lunes, 25 de octubre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 31ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Hoy la salvación ha llegado a esta casa»

Domingo de la Semana 31ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Hoy la salvación ha llegado a  esta casa»

 

Lectura del libro de la Sabiduría 11, 23-12,2

 

«Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho.

 

Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado?  Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas. Por eso mismo gradualmente castigas a los que caen; les amonestas recordándoles en qué pecan para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor.»

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses 1,11-2,2

 

«Con este objeto rogamos en todo tiempo por vosotros: que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien y la actividad de la fe, para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo.

 

Por lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el Día del Señor.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 19, 1-10

 

«Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: "Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa". Se apresuró a bajar y le recibió con alegría.

 

Al verlo, todos murmuraban diciendo: "Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador". Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: "Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo". Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

El amor de Dios embarga cada página de la Biblia y de la liturgia cristiana. En los textos del presente Domingo resaltan de modo especial. El amor de Dios a todas las criaturas, porque todas tienen en el amor de Dios su razón de ser y su sentido último (Primera Lectura). El amor que Dios tiene por todos, sin distinción alguna, busca salvar a aquellos que están perdidos (Evangelio). El amor de Dios hacia los cristianos que exige que vivan de acuerdo a lo que son, «para que el nombre de Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en Él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo» (Segunda Lectura).

 

«Zaqueo era jefe  de publicanos y rico» 

 

En el Evangelio del Domingo pasado se hablaba también de un publicano; pero era el personaje de una parábola. En el Evangelio de hoy se trata de un publicano real del cual se nos dice incluso el nombre y hasta su estatura. Zaqueo era «jefe de publi­canos y rico». Y si en la parábola Jesús concluía que el publi­cano «bajó a su casa justificado», aquí podemos ver qué significa en concreto «ser justificado».

 

Todos sabemos que en el tiempo de Jesús la Palestina estaba bajo el dominio de Roma. Pero Roma permitía a los pueblos sometidos bastan­te libertad para observar sus costumbres, con tal que recono­cieran ciertas leyes supre­mas del Imperio y pagaran el tributo al César. Es así que la Judea, después de haber sido parte del reino de Hero­des el Grande, fue gobernada por su hijo Arquelao; y sólo porque éste fue incapaz de mantener el orden, fue nombrado un procurador romano, que durante el ministerio públi­co de Jesús era Poncio Pilato. Incluso para la recaudación del tributo, Roma daba la concesión a persona­jes del lugar. Tratándose de un impuesto para el Estado (la «res publi­ca» es decir la cosa pública), el nombre griego «telones», que se daba a estos personajes, fue tradu­cido al latín por «publica­nus».

 

Los publicanos estaban investidos de poder para exigir este impuesto a la población. Y muchas veces abusa­ban exigiendo un pago superior al debido. Después de entregar a Roma el precio de la concesión, se enriquecían ellos con lo defraudado. El mismo Lucas refiere que a algunos publicanos que vinieron donde Juan el Bautista para ser bautiza­dos con el bautismo de conversión, y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?", él les respondió: 'No exijáis más de los que os está fijado'» (Lc 3,12-13). Y a nadie le es agradable pagar impuestos a una potencia extranjera, ¡cuánto más si sabemos que nuestro dinero va a enriquecer a un compatriota colaboracionista que fija la cantidad arbi­trariamente! Es entonces com­prensible que los publicanos fueran odiados y que tuvieran fama de pecadores. Zaqueo era «jefe de publicanos» y no sólo tenía fama de pecador sino que ciertamente lo era. Lo mismo que el publicano de la parábola que reconocía ante Dios: «¡Ten compasión de mí, que soy un pecador!»

 

La salvación: don gratuito de Dios y aceptación libre del hombre

 

Una de los puntos claros de este episodio es la gratui­dad de la salvación. Cuando Jesús llegó a Jericó, «Zaqueo trataba de ver quién era Jesús» ya que era de baja estatura, como coloca puntualmente Lucas. Por aquí comenzó la acción de la gracia. «Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro[1] para verlo, pues Jesús iba a pasar por allí». ¿Quién le inspiró a Zaqueo esta curio­sidad tan grande, que, a pesar de su rango, lo llevó a subirse a un sicómo­ro? El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que: «la preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia»[2] .

 

Un judío de cierta edad, más aún si es rico, asume una actitud venerable y no se rebaja a correr. En la parábola del hijo pródigo el padre es presentado «corriendo» al encuentro de su hijo perdido que vuelve, pero se describe así precisamente para destacar su inmensa alegría. Zaqueo no sólo corre, sino que se trepa a un árbol como un niño. Para ver a Jesús hace todo lo que puede, incluso pasando por encima de su honor. La humildad de Zaqueo no podía pasar inadvertida ante Dios. Dios premia siempre un gesto de humildad del hombre. El Evange­lio continúa y Jesús, alzando la vista, dice: «Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». ¿Qué obra buena había hecho Zaqueo para que mereciera esta gracia, es decir, que Jesús se dirigiera a él y lo distinguiera alojándose en su casa? Al con­trario, sus obras habían sido malas, tanto que todos comentaban: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador». ¡Y esto, lamentablemente, era verdad!

 

Hasta aquí todo es don de Dios. Es Dios quien le está dando la posibilidad de cambiar de vida. Pero lo que sigue revela que Zaqueo ya es un hombre nuevo, es decir que está actuando siguiendo las mociones de esa vida nueva que le ha sido dada. Nadie lo obliga, es libre, y libre­men­te dice: «Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo he defraudado a alguien le devolveré el cuádruplo». Según la ley mosaica estaba obligado a restituir el total sustraído y un quinto más de la suma (ver Lv 5,24; Nm 5,7); si bien la ley romana imponía el cuádruplo. Pero además Zaqueo está dispuesto a repartir entre los pobres la mitad de su hacienda. Si se examina con atención las cifras en juego, veremos que no le iba a quedar nada o, en el mejor de los casos, muy poco.

 

Esta es una obra de amor superior a sus fuer­zas naturales; pero le fue posible hacerla porque fue Cristo quien lo habilitó a ella dándole la salvación como un don gratuito. Zaqueo, por su parte, se abre a este don y responde desde su libertad ya que siempre: «la libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre»[3]. Esto es lo que comenta Jesús a modo de corolario: «Hoy ha llegado la salva­ción a esta casa... porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». La salvación es un don de Dios absolutamente inalcanzable por el propio esfuerzo del hombre «perdido»; pero Dios lo da a quien pone todo lo que está de su parte, aunque siempre es mínimo en comparación con el don de Dios. En este caso, Zaqueo puso lo suyo: correr como un niño y subirse a un árbol. Si él hubiera rehusado hacer esta acción humilde, todo se habría frustrado y hoy día no estaríamos leyendo esta hermosa página del Evangelio.

 

«Señor, que amas la vida»

 

El libro de la Sabiduría de Salomón apareció en el siglo I a.C. y fue escrito probablemente en Alejandría. Puede ser considerado el libro más helenístico de todos los libros sapiensales y su fin era alejar de la idolatría a los judíos en Egipto, demostrando que la sabiduría de Dios supera ampliamente a la pagana. La omnipotencia de Dios, sola, no explica adecuadamente la creación, entra también el deseo amoroso de crear y conservar todo por amor.

 

«Señor, que amas la vida» (Sb 11,26): ésta es quizás una de las afirmaciones más consoladoras de la Sagrada Escritura.  Sabemos, en efecto, que Dios es todopoderoso, eterno y omnisciente. Pero ¿qué sería de nosotros si con todo esto fuera malo y cruel? Más San Juan nos dice que «Dios es amor» (ver 1Jn 4,8) y San Pablo no se cansa de destacar el inmenso amor que nos tiene (ver Filp 3,21) y esa infinita bondad lo llevó a dar su Hijo único por nosotros (ver Jn 3,16) para hacernos hijos en el Hijo.

 

Santo Tomás formula el mismo pensamiento diciendo que Dios está más dispuesto a darnos que nosotros a recibir. Esta Buena Nueva de Dios nunca hubiera podido ser conocida si Él mismo no la hubiese revelado. En ella reside nuestra plena alegría, esperanza y reconciliación; porque el hombre que no se sabe amado y redimido por la gracia de Dios, caerá o en el abismo de la desesperación o en la soberbia de creerse justificado por sí mismo.  

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«En el caso de Zaqueo vemos cómo Cristo disipa las tinieblas de la conciencia humana. A su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades. Nace el sentido de la relación con los demás, la conciencia de la dimensión social del hombre y, en consecuencia, el sentido de la justicia.

 

San Pablo enseña: "El fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad" (Ef 5, 9). La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos.

 

Ese ensanchamiento del corazón como fruto del encuentro con Cristo es la prenda de la salvación, como lo demuestra el desenlace del diálogo con Zaqueo: "Jesús le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa (...), pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 9-10). Esa descripción que nos hace san Lucas del evento que tuvo lugar en Jericó resulta muy actual también aquí hoy. Y nos renueva la exhortación de Cristo, a quien "hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1 Co 1, 30). Al igual que en aquella ocasión frente a Zaqueo, también hoy Cristo se presenta ante el hombre de nuestro siglo, y a cada uno le hace su propuesta: "Conviene que hoy me quede yo en tu casa" (Lc 19, 5).

 

Queridos hermanos y hermanas, ese "hoy" es muy importante. Constituye una especie de estímulo. En la vida hay asuntos tan importantes y urgentes que no pueden dejarse para el día de mañana. Deben afrontarse ya "hoy". El salmista exclama: "Ojalá escuchéis hoy su voz: "no endurezcáis vuestro corazón" (Sal 95, 8). "El clamor de los pobres" (cf. Jb 34, 28) de todo el mundo se eleva sin cesar de esta tierra y llega hasta Dios. Es el grito de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los prófugos, de los que han sufrido injusticias, de las víctimas de la guerra, de los desempleados.

 

Los pobres están también entre nosotros: los que no tienen hogar, los mendigos, los que sufren hambre, los despreciados, los olvidados por sus seres más queridos y por la sociedad, los degradados y los humillados, las víctimas de diversos vicios. Muchos de ellos intentan incluso ocultar su miseria humana, pero es preciso saberlos reconocer.

 

También son pobres las personas que sufren en los hospitales, los niños huérfanos o los jóvenes que tienen dificultades y atraviesan los problemas propios de su edad. "Existen situaciones de miseria permanente que deben sacudir la conciencia del cristiano y llamar su atención sobre el deber de afrontarlas con urgencia, tanto de manera personal como comunitaria. (...) También hoy tenemos ante nosotros grandes espacios en los que ha de hacerse presente la caridad de Dios a través de la actuación de los cristianos".

 

Así pues, el "hoy" de Cristo debería resonar con toda su fuerza en cada corazón y hacerlo sensible para realizar obras de misericordia. "El clamor y el grito de los pobres» nos exige una respuesta concreta y generosa. Exige estar disponibles para servir al prójimo. Es una exhortación de Cristo. Es una llamada que Cristo nos hace constantemente, aunque a cada uno de forma diversa. En efecto, en varios lugares el hombre sufre y llama a sus hermanos. Necesita su presencia y su ayuda. ¡Cuán importante es esta presencia del corazón humano y de la solidaridad humana!»

 

Juan Pablo II. Homilía en Elk, Polonia. Martes 8 junio de 1999

 

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Comentando este pasaje nos dice Beda: «He aquí cómo el camello, dejando la carga de su jiba, pasa por el ojo de la aguja; esto es, el publicano siendo rico, habiendo dejado el amor de las riquezas y menospreciando el fraude, recibe la bendición de hospedar al Señor en su casa». ¿Qué estoy dispuesto a dejar para recibir a Jesús en mi casa?

 

2.  Leamos y meditemos el salmo responsorial de este Domingo: Salmo 145 (144).

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1996- 2005.



[1] Sicómoro. Planta de la familia de las Moráceas, que es una higuera propia de Egipto, con hojas algo parecidas a las del moral, fruto pequeño, de color blanco amarillento, y madera incorruptible, que usaban los antiguos egipcios para las cajas donde encerraban las momias.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 2001.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 2002.

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lunes, 18 de octubre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 30ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»

Domingo de la Semana 30ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»

 

Lectura del libro del Eclesiástico 35, 12-14. 16-18

 

«El Señor es juez, y no hay ante él acepción de personas. No hará acepción de personas

contra el pobre, pero escuchará la súplica del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano ni la de la viuda si prodiga ante él sus quejas. El que sirve al Señor como él quiere es aceptado, y su súplica llega a las nubes. La súplica del humilde atraviesa las nubes; no descansa hasta llegar a Dios, y no se retira hasta que intervenga el altísimo, reconozca el derecho de los justos y les haga justicia.»

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo 4, 6-8.16-18

 

«Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación».

 

En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon. Que no se les tome en cuenta. Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de toda obra mala y me salvará guardándome para su Reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 18, 9 -14

 

«Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias."

 

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

Los términos «justicia y oración» resumen bien las lecturas de hoy. En la parábola evangélica tanto el fariseo como el publicano oran en el templo, pero Dios hace justicia y sólo el último es justificado. El Sirácida, en la primera lectura, aplica la justicia divina a la oración y enseña que Dios, justo juez, no tiene acepción de personas y por eso escucha la oración del humilde que «atraviesa las nubes». Finalmente, San Pablo le revela a Timoteo sus sentimientos y deseos más íntimos: «Me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo juez» (Segunda Lectura).

 

K Dos actitudes ante Dios

 

La parábola del fariseo y el publicano presenta dos actitudes completamente opuestas frente a la salvación que proviene de Dios. El fariseo se presenta ante Dios, confiado en sus buenas obras y seguro de merecer la salvación gracias a su fiel cumplimiento de la ley: «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias, etc.». La seguridad en sí mismo está expresada en su actitud y su relación con los demás hombres. «De pie, oraba en su interior y decía: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano». Se tiene por justo y su relación con Dios es la del que puede exigir: él ha realizado las obras que ordena la ley y Dios le está debiendo la salvación. El publicano, por otro lado,  ni siquiera se sentía digno de «alzar los ojos al cielo».

 

L ¿Quiénes eran los «fariseos»?

 

Para comprender la actitud autosuficiente del fariseo es conveniente saber quiénes eran estos señores. Ante todo la palabra «fariseo» proviene del hebreo «perushim» que significa: separados, segregados. En su origen era el nombre dado a una secta de origen religioso que se aisló del resto del pueblo, probablemente a fines del siglo II a.C., para poder vivir estrictamente las normas de la ley, pues creían obtener la salvación por esta observancia. En la mayoría de los casos, sus miembros eran personas corrientes, no sacerdotes que ampliaban a menudo el alcance de las leyes hasta el punto de que estas resultaban difíciles de observar. Deben de haber sido unos 6,000 miembros en la época de Jesús. 

 

El peligro de tales grupos es el de despreciar a los demás hombres, considerándolos como una «masa» de infieles. Una actitud análoga se repite en la historia: es el caso de la secta gnóstica de los perfectos, de los cátaros (puros) en el medioevo, de los puritanos, etc. Una reedición de esta actitud, aunque pueda parecer extraño, se da en ciertos grupos actuales que se consideran poseedores de «conocimientos milenarios» que son revelados solamente a aquellos que, puntualmente, pagan su cuota mensual. Los vemos por doquier y de las más diversas formas (autores de libros de autoayuda, cursos de Nueva Acrópolis, el oráculo de los arcanos, entre otros).  A éstos va dirigida la parábola de Jesús, pues ellos ya se consideran justos y, por tanto, para ellos la venida de Cristo y su sacrificio en la cruz resultan inútiles y sin sentido.

 

K ¿Quién era un «publicano»?

 

Por otro lado «Publicano» es el nombre que se daba en Israel a los recaudadores de los impuestos así como de los derechos aduaneros, con que Roma gravaba al pueblo. En ese tiempo eran los que entendían de finanzas y son presentados como ricos e injustos. Algunos de ellos abusaban de la gente y por eso eran odiados y «despreciados» ya que éstos eran obligados a entregar al gobierno de Roma una cantidad estipulada, pero el sistema se prestaba a obtener más de lo acordado y embolsarse así el restante.

 

Autores paganos, como Livio y Cicerón, señalan que los publicanos habían adquirido mala fama en sus días a causa de los referidos abusos. Los judíos que se prestaban para este trabajo tenían que alternar mucho con los gentiles y, lo que era peor, con los conquistadores; por eso se les tenía por inmundos ceremonialmente (ver Mt 18,17). Estaban excomulgados de las sinagogas y excluidos del trato normal; como consecuencia se veían obligados a buscar la compañía de personas de vida depravada, los «pecadores» (ver Mt 9,10-13; Lc 3,12ss; 15,1). 

 

Ellos son, justamente, la antítesis de los fariseos: son pecadores, y están conscientes de serlo, es decir, no presumen de «justos». Un exponente típico de este grupo es Zaqueo, jefe de los publicanos, descrito como «publicano y rico»; otro publicano es Mateo, de rango inferior que Zaqueo, a quien Jesús llama mientras está «sentado en el despacho de impuestos» (Mt 9,9). Para ambos el encuentro con Jesús fue la salvación.

 

K ¿Qué oración fue escuchada por el Señor?

 

En la parábola presentada por Jesús el publicano «se mantenía a distancia, no se atrevía a alzar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!» La conclusión es que «éste bajó a su casa justificado y aquél no». Bajó justificado no por ser publicano, ni por ser injusto, sino por reconocerse pecador y perdido; él no ostenta su propia justicia ni confía en su esfuerzo personal; confía sólo en la misericordia de Dios e implora de Él la salvación. Reconoce así que la salvación es obra sólo de Dios, que Él la concede como un don gratuito, inalcanzable a las solas fuerzas humanas.

 

El fariseo, en cambio, volvió a su casa sin ser justificado, no porque ayunara y pagara el diezmo, no porque fuera una persona de bien -estas cosas es necesario hacerlas-, sino por creer que gracias a esto es ya justo ante Dios y Dios le debe la salvación que él se ha ganado con su propio esfuerzo. Para éstos Cristo no tiene lugar; ellos creen que se pueden salvar solos. A ellos se refiere Jesús cuando dice: «He venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,13).

 

J «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes»

 

Ahora podemos observar la ocasión que motivó esta enseñanza: «Jesús dijo esta parábola a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás». A éstos los resiste Dios porque son soberbios. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (St 4,6; 1P 5,5). Éste es un axioma que describe las relaciones de Dios con el hombre. Dios creó al hombre para colmarlo de sus bienes y hacerlo feliz, sobre todo, con el don de su amistad y de su propia vida divina. Pero encuentra un solo obstáculo que la libertad del hombre le puede oponer: la soberbia. Cuando el hombre se pone ante Dios en la actitud de que él puede, con su propio esfuerzo, alcanzar la salvación, eso «bloquea» a Dios, aunque decir esto pueda parecer excesivo.

 

En su comentario a los Salmos, San Agustín hace una magnífica definición de quién es el soberbio: «¿Quién es el soberbio? El que no confiesa sus pecados ni hace peniten­cia, de manera que por la humildad pueda ser sanado. ¿Quién es el soberbio? El que atribuye a sí mismo aquel poco bien que parece hacer y niega que le venga de la misericordia de Dios. ¿Quién es el soberbio? El que, aunque atribuya a Dios el bien que hace, desprecia a los que no lo hacen y se exalta sobre ellos». El mismo San Agustín aplicando esta definición de la soberbia a la parábola del fariseo y el publicano, agrega: «Aquél era soberbio en su obras buenas; éste era humilde en sus obras malas. Pues bi­en, -¡observad bien hermanos!- más agradó a Dios la humildad en las obras malas que la sober­bia en las obras buenas. ¡Cuánto odia Dios a los sober­bios!». Tenerse por justo ante Dios no sólo es soberbia, sino una total insensatez.

 

J Dios, el Juez justo y bueno 

 

Algo que también impresiona en los textos litúrgicos de este Domingo, es que al decirnos la actitud de Dios ante el orante, subraya la de juez. No se excluye que Dios sea Padre, pero es un Padre que hace justicia. Hace justicia a quien eleva su oración con la actitud adecuada, como el publicano, y lo justifica; y hace justicia a quien ora con actitud impropia, como el fariseo, que sale del templo sin el perdón de Dios, porque, por lo visto, no lo necesitaba y quizás ni lo quería. Dios es un juez que no tiene acepción de personas, y por eso escucha con especial atención al frágil, al débil; que le suplica en su desdicha y dolor. Su oración «penetra hasta las nubes», es decir hasta allí donde Dios mismo tiene su morada.

 

Dios juzga al orante según sus parámetros de redentor, y no conforme a los parámetros del orante o de otros hombres. En la respuesta al orante Dios no actúa por capricho, sino para restablecer la «equidad», la justicia. Por eso, la corona que Pablo espera no es fruto del mérito personal, cuanto justicia de Dios para con él y para con todos los que son imitadores suyos en el servicio al Evangelio. La oración del justo, dice San Agustín, es la llave del cielo; la oración sube y la misericordia de Dios baja. 

 

 

 

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Es necesario sobre todo comprender bien la grandeza fundamental y la dignidad de la oración. Oración de cada hombre Y también de toda la Iglesia orante. La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la oración. Dondequiera haya un hombre que ora.

 

Es necesario orar basándose en este concepto esencial de la oración. Cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús: "Enséñanos a orar", Él respondió pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del "pan de cada día", del "perdón de nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos", y al mismo tiempo de preservarnos de la "tentación" y de "librarnos del mal"?

 

Cuando Cristo, respondiendo a la pregunta de los discípulos "enséñanos a orar", pronuncia las palabras de su oración, enseña no sólo las palabras, sino enseña que en nuestro coloquio con el Padre debemos tener una sinceridad total y una apertura plena. La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo. La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre nosotros y Dios.

 

A través de la oración todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es, la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el que vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino».

 

Juan Pablo II. Audiencia General. Miércoles 14 de marzo de 1979.

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. ¿Con qué actitud me aproximo al Señor, como la del fariseo o la del publicano?

 

2.  Leamos y meditemos el Salmo 32 (31): el reconocimiento del pecado obtiene la misericordia de Dios. 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2607-2619.

 

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lunes, 11 de octubre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 29ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «¿Encontrará fe sobre la tierra?»

Domingo de la Semana 29ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«¿Encontrará fe sobre la tierra?»

 

Lectura del Éxodo 17, 8-13

 

«Vinieron los amalecitas y atacaron a Israel en Refidim. Moisés dijo a Josué: "Elígete algunos hombres, y sal mañana a combatir contra Amalec. Yo me pondré en la cima del monte, con el cayado de Dios en mi mano". Josué cumplió las órdenes de Moisés, y salió a combatir contra Amalec. Mientras tanto, Moisés, Aarón y Jur subieron a la cima del monte.

 

Y sucedió que, mientras Moisés tenía alzadas las manos, prevalecía Israel; pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec. Se le cansaron las manos a Moisés, y entonces ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo; él se sentó sobre ella, mientras Aarón y Jur le sostenían las manos, uno a un lado y otro al otro. Y así resistieron sus manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo a filo de espada.»

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo 3, 14 - 4,2

 

«Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena.  Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Manifestación y por su Reino: Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 18, 1-8

 

«Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer. "Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!" Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme." Dijo, pues, el Señor: "Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?"»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

«Jesús les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar sin desfallecer». El tema central de este Domingo lo leemos en el inicio de la lectura evangélica. La perseverancia en la oración es esencial para la vida cristiana y sin duda ya lo vemos en el Antiguo Testamento. Moisés, acompañado de Aarón y de Jur, no cesa durante todo el día de elevar las manos y el corazón a Yahveh para que los israelitas salgan vencedores sobre los amalecitas (Primera Lectura). El mismo San Pablo nos recuerda la necesidad de «perseverar en lo que aprendiste y en lo que creíste» (Segunda Lectura). Así la viuda importuna de la parábola no se cansa de suplicar justicia al juez, hasta que recibe respuesta (Evangelio).

 

Se les cansaron las manos...pero perseveraron

 

El antiguo relato del libro del Éxodo, probablemente yahvista, representa una tradición de las tribus del sur. Está unido al relato anterior donde brota agua de la roca habiendo acampado en Refidim. Los amalecitas eran un pueblo nómade que habitaba en la región de Négueb y Sinaí. Amalec, presentado, por Gn 36,12  como hijo de  Elifaz y nieto de Esaú[1], forma un pueblo muy antiguo (ver Nm 24,20). En el tiempo de los Jueces se asocian a los salteadores de Madián (ver Jue 3,13). Saúl los derrota pero desobedece el mandato del profeta Samuel de no dar muerte al rey Agar (ver 1Sam 15). David los debilita de sobremanera (ver 1Sam 27,6-9) y finalmente un remanente de ellos fue destruido en los días del rey de Judá, Ezequías (Ver 1Cr 4,42-43).

 

En el pasaje que leemos del Éxodo, el pueblo de Israel comandados por Josué ganan su primera victoria militar a causa de la oración perseverante de Moisés y la protección de Yahveh. Comentando este pasaje San Agustín nos dice: «Venzamos también nosotros por medio de la Cruz del Señor, que era figurada en los brazos tendidos de Moisés, a Amalec, esto es, el demonio, que enfurecido sale al camino y se nos opone negándonos el paso para la tierra de promisión».Dios revelará a Moisés que en el futuro los amalecitas sufrirán el exterminio a causa de su pecado: «Escribe esto en un libro para que sirva de recuerdo, y haz saber a Josué que borraré por completo la memoria de Amalec de debajo de los cielos» (ver Ex 17, 14-16).    

 

La justicia de Dios

 

Según su método habitual, Jesús propone a sus oyentes una parábola, es decir, trata de aclarar un punto de su enseñanza por medio de una comparación tomada de la vida real con el fin de enseñar la perseverancia en la oración. Se trata de un juez inicuo[2] al cual una viuda venía con insistencia a pedir que se le hiciera justicia contra su adversario. El breve texto recalca dos veces que el juez «no temía a Dios ni respetaba a los hombres»; pero al final, para que la viuda no lo molestara más y no viniera continuamente a importunarlo, decide hacerle justicia; para «sacársela de encima», como suele popularmente decirse. Todos los oyentes están obligados a reconocer: «Es verdad que ese modo de proceder del juez se da entre los hombres». La conclusión es de la más extrema evidencia que se puede imaginar: si el juez, que es injusto y a quien ni Dios ni los hombres le importan, se ve vencido por la insistencia de la viuda; ¿cómo actuará el Justo Dios con nosotros?

 

Pero ¿qué quiere enseñar Jesús con esto? Aquí se produce el paso de ese hecho de la vida real a una verdad revelada. Ese paso lo explica el mismo Jesús: «Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justi­cia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto». Es una comparación audaz que actúa por contraste. En realidad, parece haber dos temas que están como entremez­clados. El primero es el de «la justicia de Dios». El juez tramitaba a la viuda y no le hacía justicia porque era injus­to; Dios es justo y hará pronto justicia a sus elegi­dos. Este es el tema que corresponde mejor al contexto. Jesús está hablan­do de la venida del «Hijo del hom­bre» y dice: «El día en que el Hijo del hombre se manifieste, sucederá como en los días de Noé» (Lc 17,26ss). Pues bien, en esos días toda la tierra estaba corrompida y el juicio de Dios actuó por medio del diluvio, haciendo perecer a todos; pero salvó por medio del arca a sus elegidos: a Noé y su fami­lia.

 

«El Hijo del hombre»

 

El segundo tema se refiere al título de «Hijo del hombre», que Jesús usaba para hablar de sí mismo (aparece más de noventa veces en el Evangelio). Jesús toma este enigmático título de la visión del profeta Daniel: «He aquí que en las nubes del cielo venía uno como Hijo de hombre... se le dio imperio, honor y reino... su imperio es un imperio eterno que nunca pasará y su reino no será destruido jamás» (Dan 7,13-14). Este título se lo apropia Jesús sobre todo en el contexto del juicio final, cuando Dios hará justicia. En efecto, ante el Sanedrín, el tribunal del cual Él mismo fue víctima inocente, Jesús declara: «Yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64). Sin duda está aludiendo a la visión de Daniel antes mencionada. Y la conocida escena del juicio final del Evangelio de San Mateo la presenta con esas mismas imágenes: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, acom­pañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las nacio­nes, y Él separará los unos de los otros como el pastor separa a las ovejas de los cabritos... E irán éstos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna» (Mt 25,31­ss).

 

Dios hará justicia a sus elegidos. El Elegido de Dios es Jesús mismo. Él fue condenado injustamente por jueces inicuos y sometido a muerte; pero Dios lo declaró justo resucitándolo de los muertos. Es lo que dice la primera predicación cristiana: «Vosotros los matasteis, clavándolo en la cruz... pero Dios lo resucitó» (Hech 2,23-24). Los elegidos de Dios, a quienes hará justicia prontamente, son los que creen en Jesús: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna y yo lo resucite el último día» (Jn 6,40).

 

«Cuando venga...¿encontrará fe sobre la tierra?»

 

Por eso la lectura de hoy concluye con la pregunta muy fuerte: «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?» Es una pregunta que cada uno debe responder examinando su propia vida. Jesús pregunta esto porque el único obstáculo que puede frustrar la pron­titud de Dios, es que no encuentre esos elegidos a quienes dar la recompensa, porque no encuentre fe sobre la tierra. Justamente este mismo criterio lo leemos en el documento de trabajo de los obispos latinoamericanos reunidos en Santo Domingo cuando dicen: «La falta de coherencia entre la fe que se profesa y la vida cotidiana es una de las causas que genera pobreza en nuestros países, porque la fe no ha tenido la fuerza necesaria para penetrar los criterios y las decisiones...» (n. 473).

 

Efectivamente la verdadera respuesta ante tantas situaciones de injusticias, pobreza extrema, corrupción, terrorismo, drogas, etc.; que sufren nuestros países latinoamericanos está en la falta de coherencia entre la fe que profesamos y nuestra vida cotidiana. Esa fe que es viva y que debería darse a conocer en nuestros criterios, en nuestra conducta y en nuestras decisiones diarias. ¿Dónde podemos encontrar los criterios que necesitamos para nuestro actuar? San Pablo nos responde claramente en la Segunda Lectura.

 

Orar sin desfallecer

 

El Evangelista San Lucas en la introducción a la parábola pone de relieve la lección transmitida: «... era preciso orar siempre, sin desfalle­cer». En efecto, en la parábola y su aplicación son llamativos los términos que tienen que ver con la perseve­rancia: «durante mucho tiempo... que no venga continuamen­te a importunarme... clamando día y noche... ¿les hará esperar?». La enseñanza de la parábola, desde este punto de vista, es la perseverancia en la oración: si el juez se dejó mover por la insis­tencia, ¡cuánto más Dios escuchará a sus elegidos que claman a Él día y noche! En este caso, para ser escu­chados prontamente por Dios hay que cumplir dos condicio­nes: contarse entre los elegidos de Dios por la semejanza con su Hijo Jesucristo y clamar a Él «día y noche». Santa Teresa del Niño Jesús, en medio de las pruebas que pasaba, escribía a su hermana Inés: «Antes se cansará Dios de hacerme esperar, que yo de esperarlo» (Carta del 4 de mayo de 1890).

 

¿Dónde alimentar mi fe?

 

En la Segunda Lectura, San Pablo recuerda a su discípulo Timoteo que «toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la virtud». Porque la Sagrada Escritura nos da la «sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación». Esta fe se consolida, profundiza y aumenta cuando se vive de acuerdo a los criterios evangélicos que leemos en las Sagradas Escrituras.  Timoteo, el «temeroso de Dios», era hijo de padre pagano y madre judía (ver Hch 6,1), fue fiel discípulo de Pablo, compañero suyo en los viajes segundo y tercero, colaborador muy estimado (ver Flp 2, 19-23) a quien encomendó misiones muy especiales en diversas Iglesias (Ver Hch 17, 14-16; 18, 5; 1 Cor 4, 17; 2 Cor 1,19; 1Tm 3,6). Estuvo junto con Pablo en la primera cautividad y fue obispo de Éfeso.

 

Una palabra del Santo Padre:

 

« En las meditaciones que seguirán trataremos de entrever cuán profundamente penetran en el hombre estos caminos: qué significan para él. El cristiano debe comprender el verdadero sentido de estos caminos, si quiere seguirlos.

 

Primero, pues, el camino de la oración. Digo "primero", porque deseo hablar de ella antes que de las otras. Pero diciendo "primero", quiero añadir hoy que en la obra total de nuestra conversión, esto es, de nuestra maduración espiritual, la oración no está aislada de los otros dos caminos que la Iglesia define con el término evangélico de "ayuno y limosna". El camino de la oración quizá nos resulta más familiar. Quizá comprendemos con más facilidad que sin ella no es posible convertirse a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar espiritualmente. Sin duda, entre vosotros, que ahora me escucháis, hay muchísimos que tienen una experiencia propia de oración, que conocen sus varios aspectos y pueden hacer partícipes de ella a los demás. En efecto, aprendemos a orar, orando.

 

El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: "y pasó la noche orando" (Lc 6, 12); otro día, como escribe San Mateo, " subió a un monte apartado para orar y, llegada la noche, estaba allí solo" (Mt 14, 23). Antes de su pasión y de su muerte fue al monte de los Olivos y animó a los Apóstoles a orar, y Él mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno de angustia, oraba más intensamente (cf. Lc 22, 39-46). Sólo una vez, cuando le preguntaron los Apóstoles: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11, 1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el "Padrenuestro"».

 

Juan Pablo II. Audiencia General. Miércoles 14 de marzo de 1979.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Hay que orar «sin desfallecer», es decir hay que perseverar en la oración aunque parezca que no obtenemos el  resultado esperado. ¿Será que sabemos pedir lo que nos conviene? ¿Cómo está mi vida de oración? ¿Soy constante en ella?

 

2. ¿Vivo de acuerdo a mi fe? ¿Soy coherente con la fe que profeso?¿Cuál es mi respuesta personal a la pregunta que Jesús lanza: «encontrará la fe sobre la tierra»? 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2566 - 2594.

 

 

 



[1] Esaú: hermano gemelo de Jacob pero nació  antes que él. Hijo de Isaac y Rebeca. Se hizo cazador y se preocupó tan poco de las promesas de Dios, que un día al llegar a su casa hambriento «vendió» a Jacob por un plato de lentejas su derecho de primogenitura. Cuando Isaac se enteró del ardid de Jacob para lograr su bendición, éste se marchó de casa. Esaú se asentó en la zona que queda en torno al monte Seír y se enriqueció. Cuando los dos hermanos se volvieron a encontrar, Esaú acogió calurosamente a su hermano. Esaú volvió a Seír  y fundó la nación de Edom, mientras de Jacob regresó a Canaám. Pero entre los descendientes de ambos siempre hubo constantes problemas.  

[2] Inicuo, cua. (Del lat. iniqŭus). Contrario a la equidad. Malvado, injusto.

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lunes, 4 de octubre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 28ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Levántate y vete; tu fe te ha salvado»


Domingo de la Semana 28ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Levántate y vete; tu fe te ha salvado»

 

Lectura del segundo libro de los Reyes 5,14-17

 

«Bajó, pues, y se sumergió siete veces en el Jordán, según la palabra del hombre de Dios, y su carne se tornó como la carne de un niño pequeño, y quedó limpio. Se volvió al hombre de Dios, él y todo su acompañamiento, llegó, se detuvo ante él y dijo: "Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Así pues, recibe un presente de tu siervo". Pero él dijo: "Vive Yahveh a quien sirvo, que no lo aceptaré"; le insistió para que lo recibiera, pero no quiso. Dijo Naamán: "Ya que no, que se dé a tu siervo, de esta tierra, la carga de dos mulos, porque tu siervo ya no ofrecerá holocausto ni sacrificio a otros dioses sino a Yahveh.»

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo 2, 8-13

 

«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio; por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él; si le negamos, también él nos negará;  si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 17, 11-19

 

«Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!" Al verlos, les dijo: "Id y presentaos a los sacerdotes". Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.

 

Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: "¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?" Y le dijo: "Levántate y vete; tu fe te ha salvado".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

La obediencia de la fe y la gratitud ante los dones de Dios nos ayudan a leer unitariamente los textos de este Domingo. Los diez leprosos se fían de la palabra de Jesús y se ponen en camino para presentarse a los sacerdotes, a fin de que reconocieran que están curados de la lepra y sólo uno se volvió para agradecer el milagro (Evangelio). Naamán, el sirio, obedece las palabras del profeta Eliseo, a instancias de sus siervos, sumergiéndose siete veces en el Jordán, con lo que quedó curado de la lepra. En acto de gratitud promete ofrecer solamente a Yahvé holocaustos y sacrificios  (Primera Lectura). La obediencia de la fe y su gratitud ante la salvación que proviene de Jesús hacen que San Pablo termine en cadenas y tenga que sufrir no pocos padecimientos (Segunda lectura).

 

¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!

 

El relato evangélico de este Domingo relata un episodio real de la vida de Jesús que refleja la conducta humana en general: sólo una de cada diez personas que han recibido un beneficio lo reconoce y agradece. Y esta conducta, lamentablemente, es aún más evidente cuando se refiere a los beneficios recibidos de parte de Dios.

 

Mientras Jesús iba de camino a Jerusalén, salen a su encuentro diez leprosos. Dada su condición de segregados, sólo desde una prudente distancia se atreven a gritar: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»[1]. La ley exigía que los sacerdotes certificaran la mejoría de quien había sido afecto de lepra. Jesús los manda a presentarse a los sacerdotes y, por el camino, quedan curados. Viéndose curados, nueve de ellos seguramente empezaron a pensar en la restitución a sus hogares, a sus amigos, a la vida social normal, etc.; y se olvidaron que habían recibido un beneficio; no reconocieron que alguien había tenido compasión de ellos.

 

Uno sólo de los diez leprosos tiene la actitud justa: «Viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias». El Evangelio recalca la nacionalidad del único que volvió a dar gracias a Jesús: «Éste era un samaritano». También Jesús lo nota y pregunta: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Podemos concluir que los otros nueve leprosos eran judíos.

 

La gratitud y la ingratitud

 

¿Es real esta proporción: uno de diez? ¿Es tan común la ingratitud? La gratitud es parte de la justicia; tiene por objeto reconocer y recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido. En este caso, el único que lo hizo, no pudiendo recompensar de otra manera, «postrándose a los pies de Jesús, le daba gracias». Conviene aquí citar un texto clásico de Santo Tomás de Aquino acerca de esta virtud: «La gratitud tiene diversos grados. El primero es que el hombre reconozca que ha recibido un beneficio; el segundo es que alabe el beneficio recibido y dé gracias por él; el tercero es que retribuya, a su debido tiempo y lugar, según sus posibilida­des. Pero, dado que lo último en la ejecución es lo primero en la decisión, el primer grado de ingratitud es que el hombre no retribuya el beneficio; el segundo es que lo disimule, como restándole valor; el tercero y más grave es que no reconozca haber recibido beneficio alguno, sea por olvido o por alguna otra razón» (Suma Teológica, II-II, q. 107, a. 2 c.).

 

La ingratitud es entonces una injusticia, más o menos grave, según su grado. El que sufre esta injusticia siente dolor. Muchas veces es el pago de las personas que más se ama. ¡Cuántos padres hay que sufren en silencio este dolor causado por la ingratitud de sus hijos! Pues mayor es el dolor cuanto mayor es el beneficio que no se reconoce y retribuye. Este dolor también lo sintió Jesús. Jesús no se queja de la injusticia sufrida de parte de los nueve; Él es «varón de dolores y habituado a padecer» (Is 53,3), y estaba destinado a sufrir injusticias mucho mayores. Pero, para educación nuestra, expresa su incredu­lidad por la ingratitud de los nueve: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?».

 

Este es nuestro comportamiento más frecuente con Dios. De Él lo hemos recibido absolutamente todo, comenzando por el invalorable don de la vida; pero, difícilmente lo reconocemos y tanto menos le agradecemos como es debido. Un antiguo poema citado por San Pablo, dice: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos 17,28). Y en otra ocasión San Pablo pregunta: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7). Por eso resulta ejemplar y proverbial la actitud del justo Job cuando, al verse privado de sus hijos y de todos sus bienes, reconoce: «Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá retornaré. El Señor dio, el Señor quitó: ¡Sea bendito el nombre del Señor!» (Job 1,21).

 

¡Tu fe te ha salvado!

 

Hemos recibido de Dios la existencia y todos nuestros bienes; pero sin duda el mayor beneficio que hemos recibido es la salvación, es decir, la posibilidad de compartir su vida divina y gozar de su eternidad feliz. Este es un don tan absolutamente gratuito que se llama precisamente «gracia». Para obtenernos este don el precio que se debió pagar fue la muerte de Cristo en la cruz. «Habéis sido rescatados no con oro o plata, sino al precio de la sangre preciosa de Cristo» (ver 1Ped 1,19). A este elevado precio se nos concedió la salvación y ella llegó a nosotros a través de la predicación del Evangelio y de los sacramentos de vida. Es justo que quienes reconocemos este beneficio de valor infinito, expresemos nuestra gratitud, «glorificando a Dios en voz alta... y dando gracias a Jesús».

 

Jesús no se queja por la ingratitud hacia Él, como si esperara un reconocimiento o estuviera resentido, porque no se le dio. Jesús lo lamenta por ellos, por los nueve que no volvieron «a dar gloria a Dios»; lo lamenta porque de esa manera se privaron de un don infinitamente mayor que la cura­ción de la lepra; se privaron del don de la salvación que Él quería concederles. Por eso, sólo al que volvió pudo hacerle este don: «Le dijo: 'Levántate y vete; tu fe te ha salvado»". Este don de la salvación, que es el único que interesa verda­deramente a Jesús, Él quería dárselo a los diez, sobre todo, a los otros nueve que eran judíos; lo pudo dar, gracias a su fe, sólo a un buen samari­tano.

 

La curación de Naamán

 

La curación del sirio Naamán es un milagro que podría haberse convertido en un asunto de política internacional ya que sirios, arameos e israelitas mantenían una paz muy inestable que podía ser aprovechada por las bandas de guerrillas para sus propios fines.  La enfermedad que vemos en este pasaje no debe de haber sido propiamente lepra: si lo fuera, el contagio lo apartaría de todo cargo público así como de acompañar al rey al templo. Se trata, sin duda, de una enfermedad crónica de la piel que, a juzgar  por 2Re 5, 27; podría ser leucodermia o vitíligo (ver Lev 13).  El asunto comienza con una ocurrencia de una criada que habían traído de Israel: «Ah, si mi señor pudiera presentarse ante el profeta que hay en Samaría, él le curaría la lepra» (2Re 5, 3). De ésta  sube a la señora, de ella a su marido, del marido al rey de Siria, de éste al rey de Israel, de éste al profeta. 

 

El contrapunto lo descubrimos en el movimiento de humillación: Naamán el magnate tiene que bajar del rey al profeta, de éste a un criado, después baja al Jordán; y una vez curado y convertido, pedirá tierra para postrarse en Siria confesando a  Yahveh. La curación está expresada en dos formas: una es  «librar de»; es una forma precisa y es empleada por la criada, el rey de Siria, el rey de Israel y Naamán. La otra es «limpiar», fórmula típica del culto (ver Lev 13-16) y ésta es empleada por Eliseo, Naamán con desprecio, los criados y el narrador. La distinción es significativa: Naamán parece tomarla en sentido profano para lavarse y limpiarse no necesita ni Jordán ni profeta, lo que él quiere es curarse de una enfermedad. Eliseo subraya la visión sacra al mandar que se bañe siete veces: el río de Israel con la palabra profética devolverán la «verdadera limpieza». De hecho Naamán termina proclamando admirablemente que: «Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel».

 

Los milagros de Jesús

La estadística narrativa de los milagros[2] de Jesús es muy amplia: unos treinta y cinco en total, de los cuales treinta se encuentran en los tres evangelistas sinópticos y cinco en Juan: La mayor parte de los milagros de Jesús son curaciones de enfermos y endemoniados, hay también de resurrecciones de muertos como el hijo de la viuda de Naim, Lázaro y la hija de Jairo; asimismo, algunos portentos sobre la naturaleza: tempestad calmada, caminar sobre las aguas, pesca milagrosa, agua convertida en vino, multiplicación de los panes. Hacer milagros no fue algo exclusivo de Jesús, si bien Él los realiza con potestad propia y no vicaria.

 

Pero también los apóstoles realizaron milagros a partir de la potestad delegada por Jesús a ellos. Asimismo en el Antiguo Testamento vemos, entre otros,  los impresionantes prodigios obrados por Elías y Eliseo. Los milagros no sustituyen ni sustentan nuestra fe, sino que la hacen entrar en un orden de exigencia más elevado. En el Nuevo Testamento las circunstancias y las lecciones a partir de los milagros son tan interesantes como los milagros mismos. El Evangelio de este Domingo es un claro ejemplo de esto.   

 

¿Somos mal agradecidos?

 

Nosotros tenemos una forma muy especial de poder agradecerle a Dios el don de la vida eterna. Lo podemos hacer ofreciéndole en retribución algo que Él mismo ha puesto en nuestras manos: se trata de la participación en la Eucaristía dominical, que literalmente significa «acción de gracias». Pero, precisamente en ella, no participa más o menos el 10% de los católicos. Ese 10% parece escuchar la suave queja del Señor: «¿No he muerto yo en la cruz por todos? ¿El otro 90% dónde está?» Esta vez sí le debe doler nuestra ingratitud, porque el beneficio que Él nos hizo es infinito. Por eso nuestra indiferencia es ofensiva. ¡Hagamos de la misa el corazón de nuestro Domingo «día del Señor»!

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Aquí en Roma ha habido un poeta, Trilussa, que también quiso hablar de la fe. En una de sus poesías ha dicho: "Aquella ancianita ciega que encontré la noche que me perdí en medio del bosque, me dijo: Si no conoces el camino, te acompaño yo que lo conozco. Si tienes el valor de seguirme, te iré dando voces de vez en cuando hasta el fondo, allí donde hay un ciprés, hasta la cima donde hay una cruz. Yo contesté: Puede ser... pero encuentro extraño que me pueda guiar quien no ve... Entonces la ciega me cogió de la mano y suspirando me dijo: ¡Anda!... Era la fe".

 

Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es defectuosa. Porque cuando se trata de la fe el gran director de escena es Dios; pues Jesús ha dicho: ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae. San Pablo no tenía la fe; es más, perseguía a los fieles. Dios le espera en el camino de Damasco: "Pablo —le dice— no pienses en encabritarte y dar coces como caballo desbocado. Yo soy Jesús a quien tú persigues. Tengo mis planes sobre ti. Es necesario que cambies". Se rindió Pablo; cambió de arriba a abajo la propia vida. Después de algunos años escribirá a los filipenses: "Aquella vez, en el camino de Damasco, Dios me aferró; desde entonces no hago sino correr tras Él para ver si soy capaz de aferrarle yo también, imitándole y amándole cada vez más".

 

Esto es la fe: rendirse a Dios, pero transformando la propia vida. Cosa no siempre fácil. Agustín ha narrado la trayectoria de su fe; especialmente las últimas semanas fue algo terrible; al leerlo se siente cómo su alma casi se estremece y se retuerce en luchas interiores. De este lado, Dios que lo llama e insiste; y de aquél, las antiguas costumbres, «viejas amigas—escribe él— que me tiraban suavemente de mi vestido de carne y me decían: "Agustín, pero ¿cómo?, ¿Tú nos abandonas? Mira que ya no podrás hacer esto, ni podrás hacer aquello y, ¡para siempre!"». ¡Qué difícil! «Me encontraba —dice— en la situación de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: "¡Fuera, levántate, Agustín!". Yo, en cambio, decía: "Sí, más tarde, un poquito más todavía". Al fin, el Señor me dio un buen empujón y salí». Ahí está, no hay que decir: Sí, pero; sí, luego. Hay que decir: ¡Señor, sí! ¡Enseguida! Ésta es la fe. Responder con generosidad al Señor. Pero, ¿quién dice este sí? El que es humilde y se fía enteramente de Dios.

 

Mi madre me solía decir cuando empecé a ser mayor: de pequeño estuviste muy enfermo; tuve que llevarte de médico en médico y pasarme en vela noches enteras; ¿me crees? ¿Cómo podía contestarle: Mamá, no te creo? Claro que te creo, creo lo que me dices, y sobre todo te creo a ti. Así es en la fe. No se trata sólo de creer las cosas que Dios ha revelado, sino creerle a Él, que merece nuestra fe, que nos ha amado tanto y ha hecho tanto por amor nuestro.

 

Claro que es difícil también aceptar algunas verdades, porque las verdades de la fe son de dos clases: unas, agradables; otras son duras a nuestro espíritu. Por ejemplo, es agradable oír que Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como dice Isaías. Qué agradable es esto y qué acorde con nuestro modo de ser.

 

Un gran obispo francés, Dupanloup, solía decir a los rectores de seminarios: Con los futuros sacerdotes sed padres, sed madres. Esto agrada. En cambio ante otras verdades, sentimos dificultad. Dios debe castigarme si me obstino. Me sigue, me suplica que me convierta, y yo le digo: ¡no! ; y así casi le obligo yo mismo a castigarme. Esto no gusta. Pero es verdad de fe».

 

Juan Pablo I, Audiencia General. Miércoles 13 de septiembre 1978

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. ¿Somos agradecidos con los dones que Dios diariamente nos otorga gratuitamente? Pensemos con sinceridad y elevemos diariamente una oración de «acción de gracias» por todos los dones recibidos.

 

2. «Si hemos muerto con Él, también viviremos con Él, si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él », nos dice San Pablo. ¿Soy fiel a mi fe? Pidamos al Señor el don de la fidelidad a nuestras promesas bautismales de donde proviene mi fe.      

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 168- 175. 547-550. 1500- 1510.

 



[1] Los leprosos, en el antiguo Israel, eran objeto de sumo horror. Excluidos por la Ley Mosaica del trato humano, tenían la obligación de mantenerse aislados en lugares solitarios y gritar: ¡Apartaos! ¡Hay un impuro! (Lm 4,15) cuando un viandante se acercaba, sin saberlo, a sus moradas. En premio a este lúgubre grito se enviaba a su soledad algún alimento; pero fuera de esto, la sociedad no quería nada con ellos, como si fuesen desechos de la humanidad, personificaciones de la impureza misma, víctimas de la máxima cólera de Dios Yahveh. No era raro, sin embargo, que los leprosos violasen el aislamiento impuesto.

 

[2] Milagro viene del Latín miraculum que quiere decir extrañarse. Es un suceso que, a causa de su carácter extraordinario, manifiesta al hombre, en forma de signo externo, el amor personal de Dios. Es la suspensión temporal y verificable de las leyes de la naturaleza por directa intervención divina.


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