miércoles, 28 de abril de 2010

Educadores Católicos: Una escuela católica vigente


 El lugar de encuentro de los católicos en la red

Una escuela católica vigente
 
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Educadores Católicos

Una escuela católica vigente
La escuela católica educa evangelizando. Una escuela así contribuye a un cambio decisivo en la sociedad
Autor: Cardenal Antonio Cañizares | Fuente: diario La Razón




Acabo de participar en un interesante Congreso sobre educación organizado por la Universidad católica «San Vicente Mártir», de Valencia, la más reciente de las universidades católicas en España. El lugar estaba lleno de maestros, profesores y padres jóvenes: una gran esperanza.

Me correspondió hablar sobre la Escuela Católica, de la que pienso que si no existiese, habría que crearla. La situación que estamos viviendo, con una quiebra moral y humana patentes y al mismo tiempo con un anhelo de una humanidad nueva y renovada, y el futuro de una nueva cultura, que o será profundamente humana y religiosa o no será, nos hacen pensar en el importante papel que la escuela católica está llamada a desempeñar. Ésta debe ofrecer una verdadera alternativa a la enseñanza, original y con identidad propia, para contribuir a una renovación de la sociedad desde su aportación humanizadora y educadora del Evangelio.

No hay que temer ofrecer y defender con todas las consecuencias y exigencias la escuela católica, sabiendo que se está defendiendo el derecho humano fundamental a la verdadera y plena libertad de enseñanza. Sin duda la escuela católica, en el momento cultural y social que atravesamos, tiene que caminar a contracorriente, pero ese caminar es absolutamente necesario por el bien de los alumnos, de las familias, y de la sociedad. Cuando están en juego el bien de la persona, su desarrollo integral, el futuro de la sociedad, una verdadera antropología, libertades y derechos fundamentales, la escuela católica habrá de remar a contracorriente o con vientos adversos, sin desmayar. No puede acomodarse a una cultura marcada por el relativismo ambiental y dominante.

La escuela católica es y debe ser un ámbito de educación integral, con un proyecto educativo claro y específicamente católico que se extiende a todas las facetas de la escuela y las penetra con la savia del Evangelio. Un proyecto educativo que tiene su fundamento más propio, firme y total en Jesucristo, que al revelarnos el misterio y la verdad de Dios, inseparablemente, desvela la verdad del hombre y le descubre la grandeza y sublimidad de su vocación. No se trata de una vaga y genérica inspiración cristiana, de un vago e impreciso humanismo cristiano, sino de unas escuelas católicas en todas sus enseñanzas, en todas sus realizaciones, en todas sus dimensiones.

Verdad, bien y belleza son bienes, contenidos y fines fundamentales de la escuela católica. Una escuela al servicio de la verdad que nos precede y hace libres y se realiza en el amor, ofreciendo toda la luz y todo cuanto comporta Jesucristo que es la verdad en persona, no algo abstracto, pasado o irreal. Una escuela, en definitiva que abre a los alumnos a Dios, que les muestra a Dios, que les hace descubrirse a sí mismos en Dios, del que el hombre es inseparable: Dios que se nos revela en el rostro humano de su Hijo, Dios que es Amor y esperanza y futuro para el hombre.

El entorno que vivimos y su propia naturaleza reclaman de la escuela católica proponer una educación que permita a los niños y jóvenes adquirir una madurez humana, moral y espiritual, y empeñarse en la transformación de la sociedad conforme al designio de Dios Creador y Redentor. Para ello, la escuela católica, con toda nitidez y empeño, habrá de estar en condiciones de ofrecer su verdadera y original contribución al mundo, el tesoro escondido del Evangelio, para edificar la civilización y ciudadanía del amor, la cultura de la vida y de la verdad que nos hace libres, de la verdadera fraternidad, de la solidaridad, de la paz, que siempre se basa y edifica sobre la verdad, la libertad, la justicia y el amor. En el centro de todo, porque se funda en Dios, la escuela católica tiene al hombre, su camino, la persona humana, la dignidad inviolable de todo ser humano, el establecimiento de los derechos fundamentales que no los crean los poderes humanos ni las mayorías parlamentarias o sociales, sino que preceden a todo ello y están inscritos en el mismo ser del hombre, en la gramática del ser humano.

Un cáncer que corroe la educación, como la sociedad y la cultura de la que es reflejo normalmente la escuela, consiste tanto en relativismo gnoseológico y moral, como en el olvido de la verdad de la persona, de la verdad del hombre, inseparable de Dios, Creador y Redentor, en el olvido de la naturaleza, de lo que corresponde al hombre por el hecho de serlo, en el olvido del bien y de la belleza, y en la reducción de la razón a la sola razón científica y técnica, a la razón práctico-instrumental.

La escuela católica debe ser evangelizadora. Evangelizar es humanizar, es educar; es llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad con hombres y mujeres nuevos con la verdad del Evangelio; evangelizar es ayudar a aprender el arte de vivir, de ser hombre, en conformidad con quien es la verdad del hombre: Jesucristo. La escuela católica educa evangelizando. Una escuela así contribuye a un cambio decisivo en la sociedad. Por eso dije en mi conferencia del lunes en Valencia que la escuela católica hoy debería implicar una verdadera «revolución» en nuestra sociedad.

* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
*Publicado en el diario La Razón
 
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domingo, 25 de abril de 2010

{Meditación Dominical} Nota de aclaración por los tres domingos enviados

Estimados amigos:

Ayer fueron enviados tres Meditaciones Dominicales seguidas. La razón es que no podré hacerlo en las semanas que vienen así que opté por adelantarme un poco para que no dejen de alimentarse de la Palabra de Dios y de su correspondiente explicación.

Saludos a todos,

Rafael de la PIedra  

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sábado, 24 de abril de 2010

{Meditación Dominical} La Ascensión del Señor. Ciclo C. «Mientras los bendecía, fue llevado al cielo»

La Ascensión del Señor. Ciclo C

«Mientras los bendecía, fue llevado al cielo»

 

Lectura de libro de Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

 

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, "que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días".

 

Los que estaban reunidos le preguntaron: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?"El les contestó: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra". Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo".»

           

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 1,17- 23

 

«Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero.  Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 24, 46 -53

«y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. "Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto". Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.»


Pautas para la reflexión personal  


El vínculo entre las lecturas

 

La Ascensión de Jesucristo (Primera Lectura y Evangelio) es una síntesis de la fe cristiana y la culminación del ministerio de Cristo, quien después de abajarse es glorificado y constituido Señor del universo y cabeza de la humanidad y de la Iglesia. Por eso el Padre «lo sienta a su diestra»[1] y «bajo sus pies sometió todas las cosas» (Segunda Lectura). Podemos también decir que en la solemnidad de la Ascensión el conjunto de toda la liturgia nos parece decir: «He cumplido misión pero todavía hay mucho que hacer…». Justamente vemos como en el Evangelio de San Lucas se resalta el cumplimiento de la misión y se envía a los apóstoles a la evangelización de  todos los pueblos «hasta los confines de la tierra».

 

La Ascensión en el Evangelio de San Lucas y en Hechos de los Apóstoles

 

Leemos este Domingo los últimos versículos del Evan­gelio de San Lucas. Este evangelista se caracteriza por su conciencia de autor y por su intención expresa de componer un escrito bien ordenado. Recordemos que San Lucas, que era gentil y es el único escritor no judío entre los autores del Nuevo Testamento. Según la tradición nació en Siria de Antioquía y, en efecto, el libro de los «Hechos de los Apóstoles» vemos una enorme cantidad de datos acerca de la comunidad antioqueña. Era heleno de origen y de cultura pagana hasta su conversión al cristianismo. Fue médico y compañero íntimo de San Pablo (ver Col 4,11-14). La tradición afirma que murió a los 84 años en la ciudad de Boecia.

 

San Lucas mismo hace su intención explícita en el prólo­go de su obra: «He decidido, después de haber inves­tigado diligentemente todo desde los oríge­nes, escri­bírte­lo por su orden, ilustre Teófilo» (Lc 1,3). En la medida que sus fuentes se lo permiten, hace un relato ordenado y sistemático. Este orden le exigía dividir su obra en dos partes bien diferenciadas: el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. El primer tomo trata sobre la misión de Jesús en la región de Palestina (ver Hch 1,1.2). El segundo tomo trata sobre la misión de los apóstoles en toda la tierra (ver Hch 1,8). La Ascensión es el umbral entre la vida terrena de Jesús, que es el tema del Evangelio de Lucas; y la vida de su Igle­sia, que es el tema de los Hechos de los Apóstoles. A Jesús correspondió la misión de anunciar el Evangelio solamente en la región de Palestina, en fidelidad a la promesa de Dios a su pueblo escogido; a la Iglesia corresponde la misión de anunciar el Evangelio «a todos los pueblos», en fidelidad al mandato de su Señor. No podía comenzar la misión de los apóstoles sin que hubiera con­cluido la misión terrena de Jesús. El punto de partida para esta misión universal fue precisamente la Ascensión de Jesucristo al cielo.

 

«Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra»

 

En los Hechos de los Apóstoles vemos como la ac­ción, sobre todo el trabajo evangelizador de San Pablo, se tras­lada de Asia Menor a Grecia y Roma, es decir, hasta «los confines de la tierra» de aquella época. Cada una de las misio­nes de San Pablo parte de Jerusalén, como en sucesi­vas oleadas cada vez de mayor radio. Se trataba de dar cumpli­miento al mandato que dejara Jesús a su Iglesia en el momento de la Ascensión: «Recibiréis fuerza del Espíri­tu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8). En el relato evangélico leemos exactamente lo mismo acerca de la misión de Jesús que es ahora encomendada a los apóstoles: «y les dijo: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24,46-48).

 

J «La promesa de mi Padre…»

 

Un punto fundamental de ambos textos es la instruc­ción de Jesús de esperar la venida del Espíritu Santo sobre ellos antes de empezar la misión encomendada. Este punto reviste tal importancia que la última instrucción de Jesús no se refiere a algún punto importante de su doctrina, que Él quisiera recalcar en ese último momento, sino que se refiere precisamente a esta espera: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). Observemos el modo cómo es mencionado el Espíritu Santo. Jesús lo llama «la Promesa de mi Padre» y el «poder de lo alto». Los mismos términos se repiten en el relato de los Hechos de los Apóstoles. El Espíritu Santo, el poder que viene de lo alto, es el que concede a los apóstoles la certeza de una nueva presencia de Jesucristo en su Iglesia y esta certeza es la que les permite ser testigos del Resucitado: «Seréis mis testigos». Podemos imaginar que ante el mandato de la misión universal - «a todos los pueblos, hasta los confines de la tierra»- los apóstoles habrán preguntado: «¿Cómo será esto?». Ellos eran judíos y no entraba en su mentali­dad la inclusión de todos los pueblos paganos como parte fundamental de la misión encomendada. La respues­ta de Jesús es ésta: «El Espíritu Santo vendrá sobre vosotros, el poder (dynamis) de lo alto os revestirá». Abriendo cual­quier página de los Hechos de los Apóstoles vemos que ellos actúan con el poder del Espíri­tu.

 

Pero... ¿cómo será esto?

 

En el Evangelio de Lucas hay una admirable analogía entre la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María y su presencia sacramental en su Iglesia, que por eso es el «Cuerpo de Cristo». Cuando el ángel Gabriel anunció a María la con­cepción de Cristo, a su pregunta: « ¿Cómo será esto?», el ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder (dymanis) del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Es la misma promesa que recibieron los apóstoles. Podemos imaginar que los apóstoles habrán pre­gunta­do a Jesús, cuando partía al cielo y les encomendaba la misión universal: «¿Cómo será esto; cómo lo haremos nosotros solos?». Jesús responde lo mismo que el ángel dijo a María: «Reci­biréis la Prome­sa del Padre y seréis revestidos del poder de lo alto». Esta promesa se cumplió el día de Pentecostés y la Iglesia quedó constituida en sacramento de salvación para todos los hombres. Entre la Ascen­sión y Pente­costés transcurre la primera novena: la Igle­sia naciente queda a la espera de ser vivificada por el don del Espíri­tu Santo prometido.

La bendición de Jesús

Luego Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo». Es el único caso en que Jesús bendice a alguien; bendice a sus apóstoles precisamente porque se está separando de ellos. Se habría esperado que ellos quedaran sumidos en la tristeza, como quedó María Magdalena al no saber dónde estaba su Señor (ver Jn 20,13). En cambio, la reacción de ellos es ésta: «Se volvieron a Jeru­salén con gran gozo». Quedan con gran gozo porque Jesús los ha bendecido, porque les ha prometido enviarles la Promesa del Padre y el Padre no puede prometer más que lo máximo, es decir, el Espíritu Santo que les aseguraría una nueva presencia de Jesús; finalmente, quedan llenos de alegría porque Jesús «fue llevado al cielo», y Él les había dicho: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14,28). Ellos aman a Jesús y por eso, aunque Él es llevado, se alegran porque es llevado al cielo.

J «Sometió todo bajo sus pies»

La ciudad de Éfeso era la ciudad más importante de la provincia romana de Asia (en la parte occidental de la moderna Turquía). Éfeso era la cabeza de puente entre el oriente y el occidente. Constituía el terminal de una de las rutas comerciales de las caravanas que cruzaban el Asia y se situaba en la desembocadura del río Caistro. Era una ciudad espléndida con calles pavimentadas de mármol, con baños, bibliotecas, mercado y un teatro con capacidad para 2,500 personas. Éfeso se convirtió muy pronto en un importante centro de irradiación del cristianismo.  Pablo hizo una breve visita a Éfeso, durante su segundo viaje apostólico, y sus amigos Aquila y Prisca se quedaron a residir en aquella ciudad. En su tercer viaje, Pablo pasó más de dos años en Éfeso. Aquí él escribe sus famosas cartas a los Corintios. La carta que dirige a los Efesios es más que una epístola ya que este escrito es considerado un verdadero tratado  epistolar, quizá dirigido a los creyentes de toda Asia Menor, especialmente a los gentiles. A diferencia de las otras cartas de San Pablo, no contiene exhortaciones personales. Pablo escribió esta carta desde la prisión (Roma) en los años sesenta. El gran tema de la carta «el Plan de Dios...es reunir toda la creación, todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra bajo Cristo como cabeza» (1,10). 


Una palabra del Santo Padre:

«En realidad, Jesús resucitado no deja definitivamente a sus discípulos; más bien, empieza un nuevo tipo de relación con ellos. Aunque desde el punto de vista físico y terreno ya no está presente como antes, en realidad su presencia invisible se intensifica, alcanzando una profundidad y una extensión absolutamente nuevas. Gracias a la acción del Espíritu Santo prometido, Jesús estará presente donde enseñó a los discípulos a reconocerlo: en la palabra del Evangelio, en los sacramentos y en la Iglesia, comunidad de cuantos creerán en Él, llamada a cumplir una incesante misión evangelizadora a lo largo de los siglos...

 

La liturgia nos exhorta hoy a mirar al cielo, como hicieron los Apóstoles en el momento de la Ascensión, pero para ser los testigos creíbles del Resucitado en la tierra (cf. Hch 1, 11), colaborando con Él en el crecimiento del reino de Dios en medio de los hombres. Nos invita, además, a meditar en el mandato que Jesús dio a los discípulos antes de subir al cielo: predicar a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24, 47)...Permanezcamos en espera de la venida del Paráclito, como los discípulos en el Cenáculo, juntamente con María. Al llegar a vuestra iglesia he visto una columna que sostiene la imagen de la Virgen con la inscripción:  "No pases sin saludar a María". Sigamos siempre este consejo. María, a la que recurrimos con confianza sobre todo en este mes de mayo, nos ayude a ser dignos discípulos y testigos valientes de su Hijo en el mundo».                                              

 Juan Pablo II. Homilía del Domingo 27 de mayo de 2001

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. Como expresa la liturgia de este Domingo, éste es un día de alegría y de alabanza a Dios «porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria; donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo» (Oración colecta de la misa de la Ascensión de Jesús). Cristo asumió plenamente la naturaleza humana, y al acceder a la exaltación a la gloria es glorificada también su naturaleza humana, igual en todo a la nuestra. ¿Soy consciente de mi propia dignidad? ¿Respeto la dignidad de mis hermanos? ¿Soy consciente de mi vocación última?

 

2. «Vosotros sois testigos de estas cosas». ¿Cómo vivo esta tensión apostólica por ser testigo del Señor Resucitado? ¿En qué situaciones  concretas (dónde, a quién o a quiénes) transmito la «buena noticia» que Jesús nos ha dejado?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 659 - 667.

 

 



[1] Expresión bíblica que significa la igualdad de ambos, es decir plenitud de poder salvífico y redentor

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{Meditación Dominical} Domingo de la 6 semana de Pascua: «El Espíritu Santo os recordará todo lo que yo os he dicho»

Domingo de la Semana 6ª de Pascua. Ciclo C

 «El Espíritu Santo os recordará todo lo que yo os he dicho»

 

Lectura del libro de  los Hechos de los Apóstoles  15, 1-2.22-29

 

«Bajaron algunos de Judea que enseñaban a los hermanos: "Si no os circuncidáis conforme a la costumbre mosaica, no podéis salvaros". Se produjo con esto una agitación y una discusión no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos; y decidieron que Pablo y Bernabé y algunos de ellos subieran a Jerusalén, donde los apóstoles y presbíteros, para tratar esta cuestión.

 

Entonces decidieron los apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la Iglesia, elegir de entre ellos algunos hombres y enviarles a Antioquía con Pablo y Bernabé; y estos fueron Judas, llamado Barsabás, y Silas, que eran dirigentes entre los hermanos. Por su medio les enviaron esta carta: "Los apóstoles y los presbíteros hermanos, saludan a los hermanos venidos de la gentilidad que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia.

 

Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestros ánimos, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y Silas, quienes os expondrán esto mismo de viva voz: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós".»

 

Lectura del libro del Apocalipsis 21, 10-14.22-23

 

«Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y alta con doce puertas; y sobre las puertas, doce Ángeles y nombres grabados, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al mediodía tres puertas; al occidente tres puertas.

 

La muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero. Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario. La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero.»

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 14,23-29

 

«Jesús le respondió: "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.  El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. 

 

Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho: os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: "Me voy y volveré a vosotros." Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis». 

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

En la Primera Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, la comunidad cristiana recurre a los apóstoles para decidir acerca de la justificación y la evangelización de los gentiles. Justamente el Salmo Responsorial (Salmo 66) nos muestra el carácter universal de la alabanza que le debemos a Dios. En la Segunda Lectura se describe la grandeza de la nueva Jerusalén, fundada sobre doce columnas con los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Finalmente en el Evangelio leemos la promesa de Jesús a aquellos que lo aman y por lo tanto guardan sus palabras. Jesús les asegura el envío de un «Defensor» en el Espíritu Santo y los anima a prepararse para su pronta partida.

 

J  «Si alguno me ama, guardará mi Palabra»

 

El Evangelio de este VI Domingo de Pascua, como el del Domingo pasado, también está tomado de las palabras de despedida de Jesús, pronunciadas durante la última cena con sus discípu­los. De aquí se puede deducir su importan­cia; son las últimas recomendaciones de Jesús y la promesa de su asis­tencia futura. Jesús había anunciado su partida en estos términos: «Hijitos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros... adonde yo voy vosotros no podéis venir» (ver Jn 13,33). Como era de esperar, los discípulos se han quedado sumidos en la triste­za, y también en el temor. ¿Quién velará ahora por ellos? Ellos han creído en Jesús, pero ¿quién los sostendrá en esta fe, que los había puesto en contraste con la sinagoga judía? Por eso, junto con anunciar su partida inminente, Jesús asegura a sus discípulos que volverá a ellos: «Me voy y volveré a vosotros». Y no vendrá Él sólo, sino el Padre con Él; y no sólo en una presencia externa, como había estado Él con sus discí­pulos hasta entonces, sino que establece­rán su morada en el corazón de los discípu­los.

 

Para esto, sin embargo, hay una condi­ción que cum­plir: «guardar su Pala­bra». Esa «Palabra» es el don magnífi­co que trajo Jesús al mundo y la herencia que le dejó después de su vuelta al Padre. Han pasado más de veinte siglos y en todo este tiempo el empeño constante de los discípulos de Cristo ha consistido precisa­mente en «guar­dar su Palabra» con la mayor fideli­dad posi­ble. Este es también nuestro empeño hoy. ¿Qué se consigue con todo esto? Como dijimos, esta es la condi­ción para que Jesús venga a sus discí­pu­los: «Si alguno me ama, guardará mi Pala­bra, y mi Padre lo amará, y ven­dremos a él, y haremos morada en él». Pero, ¿cómo hacerlo? El detonante es el amor a Jesús. Sin esto no hay nada. Porque lo amamos a Él y anhelamos su presen­cia, y la del Padre, en nuestro corazón, por eso, guarda­mos su Palabra. Entendemos entonces cuando Jesús nos dice que «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30).

 

Solamente amando a Jesús podremos vivir de acuerdo a su Palabra. «Todo lo duro que puede haber en los mandamientos lo hace llevadero el amor… ¿Qué no hace el amor? Ved cómo trabajan los que aman; no sienten lo que padecen, redoblando sus esfuerzos a tenor de sus dificultades» (San Agustín, Sermón 96). Para más claridad Jesús agrega: «El que no me ama, no guarda mis palabras». Éste vive ajeno a Jesús y al Padre, dejándose arrastrar -y esclavizar- por los crite­rios y concupiscencias del mundo. El único signo inequívoco de que alguien ama a Jesús verdaderamente es que atesore en su corazón la palabra de Jesús y viva conforme a ella como nuestra querida Madre María siempre lo hizo «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,52). Esto quiere decir «guardar su palabra».

 

Dada su importancia, Jesús se detie­ne a explicar un poco más la expre­sión «guardar su Palabra». Obviamente Jesús no se refiere a una preocupación arqueológica, como si se trata­ra de conservar cuidadosamente los códices en que están escritos los Evange­lios. Jesús no está hablando de algo material. Por eso agrega: «La Palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado». Aquí está expresado un salto inmenso de fe: los discípulos escu­chan hablar a Jesús, pero deben creer que esas palabras que él pronun­cia son Palabra de Dios, y que de Dios proceden. En diversas ocasiones Jesús repite esta verdad: «Yo no hago nada por mi propia cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo... lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 8,28; 12,50).

 

J La promesa del Espíritu Santo, el Paráclito

 

Pero...¿cómo podremos «guardar esta Palabra», que no es de este mundo, ni de la experiencia sensible, porque procede del Padre? Sigamos leyendo: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espí­ritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñara todo y os recordará todo lo que yo os he dicho». Aquí tenemos la respuesta: para «guardar la Palabra» de Cristo es necesa­ria la acción del Espíritu Santo y la docilidad de los discípulos a sus dulces mociones (movimientos interiores o espirituales). Se completa así una cadena de enseñanza: el Padre enseña al Hijo lo que tiene que decir al mundo; y el Espíritu Santo enseña a los discípulos esa misma Palabra de Jesús que ellos tienen que guardar.

 

Jesús se refiere al Espíritu Santo con un apelativo especial que ciertamente tiene un sentido profundo: el Parácli­to. ¿Qué quiere decir este nombre? Éste es un término que en todo el Nuevo Testamento sólo es usado por Juan. Es un sustantivo griego, formado del verbo griego «parakaleo» que signifi­ca: «llamar junto a». El sustantivo «paráclito» pertenece al mundo jurídico y designa al que está junto al acusado en un proceso judicial, al asis­tente, al defensor, al abogado. En el Evangelio de San Juan, el Paráclito es el que asiste y ayuda a los creyentes en el gran conflicto que opone a Jesús y el mundo. Mientras el mundo creía condenar a Jesús, el que resulta condenado es el mundo, gracias a la acción del Paráclito, que opera en el corazón de los fieles. Por eso, en las cinco promesas de su envío a los discí­pu­los, el Paráclito tiene la función de enseñar, de dar testimonio a favor de Jesús y de condenar al mundo.

 

En la promesa del Espíritu Santo contenida en el Evangelio de este Domingo, el Paráclito tendrá la misión de enseñar a los discípu­los todo, de recordarles todo lo dicho por Jesús. Esto no quiere decir que el Espíritu Santo traerá una nueva revelación o un suplemento de revelación distin­ta de la aportada por Jesús. Quiere decir que en el proce­so de la revelación divina hay dos etapas: lo enseñado por Jesús durante su vida terrena y la comprensión de esa enseñanza por interiorización, gracias a la acción del Espíritu Santo. Todos tenemos la experiencia de lo que significa compren­der repentinamente el sentido de algo que antes era oscuro para nosotros: una palabra, una frase que alguien dijo, la actitud que alguien adoptó, etc. Cuando esto ocurre, nosotros habla­mos de «darnos cuenta» de algo. Este darnos cuenta acontece en un segundo momento en contacto con alguna circunstancia particular que ilumina lo que antes era oscuro, por ejemplo, cuando alguien «nos hace ver».

 

El Espíritu Santo sugiere a nuestro corazón el sentido verdade­ro de esas pala­bras, nos hace darnos cuenta, hace com­prender toda su trascendencia. El Espíritu Santo no aporta ninguna nueva revelación más allá de lo dicho por Jesús. Pero hace comprender interiormente lo dicho por Jesús, hace que penetre en el corazón de los fieles y se haga vida en ellos. Si el Espíritu Santo no hubiera venido, todo lo dicho y hecho por Jesús, sobre todo, su identidad misma de Hijo de Dios, habría quedado sin comprensión y no habría operado en el mundo ningún efecto. Es lo que ocurre aún hoy con aquellas personas que han rechazado de sus corazo­nes el Espíritu Santo: no entienden las palabras de Jesús.

 

 

J La Nueva Jerusalén        

 

En la Segunda Lectura de hoy se hace una descripción simbólica de la nueva Jerusalén, es decir, del estado final y glorioso de la comunidad de los redimidos. Un detalle significativo es que carece de Templo; lo cual establece una diferencia radical entre la antigua y la nueva ciudad de Dios. «Templo (Santuario) no vi ninguno, porque su Templo es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero» (Ap 21, 22). La perfección en la totalidad del pueblo nuevo sucede a la del antiguo. A las doce tribus de Israel corresponden los doce Apóstoles. Es interesante notar el simbolismo invertido de las doce puertas y los doce cimientos: aquellas (lógicamente posteriores al cimiento), con los nombres de las doce tribus de Israel y éstos con los nombres de los Apóstoles. ¿No significa esto la unión definitiva de los Testamentos en el Reino Celestial? Finalmente leemos en los Hechos de los Apóstoles que el Concilio realizado en Jerusalén, hacia 48 ó 49, inhabilita las antiguas mediaciones que eran exigidas (la circuncisión entre otras cosas) a los gentiles para obtener la salvación de Dios. Este Concilio de los apóstoles es el modelo de todos los que se han celebrado en la Iglesia  asistidos por el Espíritu Santo. 

+  Una palabra del Santo Padre:

««Estoy con vosotros» quiere decir: estoy con la Iglesia construida sobre vosotros, y vengo siempre en virtud del Espíritu Santo. Esta venida es múltiple: en la palabra del evangelio, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, y en la misteriosa inhabitación del corazón mediante la gracia. A esta última venida se refieren las palabras que acabamos de escuchar: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

 

El amor hace que una persona habite espiritualmente en otra. Así acontece en la dimensión humana y, de modo aún más profundo, en la dimensión divino-humana. «Si alguno me ama (...), mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Por consiguiente, el amor a Cristo atrae el amor del Padre y hace que el Hijo y el Padre estén presentes en el alma del hombre, que se abandonen íntimamente al hombre. Ese don es obra del Espíritu Santo, el Amor increado. Derramado en el corazón del hombre, hace que toda la santísima Trinidad esté presente en él y more en él. Esta inhabitación, que brota del amor y enriquece el amor, debe realizarse en la verdad.

 

Quien ama a Jesús guarda su palabra, la palabra de la que Él dice: «Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14, 24). Quien ama a Jesús vive de su Evangelio. Cristo es el Verbo del Padre. En Él se realiza la plenitud de la verdad, que está en Dios y que es Dios mismo. Él «se hizo carne» (Jn 1, 14) para transmitirnos esta verdad con palabras humanas, con obras humanas y, en definitiva, en el acontecimiento pascual de la cruz y la resurrección. Ahora Cristo dice: «Me voy al Padre» (Jn 14, 28). Eso es para Él motivo de alegría divina, una alegría que desea comunicar a sus discípulos. Con la humanidad que asumió, el Verbo vuelve a su fuente, al eterno manantial donde, sin ningún inicio, tiene su inicio»

 

Juan Pablo II. Homilía en el Santuario de Mariano de Svatý Kopečék, de Olomuc.

República Federativa Checa y Eslovaca 21 de mayo 1995.

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. ¡Demos gracias a Dios por el don del Magisterio de la Iglesia! La Iglesia nos enseña y nos conduce por sendas seguras a la Jerusalén Celestial. ¿Me esfuerzo por leer los documentos más importantes de la Iglesia? ¿Cuál ha sido el último documento que he leído?

 

2. ¿Amo y guardo la Palabra de Dios? ¿Estudio la Palabra para así poder vivirla?  

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 683-693. 790- 791.1822-1823. 1828.

 

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{Meditación Dominical} Domingo de la 5 Semana de Pascua: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros»

Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo C

 «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros»

 

Lectura del libro de  los Hechos de los Apóstoles  14, 21-27

 

« Al día siguiente marchó con Bernabé a Derbe. Habiendo evangelizado aquella ciudad y conseguido bastantes discípulos, se volvieron a Listra, Iconio y Antioquía, confortando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a perseverar en la fe y diciéndoles: "Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios". Designaron presbíteros en cada Iglesia y después de hacer oración con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia; predicaron en Perge la Palabra y bajaron a Atalía. Allí se embarcaron para Antioquía, de donde habían partido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían realizado. Al su llegada reunieron a la Iglesia y se pusieron a contar todo lo que habían hecho juntamente con ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe»

 

Lectura del libro del Apocalipsis 21, 1-5a

 

«Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva - porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: "Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán  su pueblo y él Dios - con - ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos,  y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado". Entonces dijo el que está sentado en el trono: "Mira que hago un mundo nuevo"».

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 13, 31-33a. 34-35

 

«Cuando salió, dice Jesús: "Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él.  Si Dios ha sido glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto". "Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros.  En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros".»

 

& Pautas para la reflexión personal  

 

z El vínculo entre las lecturas

 

Pablo y Bernabé vuelven de su primera misión (Primera Lectura) donde se resalta el laborioso crecimiento de la Iglesia de Cristo. Expansión que no está exenta de tribulaciones que San Pablo paternalmente advierte. El nuevo mandamiento (Evangelio) dejado por Jesús es la vivencia del amor hasta el extremo de dar la vida por los otros; y esto será lo distintivo entre los primeros seguidores de Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». Justamente es la glorificación del Hijo del hombre que renovará todas las cosas creando así un mundo nuevo (Segunda Lectura).

 

K «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre...» 

 

La Iglesia celebra hoy el V Domingo de Pascua. Puede parecer extraño que estando en tiempo de Pascua, en que la liturgia está dominada por la contemplación de Cristo resu­ci­tado y vencedor sobre el pecado y la muerte, se nos pro­ponga un pasaje del Evangelio que está ubicado en el momento en que Jesús comienza a despedirse de sus apósto­les para encaminarse a su Pasión. Veamos por qué se da esto...

 

La primera palabra de Jesús hace referencia al momen­to: «Ahora...». Debemos preguntarnos en qué situación de la vida de Jesús nos encontramos y qué ocurrió para que Jesús consi­derara que había llegado el momento. Jesús se había reunido con sus apósto­les para celebrar la cena pas­cual. El capítulo comienza con estas palabras fundamenta­les: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Había llegado su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre y la hora de dar la prueba suprema de su amor a los hombres. Pero faltaba todavía algo que desencadenara los hechos.

 

El Evangelista dice: «Durante la cena, ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscario­te, hijo de Simón, el propósito de entregarlo...» (Jn 13,2). Sigue el episodio del lavatorio de los pies a sus apóstoles. Y, en seguida, Jesús indica cuál de sus apósto­les lo iba a entre­gar, dando a Judas un bocado. El Evangelista sigue narrando: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (Jn 13,27). Jesús acompañó su gesto, que debió ser lleno de bondad y de conmiseración ante el discípulo ya decidido a traicionarlo, con estas palabras: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». El Evangelista conclu­ye: «En cuanto tomó Judas el bocado, salió» (Jn 13,29). La traición de Judas fue una obra de Satanás, pero tam­bién una decisión res­ponsable del hom­bre. Aquí el misterio de la iniqui­dad alcanzó su punto máximo, sólo comparable con la obra de Satanás en nuestros primeros padres. Esta especie de escalada de Satanás era lo que faltaba aún para que llega­ra el momento.

 

«Cuando Judas salió, Jesús dice: Ahora ha sido glori­ficado el Hijo del hombre». Ya los hechos que lleva­rían a Jesús a morir en la cruz se habían desencadenado. Pero en esos hechos consiste su glorificación, pues mientras los hombres lo someten a la pasión dolorosa y a la muerte, en realidad, él está yendo al Padre. Así lo dice el Evangelio al comienzo de este capítulo: «Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre... sabía que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y que a Dios volvía» (Jn 13,1.­3). Lo repite él mismo en el curso de esa misma cena con sus discípulos: «Me voy a prepararos un lugar... voy al Padre» (Jn 14,2.12). Y poco antes de salir con sus discí­pulos al huerto donde sería detenido, Jesús se dirige a su Padre y ora así: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1).

 

J «Dios ha sido glorificado en Él»

 

La muerte de Cristo fue un sacrificio ofrecido a Dios Padre. Si todo sacrificio es un acto de adoración, el sacrificio de Cristo ha sido el único digno de Dios, el único que le ha dado la gloria que merece. Por eso es que Dios ha sido glorificado. Cristo ha dado gloria a Dios con toda su vida, pues toda ella fue un acto de perfecta obediencia al Padre. Pero en la cruz alcanzó su punto culminante, allí recibió su sello definitivo. Este es el sentido de la última palabra de Cristo antes de morir: «Todo está cum­plido», es decir, está cumplida la voluntad del Padre en perfección y hasta las últimas conse­cuencias. Nunca se demostró Jesús más Hijo que en ese momento. Pero todavía quedaba que se realizara la última afirmación de Cristo: «Dios lo glorificará en sí mismo», la que debía cumplirse «pronto». Esta es la subida de Cristo al Padre, que ocu­rrió con su Resurrec­ción.

 

K El testamento de Jesús

 

En este momento de la despedida de sus apóstoles, Jesús agrega lo que más le interesa dejarles como testamento: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros». ¿Por qué dice Jesús que este mandamiento es «nuevo»? ¿Dónde está la novedad? Ya desde la ley antigua existía el mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo» (Lev 19,18). Y Jesús, lejos de derogarlo, lo había indicado al joven rico como condición para heredar la vida eterna (ver Mt 19,19). La novedad está en el modo de amar, en la medida del amor. Es esto lo que hace que este mandamiento sea el de Jesús: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros». En este mismo discurso, más adelante, Jesús repite: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

 

Por eso Jesús agrega: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos». En la vida de Jesús hemos contemplado lo que es el amor y cómo Él nos amó. El no buscó su propio inte­rés, sino el nues­tro. Nos amó hasta el extremo: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); y esa es la medida que nos ha dejado. Sin embargo, es increíble cómo en nues­tra socie­dad y en el modo común de hablar, el amor se haya podido profa­nar tanto y que muchas veces se llegue al extremo de llamar amor lo que es per­fecto egoísmo.

 

J «Yo, Juan, vi... la ciudad santa, la nueva Jerusalén» 

 

La espléndida visión de la Jerusalén celestial concluye el libro del Apocalipsis y toda la serie de los libros sagrados que componen la Biblia. Con esta grandiosa descripción de la ciudad de Dios, el autor del Apocalipsis indica la derrota definitiva del mal y la realización de la comunión perfecta entre Dios y los hombres. La historia de la salvación, desde el comienzo, tiende precisamente hacia esa meta final.

 

Ante la comunidad de los creyentes, llamados a anunciar el Evangelio y a testimoniar su fidelidad a Cristo aun en medio de pruebas de diversos tipos como leemos en la primera lectura, brilla la meta suprema: la Jerusalén celestial. Todos nos encaminamos hacia esa meta, en la que ya nos han precedido los santos y los mártires a lo largo de los siglos. En nuestra peregrinación terrena, estos hermanos y hermanas nuestros, que han pasado victoriosos por la «gran tribulación», nos brindan su ejemplo, su estimulo y su aliento. San Agustín nos dice cómo la Iglesia «que prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», se siente sostenida y animada por el ejemplo y la comunión de la Iglesia celestial.

 

Recordemos las palabras del profeta Isaías: «Mira ejecutado todo lo que oíste...Hasta ahora te he revelado cosas nuevas, y tengo reservadas otras que tú no sabes» (Is 48,6). Esto no es un cuento de hadas sino el mundo que surge de la vivencia plena del mandamiento del amor. Este esplendoroso final esperado tiene su contraparte en la Primera Lectura donde se contrasta el crecimiento de las comunidades cristianas en sus comienzos al ritmo penoso de la misión que acaban de concluir. Pablo y Bernabé, de nuevo en Antioquía de Orontes (Siria) y ante la comunidad reunida, hacen un balance positivo de su primera misión por tierras del Asia Menor hasta Antioquía de Pisidia (hoy Turquía). Al reanudar el camino iban animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe. Y apuntando ya a una primera organización pastoral. 

 

K «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por ... » 

 

El día 20 de noviembre recordaremos a un grupo de monjitas españolas que vivieron el mandamiento del amor hasta el extremo. Justamente el V Domingo de Pascua de 1998 fueron declaradas beatas por el Papa Juan Pablo II ante una multitud en la plaza San Pedro. La Beata María Gabriela y sus compañeras mártires ingresaron a la congregación de la Visitación de Santa María, imprimiendo en su corazón los principios de la congregación: «Todo dulzura y humildad».

 

En los primeros meses de 1936, la persecución religiosa en España se fue agravando. La congregación se dio cuenta que era ya muy peligroso continuar en Madrid por lo que decidieron trasladarse al pueblito de Onoroz, en Navarra. Pero ellas pidieron quedarse en Madrid, pues la iglesia del monasterio seguía abierta al culto. Al frente del grupo estaba María Gabriela. A mediados de julio la situación se complicó demasiado lo que les obligó a trasladarse definitivamente a una casa refugio, en donde se dedicaron a la oración y a sacrificarse por su patria. Los vecinos les mostraron mucho aprecio excepto dos personas que las denunciaron antes las autoridades. El 17 de noviembre, después del registro que hicieron los milicianos de su casa, estos se despidieron diciéndoles: «hasta mañana».

 

María Gabriela ofreció a la comunidad la oportunidad de ser llevadas al consulado para ponerse a salvo. Pero unánimemente todas exclamaron con especial fervor: «¡Estamos esperando que de un momento a otro vengan a buscarnos en el nombre del Señor… que alegría, pronto va llegar el martirio, si por derramar nuestra sangre se ha de salvar España, Señor, que se haga cuanto antes!». En efecto, el 18 de noviembre, llegaron los milicianos y en un camión las llevaron hasta el lugar de la ejecución. Una ráfaga de balas destrozó sus cuerpos y les hizo entrar en una bella página de la historia de la Jerusalén celestial.

 

+  Una palabra del Santo Padre:

 

«"La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros" (Jn 13, 35). El Evangelio de este V domingo del tiempo de Pascua nos lleva a la intimidad del Cenáculo. Allí Cristo, durante la última Cena, instituyó el sacramento de la Eucaristía y el sacerdocio de la nueva Alianza, y dejó a los suyos el "mandamiento nuevo" del amor. Hoy revivimos el intenso clima espiritual de aquella hora extraordinaria. Las palabras del Señor a sus discípulos se dirigen de modo particular a vosotros, amadísimos candidatos al presbiterado, invitados a recibir esta mañana su testamento de amor y servicio…

 

El Señor os entrega de modo nuevo su mandamiento:  "Amaos unos a otros como yo os he amado" (Jn 13, 34). Ese mandamiento constituye para vosotros un don y un compromiso:  don del yugo suave y ligero de Cristo (cf. Mt 11, 30); compromiso de ser siempre los primeros en llevar este yugo, convirtiéndoos con humildad en modelos para la grey (cf. 1 Pt 5, 3) que el buen Pastor os encomiende. Debéis recurrir constantemente a su ayuda e inspiraros siempre en su ejemplo.


Hoy, al pensar una vez más en la rica experiencia del Año jubilar, quisiera entregaros de nuevo simbólicamente la carta apostólica Novo millennio ineunte, que traza las líneas del camino de la Iglesia en esta nueva etapa de la historia. A vosotros corresponde guiar, con una entrega generosa, los pasos del pueblo cristiano, teniendo en cuenta especialmente dos grandes ámbitos de compromiso pastoral: "Recomenzar desde Cristo" (nn. 29-41) y ser "testigos del amor" (nn. 42-57). En este segundo ámbito, que se caracteriza por la comunión y la caridad, es determinante "la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu", estimulando "a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de su responsabilidad activa en la vida eclesial" (n. 46)».

                                                

                                                   Juan Pablo II. Homilía del Domingo 13 de mayo de 2001

 

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

 

1. ¿De qué manera concreta puedo vivir el mandamiento nuevo que Jesucristo nos ha dejado?

2. «Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama», nos dice San Agustín. ¿Cómo vivo esto?

 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2196. 2443- 2449.

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