lunes, 27 de septiembre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 27ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Auméntanos la fe »

Domingo de la Semana 27ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Auméntanos la fe »

 

Lectura del libro del profeta Habacuc 1,2-3; 2,2-4

 

«¿Hasta cuándo, Yahveh, pediré auxilio, sin que tú escuches, clamaré a ti: "¡Violencia!" sin que tú salves? ¿Por qué me haces ver la iniquidad, y tú miras la opresión? ¡Ante mí rapiña y violencia, querella hay y discordia se suscita!» «Y me respondió Yahveh y dijo: "Escribe la visión, ponla clara en tablillas para que se pueda leer de corrido. Porque es aún visión para su fecha, aspira ella al fin y no defrauda; si se tarda, espérala, pues vendrá ciertamente, sin retraso.  "He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta, más el justo por su fidelidad vivirá".»

 

Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,6-8.13-14

 

«Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios. Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 17,5-10

 

«Dijeron los apóstoles al Señor; "Auméntanos la fe". El Señor dijo:"Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido"."¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Parece evidente que el tema dominante en este Domingo es «la fe», ya que se menciona en las tres lecturas. Al final de la Primera Lectura leemos: «el justo por la fe vivirá», frase que será recogida por San Pablo en relación a la fe. Jesús en el Evangelio, ante el pedido de los apóstoles por aumentar la fe, coloca el horizonte de plenitud al que estamos llamados. La fe si bien es un don de Dios; exige de nosotros una generosa respuesta. Finalmente San Pablo exhorta a Timoteo a dar testimonio de su fe en Cristo Jesús y a aceptar la Buena Nueva recibida y custodiada en el «depósito de la fe». (Segunda Lectura).

 

«El justo por la fe vivirá»

 

El profeta Habacuc, de la región de Judá, vivió a finales del siglo VII a.C. (625 - 612 a.C.) en la misma época en que vivió el profeta Jeremías. Su horizonte histórico está definido por la presencia de dos grandes reinos amenazantes: el imperio de Assur y el nuevo imperio babilónico o caldeo. Los caldeos se iban haciendo cada vez más poderosos y Habacuc no terminaba de entender que Dios justamente se iba a servir de esa nación para formar una vez más a su pueblo elegido.  Es decir iba a ayudar al pueblo a tomar consciencia de su situación actual. En las famosas cuevas de Qumrán se ha encontrado un rollo con un comentario al libro de Habacuc. 

 

Las primeras líneas de su libro son una breve súplica en forma de lamentación: « ¿hasta cuándo?», « ¿por qué?»; que expresan el eterno clamor del hombre cuando, desde la desgracia personal, interroga a Dios por su suerte. Culminando la gran expectación, el versículo cuarto del segundo capítulo condensa lo que es la teología de la Salvación: el impío[1] o soberbio[2] «sucumbe» por no obrar rectamente; en cambio el justo, confiando solamente en Dios, salva su vida. Recibe así Habacuc una importante revelación sobre la fe que San Pablo comentará dos veces[3] y que tendrá una enorme resonancia en la teología espiritual: «el justo por la fe vivirá». Contiene esta sentencia una verdad que nunca se agota, ya sea en cuanto nos enseña que nadie puede ser justo  sin tener fe; ya en cuanto la fe  es la vida del hombre justo, el cual desfallece si le falta esa fuerza con que sobrellevar las «cruces» de la vida. 

 

« ¡Auméntanos la fe!»

 

«Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo». Esta sentencia de Jesús antecede al Evangelio de este Domingo. Jesús nos manda perdonar y para que esto quede claro, añade: «Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás» (Lc 17,6)[4]. Esta es la doctrina de Cristo y evidentemente exige tal vez más de lo que los apóstoles eran capaces de entender, por eso le piden al Señor: «¡Auméntanos la fe!». La breve oración de los apóstoles nos revela por lo menos cuatro cosas. Ante todo la fe no es algo que podamos adquirir gracias a nuestro propio esfuerzo, como se adquiere, por ejem­plo, el dominio de una lengua, y que, por tanto, debe ser solicitada en la oración como un don gratuito que se nos da. Si Dios no nos da la fe como un don gratuito -y sólo El tiene la iniciativa-, no tendría­mos ni siquiera sensi­bilidad ante las realidades espirituales, «estaríamos en otra», como suele decir­se hoy. ¡Y así viven tantos!

 

Lo segundo es que Jesús puede darnos y aumentarnos la fe; siendo Jesús el destinata­rio de la oración de los apóstoles, es reconocido por ellos como el origen de este don. Esto se corrobora, porque San Lucas habla de Jesús como «el Señor» (en griego: Kyrios, es el título dado solamente a Dios). Él es el único que nos puede dar la fe. Lo tercero es que, aunque ya tengamos fe, ella es susceptible de aumen­to; nuestra fe no es todavía ni siquiera tan grande como un grano de mostaza. Por eso la actitud humilde de todo cristiano debe de ser: «Creo Señor pero aumen­ta mi fe». Finalmente, si nues­tra fe fuera robusta, incluso la naturaleza nos obedecería, pues dispondríamos del poder de Dios mismo. En otro lugar el Señor lo dice más claramen­te: «Os aseguro que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: 'Desplá­zate de aquí allá', y se desplazaría, y nada os sería imposible» (Mt 17,20).

 

El Catecismo recoge todo esto enseñando que «la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El»[5]. Es una virtud por la cual confiamos absolutamen­te en Dios y fundamos nuestra vida en su Palabra. La fe no es sólo un cono­ci­miento intelectual, sino una virtud que incide en toda la vida; no es sólo la recitación de ciertas fórmu­las, sino que consiste en poner las verdades reveladas como base de nuestra existen­cia. Una virtud es un hábito adquirido, una cuali­dad interio­rizada; que forma parte del sujeto, y determina su modo de ser. La fe cuando existe en la persona, le da vida: «El justo vivirá por su fe» (Hab 2,4). Cuando alguien confiesa determinadas verdades de fe, e incluso cree en ellas, pero su vida no es coherente con lo que confiesa; entonces se dice que la fe no está formada o que está muerta. Esto lo expresa de la manera más extrema el apóstol Santiago, afirmando que esa fe la tienen también los demonios: «La fe, si no tiene obras, está realmente muer­ta...  ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiem­blan» (Sant 2,14s).

 

La respuesta de Jesús

           

Examinemos más detalladamente la respuesta dada por Jesús: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este sicómo­ro: «Arrán­ca­te y plántate en el mar', y os obedecería» (Lc 17,5-6). Es obvio que la fe, siendo una realidad espiritual, no puede medirse con algo material, como es un grano de mostaza. Se trata de una expresión analógica, para indicar la mínima cantidad. En efecto, en el concepto de Jesús el grano de mostaza es «la más peque­ña de todas las semillas» (Mt 13,32). La frase de Jesús está dicha en condicional, de donde se deduce que los apóstoles tienen fe, pero es aún insuficiente, menor que «un grano de mostaza», porque ellos no pueden ordenar al sicómoro que se erradi­que y se plante en el mar. El sentido de la respuesta de Jesús es éste: si con una fe tan pequeña como un grano de mostaza ya se podría trasladar los montes, ¡qué no se obtendría con una fe robusta y sólida! Nosotros tendemos a conside­rar que una fe que traslada los montes, ya es una fe inmensa. En efecto, no nos ha tocado la suerte de conocer a nadie con una fe tan grande. Para Jesús, en cambio, eso es lo  mínimo; hay que comenzar de aquí para arriba. De aquí se concluye que, como virtud teolo­ga­l que es: no tienen límite en su intensidad. Es claro que el mensaje del Evangelio nos debe interpelar a nosotros ahora; cada uno debe examinarse a sí mismo para ver qué medida de fe tiene.

 

¡Somos siervos inútiles!

 

En la segunda parte del Evangelio de hoy, se habla de un siervo que, después de una jornada de trabajo en el campo, vuelve a la casa y sirve la mesa de su amo. Jesús pregunta: «¿Acaso el amo tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?». Y agrega: «De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: 'Somos siervos inútiles[6]; hemos hecho lo que debíamos hacer'» (Lc 17,9-10). Esta segunda parte del Evangelio está relacionada con la anterior. Para ver esa relación, debemos comprender que el cumplimiento fiel de la ley de Dios por parte nuestra es también un don de Dios. En efecto, el resumen de todo lo que Dios nos manda es el precepto del amor, tal como lo dice San Pablo: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley... Todos los precep­tos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su ple­nitud» (Rom 13,8-10). Pero el amor es otra de las virtudes sobrenaturales y teologales, más aún, es la más excelente de las virtudes. El amor es el don de Dios por excelencia.

 

El Catecismo enseña: «El Amor, que es el primer don, con­tiene todos los demás. Este amor 'Dios lo ha derramado en nuestros corazo­nes por el Espíritu Santo que nos ha sido dado' (Rom 5,5)»[7]. Por eso, cuando cumplimos lo que Dios nos manda, que siempre es alguna forma del amor, no hacemos más que lo que Él mismo nos concede. Él no nos tiene que agradecer por haber hecho lo que Él mismo nos concede hacer. Esto es lo que dice San Agustín en su famosa frase de las Confe­siones: «Da el cumplir lo que mandas, y manda lo que quie­ras».

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«Y la primera (pregunta) es ésta: ¿es fácil llegar al conocimiento religioso natural, esto es, por medio de la razón; o revelado, es decir, por medio de la fe? Nosotros anticipamos la respuesta: no, no es fácil. Aunque se encuentre profundamente enraizada en el ser humano: mente, corazón, sentimiento; enraizada, decimos, la aspiración hacia Dios, no es fácil satisfacerla. Estamos esencialmente orientados hacia Él, hacia el Absoluto, hacia la razón suprema de todas las cosas, hacia el principio y el fin de todo lo que existe y ocurre; pero no conseguimos hacernos una idea adecuada de todo ello, y mucho menos una imagen sensible o fantástica satisfactoria. Nuestra religión natural, si queremos admitir una religión que, potencialmente al menos, llevamos dentro de nosotros, no será sino una búsqueda de Dios, un tentativo de acercarnos a Él.

 

Aquellos mismos que, por el hecho de que piensan y quieren, dicen que llegan a la idea de Dios cual íntimo y sumo coeficiente de la verdad del pensamiento y de la bondad del querer, deben admitir la naturaleza indeterminada, y por esto nebulosa, de esta inicial y seminal conquista de Dios. Él se encuentra en el vértice de los deseos, Él se encuentra en la raíz de las búsquedas, Él está bajo el velo de una intuida inmanencia; pero Dios sigue siendo misterio, y por esto, tormento y drama del espíritu humano.

 

Sabemos esto quizás por alguna íntima y deslumbrante experiencia personal; lo sabemos por las páginas más altas de los místicos y de los poetas; y lo sabemos también por los libros que consideramos divinos: dice, por ejemplo, el evangelista‑águila San Juan: «nunca nadie ha visto a Dios» (Jn 1, 18); y del mismo modo, San Pablo: «las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 11). No hay que asombrarse, pues, si la cuestión religiosa ha sido difícil desde siempre; y para muchos, superficiales o supersticiosos, permanece tan presente al espíritu como insoluble….

 

¿Qué diremos, pues? ¿Es difícil, irremediablemente difícil, este problema de la religión y de la fe? ¿Es insuperable, insoluble? ¿Podemos considerarlo entonces inútil, superfluo, más aún, atormentador y nocivo? ¡Hay quién lo dice! Pero observad qué dramático es este problema: ¡es un problema ineludible! Ineludible por los datos evidentes de verdad y de realidad que contiene; ineludible por la suerte inefable de tragedia y de perdición, o de salvación, de felicidad, de vida, que este problema nos impone a cada uno de nosotros en nuestro destino existencial. ¿Y entonces? ¡Entonces comprendemos a Cristo! Comprendemos su venida, su palabra, su salvación... Él es el camino... ¡Reflexionad sobre esto!».

 

Pablo VI. El problema de la fe, Catequesis, 26 de enero de 1972

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Necesitamos tener una fe viva y operante. San Pablo nos recuerda en su segunda carta a Timoteo: «Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste...porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor». ¿Cómo vivo mi fe? ¿Es viva...?

 

2. «¡Creo Señor...pero aumenta mi fe!» Pidamos, con humildad, al Señor de la Vida que aumente nuestra fe y pongamos los medios concretos para vivirla a lo largo de nuestra vida cotidiana. 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 153 - 166.

 



[1] El impío es considerado el que carece de rectitud en sus intenciones y en su obrar. Es el falto de piedad. Contrario y hostil a la religión. 

[2] Soberbio en hebreo es el que se infla.

[3] Ver Rom 1,17 y Gal 3,11.

[4] En el lenguaje bíblico el  «siete» generalmente no tiene valor numérico; no quiere decir una unidad más que seis y una menos que ocho; el siete expresa plenitud. “Siete veces al día” significa siempre. No hay límite al perdón.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica,153.

[6] «Siervos inútiles»: este calificativo (ajreios = inútil, bueno para nada) no parece bien adaptado al contexto, puesto que el hincapié se hace en el estado mismo de siervo; pero es la traducción literal (y tradicional) del término griego. Podíamos entender mejor «pobres siervos» ya que el adjetivo «pobres» califica la situación de los siervos, no sus disposiciones morales.  

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, 733.

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lunes, 20 de septiembre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 26ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «Tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite»

Domingo de la Semana 26ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«Tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite»

 

Lectura del libro del profeta Amós 6,1a. 4-7

 

«¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión, y de los confiados en la montaña de Samaria! Acostados en camas de marfil, arrellenados en sus lechos, comen corderos del rebaño y becerros sacados del establo,  canturrean al son del arpa, se inventan, como David, instrumentos de música, beben vino en anchas copas, con los mejores aceites se ungen, mas no se afligen por el desastre de José. Por eso, ahora van a ir al cautiverio a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas.»

 

Lectura de la primera carta de San Pablo a Timoteo 6,11-16

 

«Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas; corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella solemne profesión delante de muchos testigos.

 

Te recomiendo en la presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio, que conserves el mandato sin tacha ni culpa hasta la Manifestación de nuestro Señor Jesucristo, Manifestación que a su debido tiempo hará ostensible el Bienaventurado y único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores, el único que posee Inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 16,19-31

 

«"Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. "Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: "Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama."

 

Pero Abraham le dijo: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros."

 

"Replicó: "Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento." Díjole Abraham: "Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan." El dijo: "No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán." Le contestó: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite."»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

Tiempo y eternidad; recompensa y castigo: son como que dos antípodas que nos pueden servir para aproximarnos a los textos de este Domingo. Esto es evidente en el texto evangélico que sitúa a un rico en la bonanza temporal y a Lázaro sufriendo desgracias en este mundo. También vemos en la Primera Lectura a los ricos samaritanos que viven en orgías y lujo, seguros de sí mismos y olvidan así «el desastre de José». ¿Cómo ganar la vida eterna? San Pablo nos hablará de cómo la fe exige vivir el buen combate en Cristo Jesús para así ganar la vida eterna (Segunda Lectura).

 

Parábola del  rico derrochador y del  pobre Lázaro

 

En el Evangelio de este Domingo Jesús propone una parábola para enseñar de manera viva y radical algunas verdades que resultan incómodas al mundo moderno y que nues­tra sociedad de consumo no quiere de ninguna manera oír. Pero, oigan o no oigan, la palabra de Jesús es la verdad: el cielo y la tierra pasa­rán pero sus palabras no dejarán de cum­plirse. Se trata de la parábola del pobre Lázaro y del rico derrochador. Su finalidad es precisamente enseñar qué es lo que ocurrirá a quien, gozando de manera egoísta sus rique­zas, no quiera escuchar la palabra que es Verdad y Vida.

 

La parábola presenta tres cuadros sucesivos. Primero la situación del rico y del pobre Lázaro; luego vemos la escena de ambos después de la muerte; finalmente el diálogo del rico con Abrahán pidiendo clemencia por sus cinco hermanos. El rico, sin nombre en la parábola, es conocido comúnmente con el nombre funcional de «Epulón» que proviene de la raíz latina «epulae» que quiere decir comida, banquete, festín y aplicándola al personaje podemos entenderla como comilón o sibarita. El pobre de la parábola se llama «Lazaro». Nombre que proviene del hebreo «Eleazar» o «Eliezer» que significa «Dios ayuda». Es la única vez que aparece un nombre propio en una parábola de Jesús.   

 

La escena sobre esta tierra presenta a los actores con rasgos incisivos: «había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas; y uno pobre, llamado Lázaro, que echado junto a su puerta, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico». En esta tierra el contraste entre uno y otro es total. Esta situación se da hoy: se da entre individuos, entre grupos, entre países. ¡No es una situa­ción irreal! El rico se divierte, goza con los gustos que le proporcionan sus riquezas, es totalmente insensi­ble a las necesidades de los pobres, para él es como si no existieran. Vive como que encerrado en una burbuja alienado a la realidad de la pobreza. Es una descripción de nuestra sociedad de consumo, donde la ley suprema es la comodidad, el placer y el afán de "pasarlo bien" sin preocuparse de nada más.

 

Pero sucede que «un día el pobre murió... y murió también el rico». Finalmente hay plena igualdad. La muerte es una ley pareja e imperturbable, afecta a todos por igual. El rico puede hacer­lo todo con sus riquezas, pero no puede escapar a la muerte. Y entonces comienza la segunda escena de la parábola, que se introduce así: «el pobre fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; el rico fue sepultado». El seno de Abra­ham es el símbolo de la felicidad, allí podemos imaginar a Lázaro finalmente son­riendo. En cambio, el rico fue a dar al hades, lugar de tormentos.  Aunque un abismo infranqueable los separa el rico puede ver al pobre. Ahora, el rico se contenta con muy poco: «Gri­tando, dijo: 'Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama». La situación de ambos se ha invertido. Es lo que hace notar Abraham: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado». Esta nueva situación en que cada uno se encuentra, es eterna.

 

La eternidad y la libertad

 

La palabra «eter­nidad» debe­ría darnos vértigo. Nunca acabaremos de compren­der su inmensidad. La eternidad del destino del hombre pone en evidencia la dimensión de esta otra palabra: libertad. La libertad del hombre signifi­ca que tiene en sus manos la responsabilidad de su destino eterno. En esta breve vida nos jugamos la vida eterna. El diálogo entre el rico y Abraham expresa la irreversibili­dad de esa situación final: «Entre nosotros y vosotros se inter­pone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros». ¡No es posible ni siquiera recibir una gota de agua en los labios resecos! Hasta aquí la parábola ha enseñado la responsabilidad en el uso de los bienes de esta tierra. La tierra con todos sus bienes fueron creados para todos los hombres y nadie puede banquetear y consumir cosas lujosas o super­fluas mientras haya quien carece de lo necesario. La parábola enseña el destino que le espera después de la muerte al que hace aquello.

 

Pero la parábola agrega una tercera parte, y ésta es un aviso para nosotros que toda­vía estamos sobre esta tierra y que tal vez no pensamos en estas cosas. En un gesto imposible en un condenado, el rico suplica a Abraham: «Te ruego que envíes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio y no vengan también ellos a este lugar de tormento». Abraham contesta, con razón, que ya tienen quien les advierta: «Tienen a Moisés y los profetas, que los oigan».

 

«¡Ay de aquellos que se sienten seguros y confiados!»

 

Los escritos proféticos ya nos hablan sobre estas verdades. Bastaría repasar la Primera Lectura de este Domingo, tomada del profeta Amós: «Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión... acosta­dos en camas de marfil... beben vino en anchas copas... irán al exilio a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas» (Amós 6,1.4-6).La denuncia del profeta Amós se dirige contra el sibaritismo de los habitantes de Samaría[1] que no les interesa más «el destino de José», es decir el fin eminente del Reino de Israel. Su denuncia es contundente: «se acabó la orgía de los disolutos». Iréis al destierro bajo los asirios, encabezando la caravana de cautivos.

 

Hecho que sucedió treinta años después de haberlo anunciado. Escuchar la Palabra de Dios y abandonar las falsas seguridades que ofrece los bienes materiales es una de las lecciones de la parábola de este Domingo. Notemos que pobreza y riqueza no son conceptos meramente cuantitativos; pesa sobretodo la actitud de apego o desapego de lo que uno tiene. El hombre que pone su confianza y seguridad en Dios es aquel que escucha y vive de acuerdo a plan espiritual que traza San Pablo en la Segunda Lectura. Es el anverso a la «orgía de los sibaritas».

 

La exhortación de San Pablo a su querido discípulo Timoteo es valedera para todo cristiano: «practica la justicia, la piedad, la fe. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado...Guarda el mandamiento sin mancha y sin reproche». El «mandamiento» se refiere a todo el depósito de la fe confiado a Timoteo para su anuncio y testimonio. Precisamente a continuación del texto que hemos leído viene una exhortación dirigida a los cristianos ricos que hubiera casado perfectamente como comentario de nuestras lecturas dominicales: «A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera» (1Tim 6,17-19).

 


Finalmente...ni aunque resucite un muerto


Volvamos a la lectura del Evangelio. Ante la respuesta dada por Abraham, el rico sabe que, lamentablemente, esto no va a impresionar a sus hermanos y por eso insiste: «No, padre Abraham, sino que, si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán». Sigue la sentencia conclusiva de Abraham: «Si no oyen a Moisés y a los profe­tas, no se convertirán aunque resucite un muer­to». Nosotros no sólo tenemos a Moisés y a los profetas, que ciertamente haríamos bien en escucharlos, sino que tenemos la enseñan­za del Hijo de Dios mismo: «en estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,2). Por eso más eficaz que todos los proyectos -ciertamente necesarios- que se puedan desarrollar en nuestro país para «superar la pobreza» sería que cada uno, antes de hacer un gasto superfluo y lujoso, se senta­ra a leer antes esta parábola atentamente. Si esto no surte efecto, para inducir a una vida más fraterna, solida­ria y reconciliada; no hay más que hacer ya lamentablemente «no se convence­rán ni aunque resucite un muerto».

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«Ante la miseria del proletariado decía León XIII: «Afrontamos con confianza este argumento y con pleno derecho por parte nuestra... Nos parecería faltar al deber de nuestro oficio si callásemos». En los últimos cien años la Iglesia ha manifestado repetidas veces su pensamiento, siguiendo de cerca la continua evolución de la cuestión social, y esto no lo ha hecho ciertamente para recuperar privilegios del pasado o para imponer su propia concepción. Su única finalidad ha sido la atención y la responsabilidad hacia el hombre, confiado a ella por Cristo mismo, hacia este hombre, que, como el Concilio Vaticano II recuerda, es la única criatura que Dios ha querido por sí misma y sobre la cual tiene su proyecto, es decir, la participación en la salvación eterna.

 

No se trata del hombre abstracto, sino del hombre real, concreto e histórico: se trata de cada hombre, porque a cada uno llega el misterio de la redención, y con cada uno se ha unido Cristo para siempre a través de este misterio. De ahí se sigue que la Iglesia no puede abandonar al hombre, y que «este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la encarnación y de la redención». Es esto, y solamente esto, lo que inspira la doctrina social de la Iglesia».

 

 Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus annus, 53.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. Nos dice San Juan Crisóstomo que Abrahán aparece junto a Lázaro porque había sido hospitalario con unos simples peregrinos y hasta los hizo entrar en su tienda. Por ello recibió la bendición de Dios (ver Gn 18,15). El rico, en cambio, no mostraba más que desprecio hacia aquel que estaba en su puerta. ¿Enseño a los miembros de mi familia a que sean generosos y solidarios? ¿Predico con mi ejemplo?¿De qué forma concreta?

 

2. En la situación concreta en que vive nuestro país, ¿por qué no colaborar activamente en alguna campaña de solidaridad? ¿Participo en algún tipo de voluntariado? El que busca, encuentra...

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2419- 2425. 2443-2449.

 



[1] Samaría: capital del Reino de Israel que fue saqueada por los Asirios. Amós se mostró un intrépido defensor de la Ley de Dios especialmente en su lucha contra el culto al becerro de oro adorado en Betel, santuario del reino de Israel (Norte). Perseguido por Amacías, sacerdote de aquel becerro, el profeta murió mártir según una tradición judía.

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martes, 14 de septiembre de 2010

{Meditación Dominical} Domingo de la Semana 25ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C. «No podéis servir a Dios y al dinero»

Domingo de la Semana 25ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C

«No podéis servir a Dios y al dinero»

 

Lectura del libro del profeta Amós 8,4-7

 

«Escuchad esto los que pisoteáis al pobre y queréis suprimir a los humildes de la tierra,  diciendo: "¿Cuándo pasará el novilunio para poder vender el grano, y el sábado para dar salida al trigo, para achicar la medida y aumentar el peso, falsificando balanzas de fraude,  para comprar por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano?" Ha jurado Yahveh por el orgullo de Jacob: ¡Jamás he de olvidar todas sus obras! »

 

Lectura de la primera carta de San Pablo a Timoteo 2,1-8

 

«Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.

 

Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio - digo la verdad, no miento - yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad. Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 16,1-13

 

«Decía también a sus discípulos: "Era un hombre rico que tenía un mayordomo a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: "¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando." Se dijo a sí mismo el mayordomo. "¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas." "Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi señor?" Respondió: "Cien medidas de aceite." El le dijo: "Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta." Después dijo a otro: "Tú, ¿cuánto debes?" Contestó: "Cien cargas de trigo." Dícele: "Toma tu recibo y escribe ochenta." "El señor alabó al mayordomo injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz.

 

"Yo os digo: Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas. El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? "Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero".»

 

Pautas para la reflexión personal  

 

El vínculo entre las lecturas

 

En el fondo vemos como en los textos litúrgicos se plantea la pregunta: ¿dónde está la verdadera riqueza? Ciertamente no puede coincidir con la ambición y la avaricia en perjuicio de los más pobres y necesitados, leemos en la Primera Lectura. Tampoco reside en la habilidad para hacerse «amigos» con las riquezas de otros. La verdadera riqueza es la riqueza de la fe, que poseen los hijos de la luz ya que no se puede servir a dos señores al mismo tiempo. En el fondo lo que está en juego es el ser recibidos o rechazados en las «moradas eternas» (Evangelio). Esta manera de entender las cosas sólo la podremos conseguir en la medida que seamos realmente «amigos de Jesús» y esto se logra en el ámbito de la oración (Segunda Lectura).

 

Una parábola desconcertante

 

El Domingo pasado hemos leído todo el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas y hemos visto que su finalidad es mostrar que en la actitud de Jesús se revela la misericor­dia de Dios, que «no quiere la muerte del pecador, sino que se con­vierta y viva». Este Domingo comenzamos a leer el capítulo 16, que reúne sentencias de Jesús sobre el uso de los bienes materiales. Jesús ilustra su enseñanza por medio de dos parábo­las: la del administrador astuto y la del rico y Lázaro. Este Domingo veremos la primera de estas parábolas y la con­clusión de Jesús. Jesús expone el caso de «un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda».

 

El señor lo llama para pedirle cuenta de su administración y le anuncia que será despedido. En ese momento el administrador comienza a sentirse en dificul­tad, porque su situa­ción actual termina y el tiempo urge. Se pregunta: «¿Qué haré, pues mi señor me quita la admi­nis­tra­ción?» Enton­ces diseña un plan y convoca a los deudores de su señor, dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?'. Respon­dió: 'Cien medidas de aceite'. El le dijo: 'Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta'. Después dijo a otro: 'Tú, ¿cuánto debes?' Contestó: 'Cien cargas de trigo'. Le dice: 'Toma tu recibo y escribe ochenta'». Nadie se puede quedar sin reaccionar ante esta conducta del administrador despedido. También reacciona el señor. Pero lo hace de manera desconcertante: mientras se esperaría que lo hiciera con indignación, «el señor alabó al admi­nistrador injusto porque había obrado astutamente[1]».

 

Una interpretación de la parábola

 

La mayor dificultad de la parábola está en la felicitación que el amo dirige a su administrador al conocer las rebajas a sus acreedores de sus propias deudas. Jesús parece sumarse a tal alabanza, pues lo pone como ejemplo para los hijos de la luz. Aclaremos el malentendido. El amo no aprueba la gestión anterior de su mayordomo[2], al que precisamente despide por fraude, sino que alaba su previsión del futuro, queriendo granjearse amigos para los tiempos malos que se le avecinan.  

 

En tiempo de Jesús, los administradores podían disponer de los bienes del señor y prestarlos libremente, exigiendo de los acreedo­res la devo­lución de una cantidad mayor para hacer­se, en esta forma, un salario. El administrador habría prestado 50 barriles de aceite y habría exigido la devolu­ción de 100 (un interés del 100% es usura­rio, y en esto consistiría su injusticia); habría pres­tado 80 cargas de trigo y habría exigido la devolución de 100 (25% de inte­rés). En este sentido, su decisión consiste en no exigir más que lo prestado, es decir, en renun­ciar a su parte, para suscitar la gratitud de los acreedo­res. La conclusión es entonces comprensible cuando: «El señor alabó al adminis­trador injusto porque había obrado astuta­mente». El adminis­trador era injusto y abusa­dor porque en su gestión siempre había aplicado intereses usurarios; pero, en este momento, renunció a esa ganan­cia injusta esperando el beneficio mayor de ser acogido por los deudo­res favore­cidos, cuando se viera privado de su cargo. Por otro lado, es difícil pensar que un propietario alabe a su propio admi­nistrador porque éste le roba y regala sus bienes para granjearse amigos.

           

Siguiendo esta interpretación se explica mejor la conclusión de Jesús: «Haceos amigos con el dinero injusto, para que cuando llegue a faltar, os reciban en las moradas eter­nas». Recordemos que el dinero es llamado de «injusto» porque suele impulsar a las personas hacia la falta de honradez. Jesús, por otro lado, quiere enseñar que nues­tra vida también tendrá un fin y que, en comparación con la eternidad, ese fin es inminen­te. Nuestra situación ante Dios es como la del administrador: posee­mos «dinero injusto». Por eso, en el breve tiempo que nos queda de vida, antes de que se nos pida cuenta de nuestra adminis­tración, debemos usar el dinero que posee­mos para hacer el bien a los demás. El tiempo urge. Por tanto, la deci­sión debe ser ahora; mañana será demasiado tarde...

 

La parábola está dicha para fundamentar esta observación de Jesús: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz». No es algo que Jesús apruebe; es algo que Jesús lamenta. Lo dice como un reproche para interpelarnos y hacernos reaccionar. A menudo quedamos sorprendidos por la habilidad y la decisión con que actúan los obradores del mal para alcanzar sus objetivos perversos. Los hijos de la luz deberían ser más astutos, más decididos y más generosos en la promoción del bien, porque el bien es más apetecible. Esto es lo que desea Jesús; por eso, manda a sus discípulos con estas instrucciones: «Sed  astutos como las serpientes y sencillos como las palomas» (Mt 10,16).

 

El uso adecuado de las riquezas

 

Sigue una serie de sentencias acerca del buen uso de las riquezas. Llama la atención la triple repetición de la palabra Dinero (con mayúscula, como un nombre propio). Es que traduce la palabra «mamoná» que en el texto griego original del Evangelio se conserva sin traducir. Ésta fue ciertamente la palabra usada por el mismo Jesús en arameo. Es una palabra de origen incierto. Algunos especialistas sostienen que proviene de la raíz «amén» y, por tanto, significa: «aquello en lo cual se confía». En la lengua original de Jesús hay entonces un juego de palabras, porque la misma raíz tienen los adjetivos «fiel» y «verdadero» y también el verbo "confiar": «Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero?». El «mamoná» es injusto, porque siempre engaña. Su mismo nombre es un engaño: se ofrece como algo en lo cual se puede confiar; pero defrauda. Así lo muestra Jesús en la parábola del hombre cuyo campo produjo mucho fruto. Pensó que podía confiar en sus riquezas y que ellas le darían seguridad por muchos años: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años...". Pero, esos bienes no le pudieron asegurar ni siquiera un día: "Dios le dijo: '¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma'» (Lc 12,19-20).

 

La mejor inversión

El dinero tiene que usarse con una sola finalidad: hacerse amigos en las «moradas eternas», es decir, entre los ángeles y santos del cielo. Y ¿cómo se logra esto? ¿Cómo se puede lograr que el dinero de esta tierra rinda en el cielo? Esto se logra de una sola manera: liberándonos de él. Es lo que Jesús enseña: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos» (Lc 12, 33). Y una aplicación concreta de esta enseñanza está en la invitación que hace Jesús al joven rico: «Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos» (Lc 18,22). Pero él prefirió sus bienes de esta tierra, dejando así en evidencia lo que Jesús concluye: «No podéis servir a Dios y al Dinero". Jesús exige que toda la confianza se ponga en Él solo. Si se confía en "mamoná", no se puede ser discípulo suyo: "El que no renuncie a todos sus bienes no  puede ser discípulo mio» (Lc 14,33).

El dinero es una espada de dos filos, según se use para el bien o el mal, es decir para Dios y los demás o solamente para sí excluyendo a los otros. Para vivir como hijos de la luz tenemos que vivir el mandamiento del amor y servicio a los hermanos; algo imposible para aquel que vive al servicio del dinero. Si no convertimos nuestro corazón a los criterios de Jesús, no podemos ser de los suyos. De nada serviría llevar una vida piadosa y observante, como los mercaderes a quienes fustiga el profeta Amós[3] en la Primera Lectura, que esperaban impacientes el cese del descanso sabático para seguir aprovechándose del pobre.

 

En cambio San Pablo, en su carta a Timoteo, habla de hacer oración «alzando santas manos, limpias de ira y divisiones», como prueba de fiel servicio a Dios y comunión con todos los hombres por quienes rezamos en la oración de los fieles. Timoteo era un cristiano de Listra y fue amigo y colaborador de Pablo. Su madre era judeocristiana; su padre, griego. Pablo le elige como colaborador durante su segundo viaje misionero. Después que Pablo hubo partido de Tesalónica, Timoteo regresó a aquella ciudad para animar a los cristianos de allí. Más tarde, Pablo lo envió de Éfeso a Corinto para que instruyera a los cristianos de esa ciudad. Finalmente Timoteo llegó a ser dirigente de la ciudad de Éfeso. A veces tenía poca confianza en sí mismo, y necesitaba de los alientos de su padre espiritual, Pablo, de quien fue siempre leal y fiel colaborador. Las dos cartas de San Pablo a éste joven están llenas de sabios consejos sobre cómo dirigir una comunidad cristiana.   

 

Una palabra del Santo Padre:

 

«En varias ocasiones he aludido la parábola del Evangelio del rico y Lázaro. "Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino y celebraba cada día espléndidos banquetes. Un pobre, de nombre Lázaro, estaba echado en su portal cubierto de úlceras, y deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico" (Lc 16, 19 ss.). Murieron los dos, el rico y el mendigo, y fueron llevados ante Abrahán y se hizo el juicio de su conducta. Y la Escritura nos dice que Lázaro recibió consuelo y, en cambio, al rico se le dieron tormentos. ¿Es que el rico fue condenado porque tenía riquezas, porque abundaba en bienes de la tierra, porque "vestía de púrpura y lino y celebraba cada día espléndidos banquetes"? No, quiero decir que no fue por esta razón. El rico fue condenado porque no ayudó al otro hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro, de la persona que se sentaba en su portal y ansiaba las migajas de su mesa.

 

En ningún sitio condena Cristo la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal. En cambio pronuncia palabras muy duras contra los que utilizan los bienes egoístamente, sin fijarse en las necesidades de los demás. El Sermón de la Montaña comienza con estas palabras: "Bienaventurados los pobres de espíritu". Y al final de la narración del juicio final tal como lo hallamos en el Evangelio de San Mateo, Jesús dice estas palabras que todos conocemos muy bien: "Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui peregrino, y no me alojasteis; estuve desnudo, y no me vestisteis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis"(Mt 25, 42-43).

 

La parábola del rico y Lázaro debe estar siempre presente en nuestra memoria; debe formarnos la conciencia. Cristo pide apertura hacia los hermanos y hermanas necesitados; apertura de parte del rico, del opulento, del que está sobrado económicamente; apertura hacia el pobre, el subdesarrollado, el desvalido. Cristo pide una apertura que es más que atención benigna, o muestras de atención o medio-esfuerzos, que dejan al pobre tan desvalido como antes o incluso más.

 

Toda la humanidad debe pensar en la parábola del rico y el mendigo. La humanidad debe traducirla en términos contemporáneos, en términos de economía y política, en términos de plenitud de derechos humanos, en términos de relaciones entre el "primero", "segundo" y "tercer mundo". No podemos permanecer ociosos cuando miles de seres humanos están muriendo de hambre. Ni podemos quedarnos indiferentes cuando se conculcan los derechos del espíritu humano, cuando se violenta la conciencia humana en materia de verdad, religión y creatividad cultural.

 

No podemos permanecer ociosos disfrutando de nuestras riquezas y libertad si en algún lugar el Lázaro del siglo XX está a nuestra puerta. A la luz de la parábola de Cristo, las riquezas y la libertad entrañan responsabilidades especiales. Las riquezas y la libertad crean una obligación especial. Y por ello, en nombre de la solidaridad que nos vincula a todos en una única humanidad, proclamo de nuevo la dignidad de toda persona humana; el rico y Lázaro, los dos, son seres humanos, creados los dos a imagen y semejanza de Dios, redimidos los dos por Cristo a gran precio, al precio de la "preciosa Sangre de Cristo" (1 Pe 1, 19»).

 

Juan Pablo II, Homilía en el Yankee Stadium de Nueva York, 2 octubre de 1979

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

 

1. ¿Cuál es mi actitud ante los bienes materiales? ¿Pongo en ellos mi corazón?

 

2. ¿Soy generoso y solidario con mis hermanos? ¿De qué manera concreta? 

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2401-2418. 2443 -2449.  



[1] La palabra griega es Fronímos que quiere decir sagazmente. No alabó su maldad sino su astucia, su sagacidad.

[2] Mayordomo: encargado de la administración de los bienes o empresa de otro. El término Oikonómos conlleva la idea tanto de administración como de superintendencia, control de asuntos internos, al servicio del señor.  

[3] Amós: es uno de los primeros profetas que pusieron por escrito sus mensajes. Amós vivió en el siglo VIII a.C. Era pastor y ganadero y recogía el fruto de las higueras en las laderas de las montañas de Judá. Pero Dios lo envió al norte: a Betel en Israel donde el rey Jeroboán II había erigido como ídolo un becerro de oro. Amós proclamó con valentía el mensaje divino en un medio adverso.

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