lunes, 29 de noviembre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 2ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A. «El os bautizará en Espíritu Santo y fuego»

Domingo de la Semana 2ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A

«El os bautizará en Espíritu Santo y fuego»

 

Lectura del profeta Isaías 11, 1-10

 

«Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh. Y le inspirará en el temor de Yahveh. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá al hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado. Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos.

 

Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán, juntas acostarán sus crías, el león, como los bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahveh, como cubren las aguas el mar. Aquel día la raíz de Jesé que estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán, y su morada será gloriosa. »

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 15,4-9

 

«En efecto todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Y el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

 

Por tanto, acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios. Pues afirmo que Cristo se puso al servicio de los circuncisos a favor de la veracidad de Dios, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los patriarcas, y para que los gentiles glorificasen a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: - Por eso te bendeciré entre los gentiles y ensalzaré tu nombre. -»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 3, 1- 12

 

«Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: "Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos". Este es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.

 

Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: "Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: "Tenemos por padre a Abraham"; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

« ¡Ha llegado el Reino de los Cielos!». Esta afirmación del Evangelio de San Mateo nos ofrece un elemento unificador a las lecturas de este Domingo segundo de Adviento. El Reino era la más alta aspiración y esperanza del Antiguo Testamento: el Mesías (el Ungido) debía reinar como único soberano y todo quedaría sometido a sus pies. El hermoso pasaje de Isaías (Primera Lectura) ilustra con acierto las características de este nuevo reino mesiánico: «brotará un renuevo del tronco de Jesé...sobre él se posará el espíritu... habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito. Habrá justicia y fidelidad».

 

Ante la inminencia de la llegada del Reino de los cielos se hace necesaria la conversión. Juan Bautista predica en el desierto un bautismo de conversión. Se trata de un cambio profundo en la mente y en las obras, un cambio total y radical que toca las fibras más profundas de la persona. Precisamente porque Dios se ha dirigido a nosotros con amor benevolente en Cristo; el hombre debe dirigirse a Dios, debe convertirse a Él en el amor de donación a sus hermanos: acogeos mutuamente como Cristo os acogió para Gloria de Dios (Segunda Lectura).

 

«Voz que clama en el desierto...»

 

No podía faltar durante el tiempo de Adviento la figura de Juan el Bautista. Todos los Evangelios y los resúmenes de la vida de Jesús que aparecen en los Hechos de los Apóstoles comienzan con una referencia a Juan Bautista. Y es que así había sido anunciado por los profetas. El mismo Jesús cuando habla de Juan Bautista lo define así: «El es aquel de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino» (Mt 11,10). Esta es una antigua profecía del profeta Malaquías (ver Ml 3,1) que Jesús aplica y reconoce cumpli­da en la misión de Juan Bautista. No es, por lo tanto, casual que el Evangelio de hoy se abra con estas palabras: «Por aquellos días aparece Juan el Bautista».

 

Y después que termina la presentación de Juan, en el versículo 13, que es el que sigue inmediatamente, dice: «Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea...»". Primero aparece Juan y después aparece Jesús; y la identidad de Juan es así descrita: «Este es aquel de quien habla el profeta Isaías cuando dice: Voz del que clama en el desierto: prepa­rad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (ver Is 40,3). Si Juan es tan unáni­memente llamado «el precursor», si se le reconoce esta misión; es porque la realizó de manera eficiente y fiel. La prepara­ción adecuada para la venida del Señor es, por tanto, la conversión[1]: cambiar de vida. Se trata de examinar nuestra vida y quitar de ella todo lo que sea obstáculo al Señor. Y este es el sentido del Adviento.

 

Juan entendía la llegada de Jesús como la de un rey de la estirpe de David, que estaría lleno del Espíritu del Señor y su reino sería libre de injus­ticias. Por eso se puede hablar de «Reino de los cielos». En esta visión Juan se inspira en las profecías que leemos del profeta Isaías: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé (Jesé era el padre del rey David), y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíri­tu del Señor... Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá el hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado. Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos» (Is 11,1.4-5). Así se entiende la imagen que transmite del que viene: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo[2] con agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego[3]».

 

¿Quién era Juan el Bautista?

 

Juan el Bautista debió ser uno de esos personajes tan conocidos en su época que no necesitaban presentación ni genealogía. En el Evangelio de San Mateo se introduce sin previo aviso y en seguida nos detalla la indumentaria de Juan: «Tenía su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos»; y nos informa sobre su menú: «Su comida eran langostas y miel silvestre». Ni siquiera de Jesús mismo conocemos estos detalles; nadie podría decir cómo era la vestimenta de Jesús ni qué comía. Juan es presentado como el hombre que se va al desierto a conducir vida solitaria y ascética porque espera una palabra de Dios que le indique su mi­sión.

 

En efecto, Dios no habla en el bullicio ni en medio de los deleites del mundo. Allí no se escucha su voz. La vida de Juan Bautista repre­senta perfectamente la afirmación lapi­daria de ese otro contemplativo que fue San Juan de la Cruz: «Una sola Palabra pronunció Dios en el silencio y ésta en el silen­cio debe ser escuchada». En nuestro tiem­po, caracterizado por el bullicio y la agitación, esa única Palabra no se escucha; nuestra atención está ocupada en otras muchas «pala­bras».

 

En su calidad de profeta, Juan reci­bió la certeza de que estaba llegando la plenitud de los tiempos y el Mesías estaba cercano a manifestar­se. Duran­te su vida, con es­fuerzo y perseverancia, atrajo discí­pulos, los formó pacien­temente y creó un movi­miento de santidad para dispo­nerse a acoger al Mesías espe­rado. Su acción debió ser serena y pondera­da, aunque severa en la crítica del vicio, de la injusticia, del engaño y del egoís­mo. Para poder responder a su misión y realizarla bien, su vida tuvo que estar animada por la meditación profunda de la Palabra de Dios y por la peni­tencia. Un poco como los anti­guos padres del desierto cuya santidad, tenor de vida y sabiduría hacía que fueran recono­cidos como hom­bres de Dios y atraían pode­rosa­mente a los hombres. Es lo que el Evangelio dice de Juan: «Acudía a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán y eran bautizados por él en el río Jordán, confe­sando sus pecados».

 

Es cierto que Jesús no escatima alabanzas cuando al­guien, a causa de su fidelidad, despierta su admiración. Pero con Juan parece excederse; de él hace este magnífico comentario: «Entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan el Bautis­ta». Y si esto no bastara para deshacer la imagen absurda de Juan Bautista que difunden ciertas representaciones, podemos recordar que él mereció, en su aspecto exterior y en su proceder, ser confundido con Jesús mismo. En efecto, después que Jesús se hizo notar por sus mila­gros, por su predicación y por su doctri­na, cuando pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?», la primera respuesta que recibe es esta: «Unos dicen que eres Juan el Bautista» (Mc 8,27-28). Juan mismo establece una clara diferencia entre él y aquel que viene. La diferencia es que Jesús posee el Espíritu Santo en plenitud, y Él lo comunica a los hombres en el bautismo para hacerlos «hijos de Dios». El hecho de que alguien viva en la certe­za de ser hijo de Dios es un don del Espíritu Santo pre­sente en él, tal como lo afirma San Pablo: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama '¡Abba, Pa­dre!'» (Ga 4,6). Y el que sabe que tiene este Padre y se comporta como hijo suyo ya no tiene nada que temer, ningún mal lo puede afligir, ha reci­bido la salvación anhelada.

 

La verdadera conversión exige la caridad

 

Pablo en su carta a los Romanos acentúa el amor entre los fieles que siguen a Jesús para que puedan alabar unánimes y a una sola voz al Padre común. En la comunidad de Roma había dos clases de cristianos; unos provenientes del judaísmo y otros del paganismo. Eso creaba una enorme riqueza religiosa-cultural, pero al mismo tiempo recelos y desunión. Pablo apela a una motivación de fondo para el amor y la reconciliación: el ejemplo de Cristo que acoge a todos por igual y no se encasilla en ningún molde ni prejuicios. Este es el modo de apresurar la venida del Reino de Dios: la entrega sincera de sí mismo a los demás. Así prepararemos el camino del Señor haciendo posible la utopía mesiánica que entrevió Isaías: «Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahveh, como cubren las aguas el mar».

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«En la liturgia del Domingo de hoy, que es el segundo del período de Adviento, se repite muy frecuentemente la misma palabra invitando, por así decirlo, a concentrar sobre ella nuestra atención. Es la palabra: «preparad»...Cuando la Iglesia en esta liturgia del Adviento nos repite hoy la llamada de Juan Bautista pronunciada en el Jordán, quiere que todo este «prepararse» de día en día, de etapa en etapa, que constituye la trama de toda la vida, lo llenemos con el recuerdo de Dios. Porque, en fin de cuentas, nos preparamos para el encuentro con Él.

 

Y toda nuestra vida sobre la tierra tiene su definitivo sentido y valor cuando nos preparamos siempre para ese encuentro constante y coherentemente: «Cierto de que el que comenzó en vosotros la buena obra – escribe San Pablo a los filipenses – la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp. 1, 6)».

 

Juan Pablo II. Homilía del segundo Domingo de Adviento, 9 de diciembre de 1979.

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Nos dice el Papa Juan Pablo II: «La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano». ¿Mis obras testimonian mi conversión?  

 

2. Vale la pena preguntarnos si es que estamos preparándonos adecuadamente en este Adviento. San Pablo nos ha dicho: «acogeos mutuamente como os acogió Cristo». ¿Cómo estoy viviendo la caridad en este tiempo? ¿De qué manera concreta vivo la solidaridad con mis hermanos?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 522-524. 717-720.



[1] La terminología bíblica de la conversión es variada. En el hebreo-arameo del Evangelio de Mateo se expresaba con la palabra shub: retornar, volver los pasos, desandar el camino. En el griego del Nuevo Testamento el término metanóiein (verbo) y metanoia (sustantivo) que significan cambio interior, cambio de mentalidad, de visión y criterios. El latín de la Vulgata los tradujo por poenitére y poenitentia, respectivamente. El significado global de todos los conceptos empleados será: cambio interior y exterior; de mentalidad, de conducta y de actos.  

[2] El bautismo de agua ya existía antes de Juan, pero no como expresión de la conversión radical que preconiza el Bautista, sino como signo de incorporación de los prosélitos al judaísmo, junto con el rito de la circuncisión. El bautismo de agua fue practicado también por los esenios en su comunidad de Qumrán como signo de consagración a Dios. En todos los casos era el bautismo de inmersión.

[3] El fuego, medio de purificación menos material y más eficaz que el agua, simboliza ya en el Antiguo Testamento (ver Is 1,25; Za 13,9; Ml 3,2-3) la intervención divina de Dios y de su Espíritu para purificar las conciencias.

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lunes, 22 de noviembre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 1ª del Tiempo de Adviento. Ciclo A. "Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor"

Domingo de la Semana 1ª del Tiempo de Adviento.  Ciclo A

« Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor»

 

Lectura del profeta Isaías 2, 1- 5

 

«Lo que vio Isaías, hijo de Amós, tocante a Judá y Jerusalén. Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos". Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh.  Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra.  Casa de Jacob, andando, y vayamos, caminemos a la luz de Yahveh.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos 13,11-14a

 

«Y esto, teniendo en cuenta el momento en que vivimos. Porque es ya hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. 14Revestíos más bien del Señor Jesucristo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 24,37- 44

 

«"Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre. Entonces, estarán dos en el campo: uno es tomado, el otro dejado; dos mujeres moliendo en el molino: una es tomada, la otra dejada. "Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Hay que salir al encuentro del Señor que se acerca y hay que hacerlo estando preparados para ese momento. Este es el punto central que unifica las lecturas de este primer Domingo de Adviento. El Señor volverá, esto es una certeza que proviene de las mismas palabras de Jesús que leemos en el Evangelio. Sin embargo, no conocemos ni la hora ni el día de su llegada, por eso la actitud propia del cristiano es la de una amorosa vigilancia (Evangelio).

 

Más aún, ante el Señor que se avecina hay que salir a su encuentro llenos de entusiasmo, hay que despertarse del sueño, sacudirse de la modorra y ver que el día está por despuntar. Así como al amanecer todo se despierta y se llena de nueva esperanza, así la vida del cristiano es un continuo renacer a una nueva vida en la luz (Segunda Lectura). La visión del profeta Isaías (Primera Lectura) resume espléndidamente la actitud propia para este Adviento: estamos invitados a salir al encuentro del Señor que nos instruye en sus caminos. Salir iluminados por la luz que irradia el amor de Dios por cada uno de nosotros los hombres.

 

Un nuevo Año Litúrgico

 

La Iglesia celebra hoy el primer Domingo de Adviento, con el cual comienza un nuevo Año Litúrgico. Esto no debe ser para un cristiano un mero dato cultural o una información ajena a su vida concreta. Un cristiano podría, tal vez, ignorar que estamos en el mes de noviembre o que estamos en primavera, pero no puede ignorar que estamos en el tiempo litúrgico del Adviento. El tiempo litúrgico consiste en hacer presente «ahora» el misterio de Cristo en sus distintos aspectos. Es, por tanto, el tiempo concreto, el tiempo real, es el tiempo que acoge en sí la eternidad, pues «Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8). En la revelación bíblica se considera que el correr del tiempo tiene un origen sagrado; de lo contrario sería puramente efímero. Ignorar esta dimensión del tiempo es un signo más del secularismo que nos envuelve. En efecto, en su relación con el tiempo, el secularismo[1] es la mentalidad que prescinde de la eternidad.

 

Para comprender cuál es el aspecto del misterio de Cristo que celebra el Adviento, conviene saber el origen de esta palabra. La palabra «Adviento» es una adaptación a nuestro idioma de la palabra latina «adventus» que significa «venida». En este tiempo se celebra entonces la «venida de Cristo». Pero la «venida» de Cristo es doble. Entre una y otra se desarrolla la historia presente. Una antigua catequesis de San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) explica: «Os anunciamos la venida de Cristo; pero no una sola, sino también una segunda, que será mucho más gloriosa que la primera. Aquella se realizó en el sufrimiento; ésta traerá la corona del Reino de Dios. Doble es la venida de Cristo: una fue oculta, como el rocío en el vellón de lana; la otra, futura, será manifiesta. En la primera venida fue envuelto en pañales y recostado en un pesebre; en la segunda aparecerá revestido de luz. En la primera sufrió la cruz y no rehuyó la ignominia; en la segunda vendrá escoltado por un ejército de ángeles y lleno de gloria. Por tanto, no detenemos nuestra atención solamente en la primera venida, sino que esperamos ansiosos la segunda».

 

Caminando hacia la Casa de Dios...

 

La visión del Profeta Isaías[2] nos presenta en la plenitud de los tiempos mesiánicos («al final de los días») a Jerusalén como el centro religioso al cual atraerá el Señor a todas las naciones. Todos los pueblos, todos los hombres serán invitados a subir al monte del Señor, a la casa de Dios. Es difícil imaginar una esperanza mesiánica en medio de épocas tan adversas como la del profeta Isaías, sin embargo la Palabra de Dios es eficaz y nunca defrauda.

 

Dios, fiel a sus promesas, será quien nos instruirá por sus caminos y a una época de guerra y desazón, sucederá una época de paz y concordia. Al final de los tiempos el Señor reinará como soberano, Rey de Universo. Al final de los tiempos vencerá el bien sobre el mal; el amor sobre el odio; la luz sobre las tinieblas. Dios mismo será el árbitro y juez de las naciones. Maravillosa visión del futuro que nos debe de llenar de esperanza rumbo a la Casa del Padre.

 

¿De qué manera debemos de ir al encuentro del Señor?


Sin duda no se puede caminar de cualquier modo cuando hacia Dios se va. No se puede seguir un camino distraído cuando al final del sendero se nos juzgará sobre el amor. El Salmo responsorial (Sal 121) expresa adecuadamente los sentimientos del pueblo que va al encuentro del Señor: «¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor!».  Nuestro caminar, pues, será un caminar en la luz, un caminar en el que nos revestimos de las armas de la luz. La antítesis luz-tinieblas es una metáfora común en el Antiguo Testamento: las tinieblas son el símbolo de la incontinencia, de la debilidad de alma, de la falta de esperanza; el día, por el contrario, simboliza la toma de conciencia, la posibilidad de avanzar y el inicio de una nueva situación que vendrá a culminar en el éxito. Caminar en la luz es caminar en la nueva vida que nos ofrece el Señor por la redención de nuestros pecados.

 

«El día se avecina» nos dice San Pablo en su carta a los romanos escrita en el año 57 después de haber realizado sus tres grandes viajes misioneros y preparando su primera visita a la ciudad de Roma.  La misma certeza que tiene el vigía nocturno de que el día llegará, la tiene el cristiano de que el Señor volverá y no tardará. Cada momento que pasa nos acerca más al encuentro con «el sol de justicia», con la luz indefectible, con «el día que no conoce ocaso».

 

Es decir, cada vez estamos más cerca de la salvación. La vigilia que nos corresponde es una vigilia llena de esperanza, no de temores y angustias, no de desesperación y desconcierto; sino la vigilia de la laboriosidad como Noé en su tiempo; la vigilia de la fortaleza de ánimo en medio de las dificultades del mundo. El verdadero peligro no se encuentra en las dificultades y tentaciones de este mundo, sino en el vivir como si el Señor no hubiese de venir, como si la eternidad fuese un sueño, una quimera, una ilusión. Es decir, olvidarnos de Dios...

 

 ¡Estad preparados!

 

El Evangelio de hoy repite como un estribillo: «Así será la venida del Hijo del hombre» y las imágenes que usa nos invitan a estar alertas y preparados. Jesús ilustra este aspecto de su venida con dos imágenes: será como el diluvio en tiempos de Noé, que vino sin que nadie se diera cuenta y los arrastró a todos; será como el ladrón nocturno que viene cuando nadie sabe. Estas comparaciones podrían sugerir un acontecimiento terrible, como fue el diluvio, o un hecho poco grato, como sería la visita de un ladrón. El objetivo de estas imágenes es doble. En primer lugar se trata de ilustrar lo «imprevisto» de la venida de Cristo y mover a la vigilancia. No hay que tener la actitud de los que despreocupados, comen, beben y toman mujer o marido, pues a éstos los cogerá cuando menos lo esperan. Por eso concluye Jesús: «Estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre».

 

Pero también es cierto que la venida de Cristo operará una división: habrá una gran diferencia entre los que se encuentren vigilantes y los que sean sorprendidos despreocupados. Para los primeros la venida de Cristo colmará sus anhelos de unión con Dios, para éstos será la salvación definitiva, será un acontecimiento gozoso: éstos son los que están continuamente diciendo: «Ven, Señor Jesús».

 

En cambio, para los que comen, beben, se divierten y gozan de este mundo la venida de Cristo será terrible como fue el diluvio para los del tiempo de Noé o como es la visita nocturna de ladrón. Esta diferencia es la que expresa Jesús cuando advierte: «Dos estarán en el campo: uno será tomado, el otro dejado; dos mujeres estarán moliendo en el molino: una será tomada, la otra dejada».

 

Esta primera parte del Adviento nos invita a vivir siempre en la certeza de que para cada uno de nosotros la venida de Cristo ocurrirá en el espacio de su vida y a esperarlo vigilantes, pero al mismo tiempo alegres, según la exhortación de San Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres... ¡El Señor está cerca!» (Flp 4,4-5).

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Por este motivo, el estribillo «Vaya­mos jubilosos al encuentro del Señor» resulta tan adecuado. Nosotros pode­mos encontrar a Dios, porque él ha ve­nido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11‑32), porque es ri­co en misericordia, dives in misericor­dia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. El sale el primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoro­so y misericordioso.

 

Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Pa­dre. Debemos ir en compañía de cuan­tos forman parte de «la familia de Dios». Para preparamos convenientemente al jubileo debemos disponernos a acoger a todas las personas. Todos son nuestros hermanos y hermanas, porque son hijos del mismo Padre celestial».

 

Juan Pablo II. Homilía del primer Domingo de Adviento, 29 de noviembre de 1998.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Decía Carlos Manrique cuando compuso unas "Coplas" a la muerte de su padre: «Esta vida es el camino, para el otro que es morada sin pesar. Mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar». Hagamos un buen examen de conciencia sobre “nuestro andar” al inicio de nuestro Adviento.

 

2. ¿Cómo puedo estar realmente bien preparado? Jesús mismo nos responde: «Están preparados los que cumplen la voluntad de mi Pa­dre». Así lo declaró solemnemente en la conclusión del sermón de la montaña: «No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21). ¿Busco cumplir el Plan de Dios en mi vida y en los miembros de mi familia?        

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1817- 1821. 2849.

 

 

 

 

 



[1] Secular: del latín saeculum: siglo, que de un tiempo (cien años) pasa a significar el espíritu de una época. Consiste en la emancipación de la tutela religiosa frente a las realidades terrenas. La legítima autonomía de lo temporal se llama secularización, en cambio la ruptura con lo religioso se llama secularismo.   

[2] Isaías vivió en Jerusalén en el siglo VIII a.C. Su libro, considerado uno de los más grandes del Antiguo Testamento, describe con gran vigor el poder de Dios y su mensaje de esperanza para el pueblo. Los primeros capítulos (del 1 al 39) pertenecen al período en el que el reino de Judá (al sur) se hallaba bajo la amenaza de Asiria. Isaías advierte a sus habitantes que el verdadero peligro para la nación era su propio pecado y su desobediencia a Dios. Isaías hace un llamamiento apremiante para que regresen a Dios y obren rectamente. Si no responden vendrá la destrucción.

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lunes, 15 de noviembre de 2010

{Meditación Dominical} Solemnidad Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo C. «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso»

Solemnidad Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo C

«Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso»

 

Lectura del segundo libro de Samuel 5,1-3

 

«Vinieron todas las tribus de Israel donde David a Hebrón y le dijeron: "Mira: hueso tuyo y carne tuya somos nosotros. Ya de antes, cuando Saúl era nuestro rey, eras tú el que dirigías las entradas y salidas de Israel. Yahveh te ha dicho: Tú apacentarás a mi pueblo Israel, tú serás el caudillo de Israel". Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahveh, y ungieron a David como rey de Israel.»

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Colosenses 1,12-20

 

«Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz.  El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados. El es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él,  él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia.

 

El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 23,35-43

 

«Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: "A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido". También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: "Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!" Había encima de él una inscripción: "Este es el Rey de los judíos".

 

Uno de los malhechores colgados le insultaba: "¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!" Pero el otro le respondió diciendo: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho". Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino". Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

«Rey de Israel, rey de los judíos, reino del Hijo» son las expresiones con que la liturgia nos recuerda solemnemente la gozosa realidad de Jesucristo, Rey del universo. El título de la cruz sobre la que Jesús murió para redimir a los hombres era el siguiente: «Jesús nazareno, rey de los judíos» (Evangelio). Históricamente, este título se remontaba hasta David, rey de Israel, (Primera Lectura), de quien Jesús descendía según la carne. Recordando Pablo a los colosenses la obra redentora de Cristo les escribe: «El Padre nos trasladó al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Segunda Lectura).

 

J David, el rey de Israel

 

Los israelitas habían comenzado la conquista de la tierra prometida al final del siglo XIII a. C., bajo el caudillaje de Josué. La conquista fue progresiva y se prolongó por mucho tiempo. Por fin se pudo considerar acabada, al menos en términos generales, y se procedió a la distribución de la tierra por tribus. Por largos decenios y lustros, cada una de las tribus mantuvo su independencia y propia autonomía. Si alguna tribu se unía con otra, era fundamentalmente en plan de defensa o ataque de sus enemigos. Durante este período, se fue estableciendo casi espontáneamente una diferenciación entre las tribus del Norte y las del Sur.

 

Cuando Samuel ungió rey a David, lo hizo sólo sobre las tribus del Sur (Judá, Benjamín y Efraín) reinando siete años en Hebrón[1]. La personalidad extraordinaria de David, su genio militar que logró conquistar la fortaleza de Jerusalén tenida por inexpugnable, y su capacidad innegable de caudillaje, indujo a los jefes de las tribus del Norte a proclamarle también su rey. «El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel». Fue un paso decisivo en la historia de Israel: por primera vez se consiguió la unificación de las doce tribus, se instauró un solo rey y por tanto un solo mando político-militar, y se eligió la ciudad de Jerusalén como capital del nuevo reino de Israel y Judá. El pacto entre rey y pueblo tenía consecuencias legales ya que implicaba un juramento de lealtad mutua así como una serie de cláusulas. Los ancianos son los responsables de todo el pueblo y hacen de intermediarios en la unción.

 

I Una palabra sobre esta Solemnidad...

 

La «Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo» es la fiesta en honor a nuestro Señor más reciente y debe su origen al Papa Pío XI. En su carta encíclica  «Quas primas» del 11 de diciembre de 1925, desarrolla la idea de que uno de los medios más eficaces contra las fuerzas destructoras de la época sería el reconocimiento de la realeza de Cristo. El motivo para introducir la fiesta fue el 16º centenario del primer Concilio de Nicea en donde la doctrina sobre la igualdad sustancial entre el Hijo y el Padre reposa sobre el fundamento de la realeza de Cristo. El Papa fijó la fiesta para el último Domingo de octubre sobre todo teniendo en cuenta la fiesta subsiguiente, la de «Todos los Santos»: «a fin de que se proclamase abiertamente la gloria de Aquel que triunfa en todos los santos elegidos».

 

Luego fue transferida para el último Domingo del año litúrgico de manera tal que fue colocada en el contexto escatológico característico de este tiempo. Ahora podemos ver más claramente que el Señor glorificado es el punto de convergencia no sólo del año litúrgico, sino de toda nuestra peregrinación terrena: «Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud» (Col 1, 18- 19)  

 

J «Si tu eres el Rey de los judíos ¡sálvate!»

 

Como ya hemos mencionado, este Domingo celebramos a Jesucristo como Rey del universo. Pero el Evangelio parece ser el menos adecuado para celebrar la realeza de Jesús ya que nos presenta a Jesús crucificado en medio de dos malhechores y siendo objeto de burla. ¡Nada más opuesto a nuestra imagen de lo que debería ser un rey! El pueblo estaba mirando este dantesco espectáculo mientras los magistrados lo despreciaban diciendo: «Que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido», y los soldados se burlaban de Él diciendo: «Si tu eres el Rey de los judíos ¡sálvate!». 

 

Aunque lo hacen por burla, es interesante notar los títulos que le asignan: Cristo de Dios, Elegido, Rey de los Judíos. Todos esos títulos evocan a David, el gran rey de Israel. Justamente para entender el significado de éstos títulos hay que saber que Dios había elegido a David, que había mandado a Samuel a «ungirlo» rey y le había prometido: «Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza... Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente".» (2Sam 7,12.16). David fue el último rey que tuvo todas las tribus de Israel unidas bajo su mando. A medida que el tiempo pasaba, se recordaba el reinado de David como un tiempo paradigmático de prosperidad, de independencia de la nación, de fidelidad a las leyes de Dios. Se esperaba para el futuro un tiempo semejante, que sería el tiempo del «hijo de David», del «ungido de Dios» que daría cumplimiento a todas las profecías.   

 

J «Hoy estarás conmigo en el paraíso...» 

 

Pero lo que ocurre a continuación nos revela a Cristo en toda su grandeza y en plena posesión de su realeza. Él es Rey al modo de Dios y no al de los hombres. Entre los hombres el Rey está del lado de los grandes y poderosos del mundo; según la expectativa de Israel, en cambio, que es la de Dios, el Rey tiene la misión de hacer justicia al pobre y al desvalido, y su oficio propio es la misericor­dia. Este oficio es imposible que puedan cumplirlo los reyes que ha conocido la historia humana, salvo escasas excepciones, porque ellos no tienen expe­riencia del sufri­miento humano, ni han sido víctimas de la injusticia de los poderosos. Cristo, en cambio, es el «varón de dolo­res conocedor de dolencias» (Is 53,3); «habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Hb 2,18).

 

Ante la cruz de Jesús se produce una divergencia entre los malhechores. Uno lo insultaba y se burlaba de Él; el otro hace esta magnífica declaración: «Nosotros somos condena­dos con razón porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y agregaba: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Y recibe esta respuesta: «Yo te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». Tal vez nunca ha resultado más claro el misterio de la absoluta gratuidad de la salvación. ¿Por qué un ladrón rechazó a Cristo y el otro lo confesó y fue salvado? ¿Qué mérito previo tenía uno u otro? Si algo merecían ambos por sus hechos era la condenación y la muerte. Ésta es la historia de todos los hombres.

 

En efecto, una verdad esencial de la fe cristiana es que todos los hombres somos pecadores y necesitamos de la miseri­cordia de Dios. Ante Dios todos somos igual que los ladro­nes. Nadie puede argüir mérito alguno para mere­cer la salva­ción. La salva­ción es puro don gratuito conquistado al precio de la sangre de Cristo. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Pero, el misterio de la liber­tad humana hace que se repita siempre la histo­ria de los dos ladrones y en la misma proporción, tal como lo anunció Jesús: «Estarán dos en un mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado» (Lc 17,34).

 

K ¿Qué vio el buen ladrón en Jesús para reconocerlo como rey?

 

¿Qué vio el buen ladrón en este hombre crucificado ya próximo a la muerte para reconocerlo como Rey y rogarle que se acuerde de él? El poder humano nunca ha convertido a nadie. En cambio, el testimo­nio de amor y de serenidad de los mártires es algo supe­rior a todo lo humano, es una demos­tración clara del poder de Dios. Y esto sí que convierte. Ningún ser humano conde­nado injus­tamente a una muerte tan cruel e ignominio­sa puede decir: «Padre, perdó­nalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), a menos que actúe el poder de Dios en él. De lo contrario, es absoluta­mente imposible. Y esto es lo que vio el buen ladrón, y de golpe supo quién era Jesús y comprendió que su palabra era la verdad. Por eso, mien­tras los otros se burlan de su reale­za, él lo reconoce realmente como Rey. También fue fecunda la sangre de Cristo en el centurión, quien al ver lo sucedido, «glo­rificaba a Dios diciendo: 'Ciertamente este hombre era justo'». Y es fecunda en todos los que han de ser reconciliados. 

 

Esa misma fecundidad es comunicada a la sangre de los mártires. Por eso un antiguo axioma afirma: «Sangre de mártires, semilla de cristianos». Un ejemplo notable se registra en el martirio del sacerdote jesuita, Edmund Campion, quien fue condenado a la horca y el descuartiza­miento en la persecución de la reina Isabel de Inglaterra en 1581. Asis­tía a este espectáculo un joven de nombre Henry Walpo­le, hombre de buena familia, poeta satírico de cierto genio, superficial, interesado en mante­ner buenas relacio­nes con el régi­men. En el momento en que fueron arrancadas las entrañas del sacerdote mártir, una gota de sangre salpicó su manto. Él mismo confiesa que en ese instante fue arre­bata­do a una vida nueva. Cruzó el canal para entrar al Semina­rio y hacerse sacerdote; volvió a la misión en Inglaterra y después de trece años sufrió el mismo marti­rio que Edmund Campion en la cárcel de York.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«"Había encima de Él una inscripción: Este es el rey de los judíos" (Lc 23, 38).Esta inscripción, que Pilato había hecho poner sobre la cruz (cf. Jn 19, 19), contiene el motivo de la condena y, al mismo tiempo, la verdad sobre la persona de Cristo. Jesús es rey - Él mismo lo afirmó-, pero su reino no es de este mundo (cf. Jn 18, 36-37). Ante Él, la humanidad se divide: unos lo desprecian por su aparente fracaso, y otros lo reconocen como el Cristo, "imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col 1, 15), según la expresión del apóstol san Pablo en la carta a los Colosenses, que hemos escuchado.

 

Ante la cruz de Cristo se abre, en cierto sentido, el gran escenario del mundo y se realiza el drama de la historia personal y colectiva. Bajo la mirada de Dios, que en el Hijo unigénito inmolado por nosotros se ha convertido en medida de toda persona, de toda institución y de toda civilización, cada uno está llamado a decidirse».

 

Juan Pablo II. Homilía en la Solemnidad de Cristo Rey. 25 de noviembre del 2001

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. «Es necesario que Él reine» (1Cor 15, 25), escribió San Pablo refiriéndose a Cristo. ¿Qué tanta importancia le doy a mi relación con Jesús? ¿Qué espacio ocupa en mi vida, en mi familia? 

 

2. «No ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28). ¿Yo entiendo que debo de ejercer la autoridad como un puesto de servicio? 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 446- 483.



[1] Hebrón: ciudad situada a gran altitud (935 metros sobre el nivel del mar) en las colinas de Judea. Abrahán y su familia acamparon frecuentemente cerca de Hebrón y fue allí dónde enterró a su esposa Sara en la cueva de Macpela. Actualmente está bajo el dominio de musulmanes que, como es sabido, se sienten hijos de Abrahán.

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{Meditación Dominical} Domingo 33 del Tiempo Ordinario. Algunos no han recibido esta Meditación Bíblica.

Domingo de la Semana 33ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»

 

Lectura del profeta Malaquías 3, 19-20 (4,1-2)

 

«Pues he aquí que viene el Día, abrasador como un horno; todos los arrogantes y los que cometen impiedad serán como paja; y los consumirá el Día que viene, dice Yahveh Sebaot, hasta no dejarles raíz ni rama. Pero para vosotros, los que teméis mi Nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos, y saldréis brincando como becerros bien cebados fuera del establo.»

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses 3, 7-12

 

«Ya sabéis vosotros cómo debéis imitarnos, pues estando entre vosotros no vivimos desordenadamente, ni comimos de balde el pan de nadie, sino que día y noche con fatiga y cansancio trabajamos para no ser una carga a ninguno de vosotros. No porque no tengamos derecho, sino por daros en nosotros un modelo que imitar. Además, cuando estábamos entre vosotros os mandábamos esto: Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A ésos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 21, 5-19

 

«Como dijeran algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: "Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida". Le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?"

 

El dijo: "Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato". Entonces les dijo: "Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo. "Pero, antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El presente y el futuro son dos categorías que de alguna manera marcan las lecturas en este penúltimo Domingo del ciclo litúrgico. Los «arrogantes y malvados» del presente serán arrancados de raíz el Día de Yahveh, mientras que los que «teméis mi Nombre» serán iluminados por el sol de justicia (Primera Lectura). Las tribulaciones y las desgracias del presente no deben perturbar la paz de los cristianos, porque, mediante su perseverancia en la fe, recibirán la salvación futura (Evangelio). San Pablo invita a los tesalonicenses a imitarle en su dedicación al trabajo, aquí en la tierra, para recibir luego en el mundo futuro la corona que no se marchita (Segunda Lectura).

 

He aquí que viene el Día...

 

Malaquías es el último de los profetas, de quien sólo conocemos el nombre «ángel, mensajero de Dios, mi mensajero». ¿Cuándo profetizó Malaquías? Por las alusiones a los matrimonios y a los diezmos, podemos ubicarlo en el tiempo de Esdras y de Nehemías, los grandes restauradores políticos y religiosos del Nuevo Israel después del exilio (hacía mediados del siglo V a.C.). Malaquías que es tan puntual en exigir la observancia de varios preceptos, abre su profecía a una visión más universalista de la salvación.

 

El capítulo tercero comienza y concluye con el anuncio de un mensajero que vendría, por delante del Señor. El texto hebreo incorpora los últimos seis versículos a este tercer capítulo con los números 19-24, sin embargo en algunas versiones se colocan estos versículos en un capítulo nuevo (4,1-6). Cuando llegue el Día del Señor, entonces se verá la diferencia entre justos e impíos, diferencia que la situación terrena encubre. Para los arrogantes y los que cometen impiedad será como un fuego devorador. Para los justos, en cambio, nacerá el «sol de justicia» que la exégesis católica siempre ha identificado con el  mismo Jesucristo. Es interesante notar como el último de los profetas concluya su profecía anunciando al primero de ellos: Elías, que vendrá a preparar la venida del Mesías. «He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible» (Mal 3,23). Ese Elías que retorna será, en palabras del mismo Jesús, Juan Bautista. «Elías vino ya, pero no lo reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron» (Mt 17,12. Ver Lc 1,17).    

 

El segundo Templo  de Jerusalén

 

Uno de los misterios de la historia de Israel rodea a la des­trucción del templo de Jerusalén. Es el templo que Jesús conoció y admiró, como todo judío de su tiempo. San Lucas comprendió que el templo era tan fundamental en la vida de un judío, que todo su Evangelio comienza en el templo y termina en el templo. En el tiempo de Jesús el templo de Jerusalén presentaba un aspecto imponente después de cuarenta y seis años de construcción (ver Jn 2,20). Las obras comenzaron durante el reinado de Herodes el Grande el año 19 a.C. Debió estar bastante concluido y ya en funciones, cuando Jesús, recién nacido (aprox. año 6 a.C.), fue presentado al templo por sus padres. Pero no cesó de ser acrecentado y embellecido, de modo que cuando Jesús llega a Jerusalén para enfrentar su pasión y muerte, se decía con orgullo: «El que no conoce el templo de Jerusalén no sabe lo que es bello». Esto explica que algunos hicieran notar a Jesús la belleza del templo, esperando de Él un comentario de encomio; pero el comentario que Jesús hace debió dejarlos desconcertados: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida». Esta es una sentencia profética que recuerda la destrucción del primer templo, el templo de Salomón, y por eso, causará tanta indignación de las autoridades judías.

 

Todos sabían en Israel que el primer templo había sido destruido cuando Dios lo abandonó a causa de la infidelidad de su pueblo. En ese tiempo correspondió al profeta Jeremías, parado en el patio del templo, hacer el anuncio profético: «Así dice el Señor: Si no me oís para caminar según mi ley que os propuse... entonces haré con esta Casa como hice con Silo y esta ciudad entregaré a la maldición de todas las gentes de la tierra» (Jer 26,4.6). Este oráculo trajo a Jeremías graves problemas: «Oyeron los sacerdotes y profetas y todo el pueblo a Jeremías decir estas palabras en la Casa del Señor... y lo prendieron diciendo: ‘¡Vas a morir! ¿Por qué has profetizado en nombre del Señor, diciendo: Como Silo quedará esta Casa...?»”. La destrucción del lugar santo de Silo[1] era proverbial. La profecía de Jeremías se verificó y el templo de Salomón fue destruido en el año 587 a.C. por las tropas de Babilonia que arrasaron con Jerusalén y llevaron el pueblo al exilio[2]. Ahora Jesús anunciaba la misma suerte para este segundo templo[3]. Poco antes, llorando sobre Jerusalén, había indicado el motivo: «Vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán...y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita» (Lc 19,43.44). Los oyentes debieron haber quedado estupefactos ante estas palabras y, seguramente, también llenos de escep­ticismo. ¡Impo­sible que sea des­truido el templo de Jerusalén! ¡Eso sería el fin del mundo! Por eso, pregun­tan: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocu­rrir?».  Jesús indica una serie de eventos que ocurrirán; pero ellos pensaban que se refería más bien al fin de la historia que a la destrucción del templo. Por eso Jesús termina  con estas pala­bras: «Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,27).

 

La destrucción del Templo de Jerusalén

 

La destrucción del templo de Jerusalén ocurrió en el año 70 d.C. cuando Tito, el jefe de las tropas romanas, quiso reducir al último bastión de la resistencia judía. Cuando Jesús predijo su destrucción faltaban aún 30 años para llevarlo a término. Cuando se terminó de construir comple­tamente, en el año 64 d.C., quedaron sin trabajo 18.000 obreros. ¡Seis años después sería reducido a cenizas!

 

Todos los intentos sucesivos de la historia por recons­truirlo han fracasado; hoy día ya es imposible, porque en la explanada del tem­plo, cons­truyeron los musul­manes en el siglo VIII la mezquita de Omar y poco después la mezquita de Al Aqsa, haciendo de esa explanada el segundo lugar sagrado del Islam, después de La Meca. Si ya la tensión entre judíos y musulmanes es gran­de, ¿qué no sería si los judíos intenta­ran reconstruir allí el templo? Pero tampoco pueden, aunque quisieran. Ningún judío puede poner pie allí. Es que no se sabe cuál era la ubica­ción exacta del Sancta Sanctorum, es decir, del lugar más sagrado donde nadie, fuera del Sumo Sacerdote, podía en­trar una vez al año. Subir a la explanada sería exponerse a pisar ese lugar. Por eso hoy día se cumple otra de las profecías pronun­ciadas por Jesús: «Jerusalén será pisotea­da por los genti­les, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles» (Lc 21,24). Esta profecía ciertamente se refiere a la destrucción del templo. Ese lugar no lo pisa hoy ningún judío.

 

«Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?» 

 

En la pregunta a Jesús acerca de las señales se pasa imperceptiblemente de la destrucción del Templo a los acontecimientos finales. Por eso se pide una señal «de todas estas cosas». Y Jesús indica algunas señales que serán previas al fin. En primer lugar dice: «Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo 'Yo soy' y 'el tiempo está cerca'. No les creáis». La señal es la usurpación, pero los fieles no se dejarán engañar, porque la venida final del Hijo del hombre no se compara con nada de esta historia: «Os dirán: 'Vedlo aquí, vedlo allá'. No vayáis ni corráis detrás. Porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extre­mo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día» (Lc 17,23-24). Su venida será inconfundible.

 

La segunda señal es ésta: «Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas y grandes señales del cielo». Pero antes que esto debe verificarse la tercera señal: «Os echarán mano y os perse­guirán... seréis odiados por todos a causa de mi nombre». La persecución sufrida por Cristo será fuente de alegría: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien... por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6,22-23). Jesús promete el premio de la vida eterna al que persevere en medio de la prueba: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». En realidad, son signos imprecisos que han estado en acción desde que Jesús dejó la escena de este mundo. Por eso el fin puede acontecer ya en cualquier momento. Lo que es firme es que ese Día será dulce y vendrá como algo largamente anhelado por los que aman a Cristo y repiten continuamente: «Ven, Señor Jesús». Y será terrible para los que viven ajenos a Dios y despreocupados gozan de este mundo.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«En el duro período del destierro en Babilonia, el Señor devolvió la esperan­za a su pueblo, proclamando una nueva y definitiva alianza que será sellada por una efusión sobreabundante del Espíritu (cf. Ez 36, 24‑28): «Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os sa­que de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis» (Ez 37, 12‑14). Con estas palabras, Dios anuncia la renovación mesiánica de Israel, después de los sufrimientos del destierro.

 

Los símbolos empleados evocan muy bien el camino que la fe de Israel recorre lenta­mente, hasta intuir la verdad de la resu­rrección de la carne, que realizará el Espíritu al final de los tiempos. Esta verdad se consolida en un tiempo ya próximo a la venida de Jesu­cristo (cf. Dn 12, 2; 2 M 7, 9‑14. 23. 36; 12, 43-45), el cual la confirma vigoro­samente, reprochando a los que la ne­gaban: “¿No estáis en un error preci­samente por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?” (Mc 12, 24). En efecto, según Jesús, la fe en la resurrec­ción se funda en la fe en Dios, que “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).

 

Además, Jesús vincula la fe en la resurrección a su misma persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25), pues en Él, gracias al misterio de su muerte y resurrección, se cumple la promesa divina del don de la vida eterna, que implica una victoria total sobre la muerte: “Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [del Hijo] y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida...” (Jn 5, 28-29). “Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día” (Jn 6, 40).

 

Esta promesa de Cristo se realizará, por tanto, misteriosamente al final de los tiempos, cuando Él vuelva glorioso “a juzgar a vivos y muertos” (2 Tm 4, 1; cf. Hch 10, 42; 1 P 4, 5). Entonces nuestros cuerpos mortales revivirán por el poder del Espíritu, que nos ha sido dado como “prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo” (Ef 1, 14, cf. 2 Co 1, 21-22).

 

Con todo, no debemos pensar que la vida más allá de la muerte comienza sólo con la resurrección final, pues ésta se halla precedida por la condición especial en que se encuentra, desde el momento de la muerte física, cada ser humano. Se trata de una fase intermedia, en la que a la descomposición del cuerpo corresponde “la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual, que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo “yo” humano, aunque mientras tanto le falte el complemento de su cuerpo” (Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17 de mayo de 1979: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio de 1979, p. 12).

Los creyentes tienen, además, la certeza de que su relación vivificante con Cristo no puede ser destruida por la muerte, sino que se mantiene más allá.

 

En efecto, Jesús declaró: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). La Iglesia siempre ha profesado esta fe y la ha expresado sobre todo en la oración de alabanza que dirige a Dios en comunión con todos los santos y en la invocación en favor de los difuntos que aún no se han purificado plenamente».

 

 Juan Pablo II. Audiencia General. Miércoles 28 de octubre, 1998.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma», nos dice San Pablo. ¿Trabajo realmente por el Reino? ¿De qué manera concreta?

 

2. «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» es una frase muy fuerte. ¿Soy coherente con mis opciones de fe? ¿Soy perseverante o me acomodo a la opinión de los demás?     

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 988- 1019.

 



[1] Silo (lugar de tranquilidad). Ciudad donde se plantó la «tienda de la adoración» (el Tabernáculo), después de la conquista de Canaán. Silo se convirtió en el centro de culto de Israel, y la tienda se sustituyó por una construcción más sólida. Samuel se crió en el templo de Silo bajo los cuidados del sacerdote Elí que custodiaba el Arca. El Tabernáculo permaneció en Silo hasta la construcción del Templo de Salomón (1Sam 1,9). Probablemente Silo fue destruida hacia el año 105 a.C. por los filisteos.     

[2] La destrucción del primer templo la lamentaba Israel en los Salmos: «Prendieron fuego a tu templo, por tierra profanaron la mansión de tu Nombre”; “Oh Dios, las gentes han invadido tu heredad, han profanado tu sagrado templo, han dejado en ruinas a Jerusalén» (Sal 74,7; 79,1).

[3] Según la tradición  judía transmitida por Flavio Josefo, no había distinción entre el Templo de Zorobabel (edificado después  del exilio en el 516 a.C.) y el de Herodes; llamándose ambos el «segundo templo». 

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