ser. A medida que avanza en la vida, se descubre, exactamente igual que la samaritana, incapaz de satisfa­cer la sed de plenitud que lleva den­tro de sí... El hombre tiene necesidad de Otro, vive, lo se­pa o no, en espera de Otro, que redima su innata incapacidad de sa­ciar las esperas y esperanzas».

 

Juan Pablo II. Catequesis del 12 de Octubre de1983.

 

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. El agua que Jesús nos da es la única que sacia el anhelo de todo hombre: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). ¿Reconozco la sed de Dios que tengo? ¿Qué hago para saciarla? Siguiendo el ejemplo de María, hay que saber escuchar con reverencia nuestras ansias más profundas, y escuchar a Dios.

 

2. Nuestra sed de Dios no podrá ser saciada nunca por «sucedáneos» que son ofrecidos por un mundo que quiere olvidarse de Dios.  ¿Soy consciente de esta realidad? ¿Cómo busco saciar mis anhelos profundos?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 27- 30;  544; 1093-1094; 2835.

 



[1] De acuerdo a los antiguos formularios pre-bautismales  leemos en este tercer Domingo el pasaje de la Samaritana (el agua como símbolo de plenitud y vida); en el cuarto, la curación del ciego de nacimiento (la luz es el símbolo de la fe) y en el quinto Domingo la resurrección de Lázaro (la vida nueva de Cristo Resucitado).

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domingo, 13 de marzo de 2011

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo A. «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo A

«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

 

Lectura del libro del Génesis 12,1- 4a

 

«Yahveh dijo a Abram: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra". Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh, y con él marchó Lot».

 

Lectura de la Segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,8b-10

 

«Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús, y que se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 17,1-9

 

«Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: "Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".

 

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo". Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

El Prefacio de la misa de este segundo Domingo de Cuaresma expresa y resume perfectamente el mensaje central de la Transfiguración: «Cristo, Señor nuestro, después de anunciar la muerte a sus discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria para testimoniar, de acuerdo con la ley y los Profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». El hecho de la Transfiguración se realiza en el camino de Jesús a Jerusalén, la ciudad que mataba a los profetas, y donde Él va a consumar su peregrinación terrena. Acordes con esta idea en los textos de este Domingo se acentúa el sentido de éxodo, peregrinación, disponibilidad y fe-en-camino como respuesta a la llamada de Dios. Eso lo vemos en la vocación de Abram[1]  (Primera lectura) y en la llamada a Timoteo por medio de Pablo: «toma parte en los duros trabajos del Evangelio con la fuerza que Dios te dé» (Segunda Lectura). Es esencial en la vida del cristiano «tomar parte en la vida de Cristo», especialmente en su misterio pascual: Muerte y Resurrección.

 

J «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre...»

Así aparece en la Primera Lectura la figura de Abraham, su elección y su vocación por Dios. El texto perteneciente a la tradición yavista[2], abre el ciclo de Abraham (ver Gn 12-25) como primer representante de la saga de los patriarcas. Ha concluido la etapa de los orígenes de la humanidad, del pecado, de la maldad y del castigo: Adán y Eva, Caín y Abel; Noé y el diluvio, la torre de Babel; y comienza una nueva época de alianza y salvación de Dios que marca los orígenes del Pueblo elegido. Abraham es el nómada de Dios; el destinatario de una elección totalmente gratuita por parte del Señor que lo llama a salir de su tierra, Ur de Caldea en Mesopotamia (hacia el año 1850 A.C.), para ir a Canaán en Palestina.

 

En él se va a realizar la unidad de la humanidad dispersa en Babel y el origen del Pueblo de Dios, Israel. Su respuesta a la llamada de Dios fue la obediencia de la fe. Abraham sale para un país desconocido, con su mujer estéril; porque Dios le ha llamado y le ha prometido una posteridad. Este primer acto de fe de Abraham se volverá a expresar en la renovación de la promesa (ver Gn 15, 5-6) y que Dios pondrá a prueba reclamándole a Isaac, el hijo de la promesa (ver Gn 22). Y porque obedeció, en su descendencia se plasmará la bendición divina; y no sólo para el pueblo de Israel sino para toda la humanidad (ver Rm 4,11; Hb 11,8ss).         

 

J «Nos ha llamado con una vocación santa»

 

Desde tiempo inmemorial, desde antes de la creación, dispuso Dios darnos su gracia por medio de Jesucristo llamándonos a la fe. Así lo expresa Pablo en su segunda carta a Timoteo. Nuestra vocación cristiana a «una vida santa» acorde con la gracia de Dios y la obediencia de la fe es también gratuita como la de Abraham, pero superior a  la de éste. Pues Dios realiza ahora su alianza y promesa de reconciliación definitiva por medio de su propio Hijo y la promesa culmina en nuestra adopción filial en Cristo Jesús. En nuestra vocación cristiana se verifican los tres elementos presentes en toda vocación: una elección gratuita y amorosa, una misión se nos es confiada y una promesa de vida eterna que fundamenta sólidamente nuestra esperanza.  

 

J «Seis días después...»

 

El Evangelio de hoy comienza con las palabras: «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva a un monte alto, y se trans­figuró ante ellos». No es común en el Evangelio tal precisión cronoló­gica. Su intención es llamar la atención sobre lo que se narra antes y relacionar la Transfiguración con esos hechos. ¿Qué es lo que ocurrió «seis días antes»? Bueno, seis días antes había ocurrido la confesión de Pedro sobre la identidad de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), y Jesús había comenzado «a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mu­cho... ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). Éste es el contexto en el cual se sitúa la Transfiguración de Jesús. Allí es la voz del cielo la que confirma la identidad de Jesús: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco», y la manifestación de la gloria de Jesús que allí vieron los apóstoles estaba destinada a sostenerlos ante el escándalo de la cruz.

 

La experiencia que tuvieron los apóstoles no puede describirse con palabras humanas. Ellos tuvieron una vi­sión anticipada de la gloria de Cristo «el cual transfi­gurará este miserable cuerpo nues­tro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21). ¿Pero quién puede des­cribir cómo será eso? Con razón San Pablo dice que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al cora­zón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Co 2,9). La descripción que hace el Evangelio es para sugerir una realidad que va mucho más allá que la experiencia sensible: «Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Pero en realidad quiere decir que se manifestó su identidad profunda, es decir, su divinidad. Ahora pudo quedarle claro a San Pedro qué es lo que estaba diciendo en realidad cuando confesó a Jesús: «Tú eres el Hijo del Dios vivo».

 

K ¿Por qué aparecieron Moisés y Elías al lado de Jesús?

 

Moisés y Elías son dos personajes que en el Antiguo Testa­mento habían tenido una profunda experiencia de la presencia de Dios. Moisés había orado a Dios: «Déjame ver tu glo­ria». Y Dios le había concedido ver solamente su espalda, «pues -decía- mi rostro no puede verlo el hombre y seguir vivien­do» (ver Ex 33,18-23). Y a Elías, en el mismo monte Horeb[3], le fue diri­gida la palabra del Señor: Sal y ponte en el monte ante Yahveh. «Y he aquí que Yahveh pasaba... al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto» (1R 19,9-13). Aquí, ante Cristo transfigurado, estaban ambos contemplan­do al mismo Dios que habían ansiado ver.

 

Moisés y Elías eran los más grandes profetas del Anti­guo Testamento. Pero Jesús  aparece muy superior a ellos. Y cuando el pueblo, entusias­mado por la enseñanza y los mila­gros de Jesús, exclamaba: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros», se quedaba todavía muy corto. De ningún profeta había dicho Dios: «Este es mi Hijo en quien me complazco». Si hubiera que compa­rar a Jesús con los pro­fetas, habría que decir: «Mu­chas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últi­mos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos, el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa» (Hb 1,1-3).

 

La tradición de la Iglesia ha visto en Moisés y Elías una representación de la ley y los profetas. Pero ellos al aparecer junto a Jesús transfigurado le rinden homenaje y se inclinan ante él. Es porque toda la ley y los profetas apuntan a Jesucristo, a Él se refieren y encuentran en él su sentido y su cumplimiento. Por eso Jesús declara: «No he venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles cumpli­miento» (Mt 5,17). Pues es claro que «la ley fue dada por medio de Moi­sés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucris­to» (Jn 1,17).

 

J «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

 

Una nube luminosa los cubre y se escucha una voz del cielo que deja una recomendación muy clara: «Escu­chadle». Jesús es la Palabra definitiva de Dios, «es el 'si' de Dios a sus promesas» (ver 2Co 1,20). La vida y la enseñanza de Jesús constituyen todo lo que necesitamos saber para tener la «vida eterna». Y la mayor sabiduría consiste en escu­char su palabra y guardarla en el corazón. Esta actitud mereció una de las bienaventuranzas de Jesús: «Bien­aventu­rado el que escucha la palabra de Dios y la guarda» (Lc 11,28).

 

J  Los testigos privilegiados

 

Los testigos predilectos del Señor Jesús son Pedro, Santiago y Juan. Estos mismos tres son los testigos exclusivos de otro momento particular de la vida de Jesús: «Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, Jesús comen­zó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: 'Mi alma está triste hasta el punto de morir; que­daos aquí y velad conmigo'» (Mt 26,37-38). Es el momento de la agonía de Jesús en el huerto de los Olivos. ¡Qué contraste entre un momento y otro! También es radicalmente diferente la reacción de los apóstoles. En la Transfiguración Pedro toma la palabra y dice a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres haré aquí tres tiendas...». El mismo Pedro propone perpetuar ese momento. En el huerto de los Olivos, en cambio, su desin­terés es total, tanto que los tres se quedan dormidos. Los apóstoles parecen haber olvidado lo que vieron en el monte Tabor, cuando Jesús se transfiguró ante ellos. Pero en realidad, el escándalo de la agonía en el huerto, del arresto de Jesús, de su flagelación y, sobre todo, de su muerte en la cruz, fue más fuerte, y la fe de esos discípulos no pudo sobrellevarlo.

 

El episodio de la Transfiguración cobra todo su sentido y toda su fuerza solamente después de la Resurrec­ción de Jesús. Por eso el mismo Jesús, bajando del monte ordena a los tres testigos: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos». En las apariciones de Jesús resucitado, según leemos en los Evangelios, debió mostrar las señales de los clavos en sus manos y pies y la herida de su costado para ser reconocido como el mismo que estuvo colgado de la cruz. Pero una vez que la certeza de la Resurrección de Jesucristo se apoderó de los discípulos, entonces el recuerdo de su Transfiguración completó el cuadro de su identidad. Esto es lo que dice San Pedro en su segunda carta: «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguien­do fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: 'Este es mi Hijo muy amado en quien me complaz­co'. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, es­tando con él en el monte santo» (2P 1,16-18).

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«La experiencia de la transfiguración de Jesús prepara a los Apóstoles para afrontar los dramáticos acontecimientos del Calvario, presentándoles anticipadamente lo que será la plena y definitiva revelación de la gloria del Maestro en el misterio pascual. Al meditar en esta página evangélica, nos preparamos para revivir también nosotros los acontecimientos decisivos de la muerte y resurrección del Señor, siguiéndolo por el camino de la cruz, para llegar a la luz y a la gloria. En efecto, "sólo por la pasión podemos llegar con él al triunfo de la resurrección" (Prefacio)».

 

Juan Pablo II. Homilía del 28 de  febrero de 1999.

 

 

'  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 

1. «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios», leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles 14,22. Ciertamente no se trata de crearnos sufrimientos estériles, sin embargo, ¿qué tanto acepto los inconvenientes y los dolores de la vida como camino de configuración con el Señor? ¿Los acepto y los ofrezco al Señor?

 

2. «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle», nos dice el Padre en el Evangelio. ¿Escucho atentamente la Palabra en la Santa Misa? ¿Pongo los medios para acogerla y vivir de acuerdo a ella?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 444. 459. 554 - 558. 1721.

 



[1] Por el libro del Génesis se conoce a Abraham (padre de multitudes, Gn 17.5). Descendiente de Sem e hijo de Taré, se le atribuye la fundación de la nación judía, de los ismaelitas y de otras tribus árabes. La historia de su vida se relata en Gn 11.16-25.10, y hay una sinopsis de ella en Hch 7.2-8. Tres grupos religiosos lo reconocen como patriarca: judíos, cristianos y mahometanos. Nació en Ur, ciudad caldea, donde vivió con su padre y sus hermanos, Nacor y Harán, y donde se casó son Sarai. Al llamado de Dios, abandonó a su parentela (Jos 24.2) y se trasladó a Harán, en Mesopotamia, donde murió su padre (Gn 11.26-32). A la edad de 75 años se fue a Canaán con su esposa y Lot, pasando por Siquem y Bet-el (Gn 12.1-9). Obligado por el hambre, fue a Egipto donde hizo pasar a Sarai por hermana suya. Volvió enriquecido a Canaán y con espíritu generoso dio a Lot el fértil valle del bajo Jordán. Luego se estableció en Mamre (Gn 13.1-18). Entonces Dios renovó su promesa a Abram (Gn 13.15-18). Al volver de rescatar a Lot de manos del rey elamita (Gn 14.1-16), Melquisedec, sacerdote-rey, le salió al encuentro y le dio su bendición (Gn 14.17-24). A pesar de que Dios le había prometido un hijo (Gn 15.4), cuando tenía 86 años, Abram tomó a la esclava Agar y de ella nació Ismael (Gn 16). Trece años después Dios reconfirmó su pacto con él; estableció la circuncisión como señal y a Abram le puso por nombre "Abraham" (Gn 17). Abraham intercedió por Sodoma (Gn 19), viajó por el Neguev y se estableció en Cades y Gerar (Gn 20). Allí nació Isaac, cuando Abraham tenía 100 años de edad. Luego Agar e Ismael fueron echados de la casa. Por ese mismo tiempo Abraham hizo un pacto con Abimelec en que se aseguraban los derechos de este en Beerseba (Gn 21). Después de veinticinco años, Dios probó la fe de Abraham ordenándole que sacrificara a Isaac, su hijo y heredero de la promesa (Gn 22). Doce años después Sara murió y fue enterrada en Hebrón. Rebeca, nieta de Nacor, el hermano de Abraham, fue escogida como esposa de Isaac. Abraham tomó también otra esposa, Cetura, de quien tuvo seis hijos. Regaló "todo lo que tenía" a Isaac, dio dones a los hijos de sus concubinas y murió a los 175 años.

[2] Tradición yavista: una de las principales fuentes del Pentateuco junto con la tradición elohísta, la sacerdotal y la deuteronomista. Es la más antigua de dichas fuentes. Constituye una narración bastante homogénea que abarca la historia de la creación hasta la muerte de José y luego, en forma fragmentaria, los relatos de Egipto y del desierto. Tiene una idea altísima de Yahveh y, al mismo tiempo, lo presenta en familiar figura antropomórfica.

[3] Monte Horeb. (del hebreo «yermo, desierto»). Monte estrechamente relacionado con el Sinaí; abarca la cordillera de montañas que se extiende alrededor de 28° 30' N, entre el golfo de Suez y el de Ákaba, y que Sinaí es uno de sus picos. Horeb era llamado el «monte de Dios» (Éx 3:1). Fue allí donde Dios tuvo su encuentro con Moisés, y donde dio su pacto a Israel. Cerca de aquí también se erigió el becerro de oro (Éx 17:6; 33:6; Dt 1:2, 6, 19; 4:10, 15; 29:1; Sal 06:19).

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